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Capítulo 33


Horas después, se vio a sí mismo sobre el césped, ante una casa que no era suya. Levantó una mano hacia la puerta, pero dudó en golpear.

Su expresión era seria. Descansó las manos en los bolsillos de sus joggings. Su cabello despeinado delataba que acababa de despertar de una siesta. Le gustaba pensar que daba una impresión de orgullo y seguridad.

La realidad era que tenía ganas de llorar y salir corriendo. Las manos le sudaban y su corazón luchaba por escapar a través de su garganta.

Escuchó voces al otro lado de la puerta. Las reconoció, por supuesto. Un dèja vu lo envolvió. Cinnia estaba conversando con Celestine. A juzgar por sus tonos, se encontraban en excelentes términos.

—¿Era algo tan profesional? —decía Cinnia, su voz asombrada—. Eso explicaría los comentarios que he oído.

—Espero que sean reseñas positivas —respondió Celestine con orgullo—. Me he esforzado mucho en crearle una buena reputación.

—Nunca creí que Ofelia, Elay y Rafael fueran solo tus compañeros de bingo. Son como un escuadrón de genios.

—Sé elegir a mis amigos.

¿Desde cuándo ambas se reunían a tomar té como madre e hija? ¿Aprovecharon de reforzar su relación durante la ausencia de esta tercera rueda?

El muchacho experimentó alivio al saberlas tan unidas. A la vez frunció el ceño. Le molestó que ellas estuvieran tan alegres mientras él se consumía en la miseria. ¿Ni siquiera les dolió un poquito dejarlo afuera?

Su respiración se aceleró. Abrió y cerró las manos. El puñal en su espalda continuaba fresco. Estaba asustado, no iba a negarlo. Temía que, más que sanar su identidad fragmentada, el reencuentro acabara por hacerlo pedazos.

Maldiciendo su falta de valor, se dispuso a retroceder. Volvería cuando sus sentimientos se estabilizaran. No estaba listo para enfrentar...

La puerta se abrió. Él se congeló. Sus ojos encontraron esos iris cafés, almendrados, abrumados por una eterna tristeza. Lucía igual de sorprendida, y un poco asustada.

Valentín no sonrió. Descubrió a Celestine detrás, sentada en su sofá favorito con una taza en sus manos. Lo miraba como un cervatillo ante el rifle de un cazador.

Sin pedir permiso ni ser invitado, el joven entró. Permaneció de pie en medio del living. Cinnia continuó estática ante la puerta abierta, uno de sus pies amagando escapar.

—Quédate —soltó Valen con calma.

Ella obedeció, cerrando la puerta para no ser víctima de la tentación de huir.

Un silencio tenso los envolvió. El muchacho tenía un don para inundar de luz el ambiente si estaba feliz, y así de intensa era su habilidad para hacer descender la temperatura cuando su humor oscurecía.

Las palabras pendientes flotaban en la habitación. Las excusas, las evasivas todavía resonaban en sus corazones.

Celestine vio a su hija abrazarse a sí misma, temblando. Sabía cuánto se estaba esforzando. Quedarse ya era una batalla inmensa para su espíritu.

La anciana aferró la taza de té como si sujetara un cristal fisurado que con solo soltarlo se desarmaría. No estaba lista para esto, quizá nunca lo estaría.

Sobrevivió a ser expulsada de la vida de su hija, mas no se repondría si perdía también a Valentín. No ahora que al fin la culpa había decidido darle tregua.

En ese instante, Valentín comprendió que la mujer que siempre había sido su roca era frágil. Vulnerable. Un ser humano capaz de cometer más errores que aciertos. Y el más grande era creer que acumular silencios serviría para cerrar la brecha entre dos personas.

Él no conocía su versión de la historia, pero tenía una certeza. No quería cerrar la puerta con esa fuerza que dejaba una grieta durante los próximos treinta años.

Por eso rompió el ciclo. Pronunció las palabras que ni su madre ni su abuela habían sabido decir a tiempo:

—Hablemos.

Miró primero a su hermana. Esperó.

—Fue un accidente —pronunció Cinnia, retorciendo sus manos—. Adrián y yo... nos cuidamos pero algo salió mal...

—Créeme, soy consciente de que no fui planeado.

—Ya éramos mayores de edad —susurró, casi sin aire—. Nuestros amigos decían que cambiaríamos de opinión... antes del parto... Pero cada día era más desesperante... No sabíamos cómo contarle a nuestros padres... Se lo dije a papá de la peor forma.

—¿Él —Valentín habló a través del nudo en su garganta— murió cuando le dijiste que estabas embarazada? ¿Me consideras el causante?

—Nunca te culpé —musitó Cinnia—. Solo... desearía que hubieras llegado a mi familia de otra forma. ¿Me odias ahora?

—Odiar implica demasiada energía espiritual. Tú no eres mi madre y nunca seré tu hijo —declaró con dureza. Ella se encogió ante su tono—. Eres... mi hermana, Cinnia. —Bajó la vista a sus manos—. Cuando era adolescente, realmente llegué a creer que mi nacimiento tuvo relación con la muerte de nuestro padre. Veo que no estaba tan equivocado.

—Ninguno fue responsable de algo que pasaría en cualquier momento. —Celestine se puso de pie, sus ojos empañados—. Mi Miguel... sabía que su tiempo era limitado. —Su voz se quebró—. Lo vi en sus ojos meses antes, solo que me negué a aceptarlo. Sonreía, pero en silencio se estaba despidiendo. Se estaba preparando.

Sus hijos permanecieron en silencio por tres latidos.

—Hay algo que necesito saber —susurró Valentín, sus ojos en la anciana—. ¿Me... me adoptaste por amor o por obligación moral?

Ella levantó la vista, su voz temblorosa pero sus ojos despejados.

—Mis sentimientos eran confusos durante su embarazo. Estábamos pasando un duelo infernal. —Cerró los ojos y respiró profundo—. Pero desde el momento en el que llegaste a este mundo, te amé como mi propio hijo. Ambos son mis hijos y ningún certificado de adopción marcará una diferencia.

De pie en tres puntos del salón, formaban un triángulo perfecto. Los corazones latían inquietos, temiendo dar un paso al frente.

Valentín tenía infinitas preguntas, pero en ese momento no conseguía recordarlas. La dinámica familiar estaba evolucionando. Solo el tiempo diría si el resultado sería algo maravilloso o catastrófico.

—No más secretos, mamá.

Un temblor sacudió a Celestine al oírlo llamarla así. Esa palabra tan simple fue una caricia sobre una herida que nunca había dejado de doler.

—No más secretos —prometió la anciana.

—¿Hay algo más que deba saber?

Celestine dudó. Tomó una profunda respiración y dejó escapar lo que tenía en la punta de la lengua.

—Encontré a tu alma gemela y llevo meses tratando de emparejarlos pero son tan despistados que frustran cada uno de mis planes.

Valentín y Cinnia le dirigieron idénticas expresiones de desconcierto. Intercambiaron una mirada entre ellos. Entonces ambos dejaron escapar unas carcajadas entre nerviosas y aliviadas.

La complicidad propia de dos hermanos se reflejó en sus pupilas por primera vez en mucho tiempo.

—Seguro. ¿Y eres un agente secreto del servicio de inteligencia?

—La jefa de una agencia de cupidos. En el subsuelo de Dulce Casualidad.

Guiado por su instinto, cerró la distancia que los separaba y la envolvió en sus brazos. Ese abrazo materno no había cambiado. Era todo lo que necesitaba para que las sombras que lo perseguían retrocedieran, era la luz que le devolvía su claridad mental.

—No estoy seguro de alguna vez entender tu sentido del humor... —murmuró contra esa canasta de rulos con aroma a otoño. No sería ella sin sus ocurrencias— pero siempre te amaré, ma.

Al ver a Cinnia, insegura junto a la puerta, él le extendió una mano para que se uniera al abrazo. Ella se acercó con torpeza y les dio una palmada en la espalda a ambos.

Las demostraciones de afecto no eran su fuerte. Él lo sabía y valoraba su intento.

Cuando se apartaron, Celestine posó una arrugada mano sobre la mejilla de cada uno. ¿En qué momento su pequeño se convirtió en un adulto gentil y empático? ¿Desde cuándo su niña era tan valiente e independiente?

—Yo daría el resto de mi vida por ustedes, mi niño soñador y mi niña sensible.

—Esa afirmación no cuenta porque vas a vivir para siempre —replicó Valentín con una media sonrisa—. Eres inmortal y nadie podrá convencerme de lo contrario.

Celestine respondió con una carcajada y una palmadita en la mejilla.

La líder de los cupidos pasó el resto del día en las nubes. Tenía a sus dos tesoros en casa. El peso de los secretos había desaparecido y ahora se sentía ligera como una pluma. Libre.

En cierto momento, Valentín llevó la mesa y sillas de la galería al jardín, afirmando que quería dibujarlas juntas y necesitaba buena luz. Pidió a su madre un cuaderno grande pero esta lo sorprendió al ordenarle que la siguiera hasta el armario del trastero.

Una vez allí, sacó una enorme bolsa de tela impermeable. Al abrirla reveló un atril y una maleta con pinturas y pinceles nuevos.

—Pero, ¡¿de dónde sacaste esto?!

—Tu regalo de cumpleaños adelantado, mi tesoro —explicó ella con una sonrisa astuta—. Lo tengo desde que volviste a Villamores.

—Es... demasiado.

—Además es mi excusa para que me visites más seguido. Puedes dejarlos aquí y venir a pintar cuando quieras. Este es tu hogar también.

Valen negó con la cabeza, incrédulo. Sospechaba que ella no estaba bromeando. Aunque lo consideraba excesivo, no podía rechazar un regalo de su madre.

Así fue como terminó instalado en el jardín, a la sombra de un naranjo, mientras dibujaba a su madre enseñándole a hacer una tarta a su hija. Se incluyó a sí mismo en el boceto, picoteando los ingredientes a la izquierda de Celestine.

El canto de las aves y el susurro de los árboles eran la música de la tarde. Sobre la mesa reposaba un palo de amasar junto al tarro de harina. Dos recipientes contenían los restos de masa que manos arrugadas acababan de formar. El aroma de las manzanas recién cocinadas prometía una delicia para el paladar.

Cinnia estiró la masa y la posó con cuidado en el interior de una fuente. Se le quebró en varias partes, por lo que necesitó volver a unirlas con sus manos.

—Vas excelente —la incentivó su madre, pasándole el relleno frutal—. A algunos les toma siete intentos hacerlo bien.

—Te estoy escuchando —advirtió Valen, en tanto trazaba los ojos de la anciana llenos de ilusión mientras le enseñaba cocina a su niña—. Ya te dije que mi especialidad es comer. De cocinar apenas sé lo suficiente para subsistir.

—¿Debe tener forma de telaraña o nido tejido? —preguntó Cinnia tras cortar tiras de masa para la tapa de la tarta.

—Lo que más te guste, hija.

La mujer asintió y comenzó a colocar líneas rectas, horizontales y verticales.

—No siempre fui una cocinera profesional —admitió sin vergüenza—. Quemé o dejé crudos los postres preferidos de Valentín infinitas veces. Pero él era una aspiradora que ni cuenta se daba.

—Para mí siempre fuiste perfecta —replicó el muchacho.

—Y tú siempre fuiste un niño muy astuto que sabía las palabras correctas para hacerme cocinarle. —Le dedicó su mejor sonrisa, una que él se aseguró de plasmar sobre el lienzo. Entonces soltó un suspiro feliz—. Siempre soñé con tener a mis dos niños preparando una tarde de té conmigo.

—Habrá más ocasiones como esta —pronunció Cinnia con timidez.

—Ni el pasado ni el futuro me importan. —Le apartó un mechón de la frente, manchándola de harina sin pretenderlo—. Solo este bello presente.

Celestine no quería que sus hijos se aferraran a lo que pudo haber sido, a un pasado que no podía cambiarse. No deseaba esa sombra en los días venideros.

A fin de cuentas, el amor corría a su propio ritmo y a esta familia le tomó casi tres décadas empezar a construir un puente. "No fue tiempo perdido. Fue tiempo invertido", decidió.

Aún había mucho trabajo pendiente, las heridas necesitaban amor y tiempo para sanar, pero se aseguraría de disfrutar el proceso.

Terminada la preparación, llevó el postre al horno.

El joven estudió a su madre sin disimulo. El cuadro le daba la excusa perfecta. Celestine D'Angelo rebosaba energía, yendo de aquí para allá alrededor de la cocina mientras compartía su sabiduría con su hija.

La conversación con Cinnia era cada vez más fluida. Habían dejado de caminar sobre cáscaras de huevo y ahora sus pasos eran confiados.

—Entonces... —comenzó el muchacho cuando ponía pintura en su paleta—. ¿En serio eres una agente de Cupido?

Celestine se detuvo en la galería. Cargaba una bandeja con una jarra eléctrica, tres tazas, una tetera y una caja de té. Parpadeó. Una sonrisa enigmática se dibujó en su boca.

—Tal vez.

—¿Es como una agencia de casamenteros?

—Un poco más amplio. —Acomodó el juego de té sobre la mesa—. El amor romántico no es la única forma de amor.

El artista pensó en la agencia del caos que se ocultaba bajo Desaires Felinos. Le fascinaba el ambiente desenvuelto, la improvisación y locura.

No podía imaginar a Celestine siendo tan desorganizada. Si creaba algo, lo hacía con suma precaución y logística.

Por eso ella nunca lo presionó para que aceptara su legado. Dulce Casualidad necesitaba un líder más estructurado.

Cinnia podría haber ocupado ese rol, pero tenía su propia profesión y no disponía de tiempo ni verdadera pasión por la casa de té.

—¿Puedo visitar el lugar?

—Por supuesto. Técnicamente eres dueño de la mayor parte. —Un brillo calculador, astuto, resplandeció en las pupilas ancianas—. Le diré a alguien que te dé un recorrido completo.

—Después de jubilarte, ¿a quién dejaste a cargo? —curioseó su hermana, quien había estado limpiando la mesa en silencio.

—Encontré a las personas indicadas. Las conocerán pronto.

—¿En plural? ¿No es una sola?

—Se necesitarían al menos dos personas para reemplazarme. —Valen la observó llenar la tetera con agua en movimientos circulares. Luego le colocó la tapita. Era un ritual que le fascinaba—. Un alma dulce con un corazón cálido y un espíritu astuto con una inteligencia afilada.

El joven estudió el jardín sembrado de suculentas y hierbas aromáticas que su madre cuidaba con tanto esmero. Intentaría plasmarlo en su cuadro.

Aspirando una bocanada de ese perfume verde y horneado, Valentín se sintió completo. Era feliz aquí. Estaba agradecido porque el destino le dio la oportunidad de ver a su familia unida.

Aceptó la taza que Celestine le ofrecía y dejó que ella contemplara su obra en proceso.

—Una obra de arte pintando a otra, ¿quién lo diría?

Valen sintió que la risa burbujeaba en su garganta. Giró el rostro para encontrar sus ojos, del mismo verde con vetas café.

Sintió la calidez en su pecho, el lazo inquebrantable que los unía. Estaba seguro de que se habían conocido en otras vidas y de que él estaba destinado a ser su hijo en esta. Su operación pudo haberle impedido concebirlo en su propia matriz, pero los astros encontraron la forma de enviarlo a donde pertenecía.

A su familia.

—Gracias por ser mi madre —pronunció con las pupilas resplandecientes.

Ella se inclinó y le dejó un beso en la frente.

—Gracias a ti por ser mi hijo, Valentín D'Angelo.

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