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Capítulo 25


Al día siguiente, Valen decidió que estaba cansado de este silencio. Uno de los dos debía cerrar la distancia.

Con eso en mente, al mediodía se encontró en Valle Encantado, la zona donde Celestine había construido su guarida. Golpeó la puerta antes de arrepentirse.

Escuchó pasos lentos, medidos, del otro lado. Respiró profundo cuando la puerta se abrió.

Un puño apretó su corazón al ver ese rostro arrugado y ojos cansados. Sus cabellos blanquecinos parecían haber perdido su brillo desde la última vez que la vio.

La culpa lo consumió. No era un niño como para estar causándole tanto estrés a su madre. A su edad, Celestine debería vivir en paz, cosechando los frutos de su arduo trabajo.

—Hola, ma... —Sus pupilas se desviaron a un lado—. ¿Sabes? Encontré esto en mi último viaje, pero no te lo di antes porque quería darle algo más de color...

Levantó una taza de porcelana con el mango en forma de corazón. Tres gatitos habían sido pintados a su alrededor.

El primero, de espeso pelaje blanco, mordisqueaba una flecha con un corazón en la punta. El segundo era castaño rojizo, y perseguía mariposas tan cerca de un lago que en cualquier momento caería. Para ver al último felino había que girar la taza porque se mantenía un poco más alejado. Su mirada café contemplaba las nubes, ensimismada.

Celestine sintió que sus ojos se humedecían al reconocer una ofrenda de paz. Aceptó con un efusivo abrazo, sabiendo que el mejor regalo no era la taza sino el muchacho que la traía.

—Lo siento —sollozó la anciana en su hombro.

Valen la abrazó con cuidado, como si fuera el cristal más frágil.

—Realmente no me importa el pasado —susurró, aunque había infinitas preguntas en su mente—. Solo quiero verte feliz.

—Tenerte en mi vida es suficiente para lograrlo, mi niño.

Cuando consiguió recuperar su autocontrol, la anciana se apartó y le hizo un espacio para que entrara.

Fue como si un enorme peso se quitara de sus hombros. Entró y la siguió con la mirada mientras ella llevaba la taza al cristalero, junto a su colección. La dejaba al alcance para usarla pronto.

—¿Almorzamos juntos? —Valentín apoyó los antebrazos en el respaldo del sillón—. Vine en modo hijo parásito, listo para saquear tus víveres.

Eso consiguió arrancarle una sonrisa a su madre.

—No esperaba menos de ti. Planeaba hacer tarta de verduras. —Le dio una palmadita en la mejilla—. Iré por tu delantal. Siempre fuiste mi mejor asistente, aunque te comías los ingredientes en el proceso.

—Soy el catador oficial de calidad, ma.

La anciana negó con la cabeza y se perdió en su habitación.

Solo en el living, Valentín rodeó el sillón y se sentó. Soltó el aire en un suspiro. La casa de su madre era preciosa. Cada mueble en perfecta armonía. Ventanas inmensas hacia las montañas daban la bienvenida a la luz solar.

Una computadora portátil reposaba sobre la mesita ratonera, ante él. Estaba encendida.

Para ser una mujer nacida y criada en una época conservadora, abrazó la tecnología a medida que llegaba al país. Le sacó el máximo provecho.

Fiel a su personalidad organizada, tenía todos sus documentos y fotos digitalizados. Cada uno ordenado en su respectiva carpeta, con nombres obvios, fáciles de encontrar.

Un cosquilleo en la punta de sus dedos lo hizo enderezarse. Echó un vistazo hacia el pasillo. Luego, ignorando su conciencia, levantó la tapa del portátil y abrió el navegador.

Como presentía, su cuenta Drive estaba anclada entre las páginas favoritas. Bastó un clic para acceder a ella. Estaba abierta, así que ni siquiera necesitaba contraseña.

Un centenar de archivos le dio la bienvenida. No tendría tiempo de recorrerlos todos. Fue por el buscador y escribió una sencilla palabra:

"Adopción". Contuvo la respiración tras presionar Enter.

Lejos de la teoría absurda y dramática de Exequiel, Valentín estaba considerando otra historia más realista. Más cruda.

En el pasado, conoció niños adoptados por parejas que estaban perdiendo la esperanza de concebir. Al principio los tres cumplían el sueño de ser una familia feliz.

Cuando, años después, los padres adoptivos anunciaban la llegada de un hijo biológico, el primogénito tendía a perder su lugar en la casa. Se volvía un reemplazo temporal cuya utilidad caducó.

Le parecía una realidad espantosa, pero no podía negar que sucedía con frecuencia. Esta sociedad estaba obsesionada con la sangre.

Estaba seguro de que Celestine no sería esa clase de persona, pero bien podrían haberse desatado una serie de malentendidos entre ambas tras revelarse la adopción de Cinnia.

"No se encontraron coincidencias", leyó el resultado de la búsqueda en Drive. Suspiró.

Le dio un vistazo rápido a las carpetas.

"Asociaciones... Bancarias...", fue leyendo, "Casa de té... Dulce Casualidad... Expediente médico..." Se preguntó por qué rayos aparecían dos carpetas separadas para el mismo negocio, pero no tenía tiempo de husmear en ambas.

Dentro de los registros médicos encontró varias subcarpetas. Desde enfermedades leves, intervenciones quirúrgicas hasta cirugías.

"Por todo lo sagrado, ahora entiendo por qué dejas tu computadora sin contraseña. ¡Es un laberinto!", pensó, frustrado.

Trató de darle clic para seguir navegando en busca de los embarazos, pero un ruido en la habitación lo sobresaltó y le hizo seleccionar una carpeta al azar.

—¿Todo está bien, mamá? —habló en voz alta. Contuvo la respiración.

Sí, estoy buscando tu delantal —la escuchó explicar—. Ha pasado tanto tiempo que no recuerdo dónde lo guardé.

Aprovechando los últimos minutos extra, el joven continuó su búsqueda online.

Con más de setenta años, Celestine había atravesado más de una operación en su vida. Le extirparon las amígdalas, el apéndice y... ¿el útero?

Frunció el entrecejo al descubrir la carpeta de Histerectomía. Dentro había muchas imágenes. Escáneres de papeles amarillentos, con los bordes ligeramente dañados.

¡Lo encontré!

Saltó al oírla. Se apresuró a cerrar todo y dejar la computadora como estaba. Salió del sofá, fingiendo que contemplaba fascinado una mancha en la chimenea.

—Aquí tienes. —Le extendió un rectángulo de tela negra—. Sería una pena que arruinaras esa ropa tan limpia.

—Vivo manchando de pintura mi ropa. —Se llevó una mano a la parte posterior del cuello. Disimular no era su fuerte—. Ma... ¿Cómo está tu salud?

Celestine parpadeó. Sus ojos recorrieron el rostro preocupado de su pequeño. Sonrió con confianza.

—Estoy vieja pero aún no llega mi fecha de caducidad. —Le dio una palmadita en ese cabello rizado, corto en los costados pero más espeso en la parte superior—. Fui a mis controles de rutina la semana pasada. Ayer me dieron los resultados. ¿Quieres verlos? Mi médico me felicitó.

—Si necesitas que te acompañe para tus citas médicas, solo dime.

—Lo sé, tesoro. —Le dio un beso en la mejilla, donde las pecas resaltaban a causa de su frecuente exposición al sol—. Ahora deja de preocuparte y cuéntame cómo es eso de trabajar para la competencia. Ten cuidado con Veneciano. Ese viejo zorro no da puntada sin hilo.

Valentín sintió que sus hombros se relajaban y dejó escapar una risa.

—Creí que era de tus mejores amigos.

—Lo es. Y pondría mis manos en el fuego por él.

La anciana levantó la tapa de su portátil y seleccionó la opción de apagar. La mirada que le dirigió a Valentín le hizo sudar frío.

—Una computadora es como un diario íntimo, ¿no crees? —comentó ella con serenidad, sin romper el contacto visual.

El muchacho tragó saliva. Sus pupilas se desviaron a un lado.

—Lo siento —musitó, avergonzado tras ser descubierto tan rápido.

—Podrán pasar mil años pero habrá dos cosas que nunca cambiarán: Mi amor por ti y tus pésimas habilidades para disimular cuando has hecho alguna travesura. —Soltó una risa cacareante y le hizo señas para que la siguiera a la cocina.

Mientras el joven picaba los vegetales para el relleno, Celestine mezclaba los ingredientes de la masa.

El compañerismo se percibía en el ambiente. El amor fraternal flotaba junto al aroma de los alimentos.

Le gustaba contarle todo a su madre. Su sonrisa cuando él hablaba de murales, de ideas para su cómic y del tatuaje que le hizo a su amigo era algo que no había cambiado en años.

Para la anciana, tenerlo en casa era retroceder el tiempo. Siempre conservaría esas tardes horneando pastelitos mientras su pequeño sentado a la mesa terminaba algún dibujo.

—Será una obra de arte —afirmó el muchacho cuando metieron la tarta al horno.

—Por supuesto. Todo lo que hago es de calidad, cielo —replicó la anciana con descaro—. Solo mírate al espejo.

Valentín soltó una risa de lo profundo de su garganta. Sus ojos soñadores recorrieron el paisaje a través de la ventana. Se hallaban rodeados de naturaleza. Los árboles que custodiaban la casa comenzaban a florecer tardíamente y las montañas se elevaban orgullosas a la distancia.

—Mamá... —comenzó mientras lavaba los utensilios—, ¿alguna vez quisiste tener más hijos?

Silencio. Tres latidos pasaron. Giró el rostro hacia su madre. El paño que la mujer usaba para limpiar se había congelado sobre la mesa.

—Sí —respondió al fin, pronunciando cada palabra lentamente—. Cuando recién nos casamos, Miguel y yo planeábamos tener cuatro hijos... pero el destino tenía otros planes. Me tomó años concebir a tu hermana. Y de ti, ni hablar. Mi cuerpo no estaba en la flor de su juventud cuando naciste.

"¿Criarme te hizo renunciar a tu objetivo de darme hermanos?", pensó en bromear, pero recordó el archivo de Histerectomía. No era un tema para tomar a la ligera.

—¿Alguna vez te sientes sola?

—¿Cómo podría, si adoro mi propia compañía, y los tengo a ustedes en mi corazón? —Buscó un par de platos y cubiertos en la alacena—. Además, tengo una nueva amiga. Mi vecina es la hija de Lola y Hernán, ¿los recuerdas?

"No tengo idea de quiénes son. Tienes demasiados amigos", se abstuvo de responder.

—No puedo creer que alguien comprara el caserón embrujado. —Llevó los platos a la mesa de la galería. Esperó a que su madre pusiera el mantel antes de acomodarlos. Una sonrisa traviesa curvó su boca—. ¿Tu vecina tiene un fetiche con los fantasmas?

—¡Valentín! —Le dio un golpe en el brazo con el paño de cocina—. Ese fantasma no volverá a hacer aparición.

—¿Por qué tan segura? —Enarcó una ceja—. ¿Ahora eres médium?

—Solo diré que esa entidad estaba esperando la llegada de la persona indicada —afirmó con la barbilla levantada, su voz solemne—. Ahora es libre de descansar en paz.

"Rafael extrañará causar estragos a los de bienes raíces. Le servía para perfeccionar sus escasas habilidades en megatrónica", pensó la anciana.

—Sigue siendo una selva medio inhabitable —señaló el joven. Contempló, a través de las rejas oxidadas, los árboles salvajes y el césped que debía llegarle a los tobillos.

—Mi encantadora vecina necesita un hombre fuerte, joven y bello que le ayude a domar su jardín... —dejó caer Celestine mientras iba al horno—. ¿Quieres ofrecerte como voluntario?

—¿Por qué eso sonó como una proposición indecente? Darle machetazos a su bosque.

Ella le arrojó una servilleta, la cual Valentín atrapó riendo antes de ir por la jarra de limonada a la heladera.

—Es maestra pastelera. Podría pagarte con su mejor pastel.

—No me prostituyo por comida. Por un poco de afecto, puede ser. —Se puso las manoplas y sacó la tarta del horno ahora apagado—. ¿Por qué tanto interés en tu vecina?

—Pronto se convertirá en mi socia. Es lo que Dulce Casualidad ha estado esperando.

Valentín hizo una pausa con la bandeja a centímetros de su soporte sobre la mesa.

Imaginó a una mujer de mediana edad. Con las mejillas rellenas y unos kilos de más a causa de tantos postres, de sonrisa maternal y rapidez mental para los negocios. Debía ser muy buena para alcanzar los estándares de Celestine.

Sonrió con picardía.

—¿Quieres oír algo loco? —Comenzó a cortar la comida en porciones simétricas—. Por un tiempo sospeché que planeabas emparejarme con una mujer que pudiera amar tu negocio y se hiciera cargo después de tu retiro. Así cumplirías tu sueño de que alguien de la familia continuara liderando Dulce Casualidad. Incluso se me pasó por la cabeza que estabas maquinando algún plan maquiavélico para lograrlo. —Soltó una carcajada, negando con la cabeza ante sus propias ocurrencias—. Es divertido, ¿no crees?

Cada músculo del rostro de Celestine se congeló. Necesitó tres segundos para volver a conectar su lengua a su cerebro.

—¡Qué imaginación más activa! —Con una risa inocente, le acercó su plato—. Con razón tus dibujos cuentan historias aunque no tengan texto.

—Bueno, después de conocer el subsuelo de Desaires Felinos —Se dejó caer en la silla para comer—, no me sorprendería tanto si descubro que el subsuelo de Dulce Casualidad organiza algo más que tardes de té.

"A veces siento que este chico solo finge ser un despistado", pensó Celestine.

Compartieron el almuerzo entre risas y anécdotas de su vida diaria. Siempre había sido fácil acercarse a Valentín.

La anciana no deseaba comparar a sus hijos, pero había una realidad innegable: jamás consiguió conectar con Cinnia a ese nivel.

Cuando supo que tendría una niña, Celestine no cabía en sí de alegría. Se creó una imagen de lo que debería ser la relación perfecta de madre e hija. Soñaba con salir de compras juntas, probarse vestidos y maquillajes, compartir tazas de té con dulces mientras hablaban de los chicos que le gustarían a su niña.

Esa fantasía se hizo añicos cuando la bebé real nació y Celestine experimentó de primera mano el estrés de una madre primeriza. El rechazo de su pequeña a todas esas actividades tan sociales no ayudó a mejorar su lazo.

Su hija prefería comidas saladas en vez de pasteles, la ropa en tonos neutros y elegantes, los paseos en silencio.

Incluso desde pequeña, Cinnia era demasiado reservada. Guardaba sus preocupaciones y alegrías para sí misma. Sus pensamientos eran un enigma. Prefería jugar en soledad antes que la compañía de su madre. Hacía excepciones si era su padre el que se acercaba.

Incontables veces, Celestine llegó a creer que su hija no la quería. No era una niña afectuosa, olvidaba decir Te quiero o se avergonzaba sin razón al pronunciarlo.

Había una distancia insalvable entre ambas. Esa grieta explotó tras la muerte de Miguel. Cada una reconstruyó sus propios pedazos de la forma que pudo.

Lo único que quedó entre ambas fue un niño de ojos avellana y pecas que, hasta el día de hoy, continuaba incluyendo a ambas mujeres en su dibujo familiar.

Todo estaba cambiando. Celestine lo presentía. Había llegado el momento de recuperar aquello que creía perdido.

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