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10 | Señor inquisidor

Al momento de pagar, Arián y yo iniciamos una divertida discusión frente al mesero. Si bien es cierto, habíamos quedado en que él invitaría y pagaría todo, pero mi orgullo no ha esperado mejor momento para hacer acto de presencia y oponerse a que el español pague la manzanilla y la tarta que pedí. No obstante, y en un descuido mío, Arián le da su tarjeta al mesero y cuando logro darme cuenta, el joven ya está ejecutando la operación por el datáfono.

Entrecierro los ojos, dándole una mirada de desaprobación mientras él me responde con una sonrisita inocente de niño travieso. Ahora comprendo que, para el ojiverde, sentirse victorioso en cualquier circunstancia sí que es una de sus más grandes satisfacciones.

Cuando conseguí mi primer trabajo como cajera de un supermercado y gané mis primeros euros, me he costeado todo por mi propia cuenta. Claro que, mi madre me ha pagado algunas cosas que de manera voluntaria se ofreció a comprarme, pero es mi madre y ella tiene la excepción. Fuera de eso, no he dejado que nadie más lo haga, porque sé lo grato que se siente conseguir algo con esfuerzo y trabajo, por más mínimo que sea.

Arián hace un gesto con las cejas para indicarme que es momento de retirarnos. Así que, tomo mi cartera y la cuelgo en mi hombro a la vez que caminamos con dirección a las escaleras que conducen al primer piso.

—Espero que sea la primera y la última vez que me haga esa disputa. Era yo el que tenía que pagar —me reprende de manera dulce y con un tono divertido cuando ocupamos nuestros lugares en su camioneta. Hago un mohín a la vez que me cruzo de brazos para fingir resentimiento.

—Pues, claro que será la primera y la última vez porque no volveremos a salir —informo con seriedad y noto que la sonrisa de Arián se desvanece de inmediato. No puedo evitar formar una sonrisa de boca cerrada por la reacción inesperada que ha tenido y añado—: Es broma, Arián.

Su expresión se relaja y termina de abrocharse el cinturón de seguridad.

—Aparte de ser pastelera, ¿también se especializa en hacer bromas? —musita, introduciendo las llaves para encender el vehículo.

—Claro que sí. Siempre estoy de buen humor, señor Arnez. —Me encojo de hombros—. La vida es muy corta para andar de amargada todos los días. Además, la risa es muy beneficiosa cuando se trata de rejuvenecer y tonificar la piel. No quiero llegar a los treinta con mi hermoso rostro, arrugado como cuello de pavo.

Arián me mira con extrañeza y enciende la radio para amenizar el trayecto a casa. Cambia de emisora y la deja en una que está reproduciendo «The Man Who Sold The World» de Nirvana y procedo a prestar atención a mi acompañante. Quizá el rock no sea un género que me atraiga, pero noto que a él sí, ya que mueve ligeramente la cabeza, siguiendo el compás de la melodía introductoria del tema. Asimismo, creo que la canción le da un toque tranquilo a esta interesante tarde.

—¿Fanático del rock? —pregunto, curiosa.

—Algo —se limita a responder y luego de tomarse un par de segundos, explica—: En realidad, no me considero un «fanático» porque soy consciente de que quizá haya bandas del género que me faltan descubrir, pero sí me considero un aficionado.

Regreso la mirada al frente. Hemos tomado una de las principales autopistas del centro de Sevilla.

—Ahora entiendo el porqué de la casaca de cuero —comento, haciendo alusión a la prenda que está usando. Parece no captar mi indirecta y frunce el ceño para invitarme a explicarle—. Es que, en la mayoría de las veces, los fanáticos del rock visten esas casacas.

Pone los ojos en blanco y suelta un suave suspiro.

—Creo haberle dicho que no soy un fanático del rock, señorita Serván. Y por si no se ha dado cuenta, mi casaca es verde, no negra como el alma de cierta personita... —ataca y entreabro los labios, dejando escapar una corta risa por lo último que acaba de decir.

—Mi alma no es negra, ¿vale? —Me cruzo de brazos de nuevo—. A menos que usted sea un médium para que pueda verla. Aunque estoy segura de que no lo es. No tiene cara de serlo.

Arián enarca una ceja.

—¿Y de qué tengo cara?

Entrecierro los ojos, fingiendo analizarlo de manera detallada.

—Va a parecer loco, mejor no lo digo.

—Dígalo con confianza, Celeste.

Luego de pensarlo unos cuantos segundos, lo suelto:

—Pues, tiene cara de ser heladero, pero no de esos normales, sino un heladero turco. Ya sabe, de esos que son malabaristas y que trolean a los turistas al momento de entregarle el cono —preciso, reprimiéndome las ganas de reír mientras me vuelvo para ver su reacción. Parece desconcertado por mi extraña broma.

—¿Heladero turco malabarista? —repite y asiento, confirmando mis palabras—. No, nada. La pastelería no es lo mío. —Se retira un mechón de cabello que le ha caído por la frente y lo hace ver más atractivo—. Hablando de pastelería... ¿Ya encontró un nuevo empleo?

«Ay, gracias por arruinarme la tarde, señor perfecto», protesto para mis adentros. Tan bonita que iba la tarde y decide arruinarla recordándome que aún no he salido a buscar trabajo. Quizá es hora de bajarme de este cómodo vehículo y aprovechar el resto de la tarde para ir a dejar mi currículum en algunas tiendas.

—Aún no. Saldré a buscar entrevistas mañana temprano —decido ser sincera.

Siento que el tema de conseguir un nuevo empleo se ha convertido en mi cruz desde el sábado. Prácticamente, me está volviendo loca porque necesito tener una nueva fuente de ingreso. Tampoco es opción para mí quedarme en casa a esperar que el dinero me caiga del cielo. Desde pequeña me ha gustado ser una persona productiva y sé que no estaré tranquila si no encuentro un trabajo pronto.

—Si desea podría ayudarle. Tengo amistades que son propietarias de cadenas de cafeterías aquí en Sevilla —sugiere de manera afable.

Esa puede ser una buena idea, ser recomendada y presentada con dueños de cafeterías que él conoce, así tendría un acceso directo a un empleo. Me gustaría decir que acepto sin duda alguna, pero entro en un dilema conmigo misma cuando el orgullo toca las puertas de mi conciencia y me dice que si él me ayuda, no sería un logro más para mí como persona. Y, por otro lado, no puedo abusar de la amistad y la poca confianza que tengo con Ojitos bonitos.

—Gracias, Arián, pero quiero conseguirlo por mi propia cuenta.

—Celeste, no sea orgullosa, puedo recomendarla con... —No logra completar la frase porque un conductor imprudente se salta la luz roja del semáforo y Arián se ve obligado a frenar con suma fuerza para evitar chocar contra el vehículo. Lo único que escucho es el chillido que producen las ruedas del coche, el sonido del claxon y el grito que he pegado.

Me cubro el rostro con los brazos y me rehúso a bajarlos al instante.

«No ha pasado nada. Estamos vivos».

«No ha pasado nada. Estamos vivos».

«No ha pasado nada. Estamos vivos...».

No sé cuánto tiempo paso repitiendo esa frase hasta que un par de manos se posan sobre mis brazos y me ayudan a bajarlos con lentitud.

—Celeste, ¿está bien? —interroga Arián, mirándome con temor, de seguro por la reacción que acabo de tener—. ¡Joder, está temblando!

Nerviosa, observo a mi alrededor y me percato que el vehículo está estacionado a un lado de la autopista, cerca de la vereda. Para cuando logro disipar mi aturdimiento, Arián está rodeando el capó y luego de abrir la puerta, me quita el cinturón de seguridad.

—¿Se golpeó? ¿Le duele algo? —vuelve a preguntar mientras revisa mis brazos para cerciorarse de que no he sufrido ningún tipo de daño. Dejo salir un fuerte suspiro y niego con la cabeza para que se calme.

—Estoy bien, descuide —informo y puedo ver que la expresión de su rostro se relaja—. Solo me he asustado un poco.

—De verdad, lo lamento. —Abre uno de los compartimientos, saca una botella de agua y me la ofrece con amabilidad. Le agradezco con un asentimiento de cabeza antes de abrirla.

—No es su culpa, Arián —le digo—. Lo importante es que no pasó nada y estamos bien.

Él asiente, concordando conmigo. Le doy un largo sorbo a la botella de agua y se la regreso a Arián, quien me hace un gesto con la mano para que me quede con ella.

—¿Ya está más calmada? —Me mira, curioso y asiento, con sinceridad—. ¿Le parece si baja y caminamos un poco?

Asiento de nuevo antes de tomar mi cartera para disponerme a salir del vehículo. Me quedo de pie sobre la vereda mientras espero a que termine de cerrar las puertas con llave y encender la alarma.

Se pone a la par mía y me doy cuenta de que estamos en el parque de María Luisa, uno de los atractivos más visitados en esta ciudad, el cual me encanta porque es uno de los más bellos que he visitado en España. Asimismo, el cielo sevillano se ha tornado de un color gris y cuando pasamos al lado de algunas personas, noto que llevan un paraguas a la mano.

«¡Genial! Solo falta que llueva», ironizo en mi cabeza.

Mientras nos adentramos más y caminamos entre las arboledas, siento que mi mente se desconecta y lo ocurrido hace unos minutos pasa a un segundo plano. Está claro que, este corto paseo por el parque me es de gran ayuda para poder decirle adiós al susto que me he pegado.

—Creo que vendré aquí más a menudo, se siente una tranquilidad única —confieso, cortando el silencio que se ha formado entre él y yo desde que bajamos de la camioneta. Arián le da un vistazo rápido al ambiente que nos rodea para luego asentir y darme la razón.

—No hay un solo día en el que Sevilla no deje de enamorarme —comenta con una sonrisa satisfecha a la vez que mete sus manos a los bolsillos de su pantalón.

En el camino hacia la plaza de España, encontramos grupo de personas que están reunidas, disfrutando de un show de flamenco. Le hago una señal de manos a Arián para detenernos y presenciarlo también. Son dos mujeres hermosísimas que se mueven al compás de la música que proviene de unos instrumentos que están tocando unos señores detrás de ellas.

Una de las mujeres nota la presencia de Arián y se acerca para bailarle. Él sonríe, coqueto, mientras la dama le tiende la mano, invitándolo a unirse al baile. Entonces, su sonrisa abandona su rostro y se pone pálido como Casper el fantasma.

—¡Adelante! —le sugerimos la bailarina y yo al unísono, a la vez que aplaudimos como focas de zoológico para animarlo.

—No, no, no... —él niega, desesperado, buscando la manera de zafarse, pero le doy un empujón con todas mis fuerzas para que se mueva al centro del círculo que han formado los espectadores.

Las personas que están alrededor, también aplauden de manera efusiva. Con algo de timidez, el español empieza a dar sus primeros pasos y poco a poco va tomando la confianza suficiente para tomar el ritmo y dar la talla que merece el performance. Abro los ojos en señal de sorpresa y observo con atención cada movimiento que realiza mi acompañante, mientras todos los demás elogian el talento que tiene para el flamenco con un «¡Olé! ¡Olé!». Hasta la mujer que está bailando con él, abre la boca, admirada y sé que está flipando al igual que yo.

—¡Qué guapo es ese chico! —comenta una señorita a mi lado.

—¿Quién es él? —pregunta otra chica con la misma admiración que la anterior.

Para nadie es sorpresa que Arián llama la atención de las féminas por donde pasa y estas dos chicas han caído rendidas a sus encantos. Como estoy con la chispa encendida a causa del entusiasmo que me provoca el excelente baile del ojiverde, me acerco un poco a ellas y les digo:

—Lamento decepcionarlas, chicas, pero es gay. —Finjo una sonrisa apenada.

—¿En serio? —expresa una y hago un puchero antes de asentir.

—Sí, de hecho, es mi mejor amigo —miento.

—Es una pena —manifiesta la otra a la vez que mira a su acompañante con compasión—. Era demasiado perfecto para ser real.

Esbozo una sonrisita demoníaca cuando veo que las chicas salen del círculo de personas con cara de decepción. Y no es para menos, se acaban de enterar de que no tienen oportunidad con el señorito Arnez.

Cuando la música termina, el aplauso del público se hace presente por todo el lugar. Arián me otorga una sonrisa tímida mientras se acerca a mí, limpiándose el sudor de la frente con un pañuelo blanco y no es para menos, el flamenco conlleva mucho esfuerzo físico.

—Eso fue... fue... ¡Guau! —declaro a la vez que me toma del brazo para abandonar el grupo de personas que aún siguen disfrutando del espectáculo.

—Gracias.

Guarda su pañuelo en el bolsillo interior de su casaca.

—¿Dónde aprendió a bailar así? —quiero saber.

—Mi abuelo fue un gran bailarín. Él me enseñó lo poco que sé sobre el flamenco.

—¿Lo poco? Usted es realmente bueno, Arián —vuelvo a halagarlo y me muestra unos preciosos hoyuelos en una sonrisa de boca cerrada.

Cuando pasamos por debajo de uno de los muchos árboles de naranjo que hay en este lugar, cae un fruto y le golpea en la cabeza al ojiverde, provocando que suelte un ahogado quejido. No puedo evitar reír a carcajadas al mismo tiempo que el destacado bailarín de flamenco se soba la cabeza y me fulmina con la mirada. Se agacha para recoger el fruto que lo ha golpeado y antes de guardarlo en el bolsillo de su casaca, le dice:

—Ahora tendrás que pagar las consecuencias. Te comeré o te haré jugo cuando llegue a casa.

—¡Uy, qué miedo! —me burlo, fingiendo estar asustada—. Es usted muy malo, señor inquisidor.

Levanta las cejas por el sobrenombre que le acabo de poner y detiene el paso para girarse hacia mí.

—¿Señor inquisidor? —pregunta y asiento, cruzándome de brazos—. Pues, si soy un «inquisidor», tendré que proceder con usted por haberse reído, ¿no cree?

Retrocedo unos pasos con una falsa expresión de terror en el rostro y él hace ademán de querer atraparme. Sé que ambos estamos bromeando, pero no quiero darle la satisfacción de ganar un cómico conflicto que he iniciado, así que sigo retrocediendo mientras se acerca.

No sé si para mi buena o mala suerte, unas gotas de agua caen desde el cielo y nos detienen. Empiezan a caer más y más hasta que la lluvia nos sorprende, como si Diosito hubiese abierto los rociadores del cielo para ducharnos a todos. Las personas que están a nuestro alrededor, abren sus paraguas y caminan a paso rápido con dirección a la salida del parque.

—Regresemos a su camioneta para no coger un resfriado —propongo y él asiente a la vez que comenzamos el camino de vuelta a la calle.

Las personas que estaban bailando flamenco también se están retirando y ya no queda ni una sola alma a su alrededor.

—¿Hola? —lo escucho decir y volteo para ver qué sucede. Me percato que tiene el celular en el oído, respondiendo una llamada telefónica—. ¿Tiene que ser ahora? —interroga con fastidio—. Entiendo, dame unos minutos, por favor.

Llegamos a su vehículo y se adelanta para quitarle el seguro a la puerta del copiloto. Rodea el capó con prisa y ocupa su lugar correspondiente en el asiento del conductor. Al final, terminamos mojando el interior de la camioneta con nuestra ropa. Y eso, de alguna u otra manera, me apena, ya que todo había estado muy pulcro y, ahora, la humedad y el lodo de nuestros zapatos lo ha ensuciado.

Quizá deba ayudarle a limpiar todo después.

—¿Pasó algo? —le digo, refiriéndome a la llamada. Sé que no me compete, pero tampoco quiero interferir si tiene otras cosas que hacer.

—Tengo que enviar unos documentos de la editorial —responde, encendiendo el auto—. ¿Le importaría acompañarme a mi apartamento? Luego la llevo a casa, descuide.

—No se preocupe, puedo tomar un taxi si tiene prisa. —Intento abrir la puerta, sin embargo, tiene el seguro puesto.

—No, no quiero preocuparme. Está lloviendo, no puedo dejarla así en medio de la calle. No sería propio de un caballero invitarla a salir y que usted regrese a casa en un taxi. —Niega con la cabeza.

—No, en serio, no pasa nada. Yo entiendo —aseguro y no sé por qué intento abrir la puerta de nuevo, si no tendré éxito.

La verdad es que no quiero ir al apartamento de Arián. Si bien es cierto, nos estamos conociendo y nuestra amistad está creciendo de a poco, pero eso no cambia de que aún es un extraño para mí. Es más, lo conozco desde hace unos días y quedarme con él a solas en su apartamento sería incómodo y tal vez peligroso porque no sé qué intenciones pueda tener.

No obstante, luego de reflexionar sobre mis alarmados pensamientos, sé que estoy exagerando, ya que hasta el momento Arián no ha mostrado ningún indicio de tener otro tipo de intenciones conmigo y se ha comportado de lo más caballeroso y amable. Asimismo, recuerdo la noche en que ayudó a Andrés a llevarme a casa cuando Jaime metió droga en mi bebida y es una razón a favor para no desconfiar de él.

Hasta me siento un poco culpable por pensar así, pero mi madre me inculcó muy buenos valores y no sé qué haría yo en el apartamento de un chico que no tengo ni una semana de haber conocido. No me sentiría cómoda si acepto ir ahora y soy consciente de que no me puede obligar a ir a un lugar al que yo no deseo. Espero que lo pueda entender.

Veo que saca su celular del interior de su casaca y hace una llamada.

—Hola, Gabriela, perdóneme por interrumpir su domingo. Necesito que me haga un favor. ¿Podría mandarme el informe que se realizó el día viernes? —Asiente al oír la respuesta del otro lado de la línea y finaliza—: Le mandaré la dirección de correo para que me lo envíe. Gracias.

—En serio, puedo tomar un taxi. No quiero retrasar más sus labores, Arián —insisto y vuelve a negar con la cabeza.

—No la voy a dejar sola, ya está —replica y pone en marcha el vehículo.

Mamá casi se desmaya al momento de abrir la puerta y encontrarnos a ambos completamente empapados en el pasillo. Sin darnos tiempo de explicarle, se hace a un lado y se apresura en hacernos pasar para secarnos. No logro reprimir una risa cuando le echo un vistazo rápido a Arián y lo asemejo con un cachorro recién bañado, pues su cabello no deja de gotear.

—Olvidé decirles que lleven un paraguas por si acaso —interviene mi madre, preocupada.

Le dedico una sonrisa de boca cerrada para tranquilizarla antes de encaminarme hacia el cuarto de baño y tomar dos toallas de la repisa. Me quito también la casaca de jean y la dejo en la cesta de ropa para lavar. En cuanto se marche nuestra visita, la meteré en la lavadora.

Al volver a la sala, le entrego una toalla a Arián y lo primero que se seca es el cabello. Mi madre le aconseja cambiarse el polo porque está mojado en la parte del pecho y él nos asegura que trae ropa limpia en su camioneta, lo que me lleva a pensar que es un chico precavido.

Mientras espero a que regrese con la ropa limpia, ayudo a quitar la humedad de su casaca de cuero. Estoy segura de que esta prenda debe valer lo mismo o hasta quizá más que el champagne que ha traído. Sería una pena que se eche a perder. A los pocos minutos, el ojiverde ingresa al apartamento con una bolsa de tela en la mano.

Luego de cambiarse y ponerse la ropa limpia, dirige toda la atención hacia su celular para mandar el dichoso documento que con tanta insistencia le pedían. Tomo asiento enfrente de él y observo lo concentrado que se encuentra a la vez que redacta con los ojos fijos en la pantalla del dispositivo. Sin darme cuenta, él posa su mirada sobre mí y me regala una sonrisa de boca cerrada, la cual le regreso antes de desviar mis ojos hacia la cocina.

Mi madre vuelve con dos tazas de chocolate caliente y le agradecemos al mismo tiempo. Para quitarme el frío que he pillado con la lluvia, acobijo la taza entre mis manos, así me proporciono un poco del calor que esta emana.

—Mamá, ¿sabías que Arián es un excelente bailarín de flamenco? —manifiesto cuando regresa con otra taza para ella. Se une a nosotros, sentándose a mi lado.

—¿En serio? —contesta, dándole un sorbo a su chocolate. El sevillano alterna la mirada entre ambas y la iluminación del lugar lo delata: se ha sonrojado.

—No me considero un excelente bailarín, pero intento serlo, Esmeralda —expresa con humildad.

—Pues deberías montar tu propio show, eres muy bueno —sugiero.

—No, lo mío no son los escenarios, ni la interacción con un público.

Mamá decide invitar a Arián para que se quede a cenar con nosotras y él acepta. Nos comenta que ha preparado sopa y pollo al horno con arroz blanco, uno de mis platos favoritos. Nuestro invitado queda encantado con la agradable comida de mamá y ella no evita ocultar su emoción y orgullo cuando le hace cumplidos sobre sus artes culinarias.

Para amenizar la cena, terminamos de tomar el champagne que trajo Arián. Esta vez no tenemos un motivo específico para hacer el brindis, pero igual chocamos las copas con una sonrisa sobre nuestros labios.

Le doy una suave patada por debajo de la mesa a mi madre cuando inicia otro de sus interrogatorios y Arián expresa su incomodidad a través de un gesto. Si bien es cierto, el español no tiene ningún problema en responder a las preguntas, sin embargo, tampoco me parece justo que quiera investigar todo acerca de él. Es tolerable hasta cierto punto y creo que yo también me sentiría así si algún familiar de Arián hiciera lo mismo conmigo.

Al final, luego de ayudarnos a recoger las cosas de la mesa, Arián se despide de mi madre antes de retirarse. Ella, encantada, le agradece su compañía y le pide que vuelva otro día para compartir de nuevo la mesa. El ojiverde le asegura que así será y que también le devolverá la invitación a mamá para que vayamos a cenar a su apartamento.

Lo acompaño hasta calle, donde está estacionada su camioneta y me quedo de pie en la vereda. Antes de rodear el vehículo, se vuelve hacia mí para despedirse con un beso en cada mejilla y eso de alguna u otra manera me saca una sonrisa porque recuerdo que hasta hace poco nos saludábamos y despedíamos con un estrechón de manos.

—La pasé muy bien, Celeste. Gracias por aceptar esta salida conmigo.

«¡Ay, qué mono es!», me digo a mí misma, resaltando su caballerosidad y cortesía, claro, sin caer en el embelesamiento y la adulación.

—No, no... gracias a usted, Arián. La pasé genial también —afirmo.

Noto que las comisuras de sus labios se elevan, formando una sonrisa satisfecha.

—Bueno, que tenga una buena noche. Espero verla pronto. —Se despide haciendo un movimiento de manos y asiento a la vez que lo veo rodear el capó de su coche.

—Adiós —me despido también y me da una mirada rápida antes de entrar en el asiento del conductor.

Me mantengo de pie en la vereda, observando cómo la camioneta se aleja con dirección al final de la calle Betis y me pregunto qué es todo esto que acaba de pasar hasta ahora. ¿Cómo es que el desconocido al que le manché la camisa en mi ex empleo, se está convirtiendo en mi amigo? Lo sé, hasta la pregunta es larga y todo ha parecido transcurrir en un dos por tres.

Sin duda, sigo pensando que Dios y el universo me están jugando una broma.


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¡Hola! Escribo esto porque siento que soy un autor fantasma que no interactúa jajaja.

La cosa es que quería aprovechar esta sección de «Nota de autor» para poder expresar un poco más. En este capítulo les he traído la segunda parte de la primera cita de Celeste y Arián, y no sé ustedes, pero mis expectativas están hasta la estratosfera. Me gustaría saber cuáles son las suyas y qué les parece el libro hasta ahora.

Por otro lado, he acabado otro ciclo de la universidad, así que quizá esté actualizando más seguido. Creo.

Gracias de nuevo por leer esta historia. Se les quiere mucho.

Ah, por cierto, antes de despedirme les dejo el temazo de Nirvana que aparece en el capítulo. ¡Disfrútenlo! 

https://youtu.be/fregObNcHC8

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