¡Me compadezco de ti, ingenua niña!
¡Tú, que tan empeñada estás en lo inalcanzable!
¡Locamente desesperada por lo ilícito!
¡Tan obstinada en contravenir los preceptos!

Más te hubiese servido
rasgar tu alma y causar
alevosía en contra de aquellos
demonios angelicales.
Hubieses causado mejor
alguna contienda entre el cielo
y el infierno, amada mía,
dando paso a la mutua
destrucción y así purgar la
penumbra de toda una vida
intentando rozar aquello
inexpugnable.

Pero justamente lo contrario sucedió.

Aquella fuerza incontenible
penetró en las presuntas placas
indestructibles; y como resultado,
el final de aquella travesía
es bien sabido:

Colisión de dos almas; estallido de dos cuerpos.