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27 | Mala influencia

La pequeña figura de Guzmán, corriendo alrededor del colorido tobogán, atrapa mi atención cuando he disipado mis pensamientos. Si no fuera por el grito de otro niño que acaba de llamar a su mamá desde lo alto de una barra, aún seguiría evocando recuerdos que ya no tienen relevancia en mi vida. Sin embargo, continúo dándoles cabida cada cierto tiempo. ¡Dios! ¿Por qué tengo que pensar en él?

«Porque lo extrañas», responde una voz en mi cabeza y me pongo de pie para ignorarla y acercarme al pequeño.

Es imposible no volver a pensar en Arián, más aún cuando la frase «Mente ocupada no entraña a nadie», se vuelve muy compleja gracias a que, un niño de cinco años, te pregunta cada media hora por alguien que no quieres volver a ver.

He traído a Guz a un parque cerca de nuestro barrio para que juegue mientras trato de despejar mis pensamientos y desconecto un poco de la rutina matutina. Debo confesar que estos dos últimos días no han sido los mejores, pero trato de sobrellevarlos con una sonrisa en la cara para que no se me note tan perdida. El tema de Arián lo estoy asimilando de a poco y me entran unas ganas de abofetearme a mí misma cuando me convenzo de que aún lo quiero. Una parte de mí muere por ir a buscarlo a la editorial para hablar y pedirle que me brinde esas supuestas explicaciones que dice tener, pero otra parte de mí —la que ha hecho acopio de todo mi orgullo y dignidad— me impide hacerlo. Es más beneficioso para mi salud mental no buscarlo y escarbar en el pasado si ya he dado por cerrada esa etapa.

No obstante, lo que ahora me aqueja es buscar la manera como le voy a decir al pequeño que Arián ya no forma parte de mi vida.

—¡Toti, mira, ahora soy más alto que tú! —exclama desde la parte superior del tobogán. Dos segundos después se está deslizando hacia la base.

—Con cuidado, ¿sí? Sujétate fuerte de ambos lados.

—¡Por Dios! Ya no tengo tres años —protesta con las manos en la cintura y me muerdo los labios para reprimir una risita.

Alzo las manos en señal de rendición a la vez que él camina hacia la escalera para subir otra vez. Me dirige un gesto de victoria cuando se encuentra en la cima y se desliza con suma confianza.

—Guz, tenemos que hablar sobre algo —menciono cuando está a punto de subirse de nuevo. Él eleva las cejas y se regresa dando pequeños pasitos, como si fuera a regañarle por las muecas que hizo—. Ven, vamos a sentarnos en los columpios.

—¿Pasa algo, Toti?

—No, no, tranquilo... —Acaricio su cabello para que no sienta temor—. Es solo que me has estado preguntando mucho por él y siento que debo ser sincera contigo porque algún día vas a darte cuenta de...

—¿Por Arián? —interrumpe.

—Sí, por él.

—¿Le ha sucedido algo malo?

—No. Él está bien.

—¿Entonces?

—Sería mejor si me dejaras explicarte y no me interrumpieras, ¿vale?

—Vale. —Asiente.

—Bien. —Inhalo en silencio mientras me doy tiempo de pensar mejor mis palabras—. Me apena mucho decirte esto porque él y tú se han estado llevando muy bien a pesar de que la primera vez no le diste un buen trato...

—Lo siento por eso —masculla y le sonrío con la boca cerrada para que me deje continuar.

—Verás, hace unos días, él y yo hemos... decidido dejarlo.

—¿Dejar qué? —Entrecierra los ojos.

—Lo nuestro. Arián y yo estábamos saliendo.

—¿Y él ya no va a venir a verte? —pregunta con preocupación en su expresión y espera paciente mi respuesta.

—Me temo que no.

Aprieta los labios, formando una línea recta con ellos.

—¿Por qué?

—Porque hemos terminado.

—¿Por qué? —vuelve a formular.

—Temas personales de ambos —me limito a decir. No quiero que él odie a Arián si le digo la verdad.

Sin embargo, su pregunta me toma desprevenida:

—¿Él te hizo algo?

—¿Qué?

—Si te hizo algo para que lo dejaras.

—No, solo decidimos ya no seguir juntos porque él está enfocado en su trabajo y yo en la publicación de mi libro y la cafetería —miento.

Soy una pinocha. Si Guz se llega a enterar de que...

—¿Y se va a olvidar de mí? ¿De Mickey Mouse también? —Las lágrimas se asoman en sus ojos y siento que esta conversación se está yendo por un mal camino.

No sé qué decirle. En otras circunstancias ya tendría una respuesta lista, pero esta vez he caído en la incertidumbre de no saber qué cosa va a pasar después. ¿Y si en algún momento las cosas con Arián se arreglan? ¿O si platicamos y dejamos todo en buenos términos? Al final, lo que haya pasado entre él y yo no tiene por qué influenciar en la vida de Guzmán. Como todo niño, debe tener la esperanza de que volverá a ver al señorito Arnez y no quiero matar eso. No quiero que...

Sus palabras me toman por sorpresa:

—Quiero irme a casa.

—Guz... —Intento acariciarle el hombro, pero él lo aparta. Se ha resentido—. Vale, vamos a casa.

Inicia a caminar delante de mí, manteniendo un par de metros de distancia para denotar que quiere su espacio. Durante todo el trayecto a casa, no me dirige la palabra y cuando llegamos al edificio, corre escaleras arriba para luego perderse en el pasillo.

En la tarde vuelvo a La Estrella y me planteo concentrarme al cien por ciento en mi labor para no volver a cometer los mismos imprevistos que ayer. No quiero decepcionar ni mucho menos abusar de la confianza que me brinda Paula, es por eso que estoy obligándome a regular toda emoción negativa y dejar los problemas personales en un segundo plano. Los pedidos de cupcakes y empanadas llegan a tempranas horas de la tarde y me apresuro para tenerlos todos a tiempo.

Por otro lado, la clientela de hoy es un poco baja, lo que me extraña un poco, pero a la vez me alivia porque tengo más tiempo para ocuparme de los pedidos personalizados que han solicitado. Si de algo me doy cuenta, es que en toda la tarde no estoy pendiente de las manijas del reloj y, antes de las cinco, ya estoy terminando de empacar los pedidos que serán entregados. Paula llega a supervisar y es muy notable su satisfacción al ver que hoy estoy más activa.

Cinco minutos antes de las nueve, observo desde el interior del local que Andy se encuentra esperándome en la vereda y finge sorpresa cuando ve que Tomás baja de un taxi. Río para mis adentros y me cuelgo la mochila en el hombro antes de despedirme de Paula y abandonar el lugar.

—¿Estás lista para matar esas penas? —dice mi mejor amigo mientras se acerca y me rodea los hombros con su brazo—. Por cierto, no sabía que Tomás nos va a acompañar también.

Le doy una mirada irónica de «sí, claro, no sabías» antes de saludar a Tomás, quien de manera caballerosa me da un beso cada mejilla.

—Pues, soy toda suya. —Abro los brazos como si estuviera entregando mi alma a un par de entidades demoníacas. Los tres comenzamos a caminar, alejándonos de la cafetería.

—Debo confesar que eso se oyó raro —admite Tomás.

—Lo malinterpretaste, eh. Entonces, eres de los míos, chaval. —Andy le guiña un ojo y Tomás se limita a reír.

Sé que Tomás no está al tanto de lo que ha ocurrido entre Arián y yo, pero a estas alturas no me molesta que lo sepa. Al fin y al cabo, todos terminarán enterándose, así que se lo comento de manera breve y él me responde con un «entiendo, pierde cuidado que no tocaré el tema». Le agradezco con una sonrisa de boca a la vez que tomo del brazo a mi mejor amigo.

Luego de caminar unas cinco cuadras, nos decidimos por un bar que está cerca de la catedral. Ingresamos y nos sentamos en la barra donde hay un chico preparando los diferentes cócteles que se encuentran en la carta. Ordenamos chicharrones como aperitivo y me quedo boquiabierta cuando Andrés le ordena al chico que le traiga una botella de champagne.

—¡¿Qué?! ¡¿Estás loco?! —Abro los ojos como una rana—. ¿Recuerdas lo que pasó la última vez que salí a tomar contigo?

—Pasaste la noche con Arián, pequeña traviesa —responde, pellizcándome la mejilla. Tomás nos da una mirada curiosa.

—No. Me refiero a lo del tipo ese que intentó drogarme —especifico.

—Buen punto, pero ahora estamos con Tomás. No nos va a pasar nada, así que relájate.

—Prometo cuidarlos —dice el editor, levantando la mano en señal de juramento—. Tengo buena resistencia al alcohol.

—¡Ya lo ves! —Se vuelve hacia nuestro acompañante y le dice—: Por cierto, eso de cuidarnos es muy lindo de tu parte, eh. Muchas gracias.

—No lo sé, no quiero llegar ebria a casa...

—No vas a llegar ebria —insiste Andy con una risita malévola—. Vamos a llegar ebrios.

—¡Eso! —añade Tomás.

—Si hubiese sabido que me ibas a tender esta trampa, no habría aceptado venir. —Me cruzo de brazos.

—Hey, ¿estás diciendo que soy una mala influencia? —Hace un falso gesto de indignación y pongo los ojos en blanco.

—Sabes bien que lo eres. —Suspiro—. Vale, pero solo esa botella. Como pidas otra, juro que tomo un taxi y me voy.

—Ya me lo agradecerás. —Me sonríe con complicidad a la vez que guiña uno de sus hermosos ojos.

Hermosos ojos.

«Todo me recuerda a alguien en quien no quiero pensar».

Nuestra orden de chicharrones llega junto a la botella de champagne. Trago saliva cuando Andrés sirve las copas y nos la pasa a cada uno para brindar antes de probar la cena. Olfateo el licor mientras me llevo el cristal a los labios y siento el líquido quemar mi garganta al pasarlo con rapidez.

Tomo un trozo de chicharrón para probarlo. Está muy rico.

—Viste que no pasó nada —se burla Andrés, llevándose también un pedazo a la boca—. Vaya, está muy agradable. Pediré una porción para llevar a casa.

Entre pláticas y consejos sobre decepciones amorosas, continúo tomando una copa, dos, tres... tanto así que empiezo a entrar en calor y en confianza con la situación. Me siento muy motivada, que hasta la música que suena de fondo en este lugar, me hace querer sacar a bailar a Tomás al medio del bar. «Contrólate, por favor», me dice una voz en mi cabeza y sé que debo hacerle caso porque, si no la noche puede terminar en vergüenza. No quiero aparecer en un video de TikTok, bailando flamenco encima de la barra.

—Me disculpan, tengo que atender una llamada de la editorial —dice mi editor, señalando su celular. Ambos asentimos y me incorporo en mi banca para verlo salir con el teléfono en el oído hacia la calle.

—Iré a los servicios —agrega mi mejor amigo, bajándose de la banca—. Ya regreso.

Me palmea la espalda antes de alejarse, contoneando sus hombros al mismo estilo de un modelo de pasarela. Si hay algo que deba aceptar, es que Andy es un chico que sabe bien sus técnicas de atracción y esta noche no es la excepción, pues ha logrado captar la atención de unas chicas que se encuentran compartiendo una mesa.

Mis ojos recaen sobre la botella de champagne que está delante de mí, casi llena. Es como si el universo tratara de decirme que este es mi momento a solas entre ella y yo. Le doy otra mirada, embelesada, y concluyo que no hay nada de malo en que me sirva otra copita antes de que vuelvan los chicos. Me termino el contenido de la copa al instante y sirvo otra. Al terminar esta, mi mano vuelve a parar en la botella.

Toco una de mis mejillas cuando siento que me empiezan a quemar como el mismísimo infierno. ¡Dios! ¿Será que me estoy enfermando y me ha pillado una calentura?

—Mañana tendré confirmada la fecha de publicación del... —me informa Tomás cuando regresa a mi lado y se calla cuando coge la botella. Su ceño se frunce y revisa la cantidad que queda. Al parecer, me he tomado más de media botella—. ¿Qué pasó con el resto?

—Desapareció —explico, haciendo un gesto con mis manos, como si se hubiera consumido por arte de magia.

—¿Dónde está Andrés? —pregunta, aparentemente preocupado por mi comportamiento.

—En sus aposentos. —Hago una reverencia y suelto una risita tierna. Mi mejor amigo aparece por detrás de nosotros y toma asiento en su banca.

—Perdón por la demora, no imaginan la gente... —También se calla cuando nota que la botella está por terminarse—. Vaya, han avanzado mucho sin mí, eh.

Suelto una risa nerviosa al sentirme culpable.

—Recién he llegado —asegura Tomás—, se ha tomado casi toda la botella. Será mejor que la llevemos a casa.

—¡No! —me quejo y hago un puchero como niña pequeña—. Quiero quedarme.

—No pensé que se pondría así —habla Andrés, asumiendo la culpa de haberme traído aquí.

—Vamos, ayúdame a pararla. —Tomás me toma por la cintura para ponerme de pie y yo palmoteo su mano.

—¡Oye, atrevido! —chillo y Andy reprime una risa.

La cabeza me da vueltas y Tomás aumenta su fuerza para ayudarme a mantenerme de pie. Algunas miradas recaen sobre mí y bajo la cabeza para que el cabello me cubra los lados de la cara. Veo cómo mis pies recorren el piso del bar hasta la salida.

—¿Estás seguro de que la vamos a llevar a casa en este estado? —escucho la voz de mi editor—. ¿Y si primero le damos café para que se le pase? Andrés... ¡Andrés!

—Espera, tío, creo que dejamos un poco de la porción de chicharrón allá dentro. Iré por ella...

—¡Andrés! Quédate aquí, por favor —le reprende mientras yo siento que el estómago se me empieza a revolver. Creo que voy a vomitar en cualquier momento—. Hay que concentrarnos en ella.

Adopto una posición erguida —o bueno, lo más erguida que puedo— y abro los ojos cuando la sensación de vómito se ha alejado un poco.

—¡Ahí nos hubiésemos casado! Pero lo echó a perder —exclamo, señalando la Giralda de la catedral a lo lejos. ¿Por qué veo dos catedrales, dos Andrés y dos Tomás?

—¿Qué dijo? —Tomás me mira, divertido.

—Que ahí se iba a casar con Arián —explica mi amigo.

—¡¡¡No!!! —chillo y la gente que está pasando me mira como si fuera una endemoniada en pleno centro de Sevilla. Lo señalo con el dedo acusador—. ¡No menciones a Ojitos bonitos!

—Tomás, detén un taxi mientras la vigilo.

—Vale.

Me inclino hacia adelante y, sin previo aviso, termino vomitando en medio de la vereda. El charco amarillento se vislumbra ante mis ojos humedecidos por el esfuerzo que he realizado con cada arcada.

—Creo que ha cogido aire —menciona Tomás mientras me aparta el cabello de la cara para no mancharlo.

Siento que me he quitado media borrachera de encima cuando recobro la postura y me invaden escalofríos. Mi editor me mira con la misma preocupación de una madre al ver a su hija agonizando. Al paso de un par de minutos, Andy sale del bar con una bolsa de papel y un agua mineral en la mano. Se acerca a nosotros, rodeando el charco de vómito con cara de «si piso eso, piso lava».

—¿Dónde fuiste? —cuestiona Tomás, mirándolo con el ceño fruncido.

—Fui por los chicharrones —contesta él, llevándose un pedazo a la boca mientras me mira atento. El rubio pone los ojos en blanco y suspira con desaprobación—. ¿Deseas un pedazo?

Tomás niega con la cabeza.

—No, gracias. Se me ha ido toda el hambre.

—Bien, más para mí, entonces. —Se encoge de hombros antes de mirarme—. Oh, Toti, también te traje unas servilletas para que te limpies.

Me las pasa y las recibo con una mano temblorosa.

—Gracias.

—Estás pálida —me dice Tomás después de acomodarse los lentes.

—Cierto, también compré agua mineral. —Andy me ofrece la botella.

—Podrían abrirla, por favor —les pido, porque no tengo la fuerza suficiente.

Tomás le hace un gesto para que se la pase.

—¿Cómo te sientes? —pregunta Andy y hago una mueca de dolor.

—Aún mareada y con frío.

—Mejor caminemos antes de que nos hagan limpiar toda la laguna que has creado. —Me toma del brazo y comenzamos a caminar hacia la esquina de la calle donde se encuentra un semáforo.

Cuando estamos dentro del taxi, mi cabeza empieza al palpitar y las náuseas vuelven a hacer acto de presencia, por lo que decido poner mi cabeza sobre el respaldo del asiento y cerrar los ojos. El camino se me hace corto y, cuando estoy empezando a quedarme dormida, Andrés me está dando toques en el hombro para decirme que ya hemos llegado a mi edificio. Me las apaño para salir del vehículo sin su ayuda para no levantar sospechas por si alguno de los vecinos me está viendo desde su ventana.

Ingreso al pasadizo principal del edificio, subo con cuidado las escaleras a pesar de que tengo a ambos chicos, sosteniéndome de los brazos. La densa luz que proviene de las bombillas del pasillo, me causa un poco de sensibilidad luego de haber venido a oscuras en el taxi.

—Ay, no —masculla Andrés en un tono de voz desesperado y por un momento entro en pánico. Lo primero que se me pasa por la cabeza es que alguno de mis padres podría estar en la puerta del apartamento.

—¿Qué pasa? —jadeo de mala manera y al paso de unos segundos no distingo si lo he dicho con frustración o desesperación.

Lo último que me falta para coronar la noche es que me den una buena reprendida y me castiguen prohibiéndome salir con Andy. «Ay, por favor, tienes veintidós años, no eres una quinceañera tampoco», me digo cuando intento hacer acopio de mi valentía para levantar el rostro y llegar con la frente en alto a la puerta del apartamento. Si debo enfrentar las consecuencias de mis actos frente a mis padres, lo haré. Si debo ser castigada, lo aceptaré. Así que...

Mis propios pensamientos se callan cuando recorro con los ojos el trayecto final del pasillo y me encuentro con un par de ojos verdes que me observan atentos desde la puerta principal del apartamento.

«¡Virgen Santísima!», vuelvo a rogar en silencio y me aferro a los brazos de mis dos acompañantes cuando el señorito Arnez empieza a caminar hacia nuestra dirección. 


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