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21 | Pide un deseo

No me equivoqué al afirmar con anterioridad que Arián es la verdadera caja de sorpresas. No yo. Es él quien guarda muchas cosas en su interior y siempre termina sorprendiéndome como ahora que estamos yendo al Convento de Santa Isabel donde es benefactor. Sí. ¡Benefactor! O sea, no es novedad para mí que él es un chico con una posición económica superior a la mía, sin embargo, no me imaginé que parte de ese dinero que le pertenece lo dona al convento para apoyar al comedor que tienen las monjitas. Vale, quizá no les dona todo el dinero en efectivo, pero sí está llevando varias cajas de víveres y sobres con vales de consumo en los supermercados.

Este pequeño comedor, que han fundado las hermanas hace unos años, es de gran ayuda para los ancianos que se encuentran en el albergue de al lado que ellas también administran. Eso es increíble, ya que pensé que solo las monjas se dedicaban a rezar día, tarde y noche. Y de ahí se iban a dormir, claro.

—En realidad, son monjas de claustro, claro está. Sin embargo, ellas cocinan, cosen, bordan... entre otras actividades que realizan para tener fuentes de ingreso para el convento y sus alimentos. No todo se basa en recibir donaciones —explica él y detiene la camioneta cuando nos cruzamos con un semáforo en rojo—. La pequeña ayuda que le brindo con mi madre es cada medio año. Durante el resto de los meses ellas también reciben el apoyo de otras instituciones y hermandades. Lo importante es que el comedor esté implementado y los ancianos reciban una buena alimentación.

—Me parece muy generoso de tu parte, Arián —le digo con una sonrisa de boca cerrada. Él me devuelve la misma sonrisa, pero con una expresión de orgullo. Otra de las cosas que me he dado cuenta es que le gusta ser elogiado por las buenas acciones que hace. Es como un niño engreído en el buen sentido—. Ya quiero conocer a las madres.

—Son muy amables. Estoy seguro de que les vas a agradar. —Pone el vehículo en marcha.

Las luces de los otros autos se reflejan en nuestros rostros cuando retomamos la autopista principal del centro de Sevilla. Ya ha oscurecido y el cielo se ha tornado de un azul oscuro que me parece perfecto para esas noches en las que apetece dar un paseo bajo la luz de la luna, la cual se alza, imponente, sobre la Giralda y le dedico un suspiro desde el otro lado del parabrisas.

—¿Hablaste con Paula sobre lo de mañana? —pregunta Arián, cortando la veneración que le hago a la preciosa luna que ha salido hoy.

—¡Sí! Ha aceptado con normalidad.

—Bien. —Asiente y da una mirada a través del espejo retrovisor—. Entonces, pasaré por ti a las siete, ¿vale?

—Vale.

Mañana es el cumpleaños de Guzmán y estoy organizándole una... no sé si llamarle fiesta o no porque solo seremos unas cuántas personas y no habrá música y un payaso. Prácticamente, será un pequeño compartir sorpresa en mi apartamento. Es por eso que hoy le pedí a Paula que mañana me conceda el permiso de ausentarme en el trabajo un par de horas antes de que termine mi horario de turno. Ella accedió sin ningún problema cuando le comenté sobre Guz y se mostró muy contenta con la idea de homenajear a un pequeño en su cumpleaños, pues estoy segura de que para sus padres solo será un día común y corriente. Para mí no. No hay nada más gratificante que ver la sonrisa de un niño en el día de su cumpleaños y más si lo asocia a un día en el que recibe regalos y es el centro de atención por más de quince horas. O bueno, así me solía sentir yo cuando llegaba mi cumpleaños.

Al llegar al convento, las madres reciben a Arián con sumo afecto, entre abrazos y palabras cálidas de bienvenida. Asimismo, no tardan en mostrar su sorpresa y curiosidad cuando notan mi presencia al lado del ojiverde.

—¿Quién es la señorita? —inquiere una de ellas, acercándose a mí y saludándome con un beso en cada mejilla. Le sonrío como primera respuesta.

—Soy Celeste Serván... —le digo mientras pienso en cómo seguir presentándome.

—Estamos... saliendo —añade Arián entre dientes, pero la hermana lo escucha a la perfección y yo también. Se rasca la nuca, nervioso.

Me sonrojo al instante cuando las tres monjitas depositan sus ojos sobre mí.

—¿En serio? —pregunta la segunda.

—El Señor bendiga la relación que están iniciando —interviene la tercera en un tono sincero y dulce.

—Gracias —contesta él antes de tomarme la mano.

—Gracias, hermana —agrego con una sonrisa de boca cerrada.

—Hemos preparado trufas. Esperen aquí que ya les traigo unas cuantas.

—Gracias. De hecho, vamos a ir bajando las cajas de víveres de mi camioneta —sugiere mi acompañante.

—Vale, déjenlas al costado de la puerta, por favor —dice la hermana número uno.

Durante los siguientes tres minutos ayudo a Arián a bajar las —no tan pesadas— cajas de víveres de la maletera de su camioneta y las dejamos a un lado de la puerta de ingreso al claustro. Aprovecho en dar una mirada rápida al interior, ya que solo hemos estado platicando con ellas desde el umbral, lo cual me parece raro porque imaginé que nos invitarían a ingresar.

—Muchas gracias por los víveres, hijo. Estamos seguras de que Dios seguirá protegiendo tu camino y retribuirá de bendiciones tu hogar. —Se acerca para despedirse de él con un abrazo—. Y, por favor, hazle llegar nuestros saludos a Aurora.

—Gracias a ustedes, hermanas. Y pierda cuidado que le haré llegar sus saludos a mi madre, hermana Vilma —asegura Arián, recibiendo las trufas con un asentimiento de cortesía—. Hasta pronto, cuídense mucho.

—Ustedes también. —La hermana Vilma se despide de mí con un abrazo, el cual correspondo con gratitud. Arián hace lo propio con las demás—. Gracias por tu visita, Celeste. Espero que vuelvas una próxima vez.

—Lo prometo. —Sonrío.

Siendo honesta, pensé que iba a ser una visita más interesante. Y no es que esté diciendo que no fue buena, sin embargo, creí que duraría más tiempo. Me habría agradado que nos hubiesen invitado a pasar para comer las trufas, acompañadas de una taza de té o manzanilla. Vale, quizá sea un pensamiento precipitado, pero habría sido una experiencia atípica para mí. Nunca he compartido con religiosas en su propio convento.

—Gomita, son monjas de claustro, es obvio que no nos van a dejar ingresar porque es un lugar privado para ellas —me explica Arián cuando le manifiesto mi punto de vista—. Además, no son solo las tres, adentro hay más hermanas.

—¿Más?

—Sí. —Asiente—. Deben ser un aproximado de quince o veinte. Pero tengo más afinidad con las tres.

—¿Cómo las conociste?

—Por la catequesis. Hice mi primera comunión y la confirmación en la iglesia del convento.

—Oh, ¿ellas daban las charlas?

—No. De hecho, ellas solo participan de la misa a través de una reja que hay en el coro.

Frunzo el ceño.

—¿Una... reja? —El desconcierto en mi voz debe ser notable porque Arián sonríe con timidez.

—Así es. Ellas no tienen contacto con las personas.

—¿Y con nosotros?

—Con los benefactores hay una excepción. Al igual que con los sacristanes.

—O sea, ¿ellas no salen del convento así se esté acabando el mundo? —bromeo.

—No.

—Oh.

No puedo evitar formar una sonrisa triste al caer en la cuenta de que las religiosas están prácticamente encarceladas en el claustro.

—¿Todo bien? —Baja la velocidad para tomarme de la mano y mirarme con preocupación.

—Sí, sí... Solo que, por un momento, me puse a pensar en lo triste que debe ser para ellas estar lejos de sus familias y no tener contacto con el mundo exterior, no salir a la calle y solo ver cuatro paredes todos los días. —Hago un gesto obvio y continúo—: No me imagino teniendo una vida así, despidiéndome de mis padres por última vez, de Andrés, de Guz... Y tampoco sobreviviría una semana sin mis redes sociales. Ni de coña.

Arián suelta una risita, seguida de un suspiro y me responde con un tono comprensible.

—Si lo vemos desde nuestro punto de vista, es algo triste. No obstante, para ellas no lo es. Las religiosas que ingresan al convento de clausura lo hacen por amor a Dios y en busca de su vocación de servicio espiritual. Créeme que son más felices que algunas de las personas que llevan una vida monótona.

—¿En serio? —Frunzo el ceño.

—Claro que sí. —Asiente y me da un vistazo curioso—. Por si te consuela de algo, te comento que la priora tiene una cuenta de Facebook. En realidad, ellas administran las páginas y las redes del convento. Imagino que tendrán un horario limitado para el uso de los dispositivos.

—Uf, al menos están al día de las noticias. —Le sonrío.

Efectivamente, ha sido una experiencia atípica y a la vez agradable. Ahora sé que las mujeres que dedican su vida a Dios también hacen sacrificios para encontrar la felicidad, aunque eso implique alejarse de sus seres queridos para toda la vida. Eso de alguna manera me entristece porque me pongo en el lugar de aquellos padres que tienen que despedirse de sus hijas para entregarlas al Señor. Aquellos padres que soñaban con tener nietos o verlas terminar una carrera universitaria. Debe ser complicado afrontar esta decisión, sin embargo, no soy nadie para cuestionar la felicidad de alguien. Esta experiencia ha hecho que quiera valorar aún más a las personas que quiero y que tengo la oportunidad de abrazar por mucho más tiempo.

A la mañana siguiente, me levanto temprano para ir a comprar los ingredientes que voy a necesitar para preparar el pastel de cumpleaños de Guzmán y dejar todo en orden antes de irme a la cafetería. Andrés viene a ayudarme con la decoración que hemos planificado. Usaremos globos con motivos de Mickey Mouse y, por supuesto, el pastel también será con diseños de este personaje.

Mi amigo termina de colgar los globos y serpentinas por todo el comedor y vuelve a la cocina para hacerme compañía mientras continúo con la preparación del pastel. Me comenta sobre cómo van las cosas en la cafetería de Eduardo, ya han buscado un reemplazo para que ocupe mi puesto de mesera, pero no el de ayudante de cocina. También han contratado a un equipo de marketing para que publicite a la cafetería en las redes sociales y principales canales televisivos de la ciudad. Bien por ellos. Ya era hora de que Eduardo invierta en publicidad para su negocio.

Añado dos tazas de harina a la preparación y tomo la batidora para mezclar la preparación. Andy me observa con diversión desde el otro lado de la isla y sé que algo tiene que decir, así que le hago un gesto con los ojos para que hable.

—Dime, ¿quieres que te consiga el bondage? Solo necesito saber la talla de Arián... —Se calla cuando su cara queda totalmente blanca por la harina que le acabo de lanzar—. ¡Joder, zorra! —protesta entre risas y se incorpora en busca de un paño húmedo para limpiarse—. Mierda, si me quedo ciego será culpa tuya.

—Te lo mereces por capullo —lo reprendo, riéndome también.

Me muerdo los labios para aguantarme la carcajada que me provoca verlo caminar por la cocina como zombi en busca del lavadero.

Le conté sobre el sueño que tuve con Arián porque creí que tendría algún tipo de interpretación. De manera particular, pienso que los sueños tienen un significado, en especial cuando las personas aparecen en ellos. Es como si te quisieran dar un mensaje muy importante o ayudarte a encontrar la solución a un problema que te aqueja. Asimismo, también pueden significar algo que no has podido concretar en tu vida y que has dejado en el olvido. Por ejemplo, una vez papá tuvo que irse a trabajar a Huelva por un mes y olvidé llamarlo porque tenía muchas tareas de la escuela; y así se iban aplazando los días hasta que una noche soñé que lo veía cruzar una calle y al querer seguirlo ya había desaparecido. Al día siguiente, lo llamé y me dijo que estuvo pensando mucho en mí.

No obstante, para Andrés el sueño que tuve con el ojiverde significa...

—Ese sueño solo significa que tú y Arián tienen un polvo pendiente en su oficina —vuelve a decirme con ese tono burlesco que lo caracteriza. Ya se ha quitado toda la harina y ahora se está secando la cara con una toalla de papel.

—O puede significar que nuestra relación irá por buen camino —replico con un encogimiento de hombros.

—¿Soñando con eso? —Asiento y sigo mezclando—. Toti, lo que pasa es que ese pijo está demasiado bueno y, ¡tu subconsciente te lo está diciendo a gritos!

—Lo sé, está bueno —concuerdo, poniendo los ojos en blanco—, pero no me paso todo el día pensando en... Espera, ¿qué es ese olor?

—¿Qué olor?

—Ese olor como a... —De pronto recuerdo que he olvidado poner la alarma en mi celular—. ¡Mierda, los alfajores se están quemando!

Cojo los guantes de cocina y sin perder un segundo más, corro hacia el horno para apagarlo. Cuando lo abro, el humo y el olor a masa quemada se expande por toda la cocina, tanto así que mi mejor amigo empieza a hacer muecas y abre las ventanas de par en par para ventilar el lugar.

—Ay, no...

Él se acerca, se pone a la par mía y se coloca las manos en la cadera.

—¿Ves? Esa es otra señal de que te hace falta una buena revolcada con Arián —expresa con obviedad y le lanzo los guantes en la cara para que se calle.

Ni modo. A hacer de nuevo los alfajores.

A las siete de la tarde en punto estoy abandonando la cafetería luego de despedirme de Paula y de mis compañeros. Llego a casa y lo primero que hago es enviarle un mensaje a Andy para saber dónde está, su respuesta no tarda en llegar y me asegura que su taxi se encuentra a un par de cuadras y llegará en tres minutos. ¡Perfecto! Solo me falta colocarle la vela a la torta y sacar los regalos que hemos comprado.

No sé por qué me encuentro un poco nerviosa, bueno, es la primera vez que le realizo una sorpresa así a Guz. Antes no lo había hecho porque el horario de mi antiguo trabajo variaba y, además, las clases de la universidad abarcaban la mitad de mi tiempo. Pero ahora que me he podido organizar mejor, espero que Guzmán pueda disfrutar de un tiempo agradable con nosotros. Y con nosotros me refiero solo a Andrés y a mí.

Mi mejor amigo llega a los tres minutos como lo anticipó y le pido que se quede esperando en la cocina mientras yo voy por Guzmán a su apartamento. Él acepta y ahora sí, el plan ha comenzado de manera oficial. Salgo al pasillo y me tomo un minuto antes de llamar al timbre. A los pocos segundos, abre Rubén, el padre del menor.

—Hola, Celeste —saluda con amabilidad.

—Hola, Rubén —respondo—, buenas tardes, espero no interrumpir. Estoy buscando a Guzmán, ¿se encuentra?

Él asiente con una expresión neutral como si no le importara lo más mínimo mi visita.

—¡Guzmán! —grita, volviéndose hacia el interior y luego me dice—: Ahí sale.

—Vale, gracias.

Asiente y se va, dejando la puerta semiabierta.

—¡Toti! —Aparece el pequeño detrás de él y me coloco de cuclillas para saludarlo con un abrazo.

Regresamos a mi apartamento y lo guío hasta la cocina, donde está esperando Andrés, escondido detrás de la isla.

—¡¡¡Sorpresa!!! —gritamos al mismo tiempo, causándole un gracioso respingo.

—Feliz cumpleaños, Guz. —Lo abrazo de lado mientras Andy se acerca con los regalos y se coloca de cuclillas.

—Feliz cumpleaños, campeón. —También lo abraza y le entrega las bolsas que tienen diseños de Mickey Mouse—. Estos son para ti, de parte de Toti, de sus padres y del tío Andy.

—Gracias —responde Guz, mirándonos con una sonrisa de boca cerrada.

—No es nada. Ahora vamos que muero de ganas de probar ese pastel —añade y le toma de la mano para llevarlo al comedor donde está todo servido.

Está de más decir que a Guzmán se le ilumina el rostro cuando mira todo lo que hemos preparado para él. ¡Dios! Esa sonrisa tan tierna que esboza no la voy a olvidar nunca. Y es que no hay nada más sincero que la sonrisa de un niño y es muy satisfactorio cuando esa sonrisa se la has provocado tú. Así me gusta verlo siempre: sonriendo. Con los ojitos achinados, brillando de emoción y con ese entusiasmo que irradia cada vez que pisa mi hogar. El hogar que siempre lo va a recibir con los brazos abiertos...

—... que los cumplas feliz, que los cumplas feliz, hasta el año tres mil —cantamos Andy y yo al unísono, entre aplausos y sonrisas.

—¡Apaga las velas y pide un deseo! —indica mi amigo, acercándole la torta—. Pero nomás no le vayas a salpicar tu baba, eh.

Guz apaga las velas y le decimos que no nos revele el secreto porque, de lo contrario, no se cumplirá. Antes de partir el pastel, activo el temporizador de la cámara para tomarnos una foto con el cumpleañero, pues quiero guardar conmigo un recuerdo de este maravilloso día.

El pastel cumple todas mis expectativas. No cabe duda que trabajo mejor cuando estoy contra el tiempo; el queque está suave y el mousse de chocolate tiene el toque perfecto de dulce. Es un pastel diferente y único, pues quería que fuera especial como lo es para mí la persona que cumple años hoy.

—Eres la puta ama de la pastelería —menciona Andy mientras se lleva otro trozo de pastel a la boca.

—Andrés... —le reprendo entre dientes porque no me gusta que hable malas palabras delante del niño. No quiero que después las repita en su casa.

—Eh, Toti. —Guzmán coloca su mano en mi brazo para llamar mi atención—. ¿Podemos comer helado después?

Enarco una ceja.

—¿No has quedado satisfecho con el pastel?

—Sí, pero ahora me apetece un helado de menta. —Hace puchero—. Por favor, Toti...

—Guz, recuerda que no es bueno que los niños consuman mucha azúcar.

—Por favor, solo por hoy —suplica, poniendo los ojitos de manera tierna como el gato de Shrek.

Suspiro.

—Vale, está bien —acepto—, pero solo porque es tu cumpleaños, ¿sí?

Él asiente con una sonrisa de boca cerrada.

—Bien, es hora de que Guz abra sus regalos —interviene Andrés a la vez que le alcanza las bolsas—. ¿Por cuál vas a iniciar? ¿Por el de Toti o por el del tío Andy?

—Por el tuyo, tío Andy —responde y me cruzo de brazos con un falso gesto de resentimiento. Mi mejor amigo me dedica una sonrisa victoriosa desde el otro lado de la mesa y solo atino a sacarle la lengua.

He visto a varios niños abrir sus regalos, pero a diferencia de ellos, Guzmán es más ordenado al momento de hacerlo. No rompe la envoltura, al contrario, busca la cinta adhesiva y la despega con sumo cuidado para no dañar los dibujos que vienen en el papel, ya que lo guarda para después recortar las figuras y pegarlas en su cuaderno. Eso me parece curioso, es un niño muy creativo.

El regalo de Andrés es una caja de ladrillos de Lego que enternece al pequeño desde el primer segundo que lo aprecia entre sus manos. Su emoción es contagiosa, y esta se acrecienta a medida que abre el obsequio que le he comprado: un set de trenes de Disney Pixar que termina inquietándolo. Le sugiero que pasemos a la sala para que pueda jugar con ellos.

Una hora más tarde, Arián llega y nos lleva en su camioneta a dar un paseo al parque y a comprar el helado de menta que pidió Guz. Quizá no esté segura al cien por ciento de esto, pero creo que estos dos ya se empiezan a llevar mejor desde la otra vez que compartieron la tarde, coloreando en mi casa. Desde ese entonces, el menor ya lo saluda por su propia cuenta sin que yo se lo pida y se despiden con un estrechón de manos. A eso hay que agregarle el hecho de que ya no se siente incómodo con su presencia —o bueno, es lo que percibo yo— y se dedica a escuchar nuestras conversaciones con una expresión neutral, acompañada de una pizca de interés. Lo que también he podido notar es que Guzmán observa a Arián de manera minuciosa cada movimiento que hace y pienso que se trata de alguna forma de admiración. Arián es un chico imponente, de alta estatura, elegancia al vestir y caminar, lo cual es algo visualmente nuevo para el menor, ya que las únicas figuras masculinas con las que ha convivido son: su padre, mi padre y Andrés. Sin embargo, ellos no son tan atractivos como el ojiverde, a excepción de Andy, claro, aunque a mi mejor amigo solo le falta ejercitar para poder estar al mismo nivel de Arián porque guapo es, eso no se le puede negar.

Cuando nos entregan nuestros helados, regresamos a la camioneta para que Guz pueda tomarlo con paciencia. Me siento junto a él en los asientos traseros y estoy atenta en todo momento para que no se manche la ropa porque, si en algo es lento, es para tomar helado y, cuando menos se da cuenta, este se le termina derritiendo. Le limpio los labios con una servilleta, pues se mancha con la crema hasta la nariz y no puedo evitar reír cuando me mira con inocencia para que no me enoje.

«No podría enojarme con él. Es muy lindo», pienso mientras veo que Arián abandona su lugar en el asiento del conductor y se dirige hasta la maletera para buscar algo.

—Esto es para ti, Guzmán. Feliz cumpleaños —dice cuando vuelve y le entrega una bolsa de regalo de color azul con diseños celestes de carritos y osos.

—Gracias —contesta el pequeño, colocando la bolsa sobre su regazo.

—Primero termina tu helado y luego lo abres, ¿vale? —indico y él asiente.

—Sí, Toti.

El ojiverde retoma su lugar en el asiento del conductor y reanuda el trayecto hacia mi edificio. La noche ha caído sobre Sevilla, Guzmán ha pasado varias horas fuera de casa y concluyo que lo ideal es volver para que sus padres no piensen que abuso de la confianza que me dan. No quiero que se gane una llamada de atención con alguno de ellos y menos el día de su cumpleaños, en el que lo ha pasado de maravilla con nosotros.

Para cuando termina de masticar el último trozo del cono de wlafer, le limpio los labios y las manos para que pueda abrir el regalo que le ha hecho el señorito Arnez. Decir que está muy entusiasmado, es poco. Hoy ha sido uno de los días en el que es el centro de atención de todo mi círculo amical y de mi familia, ya que también para Navidad, Día de Reyes y el Día del Niño vuelve a ser el engreído de todos ellos. Y es muy conmovedor para mí ver el cariño que le tienen, porque como lo he mencionado antes, Guz es más que un amigo. Es parte de mi familia.

—A ver... ¿Qué te ha regalado Arián? —pregunto mientras él retira la envoltura de la bolsa y le quita el papel que envuelve el...

Frunzo el ceño cuando empieza a sollozar de la nada y lo atraigo hacia mí para calmarlo. Arián y yo nos damos una mirada de extrañeza a través del espejo retrovisor. Estaciona a un lado de la calle, se quita el cinturón y baja del vehículo para luego unirse a nosotros en los asientos traseros.

—¿Qué ha pasado? ¿Por qué llora? —inquiere con preocupación y me encojo de hombros, pues también estoy confundida al igual que él.

—Guz, ¿qué pasa? —Trago saliva y acaricio su cabello—. ¿No te ha gustado el regalo de Arián?

El pequeño se separa de mi cuerpo y se enjuga las lágrimas con el dorso de su mano.

—Sí, me ha gustado, Toti —asegura, aún entre sollozos.

—Entonces, ¿por qué lloras?

Se toma un par de segundos para apaciguar su agitada respiración y explicar:

—Es que siempre quise uno de estos. —Saca de la caja su nuevo regalo de cumpleaños y se vuelve para mirar a Arián, quién ha suavizado su expresión—. Gracias, Arián.

Se lanza a sus brazos, dejando al ojiverde atónito con su reacción.

No puedo evitar mostrar una sonrisa conmovedora y limpiarme una lágrima que, de repente, ha bajado por mi mejilla. «Sé fuerte, sé fuerte», me digo a mí misma para no echarme a llorar como una Magdalena mientras veo la tierna escena.

—No tienes que agradecerme nada —susurra Arián, correspondiendo el abrazo de Guzmán.

Después de unos minutos, Arián pone en marcha el vehículo para retomar el camino a casa. Suelto un suspiro de alivio y busco con la mirada a Guz, quien está a mi lado con los ojitos brillándole por la luz de los otros autos que pasan por la autopista. Le dedico una sonrisa de boca cerrada y él me responde con una sonrisa de oreja a oreja, a la vez que abraza su nuevo regalo: un peluche de Mickey Mouse.

Y estoy segura de que no lo soltará en toda la noche. 

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