31 | La otra cara de la moneda
No hay nada más desesperante que estar atollada en pleno tráfico cuando tienes prisa por llegar a tu destino. Es como si la vida y el universo conspiraran para darme un pequeño castigo por haber sido tan testaruda con Arián. Y sí, me lo merezco, por eso ahora estoy siendo presa de una horrible ansiedad en los asientos traseros de un taxi.
El chofer me mira con preocupación a través del espejo retrovisor, como si pensara que quiero lanzarme sobre él para estrangularlo y hacerme cargo del vehículo, pues en lo que llevamos del trayecto, no he podido dejar de tocarme el cuerpo con impaciencia y eso llama la atención de cualquiera. Ante los ojos de un extraño, yo estaría a punto de sufrir un ataque de histeria.
Decido regresar la mirada hacia la calle. No sé si estoy haciendo lo correcto, pero luego de esa conversación con papá estoy segura de que algo en mi percepción ha cambiado. Y a eso hay que agregarle el hecho de que ya empezaba a sentir curiosidad de saber la explicación que el ojiverde tenía que darme. Pero... a todo esto, ¿él querrá verme? ¡Dios! ¡Me va a cerrar la puerta en la cara! «Ay, no. No empieces con tus inseguridades ahora», me digo a mí misma cuando me aborda el impulso de querer decirle al chofer que dé media vuelta para volver a casa porque sé que Arián me va a largar de la misma manera en que lo hice yo anoche.
«Madurez también abarca el aprender a regular nuestras emociones y sentimientos», las palabras de papá terminan por calmarme. Voy a tenerlas en cuenta cada vez que tenga el impulso de querer hacer algo de lo que pueda arrepentirme. Como, por ejemplo, querer echar mi brazo a torcer ahora.
Ya no puedo regresar a casa, estoy a solo unas calles de llegar al apartamento de Arián y si él no quiere escucharme, le pediré perdón por la manera en que lo traté ayer. Si decide aceptar mis disculpas o no, es cosa suya; sin embargo, yo regresaré a casa sabiendo que he actuado de la manera que me sugirió papá.
Después de pagarle al conductor y bajar del vehículo, me quedo un momento contemplando la fachada del edificio a la vez que hago acopio de toda la valentía que puedo tener. «Vas a hacer lo correcto. No te quedarás con la duda», me recuerdo y doy el primer paso hacia la puerta. Ya en el interior, decido no utilizar el ascensor —que fue testigo de nuestro primer beso— para descargar toda mi adrenalina subiendo cada escalón de la escalera. Normalizo el paso cuando he llegado al pasillo de su piso. Entrelazo los dedos de mis manos y tomo una larga bocanada de aire al momento de posicionarme frente a la puerta del apartamento. «Saber agradecer y saber pedir perdón. Saber escuchar y saber ser escuchado...», papá vuelve a presentarse en mis pensamientos como parte de la estrategia que plantea mi subconsciente para motivarme a tocar el timbre.
Y lo hago.
Se escucha el «Ding, dong» del otro lado de la puerta y me cruzo de brazos como soporte mientras espero que la abra. El inquietante sonido de mi pie, repiqueteando sobre suelo se intensifica cuando al paso de varios segundos nadie atiende. «¿Habrá salido?», pienso y vuelvo a tocar un par de veces seguidas.
Me muerdo el labio inferior y coloco el oído sobre la puerta para escuchar si hay pasos. Nada. Frunzo el entrecejo, suplicando que aún haya esperanza de encontrarlo. De repente, el sonido de una puerta cerrándose en el interior hace que mis expectativas se mantengan. Al poco tiempo, unos pesados pasos se acercan y decido tomar una posición erguida.
La puerta se abre un poco y desde la ranura puedo visualizar una tupida ceja y un ojo de tono verdoso y grisáceo.
—Hola... eh... yo... —Coloco las palmas de las manos en la madera de la puerta cuando noto que intenta cerrarla en mi cara—. No, por favor...
Mi voz ha sonado muy débil, pero lo suficiente como para que él la escuche y vuelva a asomar un ojo en la ranura. Entonces, se separa, dejando la entrada libre para mí. Sin pensarlo, empujo la madera e ingreso, cerrando la puerta a mi paso. La completa oscuridad del salón principal me recibe como aquella vez y cierro los ojos para que estos intenten adaptarse.
—Hola —vuelvo a saludar y me muerdo las uñas a la vez que aguardo una respuesta.
—Hola —Su voz es grave y rasposa.
Está de espaldas a mí, con los brazos cruzados sobre su pecho. Los músculos de su espalda se tensan bajo ese ceñido polo blanco que trae puesto. Desciendo la mirada un poco... en otras circunstancias habría contemplado ese bonito trasero que me ha hecho flipar en más de una ocasión, sin embargo, solo me dedico a observar el pantalón gris de tela polar y sus pies descalzos sobre las losetas de madera. ¿No tiene frío?
—Arián —le llamo.
—No. — Niega con la cabeza y me temo lo peor. Va a echarme. Va a echarme, lo sé—. No quiero que me veas así, Celeste.
—¿Así como?
—Así. Enfermo.
Entrecierro los ojos luego de sus palabras.
—¿E-enfermo? —tartamudeo.
Pero él no responde a mi pregunta y, viendo su figura gracias a la luz que proviene del ventanal del fondo, noto que se limpia los ojos con los nudillos de los dedos. ¿Está llorando?
—Yo... lo lamento, Arián —continúo al ver que no tendré explicación a lo anterior. Me siento peor al saber que lo traté mal mientras estaba enfermo. ¿Tendrá alguna enfermedad terminal? No lo creo. Nunca mostró ningún síntoma físico—. Venía a disculparme contigo por lo que ocurrió ayer, pero si no te encuentras bien, será mejor que me vaya.
Le ofrezco una sonrisa de boca cerrada —aunque sé que no me puede ver— y doy media vuelta para dirigirme hacia la puerta. No obstante, y a mitad del camino, recuerdo las palabras de papá y mis pasos se detienen.
«¿Por qué te cierras solo en lo que tú piensas? ¿Te has puesto a pensar que tu actitud fue algo egoísta?».
Arián no la está pasando bien y yo estoy queriendo regresar a casa. Papá tiene razón, mis actitudes a veces suelen ser egoístas. Cómo puedo lavarme las manos así cuando él quizá necesita ayuda o compañía Debería ser más empática y preguntarle si se le ofrece algo. ¡Dios!
Giro sobre mis propios talones.
—Eh, yo me preguntaba si... —Mis palabras se disipan cuando noto que ya no está. Vuelvo a morderme los labios y vislumbro una luz débil que se asoma desde el pasillo, proveniente de una habitación.
Me acerco con pasos silenciosos hasta asomarme por la abertura de la puerta. Una bonita lámpara de cristal que reposa sobre la mesita de noche es la que custodia la luz que alumbra la mitad del cuarto. A su lado, se levanta una elegante cama cubierta de sábanas de color gris que se encuentran retiradas, como si la persona que se ha acostado ahí, se hubiera levantado recién.
Y entonces lo veo.
Sentado en el borde, con la espalda encorvada y las manos cubriéndole el rostro. Abro por completo la puerta y me detengo bajo el umbral de esta, justo en el preciso momento en el que Arián levanta la mirada y nuestros ojos se encuentran.
Se pone de pie y yo entreabro los labios para argumentar mi presencia, sin embargo, me distraigo cuando analizo su desaliñada apariencia. Tiene los ojos rojos y vidriosos, debajo de estos se hacen presente unas ligeras ojeras. El cabello lo tiene desordenado como si alguien lo hubiese atacado antes de que yo llegara.
Me llevo los dedos a la frente para acariciarme el entrecejo. No me salen las palabras. No creí encontrarme con esta situación tan extraña.
—Perdón. Yo solo... —Un sollozo escapa de mí a causa de la frustración que estoy teniendo—. No sé qué decir. No sé cómo volver a hablarte. Me siento como una extraña ante tus ojos y verte así me desconcierta. Mucho. Es como... como si... sintiera que eres otra persona y no sé cómo reaccionar. Yo solo quiero hablar con el Arián de ayer y pedirle esa explicación que decía tener y que ignoré por mi orgullo. Joder, son tantas preguntas, pero no logro enfocarme si te veo así. ¿Qué te ha ocurrido? ¿Por qué tienes ese aspecto? ¿Por qué dices que estás enfermo? ¿Te vas a morir pronto?
Las palabras salen de mí como balas en un ajuste de cuentas y las lágrimas se deslizan por mis mejillas. Arián cierra los ojos y aprovecho la oportunidad para acercarme a él y abrazarlo por la cintura. Primero noto que sus músculos se tensan bajo la ropa, pero luego me corresponde, rodeándome con sus brazos y dejando caer su cabeza sobre mi hombro.
—No soy otra persona, Celeste. Sigo siendo el mismo —susurra cerca de mi oído—. Solo que esto es la otra cara de la moneda.
—¿A qué te refieres?
Cinco minutos después, estamos acostados en su cama, él a mi lado, con los ojos cerrados mientras me dedico a escuchar su relato con atención. Termina contándome todo. La infidelidad de su padre, la muerte de su abuelo. El infierno que vivió en la escuela. Las peleas con su madre y la noche en la que intentó quitarse la vida con las tijeras del hospital.
Su historia me ha tomado por sorpresa y no puedo evitar dejar caer una lágrima cuando levanta la mirada. Reconozco a través de esas preciosas gemas verdes el dolor que le genera evocar aquellas vivencias que lo marcaron en el pasado. Acaricio su cabello cuando descansa su cabeza sobre mi hombro y me rodea la cintura con un brazo. Se le ve tan vulnerable y a la vez tan humano que no solo me inspira compasión, sino también una especie de penosa ternura.
—He vivido con depresión desde los dieciséis años —continúa diciéndome—, me la diagnosticaron esa misma noche que ocurrió lo de las tijeras. No sé cuál fue el detonante, sin embargo, he lidiado con esta enfermedad mental durante todos estos años. No ha sido fácil, créeme, hay muchas personas que se han alejado de mí. Algunas de ellas piensan que necesito estar amarrado a una camisa de fuerza en una habitación de paredes acolchadas, joder.
—Tranquilo...
—No quiero que te alejes de mí, Celeste. No quiero. —Un sollozo escapa de sus labios y cierra los ojos con fuerza—. Hubo veces en las que mi mente me ordenaba alejarme de ti, pero no le hice caso. Hace mucho tiempo que no me sentía así con alguien.
—No lo haré, descuida. No me alejaré de ti. —Dejo un suave beso sobre su cabello—. ¿Has pensado en buscar ayuda profesional?
—Estoy en constante tratamiento —suspira—. Hay temporadas en las que me encuentro bien; sin embargo, suelo tener recaídas. La mayoría de veces sucede cuando me encuentro en situaciones estresantes. He vuelto a visitar al psiquiatra desde hace un par de meses cuando comencé a tener los síntomas.
—¿Y cuáles son esos síntomas?
—Ansiedad para comer, mal humor, mucho sueño y ganas de llorar. A veces me quedo dormido y no voy al trabajo. O en el trabajo me quedo dormido y la secretaria me despierta. Soy un desastre.
—No, no lo eres.
—Lo soy, Celeste.
—Claro que no. No pienses que el problema eres tú. A veces la gente está alejada de estos temas y no comprenden a las personas que padecen estos trastornos. —De manera rápida, empiezo a atar cabos y me doy cuenta de algo que no llegué a notar en el momento—. La noche pasada, cuando me dijiste que estabas llorando después de ver A dos metros de ti...
—Te mentí —confiesa sin mirarme—. Antes de que tú llegaras, tuve una crisis depresiva y por eso me encontraste así. Lo mismo pasó la noche en que íbamos a tener nuestra primera cita y te dejé plantada. También las veces en las que desaparecía por unos días. Lamento haberte mentido.
—No te preocupes, lo entiendo —respondo, enrollando su cabello en mi dedo—. De verdad, gracias por abrirte conmigo y haberme contado todo. Sé que no es fácil para ti y, que me consideres parte de este selecto grupo de personas que saben sobre esto, me hace sentir especial.
—Eres especial para mí, eso no lo dudes. —Su voz suena apagada y débil, ya que sus vías respiratorias están tapadas por haber llorado. Deja un beso sobre la tela de mi casaca—. Como ya lo sabes, Ángela fue mi mejor amiga en la escuela y no volví a verla hasta hace unos meses que regresó a Sevilla a trabajar con una empresa de modelos. Entablamos amistad de nuevo y a las pocas semanas comenzamos a salir. Nuestra relación duró poco y fui yo quien decidí terminarla cuando me enteré de que se estaba follando a Álvaro, de quien también me alejé. He ahí el porqué de la discusión que escuchaste en mi oficina.
—Oh.
Recuerdo bien esa tarde. Ahora, todas las hipótesis que habíamos armado con Andrés, están siendo corroboradas.
—Ella seguía escribiéndome para regresar. —Hace una mueca de desagrado—. Pero estaba cansado de que no mostrara el más mínimo interés en mí. Nuestra relación era prácticamente una amistad con derechos. Solo nos veíamos para... bueno, ya sabes a qué me refiero.
—Sí, no hace falta que abundes en detalles. —Río, nerviosa.
—La cuestión es que, por querer ser una mejor persona, me metí a la boca del lobo.
—¿A qué te refieres? —inquiero con el ceño fruncido.
—Cuando Tomás y yo éramos mejores amigos, él quería una colección de libros de Harry Potter que era edición limitada. Tiempo después, hice las paces con papá, quien vino a España para ver cómo iba mi tratamiento y antes de irse, me regaló la misma colección que Tomás quería. —Se incorpora para acostarse a la misma altura que yo y continúa—: Me sentí mal. Extrañaba a mi mejor amigo y fue allí donde me refugié en la literatura, para sentirlo cerca porque sabía que Tomás es amante de los libros y de esa saga. Y bueno, hasta que volvimos a coincidir en la editorial, donde influencié a papá para que contratara a Tomás cuando empezó a hacer sus prácticas de la universidad.
» Durante el tiempo que estuve con Ángela, le presté el primer libro de la saga, aunque sabía que no lo iba a leer, porque la conozco y sé que no tiene un hábito de lectura. Sin embargo, al ser edición limitada no existen más ejemplares y es por eso que hace una semana le escribí para que me lo devolviera. Tenía pensado hacer las paces con Tomás, por ti. Y regalarle esa colección, por supuesto.
—¿Por mí?
—Así es —musita—. Sé que es tu amigo, Celeste, y no deseo que cosas del pasado se sigan arrastrando. Además, he querido acercarme y platicar con él desde hace mucho.
Me dedica una tímida sonrisa de boca cerrada, acompañada de sus ojos vidriosos que han añorado a su mejor amigo de la adolescencia.
—¿Lo extrañas? —pregunto en un susurro y me responde con un asentimiento de cabeza—. Me parece bien que hayas tomado la decisión de limar asperezas. Te hará sentir más tranquilo. Entonces, ¿el mensaje de Ángela...?
—El mensaje que leíste esa mañana en mi oficina solo era parte de su emotividad por verme. Sí, iba a encontrarme con ella, pero solo para que me devolviera el libro y otras cosas mías que voy a necesitar. Tengo el chat como prueba si no me crees...
Por un momento, siento el impulso de aceptar revisar su celular, sin embargo, eso demostraría desconfianza. «Controla tus emociones», me digo en silencio y le hago un gesto para que vuelva a descansar su cabeza sobre mi hombro. Mis dedos regresan hacia su cabello para jugar con él.
—No es necesario —aseguro antes de plantear la siguiente interrogante—: ¿Te devolvió el libro?
—Sí.
—Qué bueno. Sé que todo saldrá bien con Tomás. Es muy dulce —manifiesto.
—Lo sé. He visto que ha cambiado mucho en estos años.
—Debe ser.
Suelta un largo suspiro y cierra sus ojos.
—Bien, creo que con eso hemos aclarado muchas cosas, ¿no crees? —dice.
—Supongo que sí. ¿Hay algo más?
—No, por ahora eso es todo sobre mí, Gomita. —Su intento de media sonrisa hace que baje mis dedos hacia las comisuras de sus labios y las eleve por mi cuenta—. Necesito descansar. Me siento mentalmente agotado.
—¿Deseas que te deje solo para que duermas? —inquiero, incorporándome para verlo mejor.
—Por favor. —Asiente y deposito un beso en su mejilla antes de abandonar su cama.
No puedo evitar pensar un momento en que si aún sigue teniendo pensamientos suicidas. Tampoco me atrevo a preguntarle por un tema de precaución, pues si no lo tiene en mente, no quiero recordárselo. «Si no ha intentado hacerlo en estos meses...», me digo mientras veo que se mete debajo de las sábanas grises.
—Vale, descansa y... sabes que puedes escribirme si necesitas cualquier cosa. Hoy voy a acostarme un poco tarde porque estaré escribiendo —explico y me acerco para dejar otro beso en su mejilla—. Y recuerda, no estás solo, Arián. Tienes a tu madre, me tienes a mí y también a Guz. Estoy segura de que se va a poner feliz cuando le diga que aún sigues siendo parte de mi vida.
Una sonrisa de boca cerrada atraviesa mi rostro cuando caigo en la cuenta de que al final tuve la razón todo este tiempo.
La caja de sorpresas no era yo. La caja de sorpresas terminó siendo Ojitos bonitos.
-----
¿Qué les pareció el capítulo?
Ahora que ya saben todo sobre Arián, quiero dejarles esta joyita de canción y, comentarles que, en el momento en que la escuché por primera vez, supe de qué trataría la historia. Esta canción fue mi inspiración y con la que identifico este libro. Cada vez que la escuché, recordaré a mis personajes. ❤
https://youtu.be/Bq2Xp4dfJyY
Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro