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Capítulo 1


Los descendientes de Cupido habían aprendido que la inteligencia era mucho más afilada y certera que una flecha de oro. Como lobos románticos disfrazados de corderos, aguardaban la oportunidad perfecta para lanzarse sobre sus presas.

De ojos cálidos como una tarde de verano y rostro arrugado enmarcado por una canasta de rulos plateados, Celestine era la clase de abuela cuya mayor sorpresa que podría dar sería encontrarle un tarro redondo lleno de galletas en vez de agujas e hilos.

Después de haber recorrido la aventura de la vida, lo único que buscaba a sus largos setenta y seis años era un poco de paz. Por esa razón decidió alejarse del centro de su pueblo natal, Villamores, e invertir en una gran casa rodeada de árboles, con montañas magníficas asomándose por su ventana.

Ahora disfrutaba sus tardes en el columpio doble que había instalado en su galería, ya fuera con un buen libro o una taza de té en sus delicadas manos. En ese momento contemplaba la naturaleza cubierta de verde y las calles irregulares sin asfaltar.

Cuando bebía el tercer sorbo de su taza, un motor le advirtió sobre la llegada de un visitante. Sacó sus anteojos del bolsillo de su delantal y los acomodó en el puente de su nariz para ver mejor.

Precedida por una nube de polvo, una furgoneta vieja se detuvo justo ante la casa vecina. De ella saltó una muchacha que lucía apenas con edad para conducir. Su vestido veraniego era tan pálido como los rizos que caían hasta la mitad de su espalda. Un sombrero gigante decorado con una margarita la protegía del sol.

La niña parecía un hada ante el bosque encantado, si es que así podía llamarse al túnel de árboles que habían crecido salvajes tras unas rejas que se caían a pedazos.

Después de perderse unos minutos contemplando el lugar, sacó una llave de su bolso y abrió el candado. Entonces empujó una reja con su hombro desnudo.

Del otro lado de la calle, Celestine la vio adentrarse en ese pequeño bosque. Sabía lo que encontraría a tan solo unos pasos: Una construcción que los años de abandono y lluvias habían tratado con crueldad.

Al situarse en una zona aislada, se había salvado del vandalismo. Pero necesitaría una restauración intensa para volver a ser habitable. Por algo, en todos los años que ella llevaba viviendo en la zona, nadie la había comprado.

Hasta ahora. Las pupilas de la anciana no perdían detalle.

La joven volvió corriendo a la furgoneta minutos después, sacudiendo las telarañas, follaje y el polvo de su ropa. El sombrero le impedía a la anciana ver sus ojos, pero la enorme sonrisa que se dibujaba en su boca era inconfundible. Era la misma que Celestine había tenido cuando le entregaron los papeles de su propio hogar, que años atrás también había necesitado una restauración exigente.

Cuando la muchacha subió a su furgoneta, Celestine tuvo la certeza de que volvería. Sería agradable tener una vecina tan llena de vida, un alma joven entre tanta naturaleza antigua.

La anciana se puso de pie y emprendió su regreso, lento pero firme, al interior. Cerró suavemente la puerta.

Sus ojos despiertos recorrieron el salón. Se detuvieron en las fotos que reposaban sobre la chimenea de ladrillos. Sus manos dejaron la taza a un lado y levantaron uno de los retratos más atesorados. En él, una Celestine veinte años más joven mantenía a su izquierda a una jovencita de ojos tristes, y a su derecha abrazaba a un niño de mirada soñadora.

Devolvió la imagen a su lugar. A veces deseaba tener a sus hijos a su lado, pero ellos habían volado lejos hacía muchos años. Ahora todo lo que le quedaba eran hermosos recuerdos y visitas ocasionales.

Una melodía de pajaritos cantando regresó su atención al presente. Sacó su teléfono y reconoció la imagen de Elay, uno de sus mejores amigos, con quien compartía tardes de bingo y paseos en el parque cuando tenían oportunidad.

Antes de contestar, se aclaró la garganta y se acercó a la biblioteca situada al fondo del salón.

—Cerrar persianas —pronunció en voz alta. Acto seguido, la oscuridad envolvió la habitación—. Encender luces. Abrir panel de intercomunicación.

En un instante, las estanterías que hacían de biblioteca se dividieron en dos y de su centro emergió una enorme pantalla plana. Esta se encendió con un solo tronar de dedos.

Un hombre de la tercera edad apareció del otro lado.

—Querida Celestine —la saludó con una inclinación de cabeza—, un pajarito llamado Dron me contó que tienes una nueva vecina. ¿Estoy en lo cierto?

—La pequeña Eira ha crecido maravillosamente. —Una sonrisa enigmática curvó sus labios—. Acaba de sellar el contrato. ¿Cuánto crees que necesitará para instalarse?

—Una muchacha tan rebosante de energía... a lo sumo una semana.

—¿El vuelo de Valentín ya aterrizó?

—Así es, acaba de llegar a su apartamento. Fue un viaje largo. Nuestras cámaras infrarrojas pudieron ver que se limitó a lanzar su mochila a una silla y colapsar en su cama. Estará fuera de combate todo el día.

—Perfecto. ¿Rafael puede conseguir lo necesario en una semana?

—¿Acaso lo dudas?

—Nunca.

Ambos se miraron a los ojos. Sabían lo que el otro pensaba. Tantos años trabajando juntos habían sincronizado sus mentes.

—¿Estás segura de querer involucrarte? —Elay inclinó la cabeza, preocupado—. Esta vez es demasiado personal.

—Por eso no puedo dejarlo en manos de alguien más. —Sus ojos se entornaron—. Me aseguraré de que todo salga perfecto.

Acercó su índice a la pantalla y movió la imagen de su interlocutor a una esquina. Entonces amplió el archivo que tenía destacado en el margen izquierdo.

El resto de la pantalla se dividió en dos fotografías con descripciones en la parte inferior.

A la izquierda, una joven rubia de mirada dulce sujetaba un pastel en sus manos y una corona de flores sobre su cabello. Su sonrisa parecía más una expresión asustada, su postura rígida propia de aquellos que le tenían fobia a la cámara.

A la derecha aparecía un veinteañero de ojos soñadores y sonrisa distraída. Tenía una mancha de pintura en su mejilla y una paleta de acuarelas en su palma.

Eira Dulce y Valentín D'Angelo. Dos artistas despistados con un potencial inmenso. Almas gemelas a los ojos de esta cupido de la tercera edad.

—Hora de desempolvar esas flechas por última vez.

Celestine frotó sus manos, la emoción rejuvenecía su espíritu.

Ellos no tenían idea, pero diez años atrás se convirtieron en el objetivo de una mente maestra experta en entrelazar los hilos rojos del destino.

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