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Capítulo XII. Los Trucos de un Mago

La alegría se notaba en sus ojos como el reflejo de la luna en un manantial. Por fin habían concluido los días epagómenos y Ariadne esperaba regresar pronto al tiempo de calma donde el bienestar de la nación no dependía de su capacidad para actuar de acuerdo con las demandas de los ritos egipcios.

El día anterior se había conmemorado el nacimiento de la diosa Neftis, esposa de Seth, representada por Manna. El festejo había ocurrido sin mayor inconveniente, y el pueblo había recibido con agrado la celebración liderada por su princesa.

Ariadne notó que jamás habían complicaciones para Manna. Parecía que la princesa de Egipto había nacido con la suerte que a la de Creta le hacía falta. Y seguramente era por eso que Manna siempre tenía las ideas menos conservadoras en todo el reino.

La sonrisa de la princesa creció aún más en el momento en que llamaron a su puerta. Era muy temprano para que los príncipes egipcios la buscaran para desayunar, pero si algo caracterizaba a Manna era su total capacidad para ser impredecible.

Ariadne hizo una seña con la cabeza a una de sus doncellas para que abriera la puerta mientras ella terminaba de ceñirse un cinto rojo sobre la túnica. Pero el ruido sordo que hicieron de golpe las muchachas del servicio al postrarse en el piso, distrajo la atención de la princesa.

—Faraón —soltó Ariadne al descubrir la imagen de Atem en el umbral de la puerta.

El soberano de Egipto esbozó una sonrisa. Ese día llevaba puesto un abrigo grueso de blanco lino que colgaba desde sus hombros hasta unas pulgadas por encima del piso. A pesar del calor abrumador de finales de año que se percibía, Atem se veía fresco y confortable. Era casi como si su abrigo le brindara aún más poder del que ya emanaba de él.

—Espero que no te moleste que sea yo quien te escolte hoy a la sala para el desayuno —dijo Atem. Ariadne lo miró con cara dubitativa, así que agregó:—. Ya le he avisado a Manna.

—Gracias —se limitó a responder la muchacha, inclinando la cabeza en una respetuosa reverencia, y salió de sus aposentos acompañada por Atem.

La caminata se tornó incómoda para la princesa. Tenía la impresión que el faraón deseaba mantenerla vigilada de cerca. ¿Acaso habría vuelto a cometer una afrenta contra los dioses?

—Y bien, ¿disfrutaste de las fiestas por los días epagómenos? —preguntó de pronto el faraón.

—Desde luego —se apresuró a responder Ariadne—. Fue una experiencia nueva y excitante. Sin embargo, hubiese preferido haber sido solo una espectadora.

—De haber sido así, te habrías perdido del encanto de los detalles. Además, lo hiciste muy bien. Todo el Valle del Nilo está en deuda contigo.

—Eso aún no es del todo cierto.

—Precisamente —coincidió Atem con una media sonrisa—. Si los dioses desean seguir con nosotros, hoy por fin podremos ver crecer el cauce del Nilo. Roguemos por que Hapy sea benevolente este año.

Ariadne asintió con la cabeza y desvió la mirada. Las palabras de Atem le recordaron que aún no habían terminado sus preocupaciones. Hapy, dios del Nilo, quien permitía la vida en Egipto gracias al suministro de agua y limo, podría no haber aceptado con gusto que una extranjera irrumpiera en tierras sagradas.

Una idea peligrosa cruzó por la mente de la muchacha griega: quizá habría sido más sensato permanecer aislada en la isla de Naxos, donde no podía hacer más daño a nadie.

.  .  .

Poco antes de medio día, el séquito real tomó su lugar a orillas del Nilo. La música y el baile llenaban el ambiente, haciendo más llevadero el calor seco que azotaba a la nación.

Hacia el sur se alcanzaban a observar las masas de nubes negras que anunciaban el comienzo de las lluvias torrenciales en el nacimiento del río sagrado. Todo parecía marchar de acuerdo al plan.

Mientras esperaban, las princesas se dedicaron a repartir higos y dátiles entre los niños, como promesa de un año de prosperidad. Ésa era otra de las tradiciones inventadas por Manna a las que su hermano mayor no había logrado rehusarse.

Por su parte, el faraón recitó los conjuros acostumbrados desde la primera dinastía de Egipto para pedir a los dioses el suministro del líquido vital.

Momentos después de que hubiese terminado el ritual, el clamor de la multitud inundó los oídos del rey. El júbilo se había hecho presente gracias al ascenso en el nivel del río. Yuged, el gran amigo real, se inclinó hacia Atem para felicitarlo. Era gracias a su sabia dirección y cuidado de las leyes de la diosa Maat, que Egipto gozaría de otro año de bendiciones.

Todo parecía perfecto. Pero estaba lejos de serlo realmente...

Cuando los sacerdotes comenzaron a proclamar sus alabanzas a los dioses, Atem sintió un peso en el estómago que le indicaba que había problemas. Preocupado, giró la cabeza de un lado a otro buscando cualquier percance, hasta que observó a Karym discutiendo con los escribas reales.

—Será mejor que nos acerquemos —sugirió Yuged adivinando los pensamientos del faraón.

—¿Me puedes explicar qué está sucediendo, Karym? —preguntó el faraón, cruzado de brazos y con la mirada seria. Le molestaba ver que la situación se hubiera salida del control del príncipe de Egipto.

Los escribas de inmediato dieron dos pasos hacia atrás sorprendidos, e inclinaron la cabeza ante Atem.

—Es el nivel del Nilo —explicó Karym con ansiedad evidente—. Verifiqué la velocidad de incremento en el nilómetro y es demasiado rápido —el príncipe desplegó un papiro donde había anotado sus cálculos, intentando dar credibilidad a sus palabras.

—Lo lamento mucho, majestad —se apresuró a decir el más regordete de los escribas, y por lo tanto, el más acaudalado de ellos—. Ya le hemos dicho al niño que es normal. El nivel del río tiene que subir.

Las últimas palabras del escriba fueron recibidas con una lluvia de carcajadas de sus acompañantes, lo que irritó aún más al soberano.

—¡No! —exclamó con desesperación el pequeño—. Estuve estudiando los registros de las cinco últimas dinastías. Y en las dos únicas ocasiones en que el nivel del Nilo subió tan apresuradamente, los campos se volvieron estériles por años. Estoy seguro que está por ocurrir lo mismo. Es seguro que la inundación de este año sobrepasará los dieciocho codos.

Los escribas volvieron a romper en carcajadas. El Nilo difícilmente alcanzaba a subir los trece codos. Cuando llegaba a quince, traía un año de dichosa y holgada prosperidad en las cosechas. Por eso asegurar que el río pudiera alcanzar los dieciocho codos, hacía ver a Karym como un demente ante los egipcios.

Pero para Atem era muy diferente. Confiaba en las palabras de su hermano porque era consciente de sus capacidades. Y debido a que seguía teniendo aquel presentimiento de que algo no estaba marchando como debía.

El faraón levantó una palma hacia los presentes exigiendo silencio absoluto. Los hombres detuvieron sus risas al instante y volvieron a bajar las cabezas, esperando las palabras del rey.

—¿Acaso intentas decirme que tu palabra vale más que la del regente de Egipto? —cuestionó Atem al escriba principal con una mirada llena de rabia.

El escriba bajó aún más la mirada murmurando disculpas y pretextos a los que Atem no pensaba prestar atención. Habían olvidado la autoridad que su rango le confería al niño.

Karym, por otra parte, se irguió con orgullo pero aceptó con humildad las reverencias que profirieron los escribas buscando su benevolencia.

—Karym, busca el mejor momento para detener la crecida del Nilo —pidió el faraón apremiando el tiempo pero sin perder la paciencia—. Y lleva  a estos necios contigo —dijo Atem señalando con la cabeza a los escribas—. Apóyate de ellos, pero si crees que no son de utilidad, quizá podríamos lanzarlos al río y ofrecerlos en sacrificio.

Karym le devolvió una sonrisa entendiendo su juego. Pero los escribas se revolvieron entre ellos tomando muy en serio la amenaza.

—¡Mahad! —llamó el rey en cuanto los escribas comenzaron a alejarse de él.

De inmediato, ante Atem apareció el maestro de los magos, postrado y con la cabeza al suelo, en espera de indicaciones.

—Mahad, alerta a tus magos. Este año tendremos que contener la fuerza de Hapy.

—En seguida, majestad —aseguró el mago y desapareció con un susurro.

El faraón pudo comprobar que Mahad volvía a aparecer del otro lado de la orilla del río, acompañado por todo su séquito, quienes se distribuyeron y comenzaron a hacer los rituales para poder convocar la magia de los dioses.

—Pero no será suficiente... —advirtió Atem—. Voy a necesitar tu ayuda —pidió dirigiéndose hacia Yuged quien seguía a su lado. Éste asintió con la cabeza y sonrió intentando disminuir la preocupación en la voz del rey—. Si Karym está en lo correcto, y por desgracia estoy seguro que así será,  no es aquí donde se requiere actuar rápido. Ve aguas arriba del Nilo y verifica que la crecida no traiga destrucción consigo.

—Todo estará bien —prometió Yuged y estrechó el hombro de su amigo para darle tranquilidad. Acto seguido, subió a su caballo y desapareció entre la multitud.

Atem intentó relajarse para no transmitir su desesperación al pueblo. Era consciente de que las miradas estaban atentas a él. Observó la superficie del agua y su rápido baile hacia el delta, que cada vez se elevaba más como guiada por una música divina que iba aumentando el ritmo a cada segundo.

De pronto, todo lo que llegaba a los oídos del faraón fue el repiqueteo de las aguas al chocar contra las rocas. El ruido se hizo más ensordecedor y por un momento atrapó la atención del muchacho, hasta que una oleada de adrenalina lo devolvió a la realidad justo a tiempo para notar que el agua había llegado ya un codo por debajo del borde superior de la orilla.

Atem volteó a ver al príncipe quien escribía a toda prisa en un pergamino, haciendo los cálculos pertinentes del caudal del Nilo.

De pronto, Karim dejó de escribir. Corrió junto al nilómetro para verificar la lectura del río y puso de cabeza un diminuto reloj de arena que sacó de entre su túnica. Atem lo vio hacer un gesto de asentimiento justo en el instante en que levantaba su pequeña mano hacia él para indicarle que ya era el momento de detener la crecida.

—¡Ahora, Mahad! —gritó el faraón plenamente consciente de que no era necesario elevar el volumen de voz. Sus palabras no llegarían a los oídos de su fiel amigo. Eran sus pensamientos los que dictarían las instrucciones al mago.

De inmediato, Mahad levantó su báculo hacia delante, movimiento que fue imitado por todo su séquito. Una película de luz morada cubrió la superficie del Nilo de una orilla a la otra como si de una tapa gigantesca se tratara. Ahora el nivel había dejado de ascender y tan solo seguía su camino río abajo.

De la nada, un ruido como un golpeteo comenzó a rivalizar contra el sonido del pulso que Atem tenía en sus oídos. La presión del río estaba aumentando, al punto de competir contra la tapa mágica que Mahad y los suyos estaban tratando de mantener con todas sus fuerzas.

El sudor brotó en la frente de todos los magos. Sus semblantes se notaban tensos y sus brazos habían perdido su firmeza. Ahora sus músculos vibraban siguiendo el movimiento del agua.

Mahad gritaba frases de estímulo para que los otros magos conservaran la concentración. Pero sus palabras fueron en vano. Tan solo unos segundos más tarde uno de los magos cayó de rodillas vencido por la ardua tarea, y con su rendición se creó un punto débil en la contención mágica, que pronto fue aprovechada por el cauce para poder escapar.

Exclamaciones de pánico escaparon de las gargantas de los egipcios al observar el efecto en cadena que fue venciendo a los magos uno por uno.

—¡Mahad! —clamó Atem en una súplica para que el maestro de los magos actuara con rapidez. El volumen de agua que estaba escapando ahora del control de los magos se dirigía con una velocidad vertiginosa hacia los pobladores, formando una muralla líquida cuya fuerza sería capaz de matar a la multitud.

Mahad se elevó con la agilidad de un halcón por encima del Nilo y con un giro rápido de su báculo, logró dirigir el exceso de agua hacia el cielo. En seguida, movió en círculos la mano libre para crear un vórtice púrpura que comenzó a succionar la corriente de agua.

Cuando finalmente la presión en el Nilo se restableció, el vórtice se cerró tras otro movimiento de manos de Mahad, y desapareció dejando tras de sí una cortina de pequeñas gotas que al caer crearon un arco iris con la luz del sol.

—¿Viste eso, Ary? —alcanzó a escuchar Atem que su hermana le decía a Ariadne entre gritos y aplausos—. Fue sorprendente, ¿no es así? Recuérdame pedirle a Mahad que nos enseñe un poco de su magia.

Los egipcios celebraron el espectáculo con vítores mientras Mahad descendía de nuevo a tierra firme.

El mago lucía sofocado por el despliegue de poder que acababa de hacer. Atem no le quitó la mirada de encima hasta que estuvo seguro que el alma de su amigo no corría peligro. Había sacrificado su ka, su fuerza vital, para salvar a los pobladores de Tebas.

Pero el faraón ya había sido testigo antes de las capacidades de su más fiel sirviente. Y el vórtice o portal, como lo había nombrado el padre de Mahad al inventar ese truco, no representaba un agotamiento del que un mago experimentado no pudiera recuperarse en un par de horas.

La música volvió a sonar, pero esta vez con más brío para celebrar que el Nilo había vuelto a ser abastecido. Atem suspiró aliviado mientras se perdía en el movimiento del agua clara. En los siguientes días, las lluvias del Sur se encargarían de rebozar el canal para inundar las laderas con el fértil limo negro.

Todo estaba en calma, o al menos eso parecía. Por eso Atem se preguntaba por qué no había desaparecido el vacío en su estómago.

Yuged debía ser la razón...

Volteó hacia el sur intentando encontrar alguna señal de su amigo. Hasta que de la nada apareció un caballo galopando hacia él a toda velocidad.

El faraón reconoció a la distancia las insignias de Yuged en las crines del animal. Y entendiendo de inmediato el mensaje, Atem montó el caballo al vuelo con la agilidad de una pantera.

—Ary, hay que seguirlo —dijo Manna en tono de súplica, aunque por la fuerza con la que jaló el brazo de la princesa de Creta para conducirla hacia uno de los caballos de los soldados, parecía en realidad tratarse de una orden.

La preocupación en el rostro de Atem  no había pasado desapercibida para Ariadne. El corazón se le encogió y solo acertó a repetir algunas de las plegarias que había aprendido durante los días de los rituales para pedir a los dioses que prestaran ayuda al soberano. Mientras tanto, Manna apuraba al caballo con las riendas para no perder de vista el avance de su hermano.

Atem podía sentir cada vez más cerca el caos, pero esta vez no podría invocar a Mahad en busca de ayuda. Sabía que si el mago gastaba su ka antes de haberse recuperado por completo, estaría cruzando la línea de la muerte.

A lo lejos, el faraón pudo distinguir una masa verde en las laderas del Nilo. Lo primero que imaginó fue que se trataba de arbustos que habían sido arrastrados con la violencia del río. Pero al acercarse pudo notar que lo que estaba confundiendo con hojas y troncos en realidad era un centenar de cocodrilos que intentaban llegar a tierra molestos por las agitadas corrientes.

Mas en su avance habían encontrado a los egipcios, que unos momentos antes se habían acercado al Nilo para presenciar la crecida.

Con una mirada rápida, Atem encontró a Yuged entre un grupo de pescadores que urgían a la gente a retirarse de los pantanos, pero el pánico entre las mujeres que no encontraban a sus hijos estaba dificultando la tarea.

Atem bajó del caballo con otro salto, justo a tiempo para quitar a una niña pequeña del camino de las fauces de uno de los cocodrilos. Manna acudió a toda prisa hacia el faraón para quitarle a su vez a la pequeña de entre los brazos y ayudarla a buscar a su madre.

Ariadne miró en derredor. Los cocodrilos habían empezado a pelear entre ellos con la intención de quitar del camino a la competencia. La princesa sintió el corazón en la garganta, y su tensión le permitió reconocer esa misma angustia en el ceño fruncido de Atem. Casi podía leer sus pensamientos. Eran demasiados reptiles acercándose a las presas, lo que impedía que lograran evitar una masacre.

Pero Ariadne vio cambiar de pronto la mirada del rey por una más decidida. Y apremiando el tiempo, Atem avanzó hacia los cocodrilos sin dar muestras de titubeos.

El cielo se cubrió por una gruesa capa de nubes negras, oscureciendo el horizonte, dejando justo el espacio necesario para que un haz de luz descendiera para rodear la silueta del faraón.

—¡Basta, Sobek! —clamó Atem alzando la palma hacia el Nilo.

En lo alto se escuchó el repiqueteo de un halcón. El dio Horus estaba repitiendo la orden a Sobek, el dios cocodrilo.

Como si se tratase de un solo ser, los cientos de cocodrilos detuvieron su marcha y posaron sus ojos amarillos en los de Atem, dando la impresión de estar sopesando sus palabras.

—¡En el nombre del faraón, te ordeno regresar a tu lugar de descanso! —exigió Atem esta vez con un volumen de voz más mesurado, y que sin embargo era más autoritario.

Los lagartos ladearon la cabeza y tras un gruñido dieron media vuelta para volver a las profundidades del Nilo.

El clamor del halcón volvió a retumbar y solo se extinguió cuando el último de los reptiles quedó oculto entre las aguas. En ese momento, el cielo se despejó y Atem se giró para comprobar que su pueblo estuviera a salvo.

—¡Vida y fuerza al hijo de Ra! —gritaron a coro los egipcios mientras levantaban los puños en el aire, en señal de júbilo.

A la distancia, Ariadne miraba al faraón deleitada por el poderío que éste poseía. Le impresionó la forma en que la naturaleza se había rendido a la voluntad del soberano de Egipto.

—Atem es en verdad el hijo de los dioses, ¿o no? —exclamó Manna cuando regresó al lado de Ariadne.

—Un dios terrenal —apuntó la princesa griega sin poder apartar los ojos del halo de luz que aún descendía desde el cielo para resaltar al hijo favorito del sol de Egipto.

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