9 | ¿Es una cita?
Después de despertarme y estar sentada en el borde de mi cama para replantearme mi existencia, decido ir en busca de ropa limpia para darme una ducha relajante e iniciar el día con positivismo. Abro la llave de la regadera y las gotas caen como lluvia hacia mi cuerpo. Sin importar la fuerza con la que me golpean, me dejo llevar por la placentera sensación que me brinda el choque del agua contra mi piel.
Por un momento, toda esta tranquilidad que tengo se disipa y la preocupación hace acto de presencia al caer en la cuenta de que estoy desempleada. Me siento desesperada y a la vez furiosa por tener la impotencia de no poder luchar por mi empleo, pero, ¿qué puedo hacer? ¿Seguir rogándole al señor Ramiro? ¿Pedirle una indemnización por daños psicológicos? No, no quiero más problemas con él y llevar esto a lo legal no creo que me favorezca.
«¡Joder! Tan bien que comenzaba el día», protesto para mis adentros.
Me seco el cuerpo con una toalla limpia que tomo del estante que está a un lado del lavamanos y me posiciono frente al espejo de cuerpo completo que hay en una de las esquinas del cuarto de baño.
«Pues no estás tan fea, eh», bromea una la voz de mi subconsciente y le respondo con un mohín, concordando con ella. Hasta podría decir que, recién levantada, me veo más delgada.
Tomo un tubo de gel corporal y lo empiezo a aplicar por la parte superior de mi cuerpo, descendiendo desde mis hombros hasta mis brazos mientras me doy miradas sexis en el espejo, creyéndome modelo de comercial de productos de aseo personal.
«Pareces una actriz porno, aplicándose aceite al cuerpo», se burla de nuevo la voz en mi cabeza y no puedo evitar soltar una risita chillona, recordando esas películas que mis amigas y yo veíamos por curiosidad en las pijamadas.
Al terminar, cepillo mis dientes, tarareando en mi cabeza la canción «Estrellita dónde estás» tal como me la enseñaron en la primaria para calcular el tiempo aproximado del cepillado. Me pongo la ropa limpia que elegí y meto los pies en mis pantuflas de conejito para salir hacia la cocina y tomar mi desayuno.
Para facilitarme el trabajo, mamá ha dejado un plato de tostadas francesas sobre la mesa y junto a él, un vaso de jugo de naranja.
Unos minutos más tarde, la puerta principal del apartamento se abre y aparece mi madre con unas bolsas del supermercado. Se acerca con una sonrisa de boca cerrada y deja todo sobre la barra de la cocina, jadeando del cansancio, pues subir las escaleras del edificio con peso, no es tarea fácil. Decido interrumpir mi desayuno para ayudarle a desempacar y guardar los productos en las gavetas y alacenas.
—Qué bien hueles, eh —comenta mamá, dándome una mirada rápida.
—Siempre huelo bien. —Me encojo de hombros.
—Ah, ¿sí? Pues, nunca te habías aplicado ese gel corporal de coco que compraste el año pasado. —Se lleva las manos en la cintura, adoptando una posición de superioridad y arquea una ceja antes de agregar—: ¿Vas a salir?
Hago un mohín.
—No lo sé, creo que sí.
—¿Con quién?
—Con Andy. —Hago un gesto obvio mientras guardo una lata de conserva en la gaveta.
Odio cuando mi madre se pone en su plan de cotilla. Y tiene razón, nunca me he aplicado ese gel que compré el año pasado en el supermercado, aprovechando que había una oferta de cosméticos. Pero bueno, ¿qué tiene de malo que yo quiera desprender un olor agradable? ¿Acaso no puedo arreglarme para mí misma?
Me pregunto qué pasará por su loca cabecita de anciana.
«¿Y cuándo piensas contarle que ya no tienes trabajo?», sugiere de nuevo la voz de mi interior y frunzo el ceño, pues se le ha hecho una costumbre hablarme muy seguido. Joder, creo que todos los problemas me están volviendo loca. Seguro que, dentro de unos meses, estaré jugando a realizar una boda para gatos.
Por otro lado, no sé de dónde sacar el valor y las palabras correctas para contarle a mi madre que Ramiro me ha despedido; estoy segura de que se llevará una gran decepción tanto de él como de Eduardo. No obstante, eso es muy común en nuestros días: decepcionarnos de personas en las que depositamos toda nuestra confianza. Además, otro de los temores que tengo es que ella es capaz de ir a la cafetería para darle unas buenas bofetadas a mi ex jefe por ser un grandísimo hijo de...
Al terminar de ayudar a mi madre con las compras, regreso a mi habitación y tomo asiento en mi escritorio, frente a la laptop. Mientras espero a que inicie el sistema operativo, miro el cielo a través de la ventana para hacer acopio de la inspiración que necesito. Desde hace unas semanas, estoy planificando una nueva novela, pero estoy indecisa sobre el género que quiero escribir. «¿Debería seguir con el romance erótico? ¿O debería probar con fantasía o ficción?», me pregunto.
Tamborileo mis dedos sobre la superficie del escritorio, quizá podría escribir sobre un amor prohibido entre dos primos.
Abro un documento de Word y llevo las yemas de mis dedos hacia el teclado para ponerlos en acción.
«Él era el mismísimo Adonis, reencarnado en pleno siglo XXI. Tenía los ojos verdes grisáceos, tan hermosos como el jade. Una mirada seductora e imponente que te atrapaba y te hacía esclava con tan solo un par de movimientos. Una maldita mirada que te aprisionaba a una pared, con bloques de hierro en las muñecas para que no puedas librarte de ella tan fácilmente».
—Celeste, cielo, ¿no has visto los recibos que dejé sobre mi cómoda? —interroga mi madre desde el umbral de la puerta, provocando que cierre mi laptop de golpe—. ¿Está todo bien?
Le otorgo una sonrisa inocente.
—Sí, solo estaba viendo videos paranormales y me espantaste —miento a la vez que finjo calmar los latidos de mi corazón con una mano en el pecho—. Y no, no he visto los recibos que mencionas.
—Ay, no creo que los haya botado por error a la basura.
—Es lo más probable, eh. —Asiento con las cejas levantadas—. Si botaste el billete envuelto con papel higiénico que guardaba papá...
—No me lo menciones —interrumpe—, que aún siento vergüenza de haber perseguido el camión recolector por toda la cuadra para que me devuelvan la bolsa.
Me es imposible aguantar una carcajada que contagia a mamá y ambas reímos, evocando aquella escena graciosa. Se marcha entre risas y a los pocos minutos regresa con un plumero en la mano. Es domingo, día de hacer limpieza y ella es una obsesionada de la pulcritud. Literal, no puede encontrar ni una sola partícula de polvo porque se pone histérica y empieza a sacarle brillo a todas las superficies de la casa hasta ver su reflejo en ellas.
—Ah, y olvidé decirte que cierres bien la puerta de la sala —añade con una mirada seria—, porque al regresar del mercado, vi que Rocío estaba hablando con un hombre que tenía pinta de ratero. Cada día estoy más convencida de que le ha entrado al negocio de la droga.
Rocío es nuestra joven vecina que vive en el apartamento de enfrente junto a su esposo Rubén y su pequeño hijo Guzmán, un tierno e inteligente niño de cinco años que posee una mirada muy inocente. Me he ganado su confianza en poco tiempo y siempre me visita para que juegue con él.
Soy yo la que me encargo de brindarle mucho afecto porque la situación de su familia es complicada. Rocío tiene problemas con su esposo y pasa la mayoría del día fuera de casa. Hay veces en las que llega ebria y discuten —mientras mamá cotillea desde la puerta— frente al pequeño sin que les importe que él escuche todas las ofensas que se espetan.
Por otro lado, mamá cree que Rocío trafica droga, pues no se sabe de manera exacta en qué trabaja y cómo consigue dinero, a diferencia de su esposo, quien labora como conductor de taxi. Otra de las teorías que mamá sugiere es que Rocío tiene un amante narco que le cumple sus caprichos.
No obstante, prefiero no opinar sin tener pruebas sobre ello.
—Vale, tendré cuidado —aseguro.
—¿Guzmán no ha venido a visitarte?
—No lo he visto en estos días porque he estado ocupada con lo de la editorial y el trabajo. Quizá más tarde venga.
Ella suelta un suspiro.
—Ay, pobre niño. Lo tienen encerrado todo el día. Por suerte, se distrae cuando juega contigo.
—Pues, sí, pero con los padres que tiene...
—Al menos, Rubén trabaja. Rocío no sé en qué estará metida, porque pasa todo el día en la calle. —Niega con la cabeza—. Bien, iré a buscar esos benditos recibos que no los encuentro ni por debajo de la cama.
—Vale, suerte. —Río.
Llega la hora del almuerzo y nos olvidamos del tema de Rocío. Cuando terminamos de comer, ayudo a mamá a lavar los platos mientras ella recoge la mesa y guarda los individuales en los estantes. Le pregunto si necesita ayuda en algo más antes de regresar a mi habitación y elegir un atuendo adecuado para mi cita con Arián.
«¿Es una cita?», me pregunto y enseguida descarto la idea para no recrear en mi cabeza la voz de Andy, diciéndome que Ojitos bonitos está interesado en mí.
Reviso cada rincón de mi armario y, por un momento, entro en desesperación cuando no encuentro nada formal. «Vale, tampoco es que voy a ir a tomar un té con la reina Letizia», digo en mi cabeza, convenciéndome de que no debe ser tan difícil armar un outfit para la ocasión.
Al final, escojo un pantalón negro, la blusa del mismo color y una casaca de jean que combina a la perfección. Meto en mi cartera algunos accesorios de emergencia como toallas desechables, peine, el mismo labial, una paleta de maquillaje, un poco más de dinero por si me llega a faltar, ya que tengo la idea de que el señorito solo asiste a lugares caros.
Me maquillo rápido mientras le hago una videollamada a Andrés para que me dé el visto bueno con esto. De hecho, no soy mucho de maquillarme, solo acostumbro a aplicarme un poco de sombras, delineador y labial rojo en los labios. Por suerte, tengo puestos los audífonos, así no se oyen las bromas que suelta mi amigo cada que menciono al ojiverde que ya debe estar por...
El sonido de los toques en la puerta de mi habitación me provoca el segundo respingo del día.
—Celeste, te esperan en la sala —anuncia mi madre desde el umbral y hace un gesto con la cabeza para que me dé prisa.
Ay, no...
El rubor de mis mejillas se acrecienta cuando llego a la sala y me encuentro a un expectante Arián Arnez, sentado en uno de los sofás. Las comisuras de sus labios se elevan en una sonrisa de boca cerrada y esos brillantes ojos verdes me analizan de pies a cabezas cuando me acerco para darle la bienvenida.
—Hola, Arián —saludo a la vez que él se pone de pie.
No nos saludamos con un estrechón de manos, pues él se acerca y por vez primera, me da un beso en cada mejilla, como están acostumbrados a saludarse los españoles. «¿Desde cuándo pasamos de estrecharnos las manos a darnos besos en la mejilla?», me pregunto.
Nos separamos y mis ojos ruegan que los deje venerar a la nueva versión del ojiverde. Ahora trae puesto unos pantalones jeans oscuros que se ajustan de manera perfecta a sus piernas, un ceñido polo color gris que marca sus trabajados pectorales y, para complementar, una casaca de cuero verde que a simple vista parece haberle costado varios euros.
«Follable, ¿eh?», me dice una voz parecida a la de mi mejor amigo y la ignoro, alejando cualquier pensamiento pecaminoso que ha invadido mi cabeza.
—¿No que ibas a salir con Andrés? —inquiere mi madre en un susurro cuando pasa por mi lado y me da unas palmaditas en el hombro. Trago saliva e ignoro su interrogante—. Arián ha traído un vino.
Muestra una caja rosada que tiene grabada la palabra «MOËT» en letras doradas.
—Mamá, es champagne, no vino —le corrijo y ella parece avergonzarse. Me vuelvo para dedicarle una mirada apenada a Arián—. No se hubiese molestado, Arián. En serio, no era necesario.
—No podía llegar con las manos vacías, Celeste. —Él se encoge de hombros—. Bueno, ¿lo abrimos?
Su entusiasta propuesta hace que mi madre asienta, emocionada, como niño cuando le compran su juguete preferido.
Arián quita la envoltura que protege el pico de la botella mientras yo me encamino hacia la cocina para buscar unas copas y regreso con tres de ellas en una bandeja. De pronto, me invade una sensación de nostalgia cuando estas acciones me hacen recordar a mi antiguo empleo.
Como todo un caballero, Arián sostiene la botella entre sus manos y empieza a servir cada una de las copas. Hacemos el brindis con el respectivo choque de cristales que hacen el «chin-chin» y degustamos. El champagne es una delicia para mis pupilas gustativas.
Luego de despedirnos de mi madre, bajamos a la calle en donde está aparcada la camioneta de mi acompañante. Se adelanta para abrir la puerta del asiento del copiloto e invitarme a ingresar con una sonrisa de boca cerrada. Me ajusto el cinturón de seguridad a la vez que rodea el capó para tomar su respectivo lugar como conductor.
Mientras abandonamos el barrio de Triana y nos adentramos a Sevilla, enciende la radio para que el camino no sea silencioso y comprimo las ganas de reír cuando una de las emisoras reproduce una canción de Bad Bunny y él hace una mueca de asco.
«Ya veo que lo urbano no va con sus gustos musicales, eh».
Estaciona afuera de una cafetería, cerca de la plaza de la Campana. Se baja y me ayuda con el cinturón de seguridad y la puerta. Ingresamos y uno de los meseros nos guía a una mesa del segundo piso que Arián ya había reservado. Tomamos asiento y nos entrega la carta a cada uno. Noto que Ojitos bonitos me echa un vistazo rápido mientras lee la lista de productos que ofrece el local y yo vuelvo a darle una revisar a la carta también. No sé por qué, pero de pronto me empiezan a temblar las manos. Me he puesto nerviosa.
—Solo una manzanilla, por favor —pido con cortesía y le entrego la carta al chico que nos está atendiendo.
—Para mí un té rojo —interviene el ojiverde, retrocediendo un par de páginas para luego añadir—: Y una tarta de queso y frutos del bosque, por favor.
El mesero toma nota en su libreta.
—Vale, una tarta de... ¿La señorita solo desea la manzanilla?
La confusión del joven incita a que mi acompañante pose sus ojos sobre mí.
—Puede pedir lo que desee, Celeste. Yo invito —dice Arián con tono de voz afable y niego con la cabeza.
—Solo deseo la manzanilla —reitero y les doy una sonrisa de boca cerrada a ambos.
El mesero se marcha luego de asegurarnos que regresará en unos minutos con nuestros pedidos y me dedico a observar a un grupo de tres amigas que también se encuentran compartiendo unos metros más allá. Una de ellas le cuchichea algo a la otra y, sin disimular, todas voltean al mismo tiempo para examinarnos. Concluyo que el centro de su atención no somos los dos, sino solo el señorito que está sentado frente a mí.
—¿No tiene apetito hoy, Celeste? —Las palabras de Arián me hacen regresar la vista hacia él y niego con la cabeza como primera respuesta.
—La verdad, no. —Bajo la mirada para enfocarme en mis manos que se han congelado de repente, pero siento que estoy siendo maleducada al no socializar con él—. Me imagino que usted sí. Siendo sincera, pensé que pediría un café, Arián... A lo que me refiero es que, la invitación fue para ambos tomar un café, ¿no? ¿Por qué ha pedido un té rojo? —inquiero, dándome cuenta de que he sido muy curiosa.
Ojitos bonitos entreabre los labios para responder a mis interrogantes, sin embargo, el mesero lo interrumpe. Coloca nuestros pedidos sobre la mesa y antes de marcharse nos pregunta si necesitamos algo más. Ambos negamos al mismo tiempo y le agradecemos la amabilidad.
Dirijo toda mi atención a la tarta que ha ordenado él. Se ve riquísima y con tan solo apreciar la agradable apariencia que tiene, mi apetito retorna.
—Pensándolo bien, señor Arnez... sí tengo hambre. —Tomo una cuchara y le robo un pedazo de tarta a Arián, quien me mira con una expresión divertida. Me tomo unos segundos para degustar mientras observo al ojiverde dar el primer bocado también—. Vaya, sí que está deliciosa. La galleta está muy bien horneada y tiene ese toque suave que la lleva a la perfección.
—¿Cómo sabe eso? —pregunta y le da un sorbo a su té rojo.
—Un buen pastelero siempre se asegura de que la galleta esté en el punto exacto de suavidad.
Arián enarca una de sus tupidas cejas.
—¿Usted quiere ser pastelera, señorita Serván? —pregunta con una chispa curiosa en el tono de su voz y hago un mohín con los labios.
—Soy licenciada en Gastronomía.
Se me queda mirando con los labios entreabiertos.
—¿Qué? —musita.
—Estudié Gastronomía, pero decidí irme por una de sus ramas que es la pastelería. —Le doy un sorbo a mi manzanilla luego de asegurarme de que tenga la cantidad de azúcar que me agrada—. Una de mis metas es abrir mi propia cafetería. Sin embargo, aún me queda mucho trabajo por delante porque deseo ser una pastelera reconocida.
Una sonrisita inocente se forma sobre sus labios.
—Vuelvo a decirlo: es usted una caja de sorpresas, señorita Serván.
Ruedo los ojos y me encojo de hombros ante su halago.
—Si usted lo dice... —canturreo.
Termino ordenándole al mesero que me traiga la misma tarta que está comiendo Arián antes de que termine robándole lo que queda de tu porción. Mientras espero a que regrese con mi pedido, decido observar de manera disimulada al señorito Arnez. Me quedo viendo, embelesada, cómo se lleva la cuchara a la boca y sus labios se mueven al compás de las mordidas que le da a la tarta. Al darme cuenta de que podría pillarme, ya es demasiado tarde, pues tengo su mirada sobre la mía y mis mejillas se tiñen de un indiscreto sonrojo.
—¿Tengo algo en los labios, Celeste? —Finge un gesto de confusión y se pasa el dedo pulgar de manera sexi por el labio inferior para limpiarlo.
Oculto mis manos entre mis muslos para evitar que estas me abaniquen cerca del rostro cuando me invade una sofocante sensación de calor.
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