30 | No estar aquí
Septiembre del 2001
Portland, Estados Unidos
Luego que mamá y yo abandonamos la mansión, nos mudamos a un apartamento que ella está alquilando gracias a unos ahorros que tiene. El abuelo nos visita cada fin de semana y jugamos a las escondidas, aunque se me hace difícil porque el apartamento no es tan grande como la mansión. Sin embargo, me hace feliz saber que no se ha olvidado de mí y hasta llegué a pensar que ya no lo volvería a ver nunca más. Papá también viene a verme, pero yo no quiero verlo y me encierro en mi habitación hasta que se vaya. Solo acepto recibir al abuelo, quien también se ha tomado la molestia de traer mis juguetes que dejé en la mansión.
Dos años después, nos llega la noticia de que papá se volvió a enamorar de otra mujer y ahora esperan un hijo. Mamá habla conmigo para ayudarme a asimilarlo y me convence de que el nuevo bebé no va a ocupar mi lugar en la mansión, pues allí me quieren mucho y eso no va a cambiar por más que ahora vivamos en otra casa.
Sé que aún no he perdonado a papá por lo que nos hizo, a diferencia de mi madre que ya arregló las cosas con él y ambos siguen hablando por mí. Después de todo, sigo siendo su hijo y mamá no ha querido quitarle sus derechos para conmigo, ya que el dinero que ella gana en su trabajo a veces no es suficiente para pagar los recibos del apartamento y de mi escuela.
El abuelo también se encuentra muy contento por la noticia de mi nuevo hermano —o hermanastro, como me ha explicado mamá—, pero aun así no deja de venir a verme y a jugar conmigo.
—La llegada de mi nuevo nieto me causa alegría —dice mientras tomamos chocolate caliente que ha preparado mamá esta tarde. Le sonrío de manera tierna, pues no quiero que me olvide cuando nazca el nuevo bebé—. Quiero que sepas, Arián, que ninguno de los dos va a ser más que el otro. A ambos los voy a querer igual, aunque como él será un bebé, requerirá más atención y cuidado...
No lo dejo continuar, lo abrazo por la cintura, aferrándome a su amor de abuelo que no quiero perder. No quiero que él me cambie por su nuevo nieto y se olvide de mí.
Los meses pasan, el bebé nace y el abuelo llega a nuestra casa para darnos la noticia. Me pregunta si quiero conocerlo y le digo que sí, pero con la condición de que papá no esté presente cuando eso suceda. El abuelo Andrés respeta mi decisión y días después llega al apartamento con el pequeño en brazos, para que yo pueda conocerlo.
Se llama Estefano, tiene apenas tres meses y es muy tierno. Ha sacado los ojos de papá y los labios de su madre, quien también ha venido con el abuelo. Es una mujer muy hermosa, de ojos achinados y piel blanca. Mamá no muestra ningún tipo de resentimientos, es más, se anima a cargar a Estefano y a hacerle cumplidos como «Eres muy lindo, Estefano» y «Ay, ternurita». Ella ama a los niños, eso está más que claro.
El resto de la tarde juego con el abuelo. Estefano duerme su siesta en los brazos de su madre mientras ella conversa con la mía sobre los cuidados que requiere el bebé. Me alegra que se lleven bien.
Tres años después...
Cuando cumplo los diez años, mi madre se reúne conmigo para hablar seriamente sobre mis estudios y nuestra vida aquí en Norteamérica. Me plantea la propuesta de irnos a vivir a España, porque quiere que termine de educarme allá. Le digo que me dé tiempo para pensarlo mejor, porque no estoy listo para dejar a las personas que tengo aquí, en Estados Unidos. Pero otro suceso inesperado termina golpeándome de nuevo: la muerte del abuelo Andrés.
Esa noticia me cae como balde de agua fría una tarde de verano. Mamá me abraza fuerte cuando lloro, desconsolado, intentando pensar que todo es una broma armada por él y que saldrá de otra habitación para decirme que es el Día de los Inocentes o que quizá es una cámara escondida, como en los programas de televisión, pero no. Mi abuelo, el hombre que nunca me ha fallado, se ha ido.
El funeral es en la mansión. Regreso a aquel lugar que me vio crecer y no puedo evitar recordar que la última vez que estuve aquí —hace cinco años— era un niño pequeño que cargaba su pollito de peluche bajo el brazo. Ahora soy casi un adolescente. Seguro ni la misma mansión me reconoce de lo mucho que crecí, pero yo sí la sigo recordando como si hubiese sido ayer cuando corría por sus salones y me escondía en sus habitaciones. Ahora ya no estoy aquí para eso, mi presencia es solo para darle el adiós al abuelo antes de que lo lleven a sepultar. En medio de todos los acompañantes y la mirada atenta de mi padre, me acerco al ataúd cuando mamá me dice que ya se lo van a llevar.
Acaricio con mi mano la madera perfectamente barnizada y bajo la cabeza para dejar un beso de despedida en ella. Es el beso con el que me despediría de él si lo hubiese visto con vida.
Estefano ya tiene tres años y, como todo infante de su edad, solo se dedica a jugar con algunas personas que están a su alrededor. Me pide que juegue con él, sin embargo, no tengo ánimos. «Ya jugaremos otro día en el apartamento», le digo. Con las lágrimas cayendo por mis ojos, me alejo del salón donde se encuentra armada la capilla del velatorio y me uno con mi madre en la entrada.
En el campo santo, rompo en llanto cuando veo que el ataúd está siendo colocado en una especie de hueco que han cavado y le echan tierra con unas lampas como las que usan los granjeros. Mi madre me abraza mientras cierro los ojos y dejo salir los sollozos que me produce este momento tan triste para mí. Y es ahí donde decido que a partir de hoy todo va a cambiar. Estoy decidido a irme a España con mi mamá y dejar atrás todo para comenzar desde cero. Dejaré atrás la mansión y a mi padre. Sin el abuelo, la vida en Portland ya no va a ser igual.
España nos da la bienvenida cuando bajamos del avión. Estoy emocionado por conocer la ciudad donde mi madre creció, pero también tengo miedo a la nueva vida que me espera. No tengo a nadie aquí, más que a mamá.
Tomamos un tren para ir a Sevilla donde se encuentra el apartamento que le está rentando a mi madre una amiga suya. Ya me han matriculado en una nueva escuela de paga e inicio las clases con toda normalidad. Durante el primer año todo va de maravilla, he hecho buenos amigos con algunos niños y he sacado buenas notas.
Cuando pienso que todo está marchando bien, mi cuerpo empieza a cambiar y voy engordando de manera rápida. Para la mitad del segundo año, ya se me notan los cachetes y mamá me prohíbe las «comidas chatarras», según ella, son las principales causas de mi aumento de peso, junto a una vida sedentaria.
Me comienzo a preocupar cuando en los pasillos de la escuela, se vuelven hacia mí para mirarme con asco, hacer sonidos de cerdo cada vez que paso y a inflarse los cachetes para imitar los míos. Sé que se burlaban de mi peso. Y lo más vergonzoso es que nadie se me acerca, a menos que de tareas o trabajos grupales se trate.
Poco a poco todo va empeorando. Tengo mucho miedo a participar y hasta ponerme de pie para presentarle las tareas a los profesores, porque sé que es darle play a los comentarios y burlas de mis compañeros. La semana pasada han cortado las tiras de mi mochila, ayer han robado mis cuadernos de tareas y hoy han puesto pegamento en mi silla, provocando que manchara la parte trasera de mi pantalón.
—Joder, ¿quién te ha hecho eso, Arián? —pregunta mamá cuando llego a casa y me atrapa metiendo la prenda en la lavadora.
Está enojada. Muy enojada diría yo.
—No lo sé. —Me encojo de hombros antes de rogarle—: Por favor, no vayas mañana a reclamar.
Claro que a la mañana siguiente ella ya está sentada en la oficina del director y, por supuesto, esto sería otro motivo de burla. Ahora soy el «hijito de mami». Cosa que no me agrada en lo absoluto porque pueden meterse conmigo, pero no con mamá. Así que, al momento en que un imbécil dice que ella ha venido para darme mi biberón de leche, mi mano viaja de forma directa hacia su rostro, haciéndolo jadear de dolor.
Entonces... ¿Gané?
Pues, no sé si recibir de regreso una buena hostia en el ojo se le llame ganar, pero eso acabo de obtener por respondón.
Casi a la mitad del año, llega un nuevo estudiante de otra escuela. Su nombre es Tomás. Un niño delgado y alto con gafas de abuelo que también empieza a ser víctima de mis verdugos por su altura. A diferencia de los demás, Tomás muestra interés de entablar amistad conmigo, pues se acerca a defenderme cuando me molestan y como es más alto que ellos, le temen.
En un principio, me alejo de él porque siento que solo me busca por lástima y para tener a alguien con quien hacer las tareas; no obstante, termino acostumbrándome a su compañía, hasta que vamos agarrando confianza y nos convertimos en mejores amigos. Poco después se une a nosotros Ángela, una chica que acaba de ser desterrada del grupo de las «populares» por no querer perder la virginidad con el capitán del equipo de fútbol de la escuela y quien también se convierte en mi mejor amiga. Ahora siento que ya no estoy solo en este circo de payasos malos, pues tengo dos mejores amigos a mi lado y no tendré que caminar solo por los pasillos que tanto me aterran.
A inicios del último año de la secundaria, mi estatura aumenta y el adolescente gordito, del que se burlaban, desaparece. Ahora soy del mismo tamaño que mi mejor amigo y me robo las miradas de las chicas más lindas de la escuela. Incluyendo a Ángela, quien me ha empezado a gustar.
Ella se da cuenta de mis sentimientos y me sigue el juego cuando le coqueteo. Sin embargo, a los pocos días un nuevo rumor merodea por el salón de clases: Ángela está saliendo con Iván, un estudiante que acabó el año pasado y que ahora se encuentra en la universidad.
Esa misma tarde, la tristeza se apodera de mí y decido encerrarme en mi habitación.
—He almorzado con Tomás antes de venir. Estoy muy satisfecho —le miento a mamá a la hora de la cena. No tengo ni un poco de apetito.
Mi decepción por Ángela disminuye con el paso de los días y un fin de semana nos juntamos los tres en mi casa para hacer un trabajo grupal. Mamá aún no llega del trabajo y Tomás se va apenas acabamos de ordenar todo porque su madre está embarazada y le ha pedido que la acompañe a una cita médica. Así que Ángela y yo decidimos sentarnos en el sofá a ver la televisión. Iniciamos una plática sobre su relación con Iván, lo que genera una pequeña discusión cuando le reclamo sobre mis sentimientos y le robo un beso en los labios. Ella me corresponde el beso y se sienta sobre mis piernas para profundizarlo. Mis manos se envuelven alrededor de su cintura y cierro los ojos para dejarme llevar por el momento y el deseo. Nos pasamos toda la tarde follando hasta que su padre viene por ella para llevarla a casa. Por un momento, pienso que las cosas van a cambiar entre nosotros o su manera de verme. Pero el lunes, a primera hora, ya toda la escuela —menos yo— sabe que Ángela está saliendo con un chico nuevo llamado Pablo.
Esa misma tarde llego a casa y me echo a llorar como un niño pequeño que no ha conseguido el juguete que quería. Aunque para mí, Ángela no es un juego, yo deseo quererla de una manera distinta. Quiero ser más que un amigo. «Joder, ¿qué pueden tener esos gilipollas con los que sale que no tenga yo?», me pregunto mientras me aferro con todas mis fuerzas a mi almohada.
De pronto, mi madre abre la puerta de mi habitación y me seco las lágrimas como puedo.
—Arián, ¿por qué...?
—¡Carajo! ¿No puedes tocar antes de ingresar? —vocifero, tirando la almohada por cualquier lado.
Mis palabras parecen haberla desconcertado.
—¿Por qué me gritas de esa manera, Arián? Que sea la última...
—Deja de joderme, ¿quieres? Por un puto día deja de...
El sonido de la bofetada que me da hace eco en la habitación.
—¿Qué te sucede? ¿Qué te he hecho para que me trates así? ¡Soy tu madre! —La voz se le quiebra en la última palabra.
—¡Deja de meterte en mi vida!
—Bien, quédate sin comer por malcriado. A ver si eso te sirve de escarmiento. —Se marcha de la habitación, dando un portazo.
Las semanas pasan y la relación con mi madre ya parece un carrusel de tantas discusiones y reconciliaciones que tenemos. Y todo es mi puta culpa, joder. Soy un mal hijo que solo la hace llorar por las noches y la ha decepcionado por completo.
A veces desearía no...
«Cállate, maldita sea, no pienses en eso».
Me he alejado totalmente de Ángela y le he pedido a Tomás que evite juntarnos cuando estemos en la escuela. No quiero tener cerca a esa zorra que alguna vez llamé mejor amiga. De seguro, ahora mismo se debe estar follando a otro tío en algún hotel del centro de Sevilla.
—Hay una colección de libros de Harry Potter en la tienda literaria del centro comercial. Son de pasta dura —comenta mi mejor amigo, llevándose a la boca una galleta de soda. Nos encontramos en mi casa, desarrollando la tarea final de Historia—. Lástima que a mamá no le interesa comprármelos. Están un poco caros, sí, pero son de edición limitada.
—Vaya... —contesto sin ánimos. No me gusta para nada esa saga.
—Son bellísimos.
—Ya lo creo.
—Si tan solo vieras esas hermosas portadas con detalles dorados...
—Tomás —le interrumpo—, no me apetece hablar sobre Harry Potter. Sabes que prefiero los clásicos.
—Lo sé, pero te estoy hablando de algo que de verdad quiero.
—No me interesa, enfócate en la tarea que ya casi acabamos —sugiero.
—Hey, ¡no me levantes la voz!
—¿Qué? ¡No te estoy levantando la voz!
—¡Sí, lo estás haciendo!
—¡Entonces, ya no digo ni mierda! —Suelto el lápiz de mala manera.
—¿Qué cojones te pasa? —Se pone de pie.
—¡No me pasa nada, joder! ¡El problema eres tú que estás a la defensiva!
—Ah, ¿yo estoy a la defensiva? ¡Si eres tú el que estás malhumorado! —Me señala con el dedo índice y me hinca el pecho—. ¡Eres tú el que está irritado porque Ángela no...!
Mi puño choca contra su boca, provocando que retroceda por el impacto. De inmediato, se lleva las manos a la zona afectada y me mira como si me hubiese transformado en una especie de ser mitológico.
—Tomás, perdón, yo no...
—¡¡¡Aléjate de mí!!! —grita con la mano aún en la boca.
Cuando la saca, puedo ver cómo empieza a sangrarle el labio, pues se lo he partido. Me quedo inmóvil, observando atento cada movimiento que hace al guardar sus cosas en su maleta hasta que decide retirarse, dando un portazo.
En lo que queda de los días de escuela, Tomás no se vuelve a sentar conmigo. No me dirige la palabra y mucho menos muestra interés de querer acercarse. Y eso me duele porque empiezo a darme cuenta de que voy a terminar como empecé: solo.
Y así es hasta el día de la fiesta de graduación, a la cual no asisto porque mamá me lleva de emergencia al hospital luego de que, en uno de mis ataques de ira, rompo el espejo del baño de un puñetazo.
Veo cómo mamá rompe en llanto en medio del pasillo del nosocomio mientras la enfermera me venda la mano después de que el doctor me hiciera una sutura. Mierda, soy un mal hijo. Un hijo de mierda ¡Soy un hijo de mierda! ¡¡¡Soy un hijo de mierda!!! ¿Por qué le hago sufrir tanto a mamá? Ella no merece tener a alguien como yo en su vida.
A veces desearía no...
Desearía...
No estar aquí.
Me quedo mirando la bandeja de implementos de la enfermera cuando ella ingresa al baño a lavarse las manos y a desechar los guantes que ha utilizado. Mis ojos se quedan fijos sobre esas tijeras de metal que brillan con el reflejo de la luz y luego de darle una mirada rápida a mamá —quien está siendo consolada por el doctor—, me incorporo para tomarlas.
Enrollo los dedos alrededor del mango y con la mano temblorosa, le doy una última mirada a mamá. «Perdóname por esto. Vas a estar mejor sin mí», le digo en mi mente y cierro los ojos para no ver el impacto. Levanto la mano hasta la altura del corazón y...
No estar aquí.
Alguien me toma de la mano y me quita las tijeras de un tirón. Abro los ojos y me encuentro con el doctor que hasta hace unos segundos estaba consolando a mamá en el pasillo. Me otorga una mirada desaprobatoria y después de guardar las tijeras en su cajón, le pide a mi madre que ingrese al consultorio.
—Van a volver dentro de una semana para quitarle los puntos —inicia diciendo el médico en tono confidencial. La enfermera se acerca a mí con una sonrisa de boca cerrada y me invita a bajar de la camilla donde estoy sentado—. Ah, y voy a redirigirlos al área de psicología para que le programen una cita.
El hombre me da una mirada rápida antes de poner el sello y su firma a la receta médica.
Cuando llegamos a la zona de psicología, mamá no quiere esperar hasta mañana para que me den una cita. Al parecer, el médico le comentó lo que intenté hacer con las tijeras y ahora la expresión de angustia en su rostro es muy notable. Esto es mi puta culpa y quiero echarme a llorar en medio de todos los que estamos presentes en la sala de espera. Tenemos que quedarnos hasta que el último paciente se atienda para que me den mi turno.
Miro el reloj que se alza sobre las puertas del ascensor. Son las nueve y media de la noche y aún faltan que se atiendan cuatro personas. Todos son adultos y yo soy el único adolescente en medio de ellos.
Mientras estoy sentado aquí, tengo una corazonada de que esta consulta —que aparenta ser solo por conductas de rebeldía— va a marcar el inicio de algo más complejo. El inicio de algo que voy a arrastrar por el resto de mi vida.
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