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"Estupa de hielo en Ladakh"

Whangchuk, S. (2015). Estupa de hielo en Ladakh [fotografía].

Mi equipo y yo llevábamos quatro mes acampados en aquella montaña internal. Trasladando el campamento cada tres días y con las armas junto a la almohada (algunos incluso encima de ella). Los suministros que llegaban con helicópteros cada vez ponían más impedimentos y yo empecé a preguntarme si llegaríamos a encontrar el castillo de cristal... Yo los arrastré hasta allí y ahora dudaba. Si Sara hubiera estado aquí me hubiera dado una colleja pero, sobre todo, habría acallado la voz aguda y gritona de mi cabeza que dice que mi sueño nunca se hará realidad. Para eso están los gemelos, ¿no?

—Roy...
—Dime, Margareth —Margareth era la más joven del equipo, pero su conocimiento de las lenguas y culturas locales era abrumador.
—Hay un problema con el envío de suministros.
—¿Otra vez? Ya les enviamos las coordenadas del punto de entrega, no hay árboles, ni niebla, ni nada. ¿Qué les pasa ahora?
—Se avecina una tormenta.

La miré estupefacto. No había lado bueno en una tormenta eléctrica cuando estabas casi en la cima de una montaña. Todos los que estábamos allí lo sabíamos, solo que nadie se atrevió a exteriorizar el miedo general, que se extendía como la pólvora. Miré a Margareth y luego eché la vista hacia Elías y Vázquez, que nos miraban de reojo. La cuestión no era que no quisiéramos estar ahí, es que ya no podíamos quedarnos allí más tiempo.

—Avisa al grupo de exploradores que regresen cuanto antes, cuando acabes ven, empezaremos a recoger.
—Señor, ¿nos vamos? —se le iluminó la mirada al verme afirmar con la cabeza.
—El, no te pongas tan contento, ¿quieres? Disimula un poco, al menos —ver como la esperanza les llenaba me partía aún más el corazón que irme con las manos vacías una vez más—. Señores, señoras; pasaremos la última noche aquí antes de empezar a descender, si no llegamos antes del jueves nos cogerá la tormenta, y si algo tiene que chamuscarse prefiero que sea el pollo —llené los pulmones con todo el oxígeno del que disponíamos a aquella altura y lo dejé ir. No estaba preparado para esto—. Volvemos a casa —afirmé, abatido.

Para cuando el grupo volvió al campamento ya habíamos desmontado todo el equipo técnico, inclusive los ordenadores y portátiles donde recogíamos los datos. Cuanto más vaciaba aquel lugar más sentía su ausencia en mí. Por supuesto, los hombres que salieron a explorar por la mañana volvían deseosos de volver a su hogar.

Al caer el sol ya sólo quedaban dos fogatas, las tiendas de campaña y, por supuesto, las armas. Dormimos con las ansias de que llegara un nuevo día.

—¡Eh, Roy! —una ronca y profunda voz me llamaba desde algún lugar. Me giré para ver a Anil indicándome que me acercara.
—¿Necesitas algo?
—¿Estás seguro de esto? —su pregunta me pilló desprevenido. De todos los integrantes de aquella expedición, no esperaba que Anil fuera el que me pidiera quedarnos.
—Ya oíste la previsión. No podemos quedarnos aquí.
—Dejame decirte algo como amigos, Roy... —hizo una pausa y miró a ambos lados, asugurándose de que estábamos solos— Te estás equivocando.
—¿Me estás...?
—¿Dónde está Roy? Estamos listos para salir —era la voz de Hannah.

Miré una última vez a Anil, que sonreía trágicamente. No entendía lo que quería decir, pero no parecía dispuesto a hablar más de lo que lo había hecho, así que emprendimos la marcha.

La tormenta se adelantó... Estábamos a unos ocho kilómetros del punto de partida cuando el cielo se empezó a teñir de gris. No llevábamos quince cuando la lluvia se hizo tan densa que no veíamos más allá de nuestras narices. Desplegamos como pudimos un par de tiendas de campaña y nos refugiamos dentro, con la ropa empapada y sin fuego. Los truenos y rayos se acercaban a nosotros hasta que los tuvimos encima, y hasta el más ateo rogó por ayuda divina de algún tipo, temiendo no salir vivos de aquello. Por suerte, no puedo afirmar si hubo o no intervención divina, la tormenta amainó, dejando un desolado barrizal y el cielo manchado de un gris cenizo.

Salí de la tienda y me crucé con Margareth y Elías, que tiritaban calados hasta los huesos. Sin hablar con nadie y aún dándole vueltas a las palabras de mi compañero eché a andar. No contaba los kilómetros, y apenas sabía en qué dirección quedaba el norte, sólo... Ponía un pie delante del otro. Mas mis pasos se detuvieron en seco, petrificado frente a aquel claro amarillento y de aspecto desértico. El frío no dejan crecer las plantas, de modo que el paisaje era árido y desolado; y justo en el medio de un cráter, lo vi: el castillo de cristal de Ladakh.

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