"Autorretrato en el Bugatti verde"
De Lempicka, T. (1925). Autorretrato en el Bugatti verde [óleo sobre madera].
Sentí un rugido que se acercaba a nosotros por la izquierda. Toda la camioneta vibró cuando aquella mujer pisó el acelerador de su Bugatti verde brillante. Sus ojos eran claros como las nubes que veía al sacar la cabeza por la ventanilla y llevaba el cabello, el más dorado que había visto nunca, tapado por un sombrero de color claro. Sus labios, rojos y redondeados como una cereza en verano, resaltaban sobre la piel lisa y clara como una pieza de porcelana. No fue hasta que rodó sus ojos claros en mi dirección que me di cuenta de que tenía la mandíbula rozándome los zapatos. Ella sonrió de medio lado. Parecía que todo lo que había fuera de la carrocería rozada y manchada por el barro y el polvo de la carretera era insignificante para ella.
—¡Mamá! ¡Mamá! ¡Mamá!
—¿¡QUÉ!? —me quedé callado un momento, impresionado por el grito de mi madre, que me miraba por el retrovisor del copiloto.
—De mayor quiero ser como ella.
La euforia se colaba por mi garganta, escapando en una vocecilla aguda e infantil. Mi madre miró a la increíble mujer que conducía justo al lado de nuestra vieja camioneta y luego se giró hacia mí para mirarme directamente a la cara. Jamás pude olvidar su expresión, y aunque hubiera querido, no me habría dejado. A partir de aquel día esa fue su forma de mirarme las pocas veces que se atrevía a hacerlo. Con los años aprendí a lidiar con un dolor que no desearía ni a mi peor enemigo, porque no hay muerte más terrible que vivir sabiendo que les das asco a las personas que te dieron la vida por ser quien eres. Ver en sus caras la tela oscura y opaca de la decepción, oír como suplican para hacerte "normal".
De vez en cuando me preguntaba si la mujer del Bugatti verde entendería estos sentimientos a los que ni yo mismo pudo poner nombre.
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