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28 | No son celos

Agosto de 2001

Portland, Estados Unidos


Atravieso corriendo con cuidado el sendero empedrado que conduce hacia las caballerizas que hay detrás de la mansión. Es uno de mis lugares favoritos y también una de las razones por las que amo vivir aquí. Cuando llego a la esquina, me detengo y observo un momento el panorama: está todo tranquilo e impregnado de un completo silencio. El ruido de mis zapatitos hacer crujir el pasto mientras busco al caballo negro, el favorito de papá.

Su nombre es Estambul, como la capital de Turquía, según lo que papi me contó. Me acerco lo suficiente, intentando no hacer ruido al pisar y decido no tocarlo porque, aunque está quieto, me intimida mucho y me da miedo que me muerda si lo empiezo a acariciar. Le regalo una sonrisa tímida para ver si se mueve o hace algún sonido, pero apenas parpadea. A su lado, saca la cabeza otro caballo de color caramelo y sonrío de nuevo. Se llama Noble y, a diferencia de Estambul, él está masticando heno. Eso me atemoriza más, pues siento que, si extiendo mi mano, me puede morder. Papi dice que no debo molestar a los animales mientras comen, así que decido retroceder unos pasos.

Suspiro de manera silenciosa para no asustarlos y me despido de ellos con un movimiento de manos.

De pronto, se oyen unos gritos a la distancia:

—¡Arián! ¡Arián, cariño!

Es la voz de Sigrid, el ama de llaves del abuelo Andrés.

—Ay, no... —musito, poniendo los ojos en blanco. Eso significa que es hora de volver a la mansión y yo quiero jugar un momento más en el jardín.

A regañadientes, corro hacia el camino empedrado, por donde ella viene caminando. El cielo se ha tornado de un color naranja y las nubes de violeta, haciendo que algunas partes del jardín lateral se oscurezcan por el cálido atardecer.

—Aquí estoy, Sigrid —digo cuando me encuentro a pocos metros de ella. Acaricia mi cabello como saludo y luego me toma de la mano.

—Ya está lista la cena, Arián. Vamos, date prisa que se enfría.

—Okey, Sigrid —respondo, poniéndome a la par de ella para iniciar el camino de regreso al interior de la mansión.

Me ayuda a abrir la puerta e ingreso dando brinquitos hasta el comedor, donde ya se encuentra mamá sirviendo una sopa caliente de pollo.

—Mi amor, lávate las manos, por favor —pide con dulzura, señalando el caño donde lavan los servicios.

—¡Mamá...! —me quejo, poniendo los ojos en blanco, pero mi madre me hace quitarlos tan solo con una mirada, de esas que siempre me da para que me comporte.

La puerta principal de la mansión se cierra y es un claro anuncio de que ha llegado el abuelo y mi padre. Una sonrisa se forma en mi rostro y corro hasta la entrada para darles la bienvenida.

—¡Abuelo! ¡Papá! —Les doy un abrazo a cada uno y los acompaño a sentarse en la mesa.

El abuelo y papá trabajan todo el día en la empresa familiar que tienen en la ciudad. Cuando llega la hora de la cena, es el momento en que nos reunimos toda la familia en la mesa para comentar nuestro día. El abuelo Andrés me hace unas muecas graciosas cuando se lleva un trozo de papa frita a la boca. Es muy cariñoso conmigo, a diferencia de papá que se dedica un poco más a su trabajo y la mayoría de veces se siente agotado cuando quiero jugar con él. Pero eso no es problema para mí porque tengo al abuelo, quien luego de terminar sus quehaceres, juega conmigo al escondite. Nos divertimos mucho, aunque papá y mamá me piden que tenga cuidado y trate de no exigirle demasiado porque ya está anciano. Casi siempre logro ganarle, porque la mansión es grande y me escondo muy bien en algunas habitaciones que sirven de almacén y tienen poca iluminación.

Después de traerme un vaso de leche, mamá me arropa en mi cama y me da el beso de buenas noches antes de irse a trabajar a su despacho. Ella es diseñadora y se encarga de confeccionar ropa para unas tiendas importantes de la ciudad. Es por eso que, se queda despierta hasta medianoche, haciendo trazos y dibujando en hojas de papel. A veces quiero acompañarla mientras lo hace, pero dice que los niños de mi edad deben dormir temprano.

Diez minutos después, no logro atrapar el sueño y me cubro con la sábana. Le tengo miedo a la oscuridad y sé que, si me quedo mirando la habitación, mi imaginación empezará a darle formas tenebrosas a las sombras.

Luego de una hora dando vueltas y vueltas en la cama, me incorporo para prender la lamparita que descansa sobre mi mesita de noche y salgo de la cama. Busco mi libro de fábulas por encima de la cómoda, dentro de los cajones, en mi mochila que llevo al jardín, pero no lo encuentro por ninguna parte. Entonces, recuerdo que ayer me quedé dormido en el cuarto de papá mientras él me leía una historia, por lo que mi libro debe estar allí. Me pongo las pantuflas y camino hacia la puerta para abandonar mi habitación.

Papi ya debe estar dormido, así que entraré despacio sin hacer ruido para que no se moleste conmigo por interrumpir su sueño. De manera silenciosa, giro la manija de su puerta y la abro lentamente mientras voy entrando. Camino de puntitas como los personajes de las caricaturas que veo en la tele y me detengo cuando escucho los murmullos de una mujer en la cama. «Creo que mamá ya estaba durmiendo y la he despertado», me digo a la vez que doy un vistazo por encima de la cómoda. Ahí está mi libro de fábulas.

De pronto, se alza la sábana y veo cómo mi padre y Cloe, una trabajadora de la mansión, se empiezan a besar. Los dos se encuentran sin ropa y él baja su mano por la cintura de ella hasta tocarle el trasero. De inmediato, me cubro los ojos porque recuerdo que Sigrid dijo que los niños no podían ver eso que los adultos hacen cuando son grandes.

La rubia suelta un quejido y yo bajo las manos para ver si ya terminaron.

—¿Papá?

Me he quedado inmóvil, mi corazoncito está latiendo muy rápido. Sé que los niños no debemos ver esto y me siento un mal hijo, uno desobediente por seguir aquí, pero, ¿por qué Cloe y no mi madre? Estoy seguro de que es algo malo que papá esté en la cama con alguien que no sea mamá. Eso hacen en las novelas que ve Sigrid por las tardes. Mi padre está engañando a mamá.

Ambos voltean al oír mi voz y Cloe se tapa el cuerpo con la sábana. El rostro de papá ha tomado un color rojizo, como si la sangre se le hubiera subido a la cabeza.

—¡Arián!

Él se desespera por salir de la cama, pero se da cuenta de que está sin ropa y se detiene. Salgo corriendo hacia el pasillo con un nudo en la garganta, el mismo que siento cuando hago algo malo y me van a castigar. Apenas cruzo la puerta de mi habitación, le pongo el seguro para que no entre nadie. Me meto debajo de la cama y me cubro con la sábana hasta la cabeza para quedarme dormido lo más pronto. Sé que papá va a venir por mí y no quiero verlo. Sé que algo anda mal y tengo miedo de que lo que acabo de ver termine con mi familia, porque eso es lo que sucede en las novelas que ve Sigrid: los padres se separan cuando se enteran que se engañan.

Cierro los ojos lo más fuerte que puedo para olvidar aquellas imágenes de Cloe y papá en su cama, pero me es imposible. Un sollozo sale de mí y no tardo en notar que mi almohada se está mojando. Y no solo mi almohada, pues siento que también los pantalones de mi pijama se empiezan a humedecer.

A la mañana siguiente es donde las cosas empiezan a cambiar del todo. No me puedo concentrar en el jardín de niños y la Miss Marie me aparta del grupo de compañeros para preguntarme si me encuentro enfermo. Le miento diciéndole que no, que solo tengo sueño porque no dormí bien anoche —aunque en parte es cierto— y después de insistir varias veces, cuestionándome si le estoy diciendo la verdad, decide continuar con la clase. Al final, cuando mamá llega a recogerme, platica con ella sobre mi rendimiento el día de hoy, cosa que me parece muy grosero de su parte meterse en mis cosas.

Cuando estamos en el coche de camino a casa, mamá me pregunta qué me pasa y le miento, le digo que me duele mucho la cabeza. Parece preocuparse y pone su mano en mi frente para saber si tengo calentura, pero no, no la tengo y eso la alivia. Me dice que me dará una pastilla cuando lleguemos a la mansión.

En la tarde, papá y el abuelo vuelven más temprano del trabajo y me encierro en mi habitación cuando me doy cuenta de que mi padre quiere utilizar al abuelo para acercarse a mí y conversar. Le pide que los tres juguemos a las escondidas y me niego, diciéndole a ambos que me duele la cabeza y no me apetece jugar. Media hora después, escucho la voz de mamá en el pasillo y salgo para pedirle que me lleve al parque o a la hacienda del abuelo. No quiero estar en casa. No quiero que papá me siga buscando para hablar conmigo.

—Ari, ¿estás bien? —interroga mamá, preocupada cuando se da cuenta de que no me separo de ella.

Me quedo mirándola, muy nervioso. Siento que ya no puedo quedarme callado y seguir ocultando lo que sé, pero tampoco quiero que mis padres se separen por mi culpa. Si digo algo, echaré todo a perder.

—Mamá... —Puedo sentir el miedo en mi temblorosa voz y mis nervios amenazan con delatarme. Niego con la cabeza y le tomo de la mano en señal de ruego—. Mamá, no te cases.

Sonríe con la boca cerrada, como si le pareciera gracioso lo que acabo de decir.

—¿Por qué, mi amor? ¿Acaso no te pone feliz eso?

—No.

—Cariño, ya estás grande para celos, eh.

—No son celos, mamá —aseguro.

—¿Entonces? —inquiere—. No nos vamos a ir de aquí, eso te lo prometo. El matrimonio es solo algo...

—No quiero quedarme aquí —suelto y ella frunce el ceño.

—¿Por qué no quieres quedarte aquí?

Ignoro su pregunta y vuelvo a decir:

—Mamá, no te cases.

—Ari, amor, ¿qué te sucede?

Mi voz se convierte en un sollozo.

—No te cases con papá.

Se arrodilla para quedar a mi altura y me acaricia el cabello para intentar tranquilizarme. He empezado a temblar y mi temor aumenta cuando veo a mi padre en el pasillo, caminando hacia nosotros. Decido esconderme detrás de mamá.

—Arián —me nombra él y mi madre se pone de pie para impedirle que se acerque—. Quiero hablar contigo, pequeño. Te he traído un obsequio.

Niego con la cabeza a la vez que aprieto con fuerza la mano de mamá para que no lo permita.

—Antonio, ahora no. El niño está muy nervioso —le informa de manera dulce—. Se ha estado comportando de manera extraña y me acaba de pedir que no nos casemos

—¿Qué? —Papá frunce el ceño.

—Sí, además en la escuela la maestra me preguntó si hay algún problema en casa porque parece que no está rindiendo al cien por ciento. Mi hijo está raro, Antonio. —Veo cómo papá se lleva la mano a la cara y la culpa se apodera de él—. Antonio, ¿Arián sabe algo que yo no?

—No, Aurora, seguro debe tener un berrinche —le ruega para que me deje ir con él y mamá me suelta. Temo lo peor.

—Mi amor, ve a tu habitación —me dice y niego con la cabeza porque no quiero que discutan si me voy—. Por favor, voy a hablar con papá, ¿sí?

—No —vuelvo a negarme.

Basta que ella me dedique una mirada seria para saber que debo obedecerle. Camino, alejándome a paso lento, muy lento, para poder llegar a escuchar algo de la conversación, pero siguen en silencio. Cuando cierro la puerta, coloco el oído en la madera para oír.

—¿Está pasando algo, Antonio? Si hay algo que yo no sepa, por favor, dímelo.

—No pasa nada...

—¿Seguro? Es la primera vez que veo a mi hijo ponerse así de la nada. Algo tiene que haber sucedido para que se comporte así... —La voz de mamá suena firme y con un tono de reproche. Ella sabe que las cosas no están bien, las mamás tienen un instinto que les avisa cuando hay algo malo—. Y yo le creo a mi Ari porque él es más cercano a mí y... ¿Por qué lloras, Antonio?

Mi corazón empieza a latir de manera rápida. Sé que esta conversación no va por buen camino.

—Antonio, ¿qué demonios ha sucedido?

—Perdóname, amor...

—¿Qué hiciste?

—Aurora, por favor perdóname —ruega mi padre en voz baja—. Yo...

Cuando giro la manija y abro la puerta, veo cómo la mano de mi madre aterriza en la mejilla de papá con una bofetada que se resuena por todo el pasillo.

No pasan más de veinte minutos cuando mi madre ingresa a mi habitación, provocándome un saltito del susto. Tiene los ojos rojos de tanto haber llorado, pero aun así finge una sonrisa para decirme que todo está bien.

Busca en el armario mi pequeña maleta de viajes, esa de ruedas que llevo cuando nos vamos de vacaciones a otra ciudad con ella y papá. Pero esta vez, sé que no serán vacaciones.

Mamá empieza a empacar mi ropa en la maleta y al terminar, se vuelve hacia mí para decirme:

—No podremos llevar todos tus juguetes, así que escoge los más importantes. Luego volveremos por el resto, ¿vale?

Asiento y abrazo al señor Gregorio, mi pollito de peluche y el juguete al que más amo. Él se irá conmigo a donde sea que vayamos.

—Llevaré al señor Gregorio, mami.

—Está bien, cariño. ¿Deseas que lo ponga en la maleta?

Hago un gesto de negación. Prefiero llevarlo y cuidarlo yo mismo.

—Mamá, ¿a dónde iremos? —pregunto, observando cada acción presurosa que hace ella. Deja la ropa sobre la maleta y se sienta a mi lado en la cama.

—¿Recuerdas que hace minutos me dijiste que ya no querías estar aquí? —Asiento como respuesta y me acaricia las mejillas con el dorso de su mano—. Vamos a mudarnos a otro lado por un tiempo.

—¿Papá vendrá con nosotros?

—No, cariño. Solo seremos tú y yo.

—Y el señor Gregorio —corrijo, mostrándole a mi querido amigo.

—Y el señor Gregorio —repite con una sonrisa de boca cerrada, acariciando la cabeza de mi peluche.

No pasa mucho tiempo hasta que mamá y yo bajamos a la sala con nuestras maletas. Luego, todo transcurre de manera rápida. Mi padre le pide a mamá que no nos vayamos, pero ella no lo oye. El abuelo me da un abrazo de despedida, aceptando la decisión de mi madre y finalmente, salimos por la puerta principal de la mansión.

Con una mano arrastro mi maleta con ruedas y en la otra tengo cargado al señor Gregorio.


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