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Capítulo 34


El verano se despidió junto a su periodo de entrenamiento como cupido. En compañía de Mía, Eira aprendió a investigar desde su oficina, infiltrarse en fiestas sin destacar y trazar estrategias para disparar flechas de oro.

También fueron asignadas a las cocinas y a atender clientes en la casa de té, para que se familiarizaran con cada función de Dulce Casualidad. Congeniaron fácilmente con Dennise, gerente oficial de esa sección. Eira ya tenía experiencia en gastronomía y en servir mesas para eventos. Pero tratar con comensales, intercambiar sonrisas y conversaciones fugaces era su mayor dificultad.

Conforme pasaba el tiempo, estaba aprendiendo a socializar y disfrazar sus debilidades. Se esforzó en memorizar los nombres de cada compañero, en escuchar sus sugerencias y ofrecer soluciones.

Con su dedicación iba ganándose el respeto de sus futuros agentes.

El camino aún era largo. Estaba destinada a cometer incontables errores, pero trataría de aprender en cada oportunidad.

Sin su benefactora, ¿podrían haber llegado tan lejos? Le gustaba pensar que sí. Eventos Venus estaba en constante crecimiento. A largo plazo, habrían ganado lo suficiente para abrir su propio restaurante y convertirlo en su principal sede para eventos. Sin embargo, Celestine les había obsequiado algo invaluable: tiempo.

Las últimas semanas, las muchachas compartían momentos de té con Celestine en su casa, quien les brindaba toda su sabiduría. Era una mentora paciente y exigente. Resultaba un verdadero desafío responder a sus exámenes sorpresa acerca de cómo resolverían tales situaciones problemáticas en plena misión.

Defendía con uñas y dientes su perspectiva sobre cómo construir el amor, pero estaba abierta a escuchar las modificaciones propuestas por sus pupilas.

La anciana irradiaba vida desde la reconciliación con sus hijos. La música y las risas de su casa se volvieron algo frecuente, tres vehículos parecían eternamente estacionados en su entrada.

Eira desconocía qué pudo provocar la ruptura familiar en primer lugar, pero se alegraba de saber que su querida amiga al fin había encontrado la felicidad.

Desde su propia cocina, la muchacha tarareaba una vieja canción romántica con la pasión de una adolescente que creía entender el amor. Su largo cabello rubio estaba recogido en una trenza francesa. Un delantal protegía su vestido floreado.

Había terminado de hornear galletas de nuez en forma de tacitas. Con una manga llena de mousse, rellenaba las copas. Luego las decoraba con remolinos de crema batida y canela en polvo.

Cuando terminó su obra, las acomodó en platillos individuales y las contempló con ojo crítico. No había perdido su toque. Como buena joven postmoderna, les tomó suficientes fotos para alardear en sus redes.

Casi esperaba ver un comentario de Valengel. Habían conversado con frecuencia últimamente. Nunca revelaban información personal. Solo debatían sobre la vida, el arte y el amor durante horas.

Ella le contaba de sus nuevos postres experimentales, él le hablaba de sus proyectos actuales. La joven trataba de convencerlo de crearle un interés romántico a uno de sus protagonistas. Él bromeaba que lo haría cuando ella le entregara uno de sus postres en persona y se llevara como pago su corazón.

Poco a poco, la joven se iba habituando a intercambiar coqueteos amistosos.

Recibió decenas de reacciones positivas por la foto de sus tacitas comestibles, pero ninguna de su ciberamigo. Decidió que estaba ocupado.

Tras lavar todas sus herramientas de trabajo, se quitó el delantal. Luego acomodó algunos postres en una bandeja y se dispuso a visitar a su querida vecina. Era su ritual especial reunirse al final del día y compartir unos minutos de su soledad.

El sol acababa de ocultarse, por lo que no necesitaba sus gafas de sol ni sombrero. No se preocupó por cerrar con llave. Valle Encantado había demostrado ser un refugio seguro.

Mientras cruzaba la calle de tierra con la bandeja en sus manos, aspiró el perfume de la naturaleza. En la distancia, las montañas se iban transformando en siluetas oscuras abrazadas por los árboles.

La casa vecina se encontraba en silencio. Las luces solares del jardín se encendieron automáticamente al detectar su presencia.

—Celestine, soy yo... —la llamó desde la galería.

No hubo respuesta. La muchacha descubrió la camioneta estacionada en su lugar de siempre. ¿Se habría marchado de paseo con sus hijos?

Eira había cruzado su camino con Cinnia un par de veces, pero todavía no conocía el rostro de su hermano.

Al golpear la puerta, está se abrió con un suspiro de bisagras. Las luces del living estaban encendidas.

La muchacha titubeó. Aunque adoraba a Celestine como la abuela que nunca conoció, todavía no se atrevía a entrar con descaro a su casa. Era la clase de joven que pedía permiso antes de abrir el refrigerador de su mejor amiga. Sus padres le habían inculcado un implacable respeto por la propiedad ajena.

—¿Celestine? —preguntó bajo el umbral.

Estaba a punto de marcharse cuando descubrió sus rizos por encima del respaldo de su sofá favorito.

—¿Hola? —susurró, acercándose en puntas de pie para no despertarla.

Dejó la bandeja en la mesita ratonera, junto a un juego de té. La taza tenía pintados tres gatitos adorables. La tetera mostraba un arco y flechas con corazones en las puntas, sobre un prado de lavandas.

La anciana se encontraba recostada en el sofá, con una manta en su regazo y un libro en sus manos unidas, su obra de teatro favorita sobre una agencia secreta que difundía felicidad. Sus ojos permanecían cerrados. Una sonrisa serena indicaba que estaba teniendo un sueño maravilloso.

—Descansa, abuela —susurró con su mirada afectuosa, aprovechando que estaba dormida.

Se puso en cuclillas ante la anciana. Cuando fue a abrigarla mejor con la manta, sus manos se rozaron.

Eira se congeló.

Frío. Demasiado frío en esa noche cálida. Abrió la boca para decir su nombre pero ningún sonido escapó. Con dedos temblorosos, tocó la mejilla arrugada.

Estaba helada. Pálida.

La sangre abandonó el rostro de Eira, sus ojos abiertos con horror. Retrocedió, respirando por la boca. Un grito pugnaba por salir de su garganta.

No era Celestine D'Angelo quien se encontraba sentada en ese sofá, sino aquel cuerpo usado para contener un alma que se había ido.

Un ruido a su espalda la sobresaltó. Tropezó con la mesita y casi tiró la tetera y taza de té enfriado.

Un aparato rectangular zumbaba allí mismo. Desprendía luces intermitentes. Un nombre aparecía en la pantalla. Valentín.

"¿Quién es Valentín? ¿Qué está pasando? ¿Estoy soñando?", fue su primer pensamiento.

El celular continuaba exigiendo una respuesta. Gateó hasta la mesita y, con dedos inestables, consiguió recuperar el aparato.

Le tomó tres intentos contestar.

¿Ma? —Sonó más como un suspiro aliviado que como un saludo—. ¿Está todo bien? Yo solo... necesitaba escuchar tu voz.

Eira tragó saliva. Los latidos de su propio corazón le impedían oír con claridad.

—Ho... hola —balbuceó.

¿Quién habla? ¿Por qué tienes el celular de mi madre? ¿Dónde está ella?

—Soy... su vecina... Eira...

¡¿Dónde está mi madre?! —La voz masculina se oía sin aire, como si corriera de un lado a otro—. Dale el condenado teléfono. ¡Necesito hablar con ella!

—Es... está en el sillón... durmiendo —balbuceaba la muchacha, sus ojos muy abiertos y sus dientes castañeando—. Hay un libro y una taza de té... está muy frío y no responde... No responde... El celular... Necesito llamar...

Tres latidos pasaron. Su interlocutor no debía haber entendido una palabra.

—Voy inmediatamente —juró.

Cortó la llamada. Eira necesitó un minuto para salir de su ensimismamiento. Sacudió la cabeza pero continuaba llena de algodones. Se arrastró hacia atrás hasta que su espalda golpeó la biblioteca.

Fue a buscar en los contactos del teléfono pero la pantalla estaba bloqueada. "Solo disponible para llamadas de emergencia", leyó. "Emergencias... Tengo que llamar. Tengo que hacer algo rápido".

Sus dedos rígidos apenas consiguieron marcar a una ambulancia. Si alguien le preguntara, no sabría explicar qué les dijo. Fue un milagro que consiguiera comunicarles su ubicación.

Nada más oírlos decir que venían en camino, el teléfono escapó de sus manos y cayó sobre la alfombra con un golpe seco.

Ella se arrastró fuera de la casa y se dejó caer en el columpio de la galería. La brisa nocturna acarició su rostro. Las farolas solares volvieron a encenderse.

Sentada junto a la puerta abierta, abrazó sus rodillas y encerró el rostro en ellas.

***

A kilómetros de distancia, Valentín conducía sin respeto por los límites de velocidad. Era una noche de luna llena, con la carretera bien iluminada.

Había hecho una llamada rápida a Cinnia. Le pidió que, si estaba más cerca, fuera a ver a Celestine.

Minutos atrás, había estado pintando un óleo, con un ligero malestar. En un parpadeo, una corriente atravesó su tórax hasta su cráneo. Le robó el oxígeno. Soltó el pincel y la paleta. La desesperación lo cegó.

Lo abrumó la certeza de que acaban de arrancarle una parte de su corazón. Cuando consiguió calmarse, sintió humedad en su rostro. Un río escapaba de sus ojos.

Era la misma pesadilla que había tenido durante sus viajes, pero algo era diferente. Estaba despierto.

Sus dedos no tardaron en marcar ese número que sabía de memoria. Cada segundo aumentaba su angustia. Corrió por el departamento buscando sus zapatillas y las llaves.

Necesitaba oír su voz, saber que ella no lo había dejado. Que todas sus pesadillas sobre perderla no eran más que temores infundados.

Murmuraba un ruego a cada deidad, maldecía cada segundo perdido mientras el teléfono sonaba.

Cuando al fin contestó, le faltó poco para derrumbarse de alivio. Oír una voz diferente a la de Celestine fue un puñetazo en su abdomen.

No la dejó explicar. Necesitaba comprobarlo en persona. Se negaba a dejarla ir. No estaba listo.

En su camino se cruzó con una ambulancia, pero el joven conducía más rápido y no tardó en perderla de vista.

Estacionó en la entrada y se lanzó fuera del vehículo. Corrió hacia la puerta.

Una figura asustadiza se puso de pie en la galería, bajo la luz de las farolas. Lucía un vestido holgado que resaltaba su complexión pequeña. Su piel rivalizaba con el color de la luna y una trenza dorada caía sobre un hombro.

Lucía tan frágil que tuvo el impulso de abrazarla, pero se contuvo. Cuando él estuvo a tres pasos, ella levantó el rostro.

El joven reconoció esos iris de caramelo líquido. En un rostro sin maquillaje. Sin gafas. Sin sombreros. Sin máscaras.

—Eres tú —susurraron al unísono.

La realidad rompió el hechizo un latido después.

—¿Dónde está? —preguntó, sintiendo un zumbido en sus oídos.

—En el sofá —respondió esa voz dulce, impregnada de una profunda tristeza.

El joven pasó por su lado, sus brazos apenas rozándose. Avanzó a tropezones.

Reconoció esos rizos platinos sobresaliendo del respaldo. El suelo perdió su centro de gravedad conforme se acercaba.

—Ma —la llamó a través del nudo en su garganta—. Mamá... Ya no soy un niño, no juegues conmigo... Vamos, no es divertido... —Las lágrimas le nublaban la vista a medida que rodeaba el mueble— Por favor, responde... —su voz se quebró—. Voy a venir a visitarte todos los días. No más viajes. Quiero quedarme en Villamores... contigo. Volví solo por ti. —Se arrodilló ante ella—. Por favor, despierta. ¡Mamá, despierta! No estoy listo. Te necesito. Siempre hemos sido un equipo...

Abrazó su cuerpo frágil, entre sollozos. Descansó la cabeza en su regazo.

Vinieron a su memoria aquellas tardes de invierno en las que ella leía un libro mientras él dibujaba en su cuaderno, tirado boca abajo sobre la alfombra. Al levantar la vista, ella siempre tenía una sonrisa preparada.

Ahora también sonreía. Pero sus ojos continuaban cerrados. Su piel estaba demasiado fría.

Deseó gritar, como si su voz le llegara adonde sea que hubiera viajado. Las lágrimas humedecían la manta que abrigaba las piernas de Celestine.

El artista perdió el sentido del tiempo. La casa se transformó en un prado de amapolas, en donde un niño de ojos avellana lloraba porque estaba perdiendo a su madre.

Él lo sabía. Su subconsciente percibía todas las señales de una despedida. Celestine fue consciente de que su propio reloj llegaba a su fin y trató decírselo con cada de sus acciones. Pero Valentín se negó a aceptarlo. Como si al cubrirse los ojos y oídos la realidad no pudiera alcanzarlo.

En medio de su ensoñación, escuchó las sirenas. Una mano en su hombro le hizo levantar la mirada.

Cinnia tenía los ojos enrojecidos y se cubría la boca con las manos para reprimir sus sollozos. Sin más fuerzas, ella se arrodilló a su lado y lo abrazó.

Compartieron el mismo llanto. La misma herida. Cuando creyeron recuperar a su familia, la muerte volvió a arrebatársela. Los D'Angelo parecían destinados a huir del amor, a veces a través de viajes sin retorno.

La llegada de los paramédicos lo obligó a levantarse. Con su cabeza llena de espuma, no escuchaba las palabras de su hermana. Ella le respondía a tres personas vestidas de azul y rojo. Había compasión en esos rostros desconocidos, la resignación solemne de los testigos de la muerte.

El muchacho permaneció de pie mientras los desconocidos recostaban a su madre en la camilla. Quería gritarles que no la tocaran, que no se atrevieran a llevársela, pero era incapaz de reaccionar.

Cinnia se detuvo ante él. Se llevó una mano al pecho, sus hombros encogidos. Su boca se movía. ¿Le estaba diciendo algo? ¿Por qué no conseguía escuchar más que el sollozo de un niño en su cabeza?

Siempre has estado para ella —leyó sus labios—. Permíteme acompañarla esta vez, por favor.

Valentín la miró sin comprender. Su cuerpo se había desconectado de su mente.

Sintió una mano entrelazarse con la suya. Cálida, dedos delicados pero fuertes. El muchacho siguió la dirección de ese brazo hasta un rostro pálido de rasgos pequeños y ojos húmedos.

La muchacha asentía hacia Cinnia. Tras una breve conversación entre ambas, su hermana subió a la ambulancia con los paramédicos y lo que alguna vez había sido Celestine D'Angelo.

Los siguió el auto de Cinnia, conducido por un silencioso Adrián. Las luces se perdieron en la distancia.

El silencio nocturno cayó sobre él. El sillón de Celestine estaba vacío. Su libro y tetera favoritos quedaron en la mesa.

"¿Cómo pudieron olvidarlos?", pensó. "¡Mamá siempre lleva un juego de té y ese libro cada vez que sale de viaje! Todos lo saben... alguien tiene que llevárselos".

El artista se encontró de pie en la galería, sus ojos vacíos. Un ave piaba en la lejanía. Los árboles susurraban en el jardín.

La brisa nocturna enfriaba su rostro húmedo. Mas no alcanzaba a secar las lágrimas que manaban una tras otra.

Sus hombros temblaron ante una nueva oleada de sollozos. Un murmullo le hizo girar el rostro.

Se perdió en esos ojos de miel. Los mismos que habían necesitado su abrazo en un ascensor hacía... ¿un mes? ¿Dos meses? Qué ironía que ahora la víctima de su propio abismo fuera él.

Ella tomó el rostro masculino entre sus manos y murmuró algo que él fue incapaz de entender a través del zumbido en sus oídos. En un impulso, la joven lo rodeó con sus brazos y descansó la frente contra su hombro.

Valentín solo pudo aferrarse a ella con todas sus fuerzas. Cerrar los ojos no impidió que el llanto fluyera. La muchacha poseía una paz que Valentín apenas conseguía absorber.

Estaba roto. Había perdido el tesoro más hermoso que la vida le regaló, aquel ser que juró estar siempre a su lado. La persona que lo amó de la forma más pura y eterna que podría existir.

Su universo perdió todo su color, y no tenía idea de cómo recuperarlo.

¿Por qué un corazón hecho pedazos podía seguir latiendo?

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