Capítulo 3: Secuelas
Las náuseas treparon por mi esófago hasta instalarse en mi garganta.
Abrí con angustia el pequeño ventanuco por el que conseguían colarse algunos rayos de sol. Una ráfaga de aire inundó el sótano, concediéndome un desahogo. El viento soplaba desde el sur, cargado de aromas extraños, aromas colmados de recuerdos que conseguían corromper mis pensamientos.
Al escuchar los lamentos quejumbrosos de mi acompañante, la ira volvió a adueñarse de mi razón. Escruté sus ojos suplicantes, que, con cada una de sus lágrimas, trataban de ahondar en mi compasión.
Encendiendo de nuevo el radiocasete, dejé que la melodía destruyese todo atisbo de remordimiento del que mi cuerpo aún no se había desprendido.
Debía estar bien preparado para la función que estaba a punto de comenzar.
Me aproximé con paso decidido a la primera de mis víctimas. Sus brazos se agitaron con brusquedad bajo las correas, y con las piernas trató de golpearme el abdomen. Lo único que obtuvo con ello, fue incrementar el dolor provocado por el amarre contra el que, en vano, trataba de luchar.
Resultaba obvio que aún no se había percatado de quién era yo. Mi extravagante disfraz de rombos, semejante al que llevé durante aquella fatídica función de teatro, impedía revelarle mi identidad. Y mis deseos de mostrarle las consecuencias de aquel día, no hacían sino aumentar con cada uno de sus lamentos.
Coloqué cuidadosamente mis pulgares sobre la máscara que cubría mi rostro deformado, ante la aterrada mirada de la mujer.
-Sé que todos me dieron por muerto -mascullé. Deslicé suavemente la máscara por mis cabellos-. Y nadie, nunca, se tomó la molestia de comprobarlo.
Escuché la fricción de las correas de cuero al contacto con las muñecas de mi invitada, que hacía esfuerzos por zafarse del terror que mi presencia le causaba.
-Un milagro. Así, lo definieron mis padres. -Terminé de quitarme el ridículo gorro de arlequín que completaba mi disfraz, dejando mi rostro completamente al descubierto.
Acaricié el metal que cubría parte de mi mandíbula, para luego hundir los dedos en mi cabellera, de entre cuyos mechones, se entreveía la placa de metal que sustituía parte de mi cráneo.
No conforme con eso, e impulsado por el regocijo que las despavoridas pupilas de Silvia me obsequiaban, desabroché lentamente la cremallera que se cerraba tras mi espalda.
-Una maldición. Así, lo defino yo. -Me despojé por completo del disfraz, exhibiendo el puzle de metal en el que mi torso se había convertido. La mirada de Silvia analizaba el mecanismo metálico que reemplazaba parte de mi cúbito.
Esbocé una sonrisa, saboreando el frenesí que sentí al saber que, por fin, mi acompañante me había reconocido.
-Cuánto tiempo sin verla, profesora.
N/A: ¡Hola lectores!
Cada vez es más complicado ajustarse a los fragmentos que el desafío establece, (y a eso se une mi mala suerte eligiendo la opción más difícil). Aún así, espero que estéis disfrutando de este macabro relato.
¡Gracias por leerme!
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