"Retrato de María Adelaida de Francia [...]"
Liotard, J-E. (1753). Retrato de María Adelaida de Francia en ropa de estilo turco [pintura].
—Ah...
"Ya está otra vez con lo mismo" pensó Adelaida.
—Ah...
—Si vas a suspirar cada vez que des una puntada me voy. —espetó apartando la vista del libro.
—No suspiro a cada puntada.
Adelaida ignoró el comentario de su hermana y siguió la lectura, que había interrumpido por culpa de Victoria.
—Ah...
La pequeña cerró el libro, se volvió a poner los zapatos y se levantó dispuesta a dejar a Victoria en su propia habitación. No sabía para qué iba a verla, si después no tenía otra cosa que decir ni que hacer que no fuera para molestarla.
—¡Espera! No te vayas.
—Victoria, por favor, no corras descalza —Adelaida se acercó a su hermana, con su típica expresión de desgana—. ¿Qué quieres?
—¿Me ayudas a acabar este bordado? Vamos... Tú eres la mejor de todas con las labores. —la miraba con aquellos ojos de cordero a los que no podía negar nada.
—Será la última vez —también la anterior había sido la última.
Adelaida y Victoria volvieron al sofá donde aún descansaba el libro que había estado leyendo la más joven. Se sentaron una junto a la otra y Adelaida continuó la labor de bordado donde la había dejado su hermana mayor. Cómo siempre, era un desastre; pero tampoco iba a decirle nada si todos sus comentarios caían en saco roto cuando de trataba de Victoria.
—Eres tan habilidosa... Serás una gran esposa, Adel.
—¿Lo dices por tu experiencia en el matrimonio?
—¡Oh! Ya que sacas el tema...
—Lo has sacado tú, hermana.
—Sí, sí; lo que tú digas. Pero escúchame bien. Esta mañana paseaba por aquí y por allá y me he cruzado con padre.
—¿Qué hace aquí nuestro padre? Es extraño que no me haya saludado...
—¡No me interrumpas, Adel! —Adelaida pasó por alto el comportamiento infantil de Victoria. Lo que realmente le preocupaba eran las intenciones de su padre al ir a verlas allí sin avisar.
Siguió concentrada en la aguja y en el asunto de la visita del rey, sin atender a los farfullos de su hermana mayor. Hasta que dijo algo que la devolvió de golpe a la conversación.
—... matrimonio con el príncipe Fancisco Javier de Sajonia.
—Victoria, ¿qué acabas de decir?
—Creo que padre está organizando mi matrimonio con el príncipe. ¡Ah! Estoy tan ansiosa. Al fin podré ser la esposa de un príncipe, Adel. Se acabó ser la tercera madame.
La muchacha tenía las mejillas sonrojadas y la mirada iluminada con verdadera ilusión, pero a Adelaida le repugnaba la idea. Y no porque no se alegrara por su hermana ni le deseara ningún mal, sino porque sabía la verdad detrás de aquellas palabras del rey.
Al día siguiente, mientras bordaba un paño en el jardín su padre fue a su encuentro, justo como había imaginado. María Adelaida se levantó, dejó el paño sobre el Banco de piedra y se inclinó en una reverencia al rey de Francia. Cuando levantó la cabeza, le miró a los ojos, y con convicción y serenidad dijo:
—Majestad, lo rechazo. No contraté matrimonio con un hombre que se hace llamar príncipe pero que no tiene acceso al trono. Sabe tan bien como yo que ese no es lugar que me corresponde.
Ante tales palabras su padre se limitó a asentir con la cabeza. Se disponía a marcharse por donde había venido cuando se detuvo y se enfrentó a su cuarta hija.
—Eres demasiado inteligente para tu propio bien, querida hija.
Dicho lo cual, se fué. No sólo de ese jardín ni de aquella casa. Abandonó Versalles como un fantasma que no deja huellas allá por donde pasa.
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