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Capítulo VIII. El Gran Sacerdote de la Oscuridad

Ariadne se sentó en su lugar en el comedor ya dispuesto para que tomara sus alimentos matutinos en compañía de los príncipes de Egipto.

Estaba tan ansiosa que no podía dejar de mirar cada tres minutos hacia la puerta, esperando el momento en el que Atem habría de cruzar por ella.

-¿Todo en orden, Ary? -preguntó Manna al notar el nerviosismo de su amiga.

Ariadne le sonrió y asintió con la cabeza. No estaba segura de nada.
¿Atem cumpliría su palabra acerca de desayunar con ellos? ¿Los príncipes estaban enterados o sería una sorpresa? ¿Habría sido una buena idea pedirle que hiciera aquello?

Ya habían transcurrido dos días desde que Atem aceptó su consejo de pasar más tiempo con sus hermanos; y uno desde que habían regresado a Tebas tras su viaje al Delta del Nilo. Pero el faraón no había vuelto a tocar el tema. Por eso la incertidumbre la tenía desesperada.

En eso, se escucharon unos pasos firmes acercándose por el corredor; y después, el ruido sordo que hicieron las lanzas de los guardias en la puerta al golpear el piso en señal de respeto. Ése era un saludo destinado solo al faraón.

El corazón de la princesa de Creta dio un brinco en su pecho.

-¡Hermanito, qué sorpresa! -exclamó Manna con una enorme sonrisa cuando Atem apareció en la habitación-, ¿pero qué haces aquí tan temprano?

Atem se limitó a responderle con una sonrisa y se sentó a la mesa a un lado de Ariadne y justo enfrente de Karym. Ambos bajaron la cabeza al mismo tiempo. Ariadne sonrojada pero feliz, y Karym nervioso por la presencia del faraón.

El servicio se hizo presente de inmediato y colocaron ante Atem sus alimentos.

Todos continuaron comiendo en absoluto silencio. Ariadne observó de reojo al pequeño príncipe. Estaba totalmente tenso y no levantaba ni por error la vista de su plato, evitando cruzar su mirada con la de su hermano. Su plan no iba a funcionar si las cosas seguían así. Karym necesitaba que lo ayudaran a sentirse cómodo con la compañía de Atem.

-Esta mañana noté que el pueblo estaba más ajetreado que de costumbre -dijo Ariadne en un torpe intento por romper el hielo-, como si la gente se estuviera preparando para un evento importante.

-¡Exactamente es eso! -coincidió Manna-. Se trata de las festividades por los días epagómenos, los heru renepet.

-¿Los qué?

-Son los días adicionales al calendario en los cuales fueron creados cinco de los dioses principales de Heliopolis, la ciudad del Sol -le explicó Atem-. Seguramente tú tienes más frescos los detalles del mito de las eneades, ¿o no, Karym?

Ariadne sonrió ante las palabras de Atem. Había sido un brillante movimiento para resaltar las aptitudes de Karym.

El pequeño asintió, pasó saliva y comenzó a narrar la historia a la princesa de Creta.

-La Eneada es el nombre con el que se conoce a los nueve dioses del creacionismo. Todo comenzó con Atum-Ra que, sumergido en Nun, el océano primigenio, se originó a sí mismo cuando no existía nada en lo absoluto. Y así también, por sí mismo creó a Shu, el viento; y Tefnut, la humedad. A su vez, éstos dieron origen a Geb, la tierra; y Nut, el cielo. De esta forma se originaron las tierras sagradas de Egipto.

Karym se detuvo para buscar en el rostro del faraón alguna expresión que le indicara si estaba contando el mito correctamente o debía cambiar algo. Lo vio sonreír y supo que estaba complacido, así que prosiguió esta vez con más seguridad.

-Nut y Geb se amaban, pero al ser hermanos, a Ra no le gustó su unión. Cuando Nut quedó embarazada, Ra la castigó prohibiéndole dar a luz en cualquiera de los días del año. Pero los dioses seguían creciendo en su vientre por lo que empezaron a provocarle dolores insoportables a la diosa -explicó Karym con la misma precisión como si lo estuviese leyendo de un pergamino-. Toth, el dios de la sabiduría, se compadeció de ella, y en su favor visitó al dios de la luna, Jonsu, y lo retó a un duelo de senet, pidiéndole a cambio de cada victoria un día más en el calendario. Así consiguió cinco días adicionales en los que pudieron nacer los dioses Osiris, Horus, Seth, Isis y Neftis.

-Y por eso en los cinco días epagómenos celebramos el nacimiento de los dioses -concluyó Manna-. Justo después de esos días comienza el año nuevo con la crecida del Nilo.

-¿Y cuánto falta para eso? -preguntó Ariadne interesada.

-Veinticinco días -respondió Manna-, a penas el tiempo suficiente para tener todo listo -de pronto su rostro se cubrió con una sombra de preocupación-. Ary, voy a necesitar tu ayuda para dirigir las tareas. Ya tengo pensadas algunas funciones que vas a representar durante los festejos.

Ariadne volteó hacia Atem pidiendo auxilio. El faraón se encogió de hombros y cerró los ojos resignado. Sabía de sobra que su hermana era imparable, y ni él mismo habría podido hacer que cambiara de idea.

-Será un honor ayudarte -aceptó la princesa con una sonrisa mientras se preparaba para lo peor.

-Karym, yo también tengo algo que pedirte -dijo el faraón aprovechando el momento-. A partir de mañana dedicarás la mitad del día para acompañarme en los audiencias con el pueblo -le explicó Atem-. He decidido que fungirás como escriba real después de tus lecciones en el Kap.

Karym se hundió en su asiento sin atreverse a mirar a los ojos a Atem. Ariadne se sorprendió por las obligaciones tan demandantes que le había impuesto al príncipe.

-Faraón, ¿no cree que es muy pequeño para esa responsabilidad?

-Todo lo contrario -respondió Atem con una sonrisa-. Karym ha demostrado tener todas las habilidades requeridas para el cargo. Además, necesito que aprenda desde ahora a resolver los conflictos del reino, porque algún día habrá de tomar el puesto de visir para asesorar al siguiente gobernante.

El príncipe miró sorprendido a Atem mientras intentaba secar sus manos sudorosas en su túnica. El faraón se inclinó un poco sobre la mesa y, esbozando una sonrisa, vio a su hermano directamente a los ojos.

-Sin embargo, como todavía no tengo descendencia, debemos tomar nuestras previsiones. Pienso aprovechar la fiesta en honor a Horus para dar a conocer tu nombramiento como príncipe regente ante el pueblo egipcio.

-¿Príncipe regente? -cuestionó Ariadne.

-¡Es decir que por ahora Karym será el heredero de Atem! -le explicó Manna entre gritos, puesto que no podía esconder su emoción-. Si algo llegara a suceder, Karym sería nombrado faraón sin objeciones.

Ariadne abrió los ojos como platos. Ésa era una excelente idea. Miró al pequeño príncipe con la intención de felicitarlo. Karym estaba pálido como el lino, y veía a Atem con cara de incredulidad. Pero poco a poco un dejo de orgullo fue inundando su rostro. El niño frunció el ceño y asintió. Estaba listo.

-¡Por Karym! -exclamó Manna alzando su copa-, ¡nuestro nuevo heredero!

. . .

Después del almuerzo, Ariadne regresó a sus aposentos. El calor comenzaba a ser agobiante y en lo único que podía pensar ahora era en refrescarse en su piscina.

Sus doncellas no tardaron en tener el agua lista para ella. La princesa disfrutó al deshacerse de su ropa y se metió al agua con un salto elegante. Recostó la cabeza en uno de los bordes e intentó dejar su mente en blanco, pero la imagen de Atem la tenía atrapada.

-¿Descansando tan temprano? -dijo una voz detrás de ella.

Ariadne sonrió al escuchar esas palabras. No necesitaba voltear para saber de quién se trataba. Esa voz era inconfundible, y aún más cálida que las aguas en las que Ariadne se encontraba sumergida.

-Esto es lo mínimo que una princesa se merece -respondió Ariadne con arrogancia fingida, mientras se giraba para darle la cara a Calíope, la musa de la elocuencia, quien llevaba una ligera túnica amarilla anudada a un costado.

Una luz rojiza pasó a toda velocidad sobre la cabeza de Ariadne.

-Lo que tú mereces es alguien que te baje de las nubes y te ponga a trabajar -replicó una voz juguetona del otro lado de la habitación.

Al voltear, la princesa descubrió a Talía, la musa de la comedia, que como siempre, iba vestida de un rojo chillante. De todas las musas, Ariadne siempre había preferido a Talía pues apreciaba su sinceridad y su buen humor.

-¿Otra vez en las nubes? ¿Será acaso por pensar en el joven Alejandro? -preguntó con malicia la musa del amor, Érato, al tiempo que agitaba su túnica rosa usándola como abanico para refrescar su rostro-. Si así lo deseas, puedo ir por él. No me costaría nada traerlo hasta aquí.

-¡Lo sabemos! -dijeron al unísono Talía y Calíope con cara de desesperación. Mas la intención con la que habían dicho eso no fue evidente para Ariadne.

-¿Alejandro? ¿Pero y qué hay de Teseo? -preguntó Clío, la musa proclamadora de la historia, quien acababa de aparecer vistiendo una túnica morada-. Él sí es un verdadero héroe, guerrero infatigable. Vencedor de cualquier peligro. ¡El terror de Perifetes, Escirón, Cerción, Sinis y Procustes! -Clío se detuvo un instante con la mirada perdida en la nada-. Me pregunto por qué aún no ha aparecido...

-¿Habrá muerto en el camino? -sugirió una muchacha enteramente vestida de negro que acababa de aparecer a un costado de Clío. Se trataba de Melpómene, la musa de la tragedia.

-No sean desesperadas. Solo han pasado quince días desde que llegamos -observó Urania, la musa de la astronomía y las ciencias exactas; quien gustaba de vestir de un azul muy parecido al cielo veraniego-. Considerando la velocidad del correo, y la de los barcos helénicos, al menos le tomará dos lunas más llegar hasta aquí -calculó la musa sin apartar los ojos del cielo, donde solo ella alcanzaba a distinguir la silueta de los astros.

-¡Vamos! Clío... Melpómene... Urania... acordamos ya no volver a mencionarlo -las reprendió Calíope mientras señalaba con la cabeza a Ariadne.

Pero había sido demasiado tarde. Ariadne ahora tenía un gesto lleno de tristeza y melancolía por haber recordado la ausencia de Teseo. ¿En dónde se encontraría el príncipe? ¿Habría recibido ya el aviso de Atem? ¿Habría decidido ir por ella o, por el contrario, simplemente lo había ignorado?

-Pues yo solo espero que llegue después de las fiestas epagómenas-señaló Terpsícore, la musa de la danza, vestida con una túnica de color verde hoja-. No quiero perderme la oportunidad de volver a bailar como los egipcios. Todavía hay algunos pasos que quiero practicar.

Ariadne se ruborizó al recordar el día en que había bailado con Atem. Sintió un hueco en el estómago por los nervios de tener que volver a pasar por eso.

-¡Y además habrá música! -exclamó Euterpe, la musa de la música, después de hacer su aparición junto a Terpsícore. Sacó de su túnica naranja una flauta y comenzó a entonar una de las melodías que los músicos egipcios habían tocado durante el banquete en el palacio.

-¡No puedo creer que estén felices por una celebración dirigida a dioses extranjeros! -dijo Polimnia, la musa de los cantos sagrados, evidentemente enojada-. ¿Imaginan lo que dirá nuestro padre Zeus cuando se entere? -les recordó la musa cuyo rostro rojo por el coraje contrastaba con el blanco de sus ropas.

-Querrás decir "si es que se entera..." -bromeó Talía.

-Lo hará. Él siempre lo hace -respondió Polimnia cada vez más molesta.

-¡Y cuando eso suceda, será nuestro fin! -exclamó Melpómene horrorizada y cubriéndose el rostro con las manos.

-¡Basta de tus tragedias, Melpómene! -dijo Talía-. Todo estará bien. No vamos a alabar a los dioses egipcios. Simplemente disfrutaremos de la fiesta.

-Además, es una excelente oportunidad para conocer mejor a los egipcios y aprender de ellos -comentó Urania.

-¡Exacto! -gritaron Euterpe, Terpsícore y Talía al unísono.

Las musas siguieron discutiendo, pero Ariadne ya no les prestaba atención. Tenía sus pensamientos enfocados en Teseo. Suspiró lastimosamente. Quizá era momento de aceptar que el príncipe no regresaría por ella...

. . .

Atem bajó de su caballo justo cuando llegó al primer escalón del templo sagrado del dios Amón. Miró hacia las puertas franqueadas por columnas elevadas, y comenzó a caminar hacia una de las salas.

Antes de cruzar la puerta, el faraón se encontró con una joven de largo cabello negro. Se trataba de Isis, una de las sacerdotisas principales del templo de Karnak, y hermana menor del maestro de los magos.

La joven iba seguida por su séquito de sacerdotisas. Isis hizo una breve reverencia ante Atem y con una sola mirada interrogó al faraón. Ella no solía hablar a menos que fuese absolutamente necesario.

-Necesito ver a Aang -le informó Atem-. Y mucho te agradecería que tú también estuvieses presente. Me gustaría saber tu opinión.

-No debe ser nada bueno para que solicites la presencia de los dos.

Atem esbozó una sonrisa y no respondió. Él también podía ser reservado cuando se lo proponía. Pero la sacerdotisa tenía razón. Jamás habría puesto a Aang y a Isis bajo el mismo techo si no se hubiese tratado de una emergencia. Sabía bien que las diferencias en la forma de pensar de ambos jóvenes los había orillado a odiarse con una intensidad sobrenatural.

-Aang debe encontrarse en la sala hipóstila -continuó diciendo Isis. Y sin esperar respuesta del faraón se encaminó hacia la cámara principal del templo donde se encontraban las efigies de los dioses.

Cuando Atem, Isis y el resto de las sacerdotisas entraron a la sala, fueron recibidos con desgana por Aang el sumo sacerdote de Amón.

El faraón aún recordaba la alegría que solía brillar en los ojos de su amigo cuando eran unos niños. Mas ahora Aang era sumamente conservador y serio cuando se trataba de cumplir sus responsabilidades en el templo.

Y precisamente por eso Atem quería pedir su consejo. Su opinión, sumada a la de Isis quien siempre era benevolente, le ayudaría a vislumbrar todo el panorama. Tan solo faltaba...

-¡Mahad! -llamó el faraón, y un segundo después el maestro de los magos hizo su aparición en la sala, de rodillas ante Atem.

El mago se puso de pie y con un esbozo de sonrisa saludó a su hermana.

-¿De qué se trata esto, faraón? -preguntó Aang con el ceño fruncido. El sacerdote no era afecto a la presencia de Mahad tampoco.

-Quiero consultarlos a los tres acerca de la princesa de Creta. Mahad ya me había advertido hace unos días que ella nació con el don de la magia. Y hace poco lo pude comprobar -dijo Atem tan inmutable como era su costumbre-. Pero no me queda duda que ella lo desconoce por completo. Por eso necesito su consejo. Necesito decidir si es mejor que siga ignorando su poder y correr el riesgo de que inconscientemente provoque una catástrofe; o dárselo a saber y provocar que haga un mal uso de la magia.

-El conocimiento siempre ha sido tan peligroso como la ignorancia -reflexionó Aang mientras se frotaba la barbilla con su mano derecha-. Pero el que ella permanezca ignorante, nos da una ventaja.

-¿No podrías por primera vez confiar en el buen criterio de las personas? -preguntó Isis desafiante. Atem dudó si la sacerdotisa en verdad creía en Ariadne o solo disfrutaba en contradecir a Aang-. El conocimiento es poder, y en manos de una alma bondadosa incluso podría ser benéfico para Egipto.

-No, Isis, recuerda los mandatos de los dioses -dijo Mahad colocando una mano sobre el hombro de la joven en un gesto autoritario-. La magia no puede, por ningún motivo, ser usada sin reglas. Y si permitimos que la princesa aprenda a usar su poder, solo traerá el mismo caos que hay en su nación. Ella misma lo piensa así.

Aang levantó una ceja al escuchar al mago y en su rostro se dibujó una sonrisa de estupor. Quizá Mahad no era tan inepto, después de todo...

-Si la princesita está de acuerdo en que su magia es peligrosa, ¿entonces por qué seguimos discutiendo? -apuntó con ironía el sacerdote-. Solo hay que vigilarla y evitar a toda costa que siga convocando sus poderes.

Isis bajó la mirada. No tenía forma de rebatir eso, por más que le molestara ver cómo Aang se salía con la suya. Sin decir ni una palabra, la sacerdotisa se acercó a una de las mesas de rituales. De inmediato su séquito se acercó para darle los materiales que ella necesitaba.

Con lentitud, Isis escribió el nombre de la princesa de Creta sobre un papiro mientras las demás sacerdotisas recitaban conjuros y oraciones a los dioses. Atem, Mahad y Aang se limitaron a observar la escena en absoluto silencio.

Isis quemó el pergamino y vertió las cenizas en un tazón lleno con un líquido violeta traslúcido. Las cenizas comenzaron a girar en un remolino hasta que súbitamente se precipitaron en el fondo del recipiente.

-El paso de la princesa por esta vida no es simple -anunció Isis con ojos tristes-. Hay dolor en su pasado y en su futuro.

-Tienes que sacarla de esta nación de inmediato. Ella es portadora de la calamidad -dijo Aang empezando a desesperarse y alterado por el ritual de adivinación que había realizado Isis-. Ya lo escuchaste, su alma traerá el caos a Egipto.

-No, eso nunca -respondió Atem con firmeza en sus ojos-. Prometí que la cuidaría hasta que vengan por ella. Y no voy a faltar a mi palabra.

-¿Y si no vienen? -señaló el sacerdote-. ¿No te das cuenta de que si la abandonaron en esa isla por tanto tiempo, debieron haber tenido un motivo? Probablemente también ellos se dieron cuenta de lo peligrosa que podía ser.

-Solo es una muchacha. Y merece nuestra ayuda después de todo lo que ha vivido.

-¡Ni siquiera es egipcia! -le recordó Aang esta vez fuera de sí-. No condenes a tu pueblo intentando ayudar a una extranjera -se detuvo esperando que el faraón reaccionara, pero éste seguía inmutable, así que agregó:- ¿Acaso no has pensado que podría ser una espía?

-¡Eso es absurdo! ¡Yo decidí traerla aquí! -para Atem era una tontería incluso tener que explicarse-. La encontramos por casualidad en la isla de Naxos.

-¿Estás seguro que fue una casualidad? -dijo Aang temeroso. No había caído en cuenta de ese detalle hasta ese momento-. Naxos no está en la ruta de viaje del Hatti a Menfis.

Mahad e Isis se tensaron. De pronto comprendieron que el sacerdote tenía la razón.

-Eso lo sé bien -dijo Atem frunciendo el ceño-. Fue debido a una tormenta imparable que nos desviamos hacia Grecia.

-¿Una tormenta? -repitió Aang incrédulo-. ¿Justo a mitades de la estación de la sequía? ¿Cuándo se había visto eso antes?

Atem se quedó congelado. No tenía una respuesta. ¿Su encuentro con la princesa había sido premeditado? No, no podía creer eso. Debía haber alguna explicación para la tormenta.

-Vine aquí pidiendo tu consejo acerca de los dones de Ariadne, y haré caso a tus palabras -le recordó Atem-. Pero en cuanto a su estancia en Egipto, no te permitiré que intentes contradecir mis decisiones.

Sin decir nada más, Atem dio media vuelta y se dirigió con autoridad hacia la puerta de esa sala. No deseaba seguir escuchando los desvaríos del sumo sacerdote de Amón.

Aang lo vio alejarse, y aunque sabía que ya había traspasado los límites, no pudo evitar volver a expresar su opinión.

-Atem, no te enamores de esa mujer -le advirtió Aang-, tu corazón se romperá.

El faraón se detuvo al escuchar esas palabras. ¿Era un consejo o le estaba compartiendo los secretos de su futuro? Atem sonrió, solo había una cosa que podía dar por cierta:

-Ya es demasiado tarde -dijo sin voltear a ver al sacerdote, y salió del recinto con un nudo en el estómago.

Mahad desapareció en silencio, dejando a solas a los representantes del clero de Karnak.

-Tú también lo viste, ¿cierto? -preguntó Isis a Aang.

El sacerdote asintió con la mirada clavada en la efigie del dios Seth.

-Su futuro es nebuloso, pero hay una sombra que la acecha prematuramente...

-La muerte -sentenció Aang.

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