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Capítulo V. El maestro de los magos

-¡Que así sea escrito y se cumpla! -sentenció una vez más Atem con voz potente desde su trono en la sala de audiencias.

A Ariadne le fascinaba escucharlo decir eso para indicar a todos los presentes que la decisión estaba tomada y que nada lo haría cambiar de idea. Era la forma en que demostraba su poder absoluto como dios reencarnado de Egipto.

La princesa estaba absorta observando al faraón. Esta vez había encontrado la forma de llegar hasta el balcón que se encontraba sobre la gran sala del trono. Ahí era más cómodo y seguro para pasar desapercibida.

Sabía que no era apropiado estar ahí espiándolo. Pero se había vuelto algo obsesivo para ella. Era la única forma en la que podía estar cerca de él. Ariadne ya había aceptado el magnetismo que ejercía el soberano sobre ella. Era un arte cada uno de los movimientos, gestos y palabras de Atem. Era simplemente perfecto.

Pero había algo más. Aquella sala la tenía atrapada en una ilusión. Desde la primera vez que entró ahí, dos días atrás, comenzó a sentir e incluso soñar que había estado en ese lugar muchos años antes.

La chica no podía descifrar si se trataba de un recuerdo o sólo un deseo.

Y es que la sala era tan bella y tan imponente que ella creía que sólo se trataba de un capricho de su corazón el pertenecer a ese lugar.

De pronto sintió la necesidad de saber un poco más sobre la gran nación del Nilo. Quería comprender todo el misticismo que envolvía a esas tierras poderosas que ya tenían más de mil años resguardando a un pueblo asombrosamente armónico.

Se levantó a toda prisa y se dirigió a las Bibliotecas del palacio. Haber estado inspeccionando los alrededores con el permiso de Atem, le daba ahora la ventaja para dar con ese sitio sin contratiempos. La chica cruzó los jardines caminando tan rápido como podía, pero la emoción hizo que comenzara a correr.

Ariadne llegó a las puertas de un edificio estrecho, de tres pisos de altura. Los soldados apostados en la entrada le permitieron el paso en cuanto la reconocieron.

Con el corazón acelerado, la princesa griega entró a "la casa de la ciencia", como sabía que lo nombraban los egipcios. Pero en cuanto se acercó al primer papiro que tuvo al alcance, se dio cuenta que había sido ridículo ir ahí.

Absolutamente todo estaba escrito en jeroglíficos, y ella seguía sin tener la menor idea de cómo interpretarlos.

-¡Por Zeus! -exclamó Ariadne derrotada.

Y en cuanto se dio cuenta de la blasfemia que había dicho, se tapó la boca, pero había sido demasiado tarde.

Todos los sacerdotes y escribas que se encontraban lo suficientemente cerca para escucharla, voltearon indignados hacia ella. Incluso algunos susurraban entre ellos, quizá juzgando la ofensa que acababa de decir.

La princesa dejó el papiro en su lugar apenada y se dispuso a salir de ese recinto cuando sintió una mano sobre su hombro.

-Ariadne -la llamó Alejandro detrás de ella.

La chica volteó al reconocer esa voz. Aliviada, permitió que el joven la tomara de la mano y la condujera lejos de los sacerdotes que la miraban con una evidente desaprobación.

El chico se internó entre los pasillos de anaqueles hasta encontrar una pequeña habitación que contenía tan sólo un escritorio y un estante lleno de tinteros y papiros nuevos.

-Lo lamento mucho -se disculpó la chica consciente de su error.

-No le des importancia -respondió Alejandro encogiéndose de hombros-. Es sólo que escogiste el peor lugar para mancillar el nombre de los dioses egipcios. En cualquier otro sitio habría sido normal, pero a la biblioteca de Tebas sólo acude la élite, y ellos se caracterizan por ser sumamente conservadores.

El joven le sonrió intentando tranquilizarla, pero como seguía notando su arrepentimiento por lo sucedido, decidió animarla cambiando de tema.

-¿Y qué hacías con esos papiros? Creía que no sabías leer los jeroglíficos.

Ariadna se ruborizó con la pregunta. Pero no le quedó otra salida que confesar su distracción.

-No los sé leer. Aunque me encantaría poder hacerlo. Fue sólo que por un momento lo olvidé. Me cegó el impulso de conocer un poco más sobre Egipto, y no caí en cuenta de mi error hasta que desenrollé los papiros.

-En ese caso, yo te podría ayudar -se ofreció Alejandro conmovido-. Fui instruido para desempeñarme como escriba, aunque Atem cambió mi destino cuando se convirtió en faraón, y me designó como administrador de los bienes del reino.

-¡Eso sería maravilloso!... pero temo quitarte tu tiempo. Y no me gustaría que tuvieras problemas con el faraón por mi culpa.

-¿Con Atem?... no, en lo absoluto. Mientras los registros estén al día, él no tiene problema con las actividades a las que me dedique el resto del tiempo.

Ariadne asintió contenta y agradeció en palabra y con el corazón el apoyo del muchacho. Ya había sido su salvador cuando había dedicado su tiempo para enseñarle a comunicarse con los egipcios. Y ahora le estaba ofreciendo una vez más una mano amiga para que pudiese aprender a leer los textos de esa sagrada nación. Ariadne supo que jamás podría pagar su solidaridad y su paciencia.

-Pero si vamos a estudiar, será mejor que salgamos de aquí -comentó Alejandro entusiasmado mientras tomaba algunos papiros y tinta de aquella habitación-. Si los sacerdotes desean tu expulsión de la casa de la ciencia y te encuentran aquí, ni Atem podrá ayudarte. Los jeroglíficos son los símbolos que nos han dado los dioses egipcios, así que una adoradora de deidades extranjeras no debería poner sus manos sobre ellos.

Alejandro le volvió a dirigir una sonrisa que era jovial pero franca, y que obligó a la princesa a desviar la mirada para no sonrojarse.

El chico la tomó de nuevo de la mano y la arrastró consigo hacia una salida posterior para no tener que toparse otra vez con los ancianos pretenciosos. En el camino tomó unos cuantos papiros que creyó le servirían de ejemplo para el aprendizaje de Ariadne.

Los muchachos salieron a los jardines del palacio. Alejandro eligió la fuente principal como escenario para enseñar a la chica. Con un ademán de la mano, pidió a los sirvientes que acercaran sillas, mesas y sombrillas para improvisar un lugar de trabajo.

Pronto, Ariadne pudo notar la presencia de dos lucesitas veloces, una azul y otra rosa. Sospechaba que Urania, la musa de las ciencias exactas, estaría fascinada con las lecciones de escritura de un idioma nuevo; sin embargo le había sorprendido que Érato, la musa del amor, también hubiese querido estar presente.

Con las lecciones que le daba Alejandro, Ariadne entendió lo difícil que era el dibujo de los jeroglíficos. El muchacho le explicó con paciencia los monosílabos, bisílabos, trisílabos e ideogramas; sorprendido de lo rápido que entendía y de su habilidad para trazar los intrincados dibujos.

Los muchachos estaban tan absortos en su tarea que no se percataron del par de ojos que los observaba desde las alturas.

Para desgracia de Atem, los chicos habían elegido instalar su estudio justo al alcance visual del despacho del faraón. Desde que el joven rey reconoció la voz de Ariadne no había podido concentrarse en sus tareas.

La sangre le hervía cada vez que Alejandro provocaba la risa de la princesa y fue peor cuando notó lo cerca que estaban el uno del otro, y la forma en que Alejandro tomaba la mano de la joven para corregir sus trazos sobre los papiros.

Intentó relajarse y evitar los sentimientos de envidia hacia uno de sus mejores amigos, pero todo era en vano. El deseo de mandar a Alejandro muy lejos de Tebas se estaba apoderando de él. Después de todo, si Ariadne quería aprender la escritura de los jeroglíficos, ¿por qué no se lo pedía a él?

Entonces Atem miró los cientos de papiros que se encontraban encimados unos en otros en su despacho esperando a ser atendidos por él. Se dio cuenta que no era un hombre libre como para comprometerse a más responsabilidades. Ya suficiente tenía con el tiempo que iba a perder en el viaje a las pirámides.

Se dio cuenta de su egoísmo, más no era capaz de contenerse. Necesitaba ayuda urgentemente.

-¿Qué es lo que desea, majestad? -dijo una voz detrás de Atem.

El faraón giró su cabeza hacia el maestro de los magos de Tebas, su más fiel sirviente. Era toda una suerte que Mahad siempre apareciera cuando él más lo necesitaba.

Mahad era joven, a penas cuatro años mayor que Atem, pero aparentaba muchos más. Desde pequeño había sido recluido en las paredes de la casa de la magia en Tebas por su propia voluntad, dedicando todo su tiempo a dominar ese arte.

-Mahad, no era mi intención molestarte -se exculpó el faraón-, pero necesito pedirte un favor. Requiero que Alejandro venga lo antes posible, y aunque se encuentra justo en los jardines de esta ala, no he logrado hacer que atienda mi llamado.

-No se preocupe, majestad, en seguida le avisaré personalmente al administrador real.

Hizo una reverencia y un segundo más tarde Mahad desapareció para reaparecer junto a los jóvenes, dos plantas más abajo.

-Buen día -saludó el mago haciendo una profunda reverencia-. El faraón (larga vida, salud y fortaleza), ha solicitado la presencia del administrador de manera urgente.

-Gracias, Mahad, iré de inmediato -respondió Alejandro intrigado. Luego miró el gran reloj de sol del patio del palacio y agregó dirigiéndose a la princesa-. Me parece que tendremos que dejar las lecciones hasta aquí por hoy.

Ariadne asintió y le dio las gracias a su amigo.

-Habrá que devolver los papiros a la biblioteca -siguió diciendo Alejandro-, pero tú no puedes entrar ahí...

-Yo los llevaré -se ofreció Mahad-. Pero dése prisa, el faraón parecía angustiado.

Alejandro sonrió ante la preocupación que se reflejó en el rostro de Ariadne. Después se despidió de ambos jóvenes con un gesto de la mano y apresuró el paso hacia el palacio.

-Permítame ayudarla con eso, princesa -exclamó Mahad cuando Ariadne empezó a enrollar los papiros con los que habían estado trabajando.

-Gracias... Mahad, ¿cierto?

-Así es, alteza. Soy el encargado del séquito de magos de Tebas -se presentó el muchacho haciendo otra reverencia.

-No tenía idea de que en Egipto se practicara la magia -exclamó la chica entusiasmada. No había nada que le gustara tanto como la magia.

-La magia existe en todas partes, y para la sociedad de Egipto es uno de los pilares fundamentales. Sin la magia, nuestro perfecto equilibrio se perdería.

-¿El equilibrio entre el bien y el mal?

-El equilibrio entre las personas y la esencia mística de todo lo que nos rodea -aclaró el muchacho mientras apilaba los rollos de papiros-. Esas esencias dieron origen al Valle del Nilo, y a las condiciones necesarias para permitir nuestra existencia: luz, agua, sembradíos e incluso la muerte que da vida a aquellos que permanecen. Por eso las consideramos nuestros dioses. Sin ellas y sin su guía, perderíamos fácilmente el camino hacia nuestra subsistencia.

-Si la magia da equilibrio, y los dioses cuidan ese balance, ¿entonces la magia es de los dioses?

-Principalmente, pero no de forma exclusiva. Los dioses han otorgado a todos los egipcios la capacidad de crear magia. No obstante, no a todos les es permitido.

Ariadne escuchó atenta. Sentía un extraño entusiasmo repiqueteando en su pecho. Pero aún no comprendía del todo las palabras de Mahad. El chico continuó con su explicación. No entendía la razón pero algo le decía que era importante que la princesa estuviera enterada de las costumbres en Egipto.

-Antes de ser elegido para aprendiz de mago, los dioses evalúan si la persona en cuestión es lo suficientemente digna para tal honor. Y es que el riesgo de la magia reside en que cualquier evocación de ésta produce un efecto sobre Las Dos Tierras de Egipto: un acto bondadoso da armonía entre los pobladores; mientras que la magia aplicada a actos perversos produciría además una corriente de energía negativa que envenenaría a la nación.

-Eso suena muy riesgoso. ¿Qué tal si los dioses juzgaran mal las intenciones del aprendiz?

-Eso simplemente es imposible -sentenció el mago mientras negaba con la cabeza-. Los dioses nunca se equivocan. La misma diosa Maat, vigilante de la justicia y la verdad, es quien evalúa la incorruptibilidad de los corazones. A ella no se le puede ocultar nada. Y durante los milenios que lleva de vida esta nación, nadie lo ha logrado.

-¿Y la magia de los dioses también tiene consecuencias sobre Egipto?

-Por supuesto -exclamó Mahad y por un instante su mirada se perdió en el horizonte-. Por eso los dioses sólo evocan la magia cuando les es solicitado por los sacerdotes principales. Y ellos tienen muy claro que si se llegaran a presentar ante nuestros dioses pidiendo favores egoístas, serían severamente castigados.

-En estas tierras todo parece ser sagrado. En mi antiguo hogar, la magia no era más que un medio para lograr las ambiciones de hombres y dioses. Nunca ha habido alguna restricción al respecto.

-Sin control, no hay paz.

Ariadne le dirigió una sonrisa triste. Si la magia estuviese más restringida en Creta, probablemente su madre y sus hermanos seguirían con vida.

Distraída, la chica hizo un movimiento torpe provocando que los tinteros que había tomado resbalaran de sus manos. Mahad alargó un brazo para ayudarla, pero al hacerlo sus dedos tocaron accidentalmente las manos de Ariadne.

Acto seguido, una suave corriente eléctrica recorrió el cuerpo del mago despertando todos sus sentidos. La miró extrañado. Ahora comprendía un poco mejor las cosas.

-Lo lamento -dijo la princesa sin haberse dado cuenta de lo sucedido-, estaba distraída.

-¡Ary! -gritó una vocecita desde la puerta del palacio-, ¡es hora de comer!

Ariadne volteó hacia el pequeño príncipe Karym. Estaba un tanto indignada de que ahora también él la llamara así. Saludó al pequeño con la mano mientras sonreía muy a su pesar. Giró su cabeza hacia Mahad indecisa.

-Está bien, alteza -la tranquilizó Mahad adivinando sus pensamientos-, yo me encargaré de devolver todo esto.

Ariadne le agradeció y corrió hacia Karym. No quería hacer esperar a los príncipes. Estaba muy emocionada. Buscaría el momento oportuno para pedir a Atem su autorización para aprender a controlar la magia de Egipto.

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