Capítulo 30
A la mañana siguiente, Celestine despertó confundida por sus propios sentimientos. Tras consultarlo con la almohada, había tomado decisiones importantes.
Primero decidió acomodarse en su living y desplegar la pantalla de la biblioteca. Su equipo debía estar esperando su llamada, tal como les había dicho al despedirse la noche anterior.
Una vez sentada en su sofá preferido, pronunció la orden de iniciar la comunicación.
Le respondió Elay, desde su silla de ruedas, con un control remoto en su mano. Inclinó la cabeza en señal de saludo.
A su espalda podían verse Ofelia y Rafael jugando al UNO. Este último fue el primero en notar a su jefa en la pantalla.
Los dos se pusieron de pie al instante como adolescentes sorprendidos holgazaneando en horario escolar.
—Terminen la partida, no se preocupen por mí. —Celestine les hizo un gesto con la mano y se centró en su estratega principal—. ¿Tienes algo?
—Rafael estaba por compartirnos las novedades —pronunció Elay con una sonrisa optimista—. ¿R?
—En tu cara, Ofelia. Levanta dos. —El aludido aplastó una carta +2 sobre el mazo de la mesa. Sin apartar la vista de la partida, empezó a hablar con el tono propio de una computadora—. Hace unos minutos, mis fuentes de Desaires Felinos me confirmaron que Valentín estaba buscando el nombre de Eira. ¡Enhorabuena, jefa!
—Me encanta ver tu sonrisa —soltó Ofelia con una carcajada antes de lanzar su siguiente carta— porque puedo aplastarla con mi más cuatro. Levanta seis, niño.
—Maldita bruja, no se pueden acumular.
—¿Quién lo dice?
—Los creadores. Aunque si así lo pides, ¡levanta ocho! —Estrelló otro +2 encima de la pila.
—No te emociones tanto. —Ofelia comenzó a levantar cartas de mala gana—. Mi venganza será cuatro veces peor, desgraciado.
—¿Crees que ese juego saque sus lados violentos? —comentó Elay.
—Yo los veo tan inmaduros como siempre —suspiró Celestine. Permaneció unos segundos en silencio—. La intervención fue un éxito a medias. Creí que Valentín le pediría una cita, o al menos su número.
—Es hombre, querida —señaló Ofelia mientras aplastaba a Rafael con cartas sucesivas de Pierde un turno—. Obviamente no pensaba con la cabeza de arriba.
—Eira tampoco fue muy romántica. Ni siquiera preguntó su nombre antes de intercambiar saliva —agregó Rafael con sequedad—. Las mujeres de hoy solo quieren una cosa de los hombres.
—Sí, responsabilidad afectiva.
—Un encuentro más y no se dejarán escapar —intervino Elay antes de que iniciaran un debate sobre los sexos—. ¿Cuál es el siguiente paso, Ce?
—Daremos por concluída la misión. Gracias por todo su arduo trabajo.
A Rafael se le escaparon las cartas de los dedos. El semblante de Elay se tornó serio. Ofelia abrió la boca con incredulidad.
Los tres levantaron la mirada. El silencio se apoderó de la oficina durante cinco latidos.
—¿Te estás rindiendo? —susurró Ofelia.
Celestine negó con la cabeza. La experiencia de anoche le había obligado a aceptar la realidad: el amor no podía apresurarse. Había almas gemelas que estaban destinadas, pero a su debido tiempo.
Antes de abrazar a su compañera de vida, Valentín debía sanar una vieja herida.
En su intento por protegerlo, la anciana había cometido un grave error. "¿Cómo llegó a pensar que me arrepiento de ser su madre?", se preguntaba con el corazón en un puño. "¿Por qué nunca me di cuenta?"
Ese niño fue su faro en medio de una tormenta, la más feroz de su vida. Desde pequeño siempre tuvo un corazón demasiado noble para su propio bien. Su sonrisa era tan espontánea que nadie podría imaginarlo capaz de ocultar su dolor.
—Es hora de sentarnos en la misma mesa, sin máscaras ni secretos —decidió.
Cual relámpago en medio de una tormenta, un golpe en su entrada la sobresaltó. Colgó la videollamada y avanzó con pasos lentos, medidos.
Por la mirilla, descubrió al último rostro que había esperado. Abrió la puerta con los dedos temblorosos.
Vestida con su usual traje gris, estaba sola. No sonreía. Tampoco lloraba. Y, por primera vez en veintiocho años, la miraba a los ojos.
—¿Cinnia?
Celestine parpadeó varias veces. Tuvo miedo de que sus ojos la engañaran. Si extendía el brazo, ¿su hija se desvanecería como las cenizas?
—Estoy muy cansada —susurró la mujer con voz trémula.
—Yo también, mi niña... —Se hizo a un lado, abriendo la puerta por completo. Contuvo la respiración al verla dudar. Su corazón volvió a latir cuando Cinnia dio un paso dentro—. ¿Me acompañarías a preparar un té?
Ella asintió y la siguió hasta la cocina. No hablaron mientras Cinnia ponía a hervir agua y Celestine preparaba los juegos de té. Ni siquiera se miraron hasta que las flores secas fueron sumergidas en agua, dentro de los filtros de las teteras.
Cuando se encontraron sentadas ante la mesa de la galería, con tazas humeantes bajo sus rostros, Cinnia respiró profundo.
—Hace ya tres años que no tengo ideas suicidas —soltó de repente.
Fue un balde de agua helada para la anciana. La sangre abandonó su rostro.
—¿Tú intentaste...?
—No. —Sujetó la taza entre sus manos. Su mirada se perdió en el líquido perfumado—. Pero lo pensé. Infinitas veces. Un minuto estaba riendo con Adrián mientras conducía. Al siguiente imaginaba lo fácil que sería abrir la puerta y desabrocharme el cinturón... Pero nunca tuve el valor.
"Gracias al cielo", pensó Celestine. Deseaba abrazarla y decirle que ella misma lucharía contra sus demonios, pero su niña ya no la veía como su guerrera. Quizá nunca lo había hecho.
—Me tomó muchos años entender que el problema estaba en mi cabeza —continuó Cinnia con una sonrisa carente de humor—. Mi cerebro fue a un desfile de psicólogos y terapeutas.
—Me alegra que estés saliendo adelante.
La mujer le dio un sorbo a su té.
—Extraño a papá siempre... —Sus ojos se humedecieron—. Cuando fui a verlo ese último día, estaba tan asustada... Le dije cosas muy hirientes. Él se enfureció. No deberíamos habernos gritado así. Yo era tan inmadura... Te juro que nunca imaginé lo que pasaría.
—Lo sé... No fue tu culpa. —Deslizó la mano sobre la mesa, suavemente, hasta rozar los dedos temblorosos de su hija— Él no quería que dejaras de verlo como un héroe invencible. Yo quería protegerte. Nos equivocamos tanto...
—Les fallé como hija. Desde el principio nunca estuve a la altura de sus expectativas...
—Nosotros te fallamos, mi vida —la interrumpió con gentileza—. No supimos enseñarte a confiar en nosotros.
Si había algo que los tres D'Angelo sobrevivientes tenían en común, era esa tendencia a huir de quienes los amaban. Y esa fobia innata a enfrentarse al pasado.
—Llegué a pensar que me odiabas. En el funeral no me dirigiste una mirada.
—No quería que me vieras rota. —confesó Celestine—. Trataba de ser fuerte por nuestra familia. Por ti, por mí... por ese pequeño que venía en camino.
—Es un milagro que Valentín naciera con tanta estabilidad emocional.
—También tiene sus traumas. Hice mi mejor esfuerzo pero los hijos nunca crecen sin cicatrices.
Compartieron una risa sutil, temblorosa. Luego, bebieron sorbos de sus tazas en silencio. Era la primera conversación serena en treinta años.
—Perdón por abandonarlos en pleno duelo —pronunció Cinnia con voz quebrada.
—Perdón por no ser tu madre cuando más me necesitabas —replicó al mismo volumen.
—No fue tu culpa...
Su corazón empezó a latir en sus oídos. Cinnia estaba abriendo una puerta. Quizá era momento de que Celestine dejara escapar aquello que alguna vez juró llevarse a la tumba.
—Sí lo fue —musitó la anciana. Esperó a que su hija levantara la vista—. Yo... no fui una verdadera madre durante tu primer añito.
—¿Cómo...?
—Durante el embarazo, te esperaba con mucha ilusión. Eras la bendición que completaría mi vida ideal... —Su voz se fue apagando—. Pero la maternidad no fue como lo soñé desde niña. Yo... cometí errores que te hicieron sentir muy sola, mi bebé.
Aunque había pasado casi medio siglo, la culpa continuaba carcomiendo el corazón de Celestine. Respiró profundo para contener las lágrimas por tan dolorosos recuerdos...
Salió del hospital con una bebé saludable en brazos y un marido amoroso, pero al llegar a casa algo cambió en su cabeza.
Se volvió consciente del ser humano frágil y pequeño que dependía completamente de ella. Dejó de ser una mujer y se convirtió únicamente en madre.
Una madre que, según la sociedad, debería estar feliz y agradecida cada segundo del día. Alguien que no tenía derecho a dudar o cometer errores durante la crianza de su hija.
La bebé lloraba. Demasiado. Las labores domésticas no daban tregua. Su esposo trabajaba fuera y esperaba encontrar una casa impecable, la cena caliente y una familia armoniosa al llegar.
La carga comenzó a abrumar a esa joven Celestine.
Dormía apenas un par de horas por las noches. Sombras aparecieron bajo sus párpados y una soga invisible parecía rodear su garganta cada vez que miraba a su hija.
Cuando Cinnia tenía un mes de nacida, dormía en su cuna mientras su madre ordenaba la habitación. Una escena cotidiana.
Todo estaba bien... aunque la cena oliera a quemado, el baño necesitara limpieza a fondo, la ropa sucia aguardara a ser lavada a mano y hubiera olvidado salir a pagar los impuestos.
Mientras pensaba en todos los quehaceres pendientes, Celestine se sentó a los pies de la cama y su mente se desconectó. Estaba despierta, pero sus ojos apuntaban al vacío y su cuerpo se hallaba exhausto.
La niña comenzó a llorar sin piedad, pero ella era incapaz de reaccionar. Sentía, sin embargo, lágrimas tibias deslizándose por sus propias mejillas. Lloró durante horas con los ojos muy abiertos. Sin gritos, sin sollozos.
Así las encontró Miguel al llegar del trabajo. La prioridad de su preocupado marido fue su hija, por supuesto. La bebé se calmó cuando él la tomó en brazos y la llevó a otra habitación, no sin antes pedirle a su esposa que descansara un poco.
Celestine durmió durante horas. Días. Al despertar era una sombra de sí misma. Su esposo debió pedir una licencia laboral y aprender a atender las necesidades básicas de la recién nacida.
La culpa se apoderó de Celestine al descubrirse como una mala madre y esposa inútil. Amaba a su hija y habría dado su vida por ella, pero sentía que le había fallado durante sus primeros y esenciales añitos. Se convenció de que había perdido el derecho a recibir una tarjeta por el Día de las Madres.
Fueron sentimientos que la persiguieron toda su vida. ¿Cómo esperar amor cuando ni siquiera podía perdonarse a sí misma? Sus acciones provocaron que el lazo madre e hija creciera con demasiadas grietas. Aunque nunca dejó de intentarlo.
"Nadie me enseñó a ser mamá, pero todos eran expertos cuando se trataba de señalar mis errores", pensó con un nudo en la garganta.
—Pasaron muchos años hasta que aprendí sobre la depresión postparto —continuó, necesitando sacar esa historia por completo de su sistema—. La maternidad puede ser abrumadora, por eso respeto tu deseo de nunca experimentarla.
—Pensé que estabas enojada porque me operé para nunca...
—No es así, mi niña. Tienes derecho a tomar tus propias decisiones. —Bebió un sorbo de té para humedecer sus labios resecos—. Eres lo que más amo en el mundo y nunca me he arrepentido de ti. Solo puedo estar orgullosa de la persona en la que te has convertido.
Podía escuchar la respiración inestable de su hija. La anciana deseaba con todo su ser que sus palabras llegaran a las heridas emocionales que esa niña inocente había recibido.
—Yo quiero... volver a ser tu hija —Cinnia entrelazó sus dedos sobre la mesa— y ser una hermana presente para Valentín. Lo estoy intentando... —Un sollozo escapó de su boca— mamá.
No fue un abrazo físico. Pero el contacto de sus manos y esa palabra fue suficiente para envolver el corazón de Celestine. Las lágrimas comenzaron a manar por sus mejillas arrugadas.
Sintió que todo su esfuerzo había valido la pena. Cada año esperando con los brazos abiertos y cada mensaje por las festividades fueron los hilos que mantuvieron con vida el puente entre madre e hija.
La vida le estaba dando una última oportunidad de enmendar sus errores. A sus setenta y seis años, aún no era tarde para comenzar a sanar
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