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8 | Desconocido a conocido

Repito el mismo protocolo antes de asistir a mi turno sabatino en la cafetería. Me visto rápido, tomo un taxi que me lleva hasta la puerta de la cafetería y me preparo, dándome las mejores vibras por si es necesario hablar con Eduardo hoy con respecto a la decisión que ha tomado el señor Ramiro sobre mi permanencia en La Esperanza.

Ya en el almacén, dejo mi mochila y me coloco el delantal de trabajo. Reviso si tengo mi libreta y bolígrafo en el bolsillo antes de acercarme hasta el umbral de la cocina. En el interior ya se encuentra Eduardo preparando los primeros pedidos de la tarde. Suspiro y retomo mi camino hasta donde están los comensales. Atiendo un par de mesas y regreso para solicitar los pedidos en la cocina.

Me concedo unos minutos más para pensar cómo iniciaré la conversación con Eduardo. No quiero invadir su espacio, ni tampoco presionarlo. Lo último que deseo es fastidiarlo y distraerlo de su trabajo.

Cuando regreso al local donde permanece la clientela, me percato que una de las mesas que estaba vacía, ahora está ocupada por un chico de ojos verdes. Entrecierro los ojos para cerciorarme de que mi imaginación no me está fallando y, luego de varios pestañeos, concluyo que efectivamente es él.

Arián me hace un gesto con los ojos a la distancia y me acerco para atenderlo.

—Buenas tardes, señorita Serván —saluda, aniquilando una sonrisa divertida.

—Buenas tardes, señor, me alegra ver que ha regresado a la cafetería. ¿Desea pedir algo? —pregunto, tratando de no sonar emocionada.

—Sí... —responde, tomándose su tiempo para leer la carta. Termina de decidirse después de haberme hecho esperar como un minuto. Y claro, yo como tonta me he quedado aquí cuando podía haber ido a atender a otros y luego regresar—. Bien... quiero... mmm... que se siente a tomar un café conmigo, ahora.

Puedo notar la diversión en sus ojos.

—Sí, claro, ¿se le ofrece algo más? —inquiero en tono irónico y niega con la cabeza—. En primer lugar, señor Arnez, es imposible que me siente con usted a tomar un café porque estoy en horario de trabajo, no puedo —explico—. Y, en segundo lugar, en serio, necesito saber si va a ordenar algo porque hay personas que están esperando para ser atendidas y si mi jefe me ve aquí, platicando con usted, me llamará la atención. Ya sabe... no podemos charlar con conocidos mientras trabajamos.

Entreabre los labios, sorprendido.

—Vaya, he pasado de ser un «desconocido» a «conocido» en menos de veinticuatro horas, eh. Un nuevo logro para mí. —Hace un mohín de suficiencia—. Y con respecto a lo otro, puedo solucionarlo. ¿Dónde está el dueño del local? Deseo hablar con él.

Pongo los ojos en blanco.

—No creo que eso sea posible, no se encuentra.

—Tengo entendido que el dueño es Eduardo Baltazar. ¿No es el chef que se encuentra en la cocina? —Me señala con los ojos a Eduardo, cuya figura se visualiza a través de la ventanilla donde se entregan los pedidos.

—No, en realidad, él es solo el chef a cargo. El dueño es Ramiro Mendoza.

—Pues, si el chef está a cargo, podría ir a hablar con él —insiste.

—No creo que acceda. Es muy profesional.

—Yo también, por eso quiero hablar con él para que le conceda el permiso de sentarse a tomar un café conmigo.

—Mire, para no extender esta conversación le diré que soy yo la que no está interesada en tomar un café con usted. Espero pueda comprenderme. —Finjo una sonrisa amable—. Ahora, si no me dice lo que va a ordenar, tendré que ir a atender a otro cliente.

Él se pone de pie.

—Bien, iré a hablar con su jefe, entonces.

—¿Qué? ¡No! —lo detengo con un gesto de manos—. Está bien, iré a hablar con Eduardo. Usted solo, espere aquí, por favor.

Me retiro del lugar a regañadientes. Ahora, ¿cómo le explico a Eduardo que uno de los comensales quiere tomar un café conmigo? El ojiverde me ha puesto difícil la situación al aparecer por aquí de la nada. Tenía razón, es un engreído, caprichoso e inoportuno. Sí, eso último debería agregar a mi lista de cosas negativas sobre él.

Me encierro en el almacén y empiezo a practicar los posibles diálogos que debo emplear si quiero iniciar una conversación con Eduardo.

—Hola, Eduardo. Mmm, yo quería... —empiezo diciendo y bufo antes de descartar esa opción—. No, no, no puedo sonar nerviosa.

Tengo que ir segura de mí misma, postura erguida, con una actitud asertiva y humor del bueno. Tengo que actuar relajada y hablarle lo más normal posible.

—Hola, Eduardo, ¿deseas ayuda con...? —La puerta del almacén se abre de improviso y no tardo en dar un respingo. Debajo del umbral, el señor Ramiro me mira con cara de «¿qué cojones haces hablando sola?».

—Señor Ramiro, buenas tardes.

Él entrecierra los ojos, mirándome con sorpresa.

—Buenas tardes, Celeste.

—Eh... yo... solo estaba...

—No te preocupes, entiendo tu malestar. A veces es necesario desfogar en privado.

—Sí, es un poco frustrante... —Decido guardar silencio cuando me doy cuenta de que algo no encaja en sus palabras—. ¿Malestar?

Aprieta los labios en un gesto de incomodidad mientras asiente de forma lenta.

—Sé cómo debes sentirte. Créeme que no ha sido una decisión fácil, pero soy muy equitativo con mis trabajadores y eso debe reflejarse en las decisiones que tomo.

—¿A qué... se refiere? No estoy entendiendo —Sonrío, nerviosa.

—¿Eduardo no te lo ha hecho saber?

Niego con la cabeza.

—No, no me ha hecho saber nada. —La voz se me entrecorta y carraspeo para normalizarla.

—Celeste, lamento ser yo quien tenga el deber de comunicarte que, como dueño de la cafetería, he tomado la decisión de retirarte del trabajo.

Sus palabras me caen como balde de agua fría y se repiten como eco en mi cabeza. Las mejillas se me hielan, al igual que mis extremidades, producto de la no tan grata noticia que acabo de recibir. No me doy cuenta de que he entrado en un ensimismamiento hasta que mi voz sale de manera involuntaria, cortando el incómodo silencio que se ha formado.

—¿Qué?

No, esto no puede estar pasando. Quiero creer que estoy dormida, en medio de una pesadilla y que al despertar sentiré un gran alivio. Sin embargo, al parpadear varias veces y tocarme las manos para calentarlas, caigo en la cuenta de que es la cruda realidad. Me acaban de despedir de mi empleo y de mi única fuente de ingreso económico.

—Sabes bien que mi decisión es a partir de la infracción que has cometido a una de las reglas que tenemos en la cafetería. Está prohibido hacer ingresar a personas extrañas al almacén y a la cocina. Y hay grabaciones de las cámaras de seguridad que respaldan mis palabras, Celeste.

—Lo sé y le pido perdón por eso. Por favor, le ruego que me dé otra oportunidad. No me puedo quedar sin trabajo, señor Ramiro. —Intento mantenerme fuerte para no echarme a llorar delante de él—. Considere una suspensión, pero no me despida.

—Lo siento, Celeste. Soy claro con todos mis trabajadores y no puedo dejar pasar algunas faltas. Fue un gusto tenerte como parte de mi negocio. —Se despide de mí con un asentimiento de cabeza y antes de retirarse, se vuelve para añadir—: Por cierto, se te estará depositando tu sueldo la semana que viene. Buenas tardes.

Cierra la puerta a su salida y me quedo sola en el almacén. Mi cerebro aún sigue procesando lo que ha pasado. Me planteo a mí misma ser fuerte y manejar esto de la mejor manera, sin embargo, mi lado humano y sensible salen a flote. Empiezo a sollozar mientras acaricio mis brazos para darme fuerza y consolarme. Me siento en una de las cajas grandes que se encuentran al lado de la pared para intentar calmarme.

Con el dorso de la mano me seco una repentina lágrima que escapa de mis ojos y me digo a mí misma que, al cruzar esta puerta, debo ser fuerte y salir con la frente en alto y sin mirar atrás porque mi etapa de trabajo en La Esperanza ha llegado a su fin.

Al pasar por el local, observo que Arián espera con una sonrisa expectante. Con toda esta situación, había olvidado su presencia y su petición para que le acompañe a tomar un café. Esa ancha sonrisa que tiene dibujada en los labios se desvanece cuando me ve regresar con mi mochila colgada en un hombro.

Bajo la mirada y camino a paso rápido para abandonar el lugar porque no quiero que se me acerque. Lo último que deseo ahora es lidiar con él. Hago caso omiso a su presencia, a sus preciosos ojos que se posan sobre mí y me observan recorrer el espacio que me separa de la puerta.

Tomo la manija y salgo hacia la calle, al instante puedo reconocer la camioneta de Arián estacionada a un lado de la vereda.

—¡Celeste! —me llama y sé que está viniendo detrás. Ignoro su llamado y acelero el paso hasta que unos metros más allá él se me adelanta para obstaculizarme el camino e impedir que avance—. ¡Celeste!

No digo nada, pues sé que si abro la boca lloraré y no quiero hacerlo delante de él.

Intento quitar mi mirada de la suya, pero no soy capaz y él sigue presionándome para que hable, hasta que no logro reprimir un sollozo. Mis ojos se humedecen y una traicionera lágrima cae por mi mejilla, provocando que Arián frunza el ceño.

—¿Por qué llora? —pregunta, limpiando el rastro de la lágrima con su pulgar.

Mis nervios me han traicionado, intento hablar, pero ni yo misma entiendo lo que pronuncio, ya que mis palabras se mezclan entre los sollozos.

Arián coloca sus manos sobre mis hombros y quizá es un error que cometo en el momento, pero cuando menos me doy cuenta, ya estoy entrelazando mis brazos en su cuerpo y sollozando contra su pecho. Él en un principio parece desconcertarse por nuestro contacto; no obstante, sus brazos me reciben y cierran el abrazo para empezar acariciarme la espalda con sus manos.

Mis fosas nasales captan enseguida el delicioso aroma de su perfume. Cierro mis ojos y dejo que este abrazo sea la fortaleza que necesito ahora, aunque el que me lo está dando no esté al tanto de lo que ha ocurrido y tampoco sea alguien de mi entera confianza. Arián suspira y siento que algunos músculos de su abdomen se tensan. Decido separarme para no incomodarlo.

Me da una mirada rápida antes de preguntar:

—¿Le parece si entramos a la cafetería para que trate de tranquilizarse? La verdad es que me ha preocupado, Celeste.

Niego con la cabeza, lo último que deseo es coincidir con el señor Ramiro otra vez. Arián suspira y me toma de la mano para invitarme a caminar junto a él. Avanza con dirección a la cafetería y sin protestar, comienzo a seguirlo. Ingresamos al local y, por un momento, siento como si estuviera entrando a un lugar de donde he sido desterrada.

Tomamos asiento en la misma mesa donde lo atendí hace unos minutos. Adopta una posición erguida y entrelaza sus manos sobre la mesa. Por mi parte, me cruzo de brazos sin mirarlo.

—¿Ahora sí puede hablar? —cuestiona.

Entreabro los labios para intentarlo, pues ya he dejado de sollozar.

—Creo que sí. —Mi voz se escucha como un susurro.

—La escucho.

Suspiro.

—Es algo complicado de decir —comento. No sé si sea buena idea comentarlo, porque al final él no me va a traer mi trabajo de vuelta.

—Tengo tiempo. —Se encoge de hombros y me hace una señal con los ojos para invitarme a hablar de nuevo.

Accedo al darme cuenta de que me vendrá bien compartir mi problema con alguien.

—Acabo de conversar con el señor Ramiro, el dueño del local. —Veo cómo su mirada se torna más seria—. Una de las reglas de esta cafetería es que no debemos dejar ingresar al almacén a personas extrañas, regla que desobedecí al permitir que usted entre allí la otra tarde para que se cambie la camisa. Por ende, acabo de recibir una sanción por mi falta. Me han... me han echado del trabajo.

—O sea, ¿el dueño se encuentra ahí dentro?

—Sí, está supervisando a...

Guardo silencio cuando se pone de pie y comienza a caminar con dirección a la cocina.

—¿A dónde va? —Me interpongo en su camino.

—Iré a hablar con él. No puede correrla por algo que yo provoqué —contesta.

—No, Arián, ya no quiero más problemas con el señor —advierto a la vez que hago un gesto para que se detenga y vuelva a sentarse—. En serio, déjelo ahí. Ya encontraré otro empleo.

—No me parece justo lo que le han hecho, Celeste. Y todo esto ha sido mi culpa. Al menos, déjeme hablar con él para intentar devolverle su trabajo.

—Por favor, salgamos de aquí, Arián —le pido.

—Déjeme ayudarla, en serio.

—No. —Le hago un gesto con las manos para que se quede quieto—. Si de verdad quiere ayudarme, no intente hacer nada.

—¿Acaso no quiere recuperar su empleo?

—Pues, no. No deseo seguir laborando aquí. No me sentiré cómoda. —Bajo los brazos y retrocedo unos pasos—. Así que, si gusta puede ir a abogar por mí, sin embargo, será en vano porque no pienso volver a pisar este lugar para rogar una segunda oportunidad.

Llevo mis ojos a la ventanilla de los pedidos, en donde puedo ver a Eduardo trabajando de lo más tranquilo. Ahora entiendo por qué estuvo distante conmigo. Él sabía que ya me habían despedido, pero decidió callarlo y mantenerse al margen para no perder su trabajo. Andy nunca le tuvo confianza y en varias ocasiones me advirtió que dejara de ayudarle en la cocina porque empezó a notar cierta envidia por parte del chef.

A veces es mejor alejarte de personas que creías que eran diferentes a tenerlas contigo, sabiendo que en algún otro momento te pueden volver a dar la espalda.

—¿Desea que la lleve a casa? —ofrece Arián cuando cruzamos la puerta de la cafetería.

Me niego con un movimiento de cabeza.

—Caminaré a casa para despejar la mente. —Hago un esfuerzo por mostrarle una sonrisa de boca cerrada y él me responde de la misma manera—. Y, gracias por escucharme y tratar de ayudar.

—No es nada. De hecho, lamento mucho haber sido yo la razón de su despido. Me siento muy apenado, en serio.

—Ya pasó. —Me encojo de hombros—. Por algo pasan las cosas.

—Eso es cierto —contesta y me despido de él con un movimiento de manos antes de iniciar el camino a casa—. Eh, Celeste... creo que... queda pendiente algo que le pedí.

—¿Qué cosa? —Frunzo el ceño.

—Le pedí de manera cordial que se tome un café conmigo —explica y entreabro los labios.

—Cierto.

—Entonces, ¿me acepta el café? —Enarca una ceja y asiento con una sonrisa de boca cerrada—. ¿Qué le parece mañana por la tarde?

—Me parece bien.

—Vale. —Mete su mano al interior de su saco y saca del bolsillo de la camisa una tarjeta de presentación personal—. Este es mi número. Me escribe.

Recibo la tarjeta y le doy una mirada de incredulidad. Él arruga las cejas.

—¿Quién es el interesado en tomar un café conmigo? ¿No tendría que ser usted el que me escriba?

Una sonrisita inocente deja sus labios.

—Permítame su móvil desbloqueado, señorita. —Me extiende su mano y busco mi celular del bolsillo de mi pantalón para entregárselo. Marca un número y saca su IPhone cuando este empieza a vibrar dentro de su saco—. Listo.

Me entrega mi teléfono con su número agendado con su nombre.

—Nos vemos mañana, entonces —digo.

—Hasta mañana, Celeste.

Luego de despedirme de Arián, camino hacia la plaza de España para poder despejar mis pensamientos. Sin embargo, no le doy vueltas al asunto del despido, sino, a la persona que me ha decepcionado por completo. No creí que Eduardo se comportaría de esa manera tan inmadura y me daría la espalda. Siempre se mostró como un buen compañero desde que empecé a trabajar en cafetería.

Aprecio cada detalle de los bancos de cerámica que hay en este parque y a la vez intento no pensar en nada más que no sea disfrutar del arte de esta ciudad. Pero me es inevitable ver a las personas caminar a mi alrededor de lo más tranquilas. Quizá la mayoría de ellas no tendrán que buscar mañana un nuevo empleo y comenzar de cero.

Cuando está empezando a atardecer, regreso a casa. Me desagrada la idea de llegar y confesarle a mamá que me han despedido del trabajo y más aún sin una explicación del porqué. Pienso que mancharle la camisa a alguien por accidente y meterlo al almacén para que se cambie, no es un argumento válido para que echen del trabajo a una persona.

Andrés aparece en el pasillo de mi edificio cuando estoy buscando las llaves del apartamento en mi mochila.

—¿Cómo es eso de que Eduardo te despidió hoy? ¿Y cómo es que recién me he enterado? ¿Dónde estabas?

—Andy, Andy, una pregunta a la vez, ¿sí? —sugiero, haciendo un gesto con las manos para que se detenga.

Lo invito a pasar a mi habitación porque estos no son temas que se puedan platicar tranquilamente en el pasillo de un edificio. Se acuesta boca abajo en mi cama a la vez que me mira con sus enormes ojos, induciéndome a soltar toda la historia.

Aunque reconozco que no tengo ánimos para detallar todo, termino contándole la manera en cómo sucedieron las cosas y el comportamiento de Eduardo frente a la triste situación que me ha tocado vivir. Como todo mejor amigo, su «yo te lo advertí» no se hace esperar, acompañado de groserías e insultos que suelta hacia Eduardo mientras golpea la almohada para aliviar su frustración. No obstante, la expresión de enojo que trae parece disolverse cuando menciono la parte en la que Arián entra a la historia, como un caballero armado a defenderme.

Me cubro los oídos cuando suelta un chillido que se debe haber escuchado por todo el edificio. Andy siendo Andy.

—Es obvio, Toti, le interesas —menciona mientras me zarandea para hacerme entrar en razón.

Le lanzo una de mis almohadas cuando suelta otro grito después de contarle que el ojiverde me trajo a casa ayer y se quedó a platicar con mi madre. Por un momento, el tema de Arián hace que nos olvidemos de toda la decepción que siento por haber sido despedida de mi empleo.

—¿Ya conseguiste su número?

No sé si sea buena idea contarle. No quiero que vuelva a chillar.

—Pues, saldremos a tomar un café mañana —termino confesando y me cubro los oídos al verlo tomar aire y abrir la boca—. ¡Andrés, basta! Los vecinos van a creer que estoy realizando un ritual satánico.

—Ya, perdón, perdón. —Levanta las manos en señal de rendición—. No te lo he dicho antes, pero... hacen muy linda pareja, eh.

Ruedos los ojos a la vez que suelto un bufido.

—Que no somos pareja, ¡hombre! Y tampoco está interesado en mí porque está saliendo con la chica que lo besó en la terraza, ¿recuerdas? —miento. He decidido no contarle que ellos terminaron ayer.

—¿Él te lo contó? —Frunce el ceño.

—No, pero por algo se besaron, ¿no crees?

—Ay, Toti, pero pudo haber sido su ligue de esa noche.

—No creo que Arián sea de esos tipos que les guste tener ligues cada fin de semana —manifiesto con un mohín en los labios.

—¿Por qué no? —interroga otra vez.

—Es que es tan...

—¿Limpio? —sugiere la palabra por mí y asiento.

—Y tan... —continúo, pero vuelve a interrumpirme.

—¿Refinado y caballero?

—Ajá...

—¡Ya ves cómo lo defiendes, mujer! —Me acusa con el dedo índice y me encojo de hombros.

Quiero agregar algo más para dar por terminada la conversación con mi amigo, sin embargo, mi celular vibra sobre mi mesita de noche y me incorporo para revisar el nuevo mensaje de texto que ha llegado.


Arián: Ya he reservado una mesa para mañana. Que tenga una buena noche, señorita Serván.


Y una tonta sonrisa escapa de mis labios, generando que Andrés me mire con una ceja enarcada luego de haberme quitado el celular para ver de quién se trata. 


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