Capítulo 11
—Las clases empezaron hace diez minutos —le reprochó el director con el ceño fruncido—. ¿Y su uniforme? ¿Cree que puede venir a clases como quiera solo por ser su último año?
—¿Disculpe? —El joven parpadeó.
Miró tras de sí para saber si le estaba hablando a alguien más, pero era el único presente.
De pie ante la puerta del colegio, mantenía las manos en los bolsillos de sus jeans. Vestía una colorida camiseta con el lema Madre no es la que engendra, madre es la que valgo. Su cabello corto estaba despeinado, un poco húmedo y muy rizado en las puntas. Las pecas en sus mejillas destacaban a causa de su bronceado. Poseía ojos gentiles, sus iris del verde más intenso con vetas doradas.
La mochila colgando de su hombro, su complexión atlética y altura promedio acentuaban su imagen de estudiante desorientado.
—¿No me escuchó? —insistió el director, quien tenía un evidente deseo de sacudirlo para ver alguna reacción—. ¿Cuál es su nombre?
—Soy... Valentín D'Angelo.
El rostro del hombre atravesó una gama de emociones que Valen habría disfrutado dibujar. Desde la molestia al sentirse burlado, a través de la incredulidad y finalmente la vergüenza por tratar con autoridad a otro adulto independiente.
—Oh, mil disculpas. Su cara y su ropa... Quiero decir... No importa. Venga conmigo, por favor. Si necesita algunos ayudantes, el club de artes visuales de último año se ha ofrecido...
El artista trató de ocultar su risa en una tos. Aceptó el perdón apresurado del hombre y lo siguió hacia el depósito donde aguardaban las herramientas pedidas.
Si era honesto consigo mismo, también lo había desorientado su propio reflejo.
Esa había sido una mañana de lo más peculiar. Nada más abandonar su departamento, lo interceptó una bonita promotora que le dejó un folleto de una pinturería cercana.
Solo por ese día, ofrecían descuentos en pinceles y entonadores. Era el señuelo perfecto para un artista a punto de empezar un mural, por eso decidió pasar a echar un vistazo.
En la puerta de la tienda, el vendedor le advirtió que estaban descargando la nueva mercancía y tardarían unos minutos en abrir. Esa mañana la tenía libre, así que estaba dispuesto a esperar.
A la fila se le unió una anciana con su bastón. Valen ofreció cederle su lugar.
—Te lo agradezco, muchacho. Ya no hay jóvenes tan amables. —Le dio una palmadita en el brazo—. ¿Vienes seguido a esta tienda?
—Es la primera vez.
—Tienen productos de calidad. Puedo asegurarlo, mi nieta pintó su negocio hace unos meses. Es mi única nieta, ¿sabes?
—Debe estar orgullosa.
Valen tenía un profundo respeto hacia los adultos mayores, y un arraigado interés por el chisme, razón por la que pasó veinte minutos escuchando la vida de una completa desconocida.
—... y así fue como, el mismo día de su graduación, aplastó su diploma contra la mesa y le dijo que se fuera al diablo. Ahora cuida a su bebé sola, pero feliz.
—¿Se fue sin escándalo? —preguntó el artista, curioso.
—Dijo sus líneas de villano de bajo presupuesto: ¡Te vas a arrepentir, nunca vas a encontrar a nadie como yo!
—Suena como deseos de buena suerte más que amenaza. ¿A qué se dedica su nieta?
—Es estilista profesional y tiene un salón de belleza cruzando la calle —continuó la mujer con la naturalidad de quien conversaba con un viejo amigo—. Aunque es excelente en su trabajo, los clientes han disminuido esta temporada.
—Es difícil vivir del arte —estuvo de acuerdo Valen.
—Que los hombres salgan huyendo ante la frase Salón de belleza la llevó a agregar la frase y Barbería al local. —Frunció el ceño—. ¿Tú tienes una masculinidad tan frágil, muchacho?
—Creo que no —meditó.
Después de todo, había sido criado por una madre viuda que destruyó los roles de género y le enseñó a abrazar la libertad de expresión. Era difícil encontrar un artista conservador.
La anciana le sonrió con orgullo.
—Eres un buen chico. ¿Te gustaría pasar por el salón? Le diré a mi nieta que te haga un descuento.
Él soltó una risa. Había recibido varias indirectas sobre necesitar una afeitada a lo largo de la semana, y esta era definitivamente la más sutil.
—Quizá vaya a darle un vistazo estos días.
La anciana lo miró fijamente durante tres latidos. Le dedicó una sonrisa muy curiosa. El dueño de la pinturería anunció que ahora podrían ingresar.
—Ya era hora de... —Cuando estaba a punto de dar un paso, la mujer tropezó y su bastón se quebró.
—¡Cuidado! —Habría caído si Valen no se hubiera apresurado a sujetarla.
—Oh, qué torpe soy. —La anciana aferró el brazo del joven. Bajó la vista a su bastón, en pedazos sobre la acera—. ¿Cómo podré caminar ahora?
—¿Le ayudo a sentarse?
—Te agradecería mucho que me sirvieras de bastón hasta el salón de mi nieta. Ella siempre guarda uno de repuesto para mí... Por supuesto, entiendo si estás ocupado. Los jóvenes de hoy ya no tienen tiempo para ayudar a una vieja inútil como yo...
—¡No diga eso! Estoy libre toda la mañana. Sería un placer ser su escolta.
—Eres un tesoro.
Diez minutos después, Valentín se encontró sentado en una silla giratoria, frente a un espejo, con un paño cubriendo sus hombros. En un salón que olía a fresas y estaba lleno de clientas femeninas haciéndose la manicura o tiñendo sus cabellos.
No recordaba muy bien cómo sucedió, pero se rindió a la oferta de la dueña y aceptó el cambio de imagen que había estado posponiendo por pereza.
Mientras era atendido, entró una vendedora ambulante con un bolso gigante. En la mesa más cercana a Valen, colocó diversas prendas de ropa femeninas y masculinas. Estas últimas eran, la mayoría, de su talle.
Valentín bajó la vista a los harapos que llevaba. Después de dos años de viaje, haciendo visitas fugaces a su departamento en Villamores, su escasa ropa estaba desgastada. Hasta que no se desintegrara, no veía motivos para comprar nueva. Pero la vendedora fue muy elocuente y sus precios accesibles, así que terminó cediendo.
La dueña del local incluso le prestó el vestidor para cambiarse... y le ofreció incinerar la ropa que Valen llevaba puesta en ese momento.
El joven dejó escapar una carcajada, en absoluto ofendido. Terminó comprando al menos cuatro juegos de pantalones y camisetas. Suficiente para sobrevivir todo el año, en su descuidada opinión.
Tuvo que pasar por su departamento para dejar sus adquisiciones y buscar más efectivo, ya que había gastado una pequeña fortuna en dos horas.
Si fuera una persona paranoica, habría pensado que cada uno de sus pasos esa mañana había sido fríamente calculado.
—Nah, solo fue casualidad... —decidió mientras se ataba un delantal para no arruinar sus prendas nuevas.
Si hubiera sido precavido, habría traído una muda de ropa vieja. Se dijo que recordaría hacerlo la próxima vez, aunque se conocía lo suficiente para saber que también olvidaría ese recordatorio.
Sus ojos sonrieron mientras abría un balde de veinte litros de pintura blanca.
Revolvió la caja de herramientas que le proporcionaron en busca de algo para mezclar.
Cuando la pintura estuvo lista, fue por sus enormes auriculares inhalámbricos con cancelación de ruido. Programó su playlist en aleatorio, lo que significaba que pasaría por elegías tristes que inspiraban acariciarse el cuello con una navaja, a través de himnos de la alegría hasta rock en diversos idiomas.
Le desconcertó cuando la primera melodía fue instrumental. Un dúo de violín y flauta con una voz soprano que no recordaba haber agregado a su reproductor.
"Debe ser una recomendación automática de la aplicación", decidió con un encogimiento de hombros.
Entonces le quitó el envoltorio a un rodillo y arrastró el balde a través de los portones abiertos. Era momento de convertir el rostro del colegio en un lienzo en blanco.
Tenía intención de pintar algo surrealista. Una mujer recostada en medio de la naturaleza. Su rostro sería sereno, con una tez del color de la tierra y cabello rizado de un verde musgo. Su cabeza sería humana, pero al descender por su cuello, su figura se transformaría en un valle entre una cadena de montañas. Un río de aguas cristalinas zigzaguearía a lo largo de su cuerpo, bordeado por árboles y fauna local.
Seguramente no quedaría igual a la imagen en su cabeza, pero tendría alma. Todas sus obras cobraban vida cuando daba la última pincelada.
Mientras terminaba la primera sección, tanto blanco desbloqueó recuerdos de la noche anterior.
Tenía una gran laguna mental. Resultaba imposible diferenciar los hechos reales de las ensoñaciones. Había pasado de caminar en el festival a encontrarse sentado en una camilla de hospital, un doctor alumbrando su ojo con una linterna...
—Entonces, muchachos, cuéntenme qué sucedió.
—También me gustaría saberlo —confesó Valen, todavía medio aturdido y con un espantoso dolor de cabeza.
—Un cartel luminoso estuvo a punto de aplastarnos, pero dos dementes vestidas de helado nos taclearon —explicó Cassio, sentado en la camilla vecina.
El doctor dejó de revisar el cráneo del artista un momento. Dirigió su atención al detective. Parpadeó.
—Creo que debería revisarlo a él primero —sugirió Valen—. Suena más grave.
—Ese pote de helado con lengua de navaja me parecía familiar —continuó, llevando una mano a su nuca—. Tengo este mal presentimiento de estar olvidando algo importante... Dame unas horas y sabré la respuesta.
Valentín lo miró de reojo. Suspiró por lo absurdo de la situación.
También había sentido una energía familiar en su helado-salvadora, similar a un perfume que percibía al caminar por ciertos lugares, pero al buscar su origen se desvanecía con el viento. Era ligera como una pluma y desprendía un aroma a vainilla. Notó unas manos pequeñas y suaves mientras recorrían su rostro.
¿Por qué recordaba una galleta en lugar de su cara? Una galleta con ojos dulces color miel.
Esas pupilas brillantes le transmitían la misma paz que sentía al contemplar un amanecer en invierno. Una explosión de colores que le robaba el aliento y prometía un día de oportunidades.
Le gustaba madrugar cuando llegaba a un nuevo pueblo. Así había descubierto que, durante los amaneceres en los inviernos del sur, el cielo se volvía fuego. Las nubes adquirían una tonalidad naranja neón con algodones fucsias. Entonces, un sol adormilado se abría paso desde el horizonte.
Caminaba horas hasta encontrar un sitio en medio de la vegetación donde dejarse caer, con su cuaderno en mano, para eternizar esos instantes.
La combinación perfecta entre el mundo sumido en silencio, el frío sobre su piel, una ligera somnolencia y ese deleite para sus ojos convertían esas pequeñas aventuras en algo mágico.
Siempre buscaba amaneceres en los ojos de las personas, alguien que le inspirara esa misma sensación de haber hallado un tesoro tras horas de caminar en la oscuridad. Nunca antes lo había encontrado... hasta ahora.
Ese helado de ojos ambarinos definitivamente tenía algo especial.
Por un momento, bajó el rodillo con pintura y se llevó una mano al pecho, donde sentía la flecha invisible de Cupido. Se trataba de un sentimiento habitual. Si era honesto consigo mismo, admitía que se enamoraba todos los días. De las personas, de la naturaleza, de la vida misma. Encontraba inspiración hasta en una brizna de césped.
El artista era una víctima frecuente de los amores fugaces en el transporte público. Experimentaba un cruce de miradas con una persona desconocida, le dirigía una sonrisa sin intercambio de palabras, su mente construía un hermoso futuro juntos y, cinco minutos después, uno bajaba en su propia estación sin mirar atrás.
Había dibujado varios cómics sobre esa escena y, a juzgar por los comentarios de sus seguidores, no era el único al que le pasaba.
Quizá ya iba siendo hora de encontrarle pareja a Ángel o Devlin, los protagonistas masculinos de su webcómic, meditó. Tal vez así sus seguidores dejarían de shippearlos.
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