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Capítulo 3


El chirrido de frenos resonó en la noche cual silbido de admiración. La joven soltó un jadeo, sus reflejos evitando una tragedia vial.

—¡Lo siento! —gritó cuando estuvo a punto de embestir a un coche fúnebre que venía en dirección contraria. A través de la ventanilla, ella pudo ver el salto que dio el ataúd—. Espero que tu muerto esté... bien.

Imaginó el encantador poema que le dedicó el conductor furioso. Hizo una mueca, pero no se detuvo.

Aceleró. No tenía tiempo.

—Ten una bonita noche —musitó con una expresión arrepentida, mirando el retrovisor.

¿Eira? —La voz de Mía resonó en sus oídos, recordándole que seguía en la llamada—. ¿Qué fue eso?

—¿Qué hace un coche fúnebre sin procesión por la calle a medianoche?

¿Es un acertijo?

—Creo que acabo de sacudir a un difunto. —Acomodó mejor los auriculares inalámbricos, apartando un rizo dorado de su frente pálida—. Literalmente.

No creo que se despierte. —La música y las risas de la fiesta hacían eco a sus palabras. Su respiración estaba ligeramente agitada por caminar deprisa—. ¿Te falta mucho? Los invitados ya llegaron, los novios entrarán en cualquier momento.

—¿Ya están listos el camarógrafo, el fotógrafo, la locutora...?

En sus posiciones.

—¿La decoración...?

Seguí tu esquema, descuida. Se ve decente y digno de...

Una vieja balada de desamor comenzó en los altavoces. La letra melancólica inspiraba el deseo de acariciarse la garganta con una navaja.

¡Dani! —El grito de Mía casi le revienta los tímpanos—. ¡Esto es una boda! ¡Llegas a poner una canción de despecho durante el vals y te haré tragar el pendrive!

—Las canciones de señora dolida nunca pasan de moda. Me gusta cantarlas a todo pulmón mientras limpio —comentó Eira mientras doblaba en una intersección—. ¿Por qué la agresividad hacia el DJ?

Dani tuvo una pelea con su novia antes de venir. Está en modo drama king.

—Creía que era imposible discutir con un DJ... —Se detuvo en un semáforo— porque siempre cambiaban de tema.

Ese es un chiste tan malo que resulta gracioso.

—Ay, estoy nerviosa. ¡Lamento haberte dejado sola! De verdad traté de terminar antes...

Mantenía un ojo en el velocímetro y otro en la avenida. Aceleraba en cada oportunidad, zigzagueando entre los espacios vacíos. La palanca de cambios bajo su mano resistía con valor sus cambios de velocidad desquiciados.

Por dentro rezaba para que el pastel que transportaba no hubiera sufrido daños.

Esta boda había sido cuidadosamente planeada tres meses atrás. Desde el alquiler del salón, el servicio de catering y la decoración floral hasta los asientos de cada invitado. Para la estrella de la fiesta, el pastel, contrataron a una reconocida pastelería del centro.

Todo estaba saliendo perfecto... hasta que esa misma mañana el pastelero jefe llamó para avisarles que su encargo había sufrido un accidente. Les ofrecía unas tartas como compensación, y les devolvería el dinero.

Eira no respondió, aturdida, su mente en busca de alguna solución pacífica. Mía prácticamente lanzaba fuego por su boca.

¿Dónde conseguirían un profesional dispuesto a hacer un pastel de bodas un domingo por la mañana?

A Mía le tomó cinco minutos darse cuenta de que la tenía al lado. Eira reconoció esa mirada y aceptó su destino con la resignación del soldado en primera línea.

Si bien era cierto que tenía un título de maestra pastelera, hacía meses había renunciado a los pasteles de boda. Le tomaban días de trabajo agotador. La investigación para crear el diseño que satisficiera al cliente; comprar los ingredientes; hornear, rellenar y forrar el bizcocho; modelar la decoración... Ni hablar del tiempo que necesitaban reposar las piezas para secar antes de ser colocadas.

Ni en su época universitaria sintió tanta presión como este día, la cuenta regresiva respirándole en el cuello toda la tarde. Era un milagro que hubiera alcanzado a terminarlo para la medianoche.

Estaba hambrienta y agotada. Apenas había probado un bocado desde el almuerzo. Se dio una ducha de tres minutos y se lanzó al vehículo. Ni siquiera había conseguido tiempo para maquillarse. Su cabello todavía húmedo empezaba a rizarse alrededor de su rostro, las sombras bajo sus párpados le daban profundidad a sus ojos cálidos.

Con su tez casi albina, debía lucir como digna protagonista de una película de Tim Burton.

—No fue tu culpa. —La voz de Mía la devolvió al presente—. Voy a ahorcar a ese imbécil. Ni mi ex fue tan cobarde de cancelarme a último momento.

—¡No puedes matarlo! —exclamó Eira, alarmada—. Si te meten presa, ¿quién me ayudará con los próximos eventos?

Para algo existen las videollamadas —replicó, destilando veneno—. Según el GPS, estás a dos minutos. Les diré a estos niños grandes que vayan saliendo.

El vehículo ingresó a una callejuela tan estrecha que despertaba su claustrofobia. Sus ojos escaneaban las casas iluminadas por farolas. Siguió el rastro de la música clásica y juego de luces hasta un portón abierto.

En su interior se elevaba un chalet antiguo con balcones en cada ventanal y un patio delantero inmenso. El césped desprendía el aroma refrescante de hierba recién cortada. Vislumbró un estanque con luces en su interior donde nadaban peces coloridos.

Esquivó a un grupo de ebrios locales camuflados en camisas de vestir y litros de perfume que querían colarse en la fiesta.

Los guardias reconocieron su matrícula y le dieron el paso sin hacer preguntas. Avanzó por un camino de tierra bordeado con piedras blancas.

Un minuto después, activó las balizas y estacionó justo ante la salida de emergencia. Los guardias que custodiaban esas puertas se enderezaron, amenazantes, dispuestos a interceptarla.

—¡Traigo el pastel! —chilló con las manos en alto mientras rodeaba su propio vehículo.

Se puso los guantes e insertó las llaves para abrir las puertas. Aspiró una bocanada de aire y subió.

La vieja furgoneta había sido un regalo de sus padres por su graduación en la academia culinaria a los veintiún años. En aquella época planeaba dedicarse por completo a la repostería e instalar una humilde pastelería.

Ahora deseaba más, algo mucho más grande. ¿En qué momento sus ambiciones habían superado sus temores?

Sacudió la cabeza mientras recogía su cabello con un pañuelo. Debía concentrarse.

Descolgó un carrito de la pared, trabó sus ruedas en un instante y lo dejó a un lado. Sus dedos rápidos fueron desatando las cuerdas que mantenían inmóviles las cajas con cada piso del pastel.

A su espalda escuchó un coro de voces masculinas.

—¡Necesito cinco minutos para armarlo! —avisó, sin mirarlos—. No me interrumpan, por favor.

Como un doctor ante una cirugía arriesgada, levantó el cinturón con sus herramientas de emergencia y se lo ató. Respiró profundo.

Entonces depositó con cuidado el primer piso sobre el carrito. Revisó que la cobertura de fondant estuviera libre de polvo e inició el armado. Eran tres pisos. El superior estaría elevado gracias a cuatro columnas griegas de plástico.

Con suma delicadeza, acomodó el segundo piso del pastel sobre la base.

Se mordió el labio inferior mientras clavaba la última varilla de madera en el centro de ambos pisos. Ignoró las miradas incrédulas al verla sacar un pequeño martillo de su cinturón y darle golpeteos hasta que la madera se enterró por completo.

—Esto le dará estabilidad —explicó a los murmullos que preguntaban por qué rayos agarró a martillazos el pastel.

Una vez montados los tres pisos, ocultó el cartón de las bases con crema batida. Solo faltaba la decoración. Conteniendo el aliento, fue acomodando las mariposas arcoiris que había modelado con pastillaje. Unas flores comestibles en los bordes, un camino de hojas arriba...

Cinco minutos después, le dio los últimos toques con la espátula y colocó a la pareja de novios en la parte superior.

Empujó el carrito con agilidad hasta el borde de la furgoneta. Observó a los dos meseros que aguardaban para ayudarle a bajarlo.

—Acérquense un poco más y abran las piernas... digo, ¡los brazos! Extiendan los brazos, por favor.

Sujetó el carrito por los costados y lo levantó en el aire. Entonces lo colocó justo en las manos masculinas.

El corazón le subió a la garganta al verlos tambalear por el peso.

Fue una falsa alarma. Se llevó una mano al pecho.

—¡Con cuidado, por favor! Imaginen que cargan explosivos —sugirió con una sonrisa para tranquilizarlos—. Si este pastel se cae, mi socia nos hará volar en pedazos.

Mientras se lo llevaban temblando, Eira guardó sus herramientas y cerró las puertas traseras de la furgoneta.

Regresó al asiento del conductor. Presionó dos veces el auricular derecho.

—¿Miaw, sigues ahí?

Los novios están entrando por la puerta principal —respondió su socia nada más contestar la llamada.

—Llegué por la salida de emergencias. Ya está hecho. Buscaré dónde estacionar e iré a ayudarte.

El chef me está haciendo señas desde la cocina. Tengo un mal presentimiento...

—Quizá quiera invitarte a salir. Eres un bombón.

Tiene como sesenta años, qué asco.

—Para el amor no hay edad mientras sea legal... —canturreó al poner en marcha la furgoneta.

Cortó la comunicación. Siguió avanzando a través del terreno hasta encontrar el estacionamiento reservado para los invitados. Una vez libre, buscó su bolso en el asiento del copiloto. Un vestido floreado descansaba junto a su kit de maquillaje.

Miró hacia ambos lados. Estaba sola en esa explanada rodeada de vehículos. Empezó a desvestirse en ese estrecho espacio.

Como una de las organizadoras de esa boda, necesitaba cuidar su presentación personal. El cliente esperaba ver dos profesionales relajadas, con gran autocontrol y habilidades para la resolución de problemas.

—Si supieran que nuestro proceso creativo es sumamente violento... —murmuró al recordar los gritos que intercambiaban mientras decidían los detalles de cada fiesta.

Al bajar de la furgoneta, se sentía mucho más ligera. Una mochilita colgaba de su hombro. Su vestido ondeaba con la brisa veraniega, las sandalias silenciosas sobre el césped.

Se detuvo ante los guardias de la entrada. Tuvo que levantar la cabeza para ver sus rostros. Ambos hombres medían alrededor de dos metros de puro músculo. La joven se sintió como una hormiga al lado de semejantes gigantes.

—¿Su identificación? —pidió el primero.

—Buenas noches. —Les dedicó una sonrisa tímida. Se llevó un mechón de cabello tras su oreja—. Soy Eira Dulce.

—No está en la lista —comentó su compañero, revisando la hoja de invitados.

—Yo... —Sus mejillas se tornaron de un adorable rosa— soy una de las organizadoras de Eventos Venus. Hablamos por teléfono. ¿Podrían dejarme pasar, por favor?

Ambos sujetos intercambiaron una mirada burlona.

—Vuelve a casa, pequeña. Esta fiesta es solo para adultos con invitación.

—¡No soy una adolescente! Tengo veintiséis años... —Su celular empezó a vibrar en su bolso. Contestó con cautela.

Desaparecieron dos botellas de vino, nena. Presiento que vamos a necesitar el látigo.

—Miaw, los guardias no me dejan entrar... —gimoteó.

¿Qué carajos? Ponme en altavoz.

"Oh, no. Está usando el tono de mamá gallina que le reclama al panadero por darle mal el cambio a su polluelo", pensó.

—A sus órdenes. —Obedeció y, con los ojos cerrados, extendió el teléfono hacia los hombres.

¿Sabían que el cerebro también es un músculo que puede entrenarse? ¡¿Qué tan idiotas son para no reconocer a la mujer que les pagará su cheque esta noche?! —gruñó—. ¡Dejan entrar a mi socia inmediatamente o llamaré a su empresa!

—¡Sí, señora!

Un parpadeo más tarde, Eira estaba caminando por el salón. Reconoció a los recién casados que iban mesa por mesa, tomándose fotos con cada invitado. Saludó al DJ a su paso y esquivó al camarógrafo.

Nada más poner un pie en la cocina, estuvo a punto de ser atropellada por un mesero que cargaba dos bandejas. Los empleados entraban y salían llevando los primeros bocadillos.

Mía recorría la mesada donde el chef iba dejando los platos servidos, realizando un control de calidad. Abrazaba una tablet, donde corroboraba los detalles.

—En la mesa cinco hay una pareja vegana. En la ocho, la abuela del novio es celíaca —advertía a los meseros que recogían los pedidos—. En la diez están las tías a dieta. Me pidieron que mantuviera el pan alejado de ellas porque carecen de autocontrol.

Se volvió hacia Eira con una sonrisa profesional. Su cabello castaño estaba recogido en una cola alta, lo que destacaba los pendientes de mandalas colgando de sus orejas. El maquillaje era sutil en tonos tierra, esa mirada directa no necesitaba decoración para ser letal.

Sacudió una pelusa de su blusa de muselina negra a juego con sus pantalones acampanados. Los tacones aguja resonaron cuando se acercó hasta sujetar a su amiga por los hombros.

—Alguien robó dos botellas de alcohol —explicó con seriedad—. Necesito que estudies a los invitados y me digas al instante si ves alguno achispado.

—¡Entendido!

Eira se llevó una mano a la frente en un saludo militar y emprendió la marcha hacia el pasillo que llevaba al salón principal.

Escuchó un ruido en la habitación contigua a la cocina. Era el depósito donde guardaron los postres y bebidas para el baile.

Al asomarse por la puerta entreabierta, descubrió a dos hombres tratando de entrar por las ventanas. Uno de traje gris y otro con chaqueta de jean.

—¡¿Pero quién carajo...?! —soltó sorprendido el de jeans—. ¿Te estás colando en la fiesta?

—Métete en tus asuntos, idiota —respondió el de gris.

—¡Yo te conozco! Eres el ex de Elena. —Una vez dentro de la habitación, dejó escapar una carcajada burlona—. ¿Qué tan desesperado tienes que estar para interrumpir la recepción de su boda?

—Solo quiero ver al imbécil con el que se casó.

—Ese imbécil tiene nombre. Fernando. Aunque le empezamos a decir Nano desde que conoció a Elena. Ten más respeto, es un tipo decente.

—¿Cómo estás tan seguro? —El de traje frunció el entrecejo.

—Es un gran amigo. —Acomodó su chaqueta de jeans con naturalidad—. Nos conocimos en el antro, aunque dejó de ir cuando se enamoró.

—¿Tan amigos que no te invitó a su boda?

—Eso fue por culpa de Elena, qué mujer más posesiva y tóxica.

—¡Era la mujer de mi vida!

—Qué vida de mierda.

—¡Vete al carajo!

El primer puñetazo voló desde el tipo de traje. El de jeans no se quedó atrás y acertó un gancho de derecha en la mandíbula de su contrincante.

Eira abrió enormemente los ojos cuando ambos se lanzaron hacia la heladera mostrador que conservaba las tartas. El electrodoméstico se tambaleó.

Decidió interrumpir.

—¡Deténganse, por favor! —chilló desde la puerta, sus manos en alto—. ¿Podrían... continuar afuera?

Sus palabras cayeron en oídos sordos. Los hombres lanzaban gruñidos mientras se revolcaban por el estrecho espacio.

En cierto momento empujaron los caballetes de una mesa con dulces.

Eira saltó sobre ellos y se apresuró a sujetar el tablón antes de que cayera. Acomodó los caballetes en un instante.

Por el rabillo del ojo, vio cuando el intruso de traje lanzó una patada hacia el abdomen de su adversario en el suelo. Este último rodó. El zapato terminó golpeando una botella de gaseosa que se destapó al estrellarse contra la pared.

Con un jadeo, Eira se apresuró atraparla antes de que salpicara todo su contenido sobre la comida. Retrocedió hasta un rincón al fondo de la habitación cuando estuvo a punto de ser empujada.

Deseaba gritar por ayuda pero no podía arriesgarse a arruinar la boda. "¿Por qué siempre hay tipos problemáticos en las fiestas?", pensó alarmada.

Cuando ambos sujetos volvieron a estar de pie, se empujaron contra un armario con la vajilla. Los ojos de la joven se abrieron con horror al ver la primera bandeja de plata caer.

El estruendo atrajo la atención de una mesera que se asomó a la puerta.

—¡Llama a Mía! —chilló la muchacha.

"Calma. Somos profesionales en arreglar esto civilizadamente", se dijo a sí misma.

—¡Señores, la violencia nunca es la respuesta! —insistió, desesperada.

—La violencia es la pregunta. —Mía apareció ante la puerta. Descifró la situación en un parpadeo. Recogió la bandeja y avanzó con serenidad hasta ambos hombres, quienes continuaban enfrascados en su batalla. Un segundo después el metal impactó contra un cráneo humano. Una vez. Dos veces—. Y la respuesta es sí.

Ambos hombres cayeron de rodillas al suelo, sujetándose las cabezas adoloridas. Abrieron la boca para maldecirla pero una mirada de Mía Morena Luna bastaba para hacer encoger titanes.

—¿Estás bien, Eira? —preguntó su mejor amiga.

—¿Tú... —Las pupilas dilatadas de la muchacha se desviaron a la mochila que había dejado caer a sus propios pies— los sujetas mientras yo los ato?

La sonrisa de Mía fue cálida. Dio un paso dentro de la habitación y cerró la puerta con suavidad, encerrando a los cuatro dentro.

El aire se cargó de peligro. De silencio. Eira rebuscó en su mochila. Sacó un gas pimienta para sí misma y le lanzó la cinta multiusos a su amiga.

La cautela se apoderó de los hombres, quienes levantaron la vista ante dos ¿damiselas en apuros?

—Tenemos a dos intrusos en el depósito —avisó Mía a través de su auricular.

Mientras esperaba a los guardias, con la cinta amenazante en su muñeca, se puso en cuclillas ante los sujetos caídos. Los ojos de la joven destilaban hielo.

—Esta es una recepción organizada por Eventos Venus —mordió cada palabra—. Hagan un escándalo y les demostraré que también somos profesionales en velorios.

Los ojos del hombre de traje estaban a punto de salir de sus cuencas. El de jeans miraba la ventana, calculando el mejor momento para fugarse.

El gas pimienta de Eira le hizo reconsiderar su idea.

—Nos especializamos en fiestas temáticas —agregó la muchacha, emocionada—. ¡Podemos organizar el funeral de sus sueños!

"Eso es. Soy toda una chica mala", pensó la pequeña rubia con ojos de cordero.

La cinta multipropósito no fue necesaria esta vez. Los agentes de seguridad aparecieron para encargarse del resto.

Ambas jóvenes abandonaron el depósito con idénticos suspiros. Ya estaban sirviendo el plato principal.

—Tengo hambre y sueño —murmuró Eira.

—Estos zapatos me están matando —replicó Mía por lo bajo, sin perder su sonrisa profesional.

—Somos dos jóvenes salvajes en una fiesta, ¿eh?

—¡Hola, chicas! —La madrina, una mujer de mediana edad que las había contratado, se acercó a ofrecerles un brindis—. He estado tan nerviosa, pero han hecho un trabajo increíble. ¿Necesitan ayuda en algo?

—Solo disfrute —sonrió Eira con las mejillas sonrojadas por las felicitaciones.

—Usted no tiene de qué preocuparse, deje todo en nuestras manos. —Mía aceptó la copa de champagne de un mesero que pasaba y brindó con la mujer.

Fingió beber un sorbo. No consumía alcohol en horario laboral. Los ojos achispados de su interlocutora, en cambio, les hicieron saber quién había robado esas dos botellas de vino.

La despidieron después de un intercambio alegre de palabras. Iba a estar complicado neutralizar el problema si la persona que creaba el escándalo era el empleador, aunque no sería la primera vez.

Como buenas latinoamericanas, eran fieles creyentes de que casi todo podía solucionarse con cinta adhesiva.

"Eventos Venus le garantizará que la fiesta de sus sueños nunca se volverá una pesadilla", era el lema de su agencia.

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