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Capítulo 29


Superado el susto inicial, el joven levantó la vista hacia el cartel en la parte superior de los números. Explicaba que, en caso de falla, esta caja estaba programada para llamar a un técnico de forma automática.

"Cuando me levanté esta mañana, no imaginé que terminaría atrapado en un ascensor, con zombis aguardando entrar, y la representación de la muerte mexicana como mi única compañera", pensó con ironía.

Soltó un gran bostezo. Se suponía que ya estaría camino a su casa. Como todo joven salvaje mayor de veinte años, necesitaba dormir temprano para evitar la jaqueca y dolores de espalda.

"¿Cómo terminé aquí?", meditó. Solo pretendía avisarle a Mía Luna que ya había terminado el cuadro, y preguntarle dónde debía dejarlo.

Exequiel le acababa de decir que ella estaría en el subsuelo. Antes de ponerse en camino, le ordenaron a Cassio cuidar la pintura y herramientas por unos minutos. Ahora tendría suerte si el detective no lo abandonaba en la fiesta por tardar demasiado.

La Catrina rubia no parecía tomar su encierro con tanta calma. A través del reflejo de las paredes metálicas, él podía ver sus ojos muy abiertos. Vacíos. En un viaje astral.

"Tengo un mal presentimiento", pensó.

—No te preocupes —pronunció él con suavidad, quitando su capucha. Sus rizos cortos y despeinados le devolvían su aire juvenil, anulando el efecto de su disfraz—. Nos rescatarán en unos minutos.

Sus palabras fueron la sacudida que ella necesitaba para despertar... y entrar en pánico.

—¡No, no, no! —sollozó—. ¡No me dejen aquí! ¡No otra vez!

Chillando, se lanzó hacia las puertas con las palmas abiertas. Las terminaciones del metal eran tan exactas que resultaba imposible introducir sus dedos. Terminó dando patadas y puñetazos salvajes. Sus uñas se rompieron.

Cuando la vio retroceder, dispuesta a embestir con sus pequeños hombros, decidió intervenir.

—¡Espera! ¡Vas a lastimarte! —La atrapó por detrás.

—¡Suéltame! —Ella forcejeaba entre jadeos. Incluso intentó morderlo. Él soltó un gruñido al sentir su talón golpear su tobillo—. ¡Tengo que salir! ¡Tengo que salir! Hace mucho frío. ¡No puedo quedarme!

—¡Vamos a salir! —gritó él para hacerse oír por encima de sus gritos. Abrazó su cintura por detrás y la levantó en el aire, en un intento por evitar una segunda patada—. ¡Pero tienes que calmarte! ¡Deja de golpearme! ¡No te haré daño!

Ella empezó a temblar en sus brazos, los sollozos parecían a punto de partirla en dos. En su reflejo, podía ver las lágrimas apenas contenidas.

Valentín se obligó a bajar la voz, a componer un tono sereno.

—Estamos en el único subsuelo. El ascensor no puede caer más bajo. Solo es cuestión de forzar la puerta para sacarnos. Espera unos minutos.

—No puedo... —La muchacha jadeaba tan rápido que comenzaría a hiperventilar— respirar... No puedo ver.

—Shh. No te obsesiones. Siéntate. —La ayudó a acomodarse en el suelo, con la espalda contra la pared y abrazando sus rodillas. Él mismo se puso en cuclillas ante ella—. Respira y trata de retener el aire durante tres segundos... Luego exhala. Respira conmigo.

Ella asintió, torpe. Intentó obedecer, pero un sollozo interrumpía cada tanto su respiración.

Suavemente, él le apartó las ondas rubias del rostro. Eran tan sedosas como había imaginado. Por lo poco que conseguía ver tras el maquillaje de su rostro, la joven tenía labios y nariz pequeños, y unos ojos dulces como la miel. Desprendía un perfume dulce, el cual le despertaba una sensación de dèja vu.

—Tenemos que salir —susurró, su voz trémula. Sus ojos enormes rogaban una solución inmediata.

—Por supuesto. —Resistió el impulso de abrazarla. Siempre había tenido debilidad por los corderitos—. Hasta entonces podemos tomarlo como un respiro de ese apocalipsis zombi lleno de música y humo falso.

—Hace mucho frío.

Las pupilas de Valentín se desviaron a un lado, preocupado. El aire acondicionado del chalet era lo único que les permitía respirar en esa noche de verano. En cualquier momento su disfraz empezaría a asfixiarlo.

—¿Quieres mi túnica?

—Háblame. Eso... —El ruego salió con un hilo de voz, las lágrimas acumuladas en sus párpados inferiores— ayuda.

—¿Quieres que intentemos abrir una rendija en el techo y escapemos como en una película de acción?

—Nos... demandarían... por destrucción... a la propiedad privada.

—Buen punto. ¿Puedo sentarme a tu lado e invadir tu espacio personal un poco más?

Ella vaciló. Después de tres latidos, asintió.

—Me gustaría —admitió por lo bajo.

—Para evitar problemas legales sobre consentimiento, ¿te importaría repetir eso a la salida?

La joven soltó una risita húmeda y asintió otra vez.

Valentín se dejó caer a su lado y buscó su mano. Ella entrelazó sus dedos sin mirarlo y apretó con fuerza. El artista disimuló una mueca. ¿Cómo una criatura tan pequeña tenía tanta fuerza?

—¿A qué te dedicas, Dulzura?

—Soy... pastelera. —Exhaló. Sus ojos se iban despejando—. Y organizadora de eventos.

—Amo los postres. ¿Puedo ser tu cliente?

—Te daré una tarta completa cuando... salgamos. —Respiró profundo. Había dejado de temblar—. Aunque últimamente no tengo tiempo para cocinar. Trabajo demasiado.

—Las aventuras diarias de un adulto independiente.

—¿Eres... pintor profesional?

Lo miró por el rabillo del ojo, un mohín en sus labios negros. Valentín no se perdió la ironía de su actitud tímida, siendo que aferraba su mano como si no hubiera un mañana.

—Soy un poco de todo. Dibujante, diseñador, tatuador, esclavo de las malas influencias a las que llamo amigos... Me gusta el arte en todas sus formas.

—A mí me gusta unir a las personas —musitó. Su energía era mucho más calmada. La nube oscura que rondaba su cabeza se iba desvaneciendo.

—Ese no es mi fuerte. —Pensó en Cinnia y su madre. En toda su vida, él jamás consiguió reconciliarlas. Sacudió esas ideas tormentosas—. Oye, ¿puedo pintarte? En un cuadro.

Ella abrió enormes los ojos. La petición la tomó desprevenida. Bajó la vista a su propia ropa fúnebre festiva.

—¿No sería mejor sin este vestido?

Él parpadeó. Tragó saliva.

—Bueno, no es lo que tenía en mente pero si quieres...

—¡No! —Sus mejillas se tornaron rojas— Quise decir... con este... disfraz. Cambiarme primero.

—Luces perfecta así.

"¿Por qué mi corazón está latiendo tan rápido?", se preguntó ella. Necesitaba hablar para evitar el silencio.

—¿Cómo lo harías?

—Usando un lápiz y un papel...

—¡Ya sé cómo se dibuja! —Impulsiva, le dio un empujón juguetón con su hombro. Se congeló, sorprendida de sí misma. Se aclaró la garganta, decidida a fingir que no había pasado—. Me refiero a de dónde sacarás esos útiles.

—Un artista siempre está preparado. —Le soltó la mano y la introdujo en el bolsillo de su túnica. Sacó un cuadernillo anillado y un cilindro plástico del que escapó un lápiz—. Nunca se sabe cuándo vendrá la inspiración. Tengo un atril con lienzo hasta en el baño... Espera, olvida eso.

—¿Es en serio? —Ella soltó una risita.

—En realidad, llevo este cuaderno en la mochila. Hoy justo lo traía encima porque hice bocetos del salón antes de empezar a pintar. Fue una casualidad.

—Es una coincidencia muy... encantadora.

—En mi vida siempre se han atravesado coincidencias encantadoras. Estoy hablando con una, ¿no?

Ella bajó la mirada. Aunque el maquillaje ocultaba su piel, tuvo la certeza de que estaba sonrojándose. La observó descansar la barbilla en sus rodillas flexionadas.

—¿Crees que se haya cortado la electricidad? —susurró la joven mientras él empezaba los primeros trazos, guiándose por el reflejo de ambos en las puertas—. No escucho la música.

Este chalet tenía las habitaciones insonorizadas. No escucharía ni un grito en el ascensor, pensó Valentín. Se abstuvo de decirlo, el humor oscuro no era oportuno.

—Tal vez. No eres latinoamericana si no has vivido una Navidad sin luz y con cuarentena grados de calor. Ni el barrio de lujo se salva.

Ella permaneció pensativa. Sus ojos cálidos lo observaron trazar sobre el papel su figura sentada, la falda ancha parecía una alfombra a sus pies. Respiró profundo, como si se armara de valor.

—Cuando tenía diez años, mi salón fue a la fábrica de hamburguesas —soltó de repente. Valen enarcó una ceja, desconcertado por el cambio brutal de tema—. Era divertido. Había esculturas preciosas. Recuerdo una hamburguesa gigante. Nos dejaron sentarnos sobre una lechuga que sobresalía... Vimos bancos con forma de cubiertos... —Sus pupilas se perdieron en la distancia, su sonrisa se atenuó—. A unos compañeros les gustaba molestarme.

El dibujante comenzó a darle detalles a su rostro maquillado a lo Catrina.

—Seguro eras la niña más bonita del salón y querían llamar tu atención.

—Lo contrario... Era un fantasma. Me faltó melamina al nacer. Estuve a esto —Levantó su pulgar e índice con centímetros de separación— de ser albina. El bullying venía con el paquete de ser única y diferente.

—¿Eres fotosensible?

—Un poco. El sol y yo no somos muy compatibles.

Valentín decidió que el sol estaba celoso de la luz de su cabello. Resistió el impulso de enterrar los dedos entre esas hebras.

—¿Qué pasó ese día?

Eira se mordió el labio inferior. No quería recordar, pero deseaba compartir esa historia con esta persona. Explicarle los motivos de su pánico reciente. Quizá así no pensaría que era una fugitiva del psiquiátrico.

Cerró los ojos y respiró profundo...

En su memoria, un hombre con traje blanco guiaba a un grupo de niños por unos pasillos espaciosos, dando un discurso que solo los adultos acompañantes escuchaban.

Personas de bata pálida trabajaban tras los cristales de varias habitaciones, máquinas inmensas emitían constantes suspiros. Algunos empleados los saludaban al pasar, otros se limitaban a ignorar su ruidosa visita.

Había algo que arruinaba la experiencia de esa pequeña Eira. Un grupito de niños la señalaban y se reían. La llamaban Princesa del hielo, confundían su extrema timidez con soberbia fría. Un niño idiota con acceso a internet había descubierto que su nombre significaba nieve, sumando más munición.

Ella bajaba la vista y caminaba más deprisa, prefería evitar cualquier confrontación.

Dejando de lado las eternas burlas de sus compañeros, estaba disfrutando el paseo. Se tomó fotos frente a las esculturas, escuchó fascinada las explicaciones sobre el procesamiento de la carne y se perdió contemplando la decoración de los salones.

Al llegar al último tramo del recorrido, el guía escribió un código en un teclado numérico y una puerta se abrió. Niños inquietos entraron a esa habitación helada. En cada pared reposaban cajoneras con rótulos para identificarlas.

Su aliento escapó en una nube de vapor y sonrió al ver a sus compañeros hacer la mímica de que estaban fumando y exhalando humo en ese inmenso congelador.

El guía abrió algunos de esos cajones para permitir a los curiosos observar sus bandejas con carne cruda, aunque la mayoría se sentía atraído por los sacos de carne colgando del techo en fila india.

—Esas son las hamburguesas que te comiste —le susurró con malicia uno de los niños—. Antes eran vacas vivas y hacían muuuu.

—En la noche sus fantasmas salen de acá y van a tu casa. —Otro chiquillo le siguió el juego, y agregó sus brazos levantados en garras hacia la niña—. Quieren abrirte y que le devuelvas su carne.

—Dejen de molestarme... —musitó ella, alejándose del grupo.

Antes de darse cuenta, el tiempo de visita había concluido y todos estaban abandonando el salón. Ella era la última.

Cuando estaba a tres pasos de la salida, alguien atravesó su pie y ella se estampó contra el suelo.

El dolor le impidió soltar más que un jadeo ahogado. Escuchó una voz infantil desde afuera gritando que era el último de la fila.

Cegada por el dolor de sus codos y rodillas, con lágrimas convirtiéndose en estalactitas bajo sus párpados, tardó valiosos segundos en incorporarse.

Un siseo metálico la arrancó de su bruma. Las puertas acababan de cerrarse.

Y ella se encontró sola en una habitación helada rodeada de cadáveres.

Parpadeó de regreso al presente. El único sonido era su respiración y el roce del grafito sobre la hoja.

—Me dejaron encerrada en un congelador de la fábrica —continuó.

Los dedos de Valentín quedaron estáticos, sujetando el lápiz en el aire.

—Eso es... bastante psicópata.

—No estuve ni cinco minutos pero hacía frío... y tenía poco espacio. El miedo era mi única compañía. Fui débil y llorona.

—¡Eras una niña! Yo en tu lugar me habría desmayado del terror.

"O habría intentado comerme las hamburguesas", pensó. Celestine era testigo de que su hijo tenía un comportamiento impredecible.

—Me tomó horas dejar de llorar. —Al bajar la cabeza, su corona de flores terminó por caerse. No la recogió.

—Llorar es necesario cuando el dolor nos ahoga. ¿Volviste a comer hamburguesas?

—De legumbres y vegetales. Me volví vegetariana.

"Un trauma que echó raíces profundas", pensó. Vio su crisis de claustrofobia desde otra perspectiva. Supuso que llevaba años luchando contra su miedo, sino no habría podido acercarse al ascensor ni recuperar la calma tan pronto.

Cambió su tono por uno más animado.

—¿Te sentirías mejor si los buscamos por redes sociales? Apuesto que el karma se los devolvió con un empleo horrible y un cretino por jefe. Y calvicie.

—Ya los busqué. —Soltó un suspiro decepcionado—. No están en la cárcel. Se casaron. Van por su segundo o tercer hijo. Tienen niños preciosos. Casi todos mis compañeros caminan por esa línea.

—Los míos también. Mi madre está a un paso de crearme un perfil en una página de citas.

La joven soltó una risa tan cristalina que fue una caricia para los oídos. Aunque no pudiera ver su rostro, su imaginación llenaba los espacios en blanco. Ella era una belleza.

Convertiría su boceto en un óleo. Lo llamaría La dulce Catrina.

—¿Puedo subir tu retrato a mis redes? —le preguntó.

—¡Me encantaría! —No le importaría que un puñado escaso de personas la vieran disfrazada—. ¿Siempre supiste que querías ser artista?

—Desde que tengo memoria. La tinta me transporta a otro universo, uno donde los límites no existen.

—¿Es normal contarle tanto a un extraño? —preguntó ella mientras lo veía dibujar.

—Es un tipo de terapia. La familia te juzga o se consume en preocupación. Un desconocido se lleva tus secretos en silencio.

—Un extraño... no te sientes así —musitó tan bajo que Valentín estuvo a punto de no oírla—. ¿Tienes alguna fobia para compartir?

"¿Cómo decirle que no a esos ojazos de Bambi?", pensó al ver su mirada curiosa, expectante.

—No sé cómo quedarme en Villamores —confesó, pensativo—. Aunque me den la bienvenida, cuando creo adaptarme, el deseo de huir regresa.

—¿Sabes cómo se originó?

—Mi madre... No me avergüenza decir que la quiero más que a mí mismo. Mi corazón sabe que ella me estará esperando con los brazos abiertos, pero... siempre hay secretos entre nosotros. Ella tiene todo un mundo en donde no soy bienvenido.

Hizo una pausa para ordenar sus pensamientos confusos. Cruzó las piernas en busca de una posición más cómoda.

—Duele —confesó por lo bajo, mientras trazaba sobre el papel los brazos envolviendo las rodillas de su compañera—. Desearía tener su confianza, compartir su carga.

Qué absurdo. Él le exigía sinceridad cuando también guardaba sus temores para sí mismo.

—Me siento culpable del poco tiempo que hemos pasado juntos los últimos años, pero a la vez me asusta la idea de ir a verla y ser recibido por una sonrisa fingida.

—Las madres siempre fingirán que todo está bien —susurró ella—. Lo hacen para protegernos.

—Lo sé, pero... A veces me pregunto si su sonrisa oculta su arrepentimiento por tenerme. —Tragó saliva al admitir por primera vez algo que ni siquiera se había atrevido a pensar. El nudo en su garganta le impedía pronunciar con naturalidad—. Si tan solo supiera que tengo miedo de perderla. Algunas mañana despierto tras una pesadilla y marco su número pero no me atrevo a llamarla. Porque, si lo hiciera, sonaría como un niño rogando oír que su cariño no se ha apagado por la distancia. Sé que no somos la familia perfecta, pero yo sí volvería a elegirla en cada una de mis vidas.

Apretó los ojos con fuerza. Ahora su acompañante debía pensar que estaba atrapado con un hijo de mami o un adulto con complejo de Edipo.

Ni siquiera había llegado a los traumas que involucraban a Cinnia.

—Creo —comenzó esa voz dulce, levantando el rostro para encontrar su mirada— que ella amaría oír eso. El mejor regalo que podrías darle es ser feliz, y demostrarle que todo su esfuerzo ha valido la pena.

Valentín sintió una sonrisa nacer en su boca mientras dibujaba el rostro. Giró la cabeza para verla nuevamente. Fue entonces cuando descubrió lo cerca que estaban. Tanto que podía apreciar las vetas doradas de sus iris.

Bajó la mirada a esos labios delineados. Se preguntó si sabrían tan dulces como su perfume.

Suavemente, se inclinó hasta que sus narices se tocaron y sus bocas quedaron a un suspiro de distancia. Le dio la oportunidad de apartarse, pero ella optó por rozar sus labios.

Fue toda la señal que Valen necesitaba. Dejó caer el cuaderno y enterró su mano en el cabello rubio, decidido a comprobar la calidez de su boca.

La joven cerró los ojos y soltó un murmullo de aprobación. Una de sus manos subió hasta el hombro masculino. Su cuerpo se inclinó por naturaleza hacia él.

¿Realmente era la primera vez que sus caminos se cruzaban?, se preguntaba Valen. Si así era, ¿cómo explicaría la necesidad de abrazarla? Se sentía en paz a su lado. Las palabras que compartieron fluyeron como una conversación entre dos viejos amigos que tardaron una eternidad en reencontrarse.

"¡Estoy besando a un completo desconocido en una fiesta!", pensaba Eira. "¿Oficialmente me convertí en esas jóvenes que se besan hasta con la escoba si les hace ojitos?"

La única certeza era que no quería alejarse. Su timidez quedaba en segundo plano mientras sentía la mano masculina acariciando su rostro, y esos labios suaves moviéndose contra los suyos.

El ascensor había dejado de ser una prisión para transformarse en su refugio, una caja se convertía en un paraíso con la compañía perfecta. El apocalipsis falso podría estar desatándose afuera, y ninguno habría podido oírlo. En ese instante solo percibían el sonido de sus respiraciones y el latir acelerado de ambos corazones.

Se separaron muy despacio. Valen la vio abrir los ojos con la delicadeza de un aleteo de mariposa. Perdido en ellos, deseó pintar ese rostro durante la mañana, libre de maquillaje artístico y preocupaciones.

—¿Dónde has estado todo este tiempo? —murmuró contra su boca.

—En el jardín, vigilando que ningún ebrio cause estragos —respondió ella en un susurro distraído. Abrió enormes los ojos al procesar sus propias palabras. Se apartó unos centímetros—. Ay, no era una pregunta literal, ¿verdad?

Valen soltó una risa por lo bajo. Capturó un rizo pálido entre su pulgar e índice y lo acercó a sus labios. Era tan suave como una pluma. Sonrió al pensar que podría usar la misma paleta de colores que había diseñado cuando pintó un canario.

En un fugaz momento de lucidez, se dio cuenta de que no sabía su nombre. ¿Qué posibilidades había de quedar como un imbécil si lo preguntaba en ese momento?

—¿Cuál es tu...?

Voces ahogadas los interrumpieron. Ambos giraron los rostros hacia la salida. Justo a tiempo las luces normales regresaron.

El ascensor ronroneó al despertar. Ambos artistas se pusieron de pie. Contuvieron la respiración.

Las puertas comenzaron a abrirse. Los recibió la imagen de una ninja clavando un dedo en el pecho de un indiferente cazador de zombis.

—Vuelves a llamarme así —gruñía ella— y tu próxima investigación será qué tan profundo llegan mis uñas a tus ojos, maldito gato psicópata.

—Esas no son formas de pedirle a un hombre que te deje clavarle tus uñas —Él atrapó su mano entre las suyas y la llevó a sus labios, sus pupilas perversas—, Mía More.

Ella se soltó con brusquedad. Abrió la boca para lanzar fuego, pero su atención se centró en los artistas desconcertados. Apartó sin más a su interlocutor.

—¡Sí estabas aquí! —exclamó, lanzándose hacia Eira. La atrapó en un abrazo protector—. ¡Estaba tan preocupada!, ¿estás bien?

—Miaw, el ascensor... —musitó la muchacha en el hombro de su amiga.

—Sí, lo sé. Tranquila, ya pasó... —La arrastró fuera de esa caja infernal, ignorando por completo la presencia de los dos hombres—. Larguémonos de aquí. Es sofocante.

—Pero... —comenzó Valentín.

Mía le dirigió una mirada de advertencia, sus pupilas contraídas con furia asesina. El joven había visto esa expresión en su adolescencia. Sabía que la hermana mayor de Exequiel tenía solo dos humores cuando Cassio se encontraba cerca: furiosa y volátil. La única forma de sobrevivir era retroceder.

Con un brazo sobre los hombros de la Catrina, murmurando palabras de consuelo, Mía se perdió en las escaleras.

Valentín continuaba en el ascensor, aturdido. Fue a dar un paso fuera pero sintió algo bajo sus botas. Con cuidado, recogió una corona de rosas rojas.

Hoy en día las Cenicientas valoraban demasiado sus zapatos. Si iban a dejar una pista al príncipe, mejor que fuera algo descartable, meditó.

—Oye, ¿puedo preguntarte algo? —soltó Cassio con despreocupación—. ¿Tu tiempo en el ascensor con una Catrina cuenta como una experiencia cercana a la muerte?

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