Capítulo III. El pasado es el presente
-Estos son los últimos -anunció Yuged mientras dejaba caer una gran pila de papiros sobre el escritorio del faraón.
Joven y apuesto, Yuged se distinguía por su libertinaje con las jovencitas de la clase alta de Egipto. Mas su cualidad principal era la facilidad con la que adquiría cuanto conocimiento estuviera a su alcance.
Tenía varias especialidades, pero la que más gozaba era la cartografía. El muchacho habría sido plenamente feliz de haber dedicado su vida a navegar y explorar tierras lejanas.
Pero había conocido a Atem desde que eran niños. Y su lealtad hacia su amigo lo había obligado a cambiar su sueño por una vida en la administración del valle de los dioses.
El actual faraón necesitaba alguien en quién confiar para dirigir la inmensa nación. Por eso Yuged se encontraba entre las pocas personas con el orgullo de portar el título de "gran amigo real".
-Bien, con dos o tres días encerrado en este despacho, podré terminar este desbarajuste -estimó Atem al inspeccionar las montañas de pendientes que Yuged había dejado delante de él. Quizá tenía trabajo para semanas de aislamiento, pero no le daría el gusto a su amigo de verlo sobrepasado por sus responsabilidades.
-Mientras te diviertes con todo esto, iré a pedir que nos traigan el almuerzo aquí.
Cuando la puerta del despacho del faraón se cerró, Atem se desplomó en su diván. Ese regalo que Alejandro le había dado era su mayor tesoro en días así de ajetreados.
Tenía muchos reportes, resoluciones y cuentas que revisar y poner al día, pero su cabeza estaba tan sólo en Ariadne. Era como una enfermedad que le había hecho perder el juicio. Y a la vez como el abrigo de un sol benevolente. Cuánto deseaba volver a verla.
Decidido, Atem comenzó a clasificar los pendientes del reino entre los que eran urgentes y los que podrían esperar un poco más.
Estimó entonces el trabajo que requería su atención inmediata: no era más de 5 horas. Exhaló profundamente y concentró todas sus energías en resolver esos asuntos.
Después de eso se permitiría descansar un poco en lo que saludaba a la dulce joven. Ya encontraría la forma de que Yuged no protestara por aquello.
...
Manna se sobresaltó cuando encontró los aposentos de Ariadne vacíos. Había planeado ir con su nueva amiga a navegar a través del Nilo. Pero ahora se lo habían puesto difícil.
Recorrió el palacio con presura hasta encontrar a Teva, su doncella de confianza, quien había acompañado a la princesa griega hasta su habitación la noche anterior.
-La vi al amanecer, su majestad, paseando entre los jardines del palacio. Después escuché decir a las sirvientas de la cocina que había estado interesada en la comida que estaban preparando. Quizá siga por ahí.
Manna dio unos saltitos de alegría al saber que Ariadne no se había escapado. Y de inmediato se dirigió a las cocinas reales... O al menos lo intentó. Nunca antes había tenido la intención de ir a ese lugar, y pronto se dio cuenta de que no tenía ni la más remota idea de cómo llegar.
...
La pila de pendientes "urgentes" ahora iba a la mitad. Orgulloso, el faraón se permitió darse un respiro. Quizá media jornada más sería suficiente antes de poder abandonar finalmente su despacho por ese día.
La puerta se abrió con un tremendo estruendo para dar paso a Yuged que llevaba las manos ocupadas con charolas de madera repletas de pequeños panecillos.
-Ya empezaba a preocuparme por ti -exclamó sarcástico Atem. En realidad la ausencia de su amigo le había permitido avanzar considerablemente.
-Deberías agradecerme por lo que te he traído -contestó el otro con una amplia sonrisa de satisfacción-. Espero que disfrutes el toque griego de los aperitivos.
-¿Alejandro estuvo jugando nuevamente en la cocina?
El faraón se intranquilizó. Aún recordaba nítidamente la ocasión en que su amigo, con apenas siete años de edad, había construido una escalinata con los jarrones de las cocinas para lograr alcanzar los panes con miel que las nodrizas habían guardado.
La catástrofe se hizo presente en el palacio cuando el estruendo que hicieron las delicadas piezas de cerámica al caer, llegó hasta los oídos del padre de Atem.
Mucho lamentó el entonces soberano la pérdida de tan valiosas artesanías, todas originadas por las talentosas manos de la cultura Naqada, en el tiempo en que el reino de Egipto no era más que un sueño.
-No te preocupes por eso, todos sabemos que Alejandro tiene prohibida la entrada a las cocinas por el resto de los tiempos -Yuged se llevó dos panecillos a la boca antes de continuar-. Es Ariadne quién se encargó de preparar todo esto para nosotros.
El terror del muchacho fue aún peor. Se levantó de su silla tirando la mitad del contenido de su escritorio. ¿Quién habría perdido la cordura para permitir que la princesa de Creta hubiese ensuciado sus manos en una actividad tan funesta?
Salió de su oficina dando profusas zancadas e ignorando las exclamaciones de su amigo que intentaban calmarlo. Pero no había nada que pudiese tranquilizar ahora al rey hasta no liberar a Ariadne de esa humillación.
Atem recorrió con premura los pasillos hacia la otra ala del palacio y bajó las escaleras dando algunos traspiés sin poder controlar su velocidad.
Se detuvo en seco al llegar al umbral de la puerta de las cocinas. Y grande fue su sorpresa cuando enfocó a Ariadne cortando frutos secos con sus propias manos. Por un momento había tenido la esperanza de que todo fuese una mala broma de Yuged.
-¿Qué está sucediendo? -bramó el rey tan fúrico que asustó a todas las doncellas presentes, incluyendo a la princesa griega.
Ariadne temió haber insultado al rey al entrar sin su permiso a las cocinas del palacio. Pero no lo había hecho con ninguna mala intención.
Se le entumieron las extremidades y se quedó sin habla. El faraón se veía muy diferente ahora que estaba fuera de sí. Parecía querer hacer que desaparecieran todos los presentes.
-Éste no es lugar para ti -le recordó Atem con los ojos brillantes por la rabia-. No había creído que fuese necesario explicarles los protocolos obvios. ¿De quién fue la idea de que vinieras aquí?
-Hermanito, gracias a Ra que no sabes susurrar -dijo Manna entre risitas en cuanto entró a la sala-, tu voz me guió hasta aquí.
Atem la miró enojado, pero no la pudo reprender por su total falta de respeto. Era la única persona con la que jamás podría molestarse.
En realidad, una de las dos únicas personas que podían borrar todo enojo en él. Manna y...
-Todo ha sido mi culpa, faraón -dijo una vocecita que hasta apenas unos momentos antes había estado escondiéndose detrás de Ariadne-. Yo fui quien le pidió que cocinara para mí.
El rey se quedó pasmado al observar a Karym, el más pequeño de los príncipes de Egipto. Hacía años que se había prometido impedir a toda costa que aquel niño sufriese de nuevo. Y pensar que ahora el poco control que tenía sobre sus propias reacciones lo había afligido, lo llenaba de vergüenza y culpa.
-Bien, ahora que el malentendido se aclaró, y aprovechando que estamos todos aquí reunidos, ¿qué les parece si tomamos toda esta comida y damos un paseo por el Nilo?
Manna era la única que habría podido romper la tensión que se había creado entre los presentes. Por suerte, ella estaba resuelta a llevar a cabo los planes que tenía desde que había despertado por la mañana.
Su hermano mayor vaciló, pero el paseo sería una buena forma para enmendar con sus amigos la manera en que había actuado.
-Por mi parte, estoy de acuerdo -pronunció cerrando los ojos y cruzándose de brazos, como hacía cada vez que quería restarle importancia a la situación. Era la única forma que conocía para disculparse en esos momentos.
...
Había tantas cosas extrañas en aquella nación. No dejaba de sorprenderle a Ariadne la libertad de la que gozaban todos los habitantes.
En Creta había mil y una reglas acerca de lo que la realeza podía hacer en público, y los lugares a los que podía tener acceso el pueblo.
Mas en Tebas, la capital de las Dos Tierras, los egipcios se entremezclaban nadando en una zona estrecha del río sagrado, sin distinguir entre nobles y plebeyos.
Y aún más increíble era la equidad entre mujeres y hombres. En su antiguo hogar, su familia jamás habría aprobado un comportamiento como el de Manna, quien resultaba ser impertinente con el faraón. Por más que fuesen de la misma sangre, Ariadne no entendía que se pudiesen tener tanta confianza.
Despejó su mente de los prejuicios tontos y se concentró en el paisaje lleno de vida que enmarcaba la rivera del Nilo. El calor era extenuante pero la brisa reconfortaba su cuerpo.
La princesa seguía sintiéndose apenada con el faraón por lo sucedido en el palacio, de modo que hacía lo posible para evitar su mirada.
En cuanto pasaron los templos de la ciudad, Manna pidió a los remeros que detuvieran la embarcación.
Ahora que Ariadne comenzaba a conocer mejor el carácter de la princesa egipcia, pudo deducir que había elegido el lugar no tanto por la vista, si no por los jóvenes pescadores que se encontraban en la orilla y que eran particularmente guapos.
A penas se hubieron detenido, la hermana del faraón se lanzó en un gracioso clavado hacia el gran Nilo, llamando la atención de los pescadores que empezaron a lanzar piropos a la joven.
Manna se zambulló por un buen rato para luego emerger e invitar a sus acompañantes a que siguieran su ejemplo.
Yuged fue el primero en imitarla y después de éste se sumaron Alejandro, Karym y otros cinco amigos de la familia real a quienes encontraron en el camino. Los últimos en arrojarse al agua fueron Atem y Ariadne que no veían con agrado el bañarse en las corrientes del río.
Después de un buen rato de nadar y juguetear con Manna y los chicos, Ariadne regresó a la embarcación para tomar uno de los bocadillos que los sirvientes habían dispuesto en canastas de papiro trenzado.
Mas no había previsto que al momento de salir del Nilo las túnicas mojadas se pegaron a su cuerpo exhibiendo su esbelta figura que fue el centro de atención de los pescadores y otros jóvenes que se habían acercado a la corte real.
De inmediato hubo una lluvia de exclamaciones de admiración que avergonzaron a la princesa al punto de hacerla sonrojar.
Molesto, Atem trepó al navío con un movimiento hábil y elegante, y cubrió el cuerpo de la doncella con la capa que se había quitado antes de adentrarse al Nilo.
El faraón dirigió su mirada hacia donde estaban los chicos de manera retadora. No estaba dispuesto a permitir que aquellos muchachos incomodaran a Ariadne.
Los chicos pudieron notar el enfado del faraón, y por instinto, apartaron la mirada continuando con sus labores.
Ariadne se sintió confundida, pues hasta hacía poco habría jurado que Atem la odiaba por haber corrompido las cocinas reales, pero eso no encajaba con el gesto protector que había tenido para con ella.
Quizá el haber salido así del agua era considerado un acto indecoroso en Egipto. Se preguntó si empezaría a gritarle otra vez. Tomó uno de los panecillos por los cuales ya había molestado dos veces al faraón en un sólo día.
Atem notó que la joven lo estaba evitando. Y era su responsabilidad arreglar el malentendido. Por la mañana se había sentido fatal por la poca hospitalidad que le mostraron a Ariadne, pero en su intento de corregir aquello, había hecho sentir peor a la princesa.
Unas risas femeninas llamaron la atención de Ariadne. Se trataba de un grupo de muchachas que nadaban a poca distancia de ellos. Y no pudo evitar notar que iban completamente desnudas.
Frunció el ceño intentando entender por qué ella había insultado al soberano cuando aquellas jóvenes evidenciaban su total falta de pudor.
Tal vez se había equivocado acerca de la igualdad entre las clases sociales de Egipto. En cuanto regresaran al palacio, le habría de pedir a Manna un tutorial completo.
-Según he escuchado, el clima es más agobiante en Egipto que en Grecia.
Ariadne salió de sus pensamientos de golpe y se dio cuenta que estaba haciendo muecas muy poco apropiadas para una princesa. ¿A eso se debería la pregunta del faraón?
-Pero en Grecia no hay ríos tan bellos como el Nilo donde la gente se pueda refrescar -contestó la joven pensando en realidad en lo mal que se habría visto.
Atem se sentó junto a ella haciéndola sentir aún más incómoda. Para esconder su tensión, Ariadne se llevó otro panecillo a la boca. El faraón siguió su ejemplo y tomó uno de los panes de la canasta. Y entonces notó por primera vez que todos los bocadillos tenían forma de animales.
-Intentaba mostrarle al príncipe Karym la fauna de Naxos -explicó Ariadne ante la mirada intrigante de Atem-. Estaba muy interesado en aquella isla.
-Karym es muy curioso. Tiene una sed insaciable de conocimientos. Todos sus maestros del Kap, la escuela para la élite de Tebas, han apremiado esa cualidad en él.
Atem miró con tristeza a su pequeño hermano. Si tan solo pudiese borrar su sufrimiento...
-Lamento mucho mi intromisión en las cocinas del palacio -soltó Ariadne después de una breve pausa-. Entiendo bien que los alimentos del faraón deben ser preparados sólo por manos expertas y de confianza.
-Al contrario, te agradezco que hayas dedicado tu día a cuidar de mi hermano. Estoy feliz de que se haya acercado a ti. Él rara vez confía en la demás gente.
-Cuando era pequeño no recibía mucha atención, ¿verdad? -Ariadne desvió la mirada y añadió a modo de disculpa:- Me recuerda mucho mi infancia.
El faraón la miró intrigado, por lo que la chica prosiguió.
-Mi madre falleció cuando yo era muy chica, a penas tenía seis años, casi no la recuerdo. Mi padre sólo pensaba en el trono y la guerra, así que como mujer no era muy importante mi existencia para él.
-Pero seguro no te corrieron de tu hogar.
Ariadne frunció el ceño y negó con la cabeza, sin entender a qué iba aquello.
-El nacimiento de Karym se complicó, por lo que mi madre falleció durante el parto -Atem se detuvo unos segundos para suspirar, el recuerdo de aquella pérdida lo seguía afectando-. Mi padre, el faraón Aknamkanon, estaba tan desconsolado ese día que culpó irracionalmente a Karym y no quiso saber nada más de él. Dejó al bebe al cuidado de los sacerdotes en Menfis, al norte de la nación. Y sólo volvió al palacio el día en que mi padre falleció, hace tres años.
-Y por eso es que no te llama por tu nombre, como lo hace Manna -observó la chica-. Cuando te conoció, tú ya te habías convertido en el faraón de Egipto.
-Así es. Por más que lo intento, él se rehúsa a darse cuenta de que somos hermanos.
Ariadne no supo qué decir. Le dolía profundamente en el corazón escuchar esa historia. Se hizo el silencio otra vez y Atem aprovechó para tomar otro pan del canasto.
Lo observó con admiración: en él, Ariadne había representado con gran talento a una pantera. Todos los rasgos eran perfectos, excepto por los ojos. No tenía las típicas pupilas alargadas de felino, si no que eran redondas como las de un humano, lo que le daba un aspecto más inofensivo, amigable. Quizá había sido con el propósito de no asustar a Karym, evitando mostrar la fauna salvaje como lo que realmente era.
-Es toda una hazaña que hayas podido sobrevivir tanto tiempo en una isla deshabitada -reflexionó de pronto el faraón-, ni los soldados de Tebas habrían salido victoriosos de los peligros y las incomodidades en Naxos.
-Bueno... -empezó la muchacha. No estaba segura de si debía desmentir a Atem. Le habría gustado conservar ese halago, pero era algo que no merecía-. En realidad no estaba sola -Atem frunció el ceño-, las nueve musas del Olimpo me enseñaron a vencer los problemas en Naxos.
Atem quedó desconcertado tras esa aclaración. Había escuchado historias de las diosas griegas de las artes, pero le era difícil imaginar dioses que se comunicaban directamente con los habitantes del mundo terrenal.
En Egipto, esa relación se restringía a los sacerdotes principales de cada culto. Y los favores realizados a los hombres eran sólo para el bien de la nación. Estaba penado dirigirse a los dioses egipcios bajo intenciones egoístas.
El faraón observó a la chica. Al principio creyó que tenía la mirada perdida en sus recuerdos, mas finalmente comprendió que su mirada se dirigía a unos puntos brillantes de colores que brincoteaban por encima de su cabeza.
El movimiento azaroso y veloz de las pequeñas luces impidió a Atem que pudiera contarlas, pero adivinaba que eran nueve en total, como Ariadne había dicho.
-Urania, Calíope, Thalía, Érato, Clío, Melpómene, Polimnia, Terpsícore y Euterpe -recitó la princesa-. Ellas me
Ayudaron a construir un refugio seguro, a distinguir entre las plantas venenosas y las alimenticias, e incluso llevaron a la isla la jabalina de caza de mi padre.
-¿También cazabas?
-Sólo peces -Ariadne apartó la mirada ruborizada-. Jamás habría tenido el valor para asesinar cualquier otro animal.
-Y supongo que esa jabalina era especial para la pesca.
-Para la caza, en general. Fue un regalo de la diosa Artemisa. Se trata de una lanza mágica que jamás equivoca el blanco. Por eso me fue tan útil en Naxos.
Atem la miró sorprendido. Un objeto así sería una ventaja en muchas situaciones. En la guerra, por ejemplo.
-La dejé en la isla -continuó la chica adivinando en los ojos del faraón su interés por esa arma-, ya ha traído suficientes problemas.
-¿Y no le hará falta a tu padre?
-No -respondió Ariadne completamente segura-. Hace años que no le pone un sólo dedo encima. No después de que fue el instrumento de su desgracia.
Atem dudó antes de seguir preguntando. Quería saber. Deseaba conocer lo más íntimo de su alma. Pero conocer el pasado de la chica probablemente abriría viejas heridas. Y ya era suficiente la tristeza que la perturbaba.
Ariadne notó la curiosidad brillando en los ojos del faraón. Reunió todo su valor para contarle su historia. La historia de su familia. Era algo que la avergonzaba pero deseaba que Atem lo supiera, aunque no se podía explicar la razón.
-Es una historia demasiado larga -le advirtió-. Es sorprendente cómo una decisión ha marcado todo lo que soy ahora -suspiró-. Todo comenzó hace 15 años. En aquel entonces mi padre, Minos, sacrificaba cada año a su mejor ganado para agradecer a los dioses que lo hubiesen elegido como rey de Creta de entre sus hermanos. Pero hace 15 años, entre el ganado que habían juntando para la ofrenda, estaba el toro más hermoso que nadie hubiese visto antes. Aún lo recuerdo bien: era inmenso, con su pelaje dorado y cuernos blancos como la leche. Y sus ojos eran expresivos, casi como si nos estuviese analizando -Ariadne rió un segundo. Quizá no podía culpar a su padre del todo si ella misma se había impresionado de la perfección de la bestia-. Mi padre estaba tan embelesado con aquel toro que se negó rotundamente a sacrificarlo... Pero los dioses se dieron cuenta de su egoísmo y no lo iban a dejar pasar...
«Al instante se presentó ante nosotros Poseidón, el dios de los mares, y le dio una última oportunidad a mi padre para completar el sacrificio. Hizo aparecer la jabalina mágica de Artemisa y le ordenó matar al toro él mismo -Ariadne hizo una pausa recordando su propio terror en aquel día, cuando vio a su padre desafiar a los dioses-. Pero Minos no cedió a esos mandatos, a pesar de que sabía que era un error.
A unos cuantos codos de los chicos, Manna y compañía habían comenzado a hacer competencias de nado. De todos, Yuged era el más rápido y ágil. Ariadne no pudo evitar compararlo con su querido hermano. Aquel hermano que le habían quitado hacía ya tantos años...
-La furia del dios Poseidón se escuchó de inmediato -siguió contando la princesa-. Él anunció que si mi padre amaba tanto a ese toro, el sentimiento habría de ser compartido por su familia. En ese momento, el castigo no nos pareció tan malo como lo que pudo haber sido. Pero sólo era porque no podíamos comprender el alcance de esas palabras -unas lágrimas empezaron a formarse en los ojos de Ariadne-. Días más tarde mi madre, que solía ser tan sabia y dulce... empezó a desarrollar un amor enfermizo por el toro, al grado de pedirle a Dédalo, el arquitecto e inventor del palacio, que le ayudara a copular con aquel animal.
Atem se aterrorizó por la clase de degradación que podían llegar a tener las naciones del otro lado del mar verde. Pensar en que eso hubiese pasado en su propia familia era humillante. Y lo peor era que al hilar los sucesos, adivinaba cómo continuaría el relato de Ariadne.
-Aquella aberración por desgracia dejó pruebas. Al poco tiempo escuché que mi madre estaba embarazada, y unos cuantos meses después dio a luz a una bestia, una criatura que tenía el cuerpo de un bebé humano y cabeza de toro. Mi padre intentó asesinarlo desde el instante en que lo vio, pero el amor de mi madre por el toro seguía siendo tan grande que veló día y noche para asegurarse de que nadie dañara a su "bebé". La primera vez que lo vi no logré contener un grito de terror. Tenía un nuevo hermano que parecía haber salido de mis pesadillas -Ariadne hizo una pausa avergonzada de sus palabras, después de todo, aquel ser era parte de su familia, y aún así no lo pensó dos veces cuando lo traicionó para complacer a Teseo-. La gente lo comenzó a llamar "minotauro", haciendo alusión al toro del rey Minos.
Ariadne suspiró y Atem supo que todavía no había contado lo peor.
-Mi madre sufrió tanto emocional como físicamente desde el día del sacrificio fallido del toro. Su salud decayó rápidamente e incluso había días en los que no podía levantarse de la cama. Era tan lastimosa su situación que el dios supremo Zeus intentó reparar el castigo de Poseidón. Después de todo, Poseidón había querido herir el orgullo de mi padre siendo reemplazado por el toro al que no se atrevió a matar; pero finalmente la mayor carga la había llevado mi madre. Ella era amante de las artes, así que Zeus mandó a sus hijas, las musas, a embellecer lo que sin duda serían los últimos días de su vida.
-No me parece que una vida entera de felicidad se pueda pagar con un poco de música y consejos.
-Bueno, no era únicamente eso. Zeus le prometió a mi madre que cada una de las musas le cumpliría un deseo. Aunque esa solución sólo originó más problemas. Por desgracia ella no era nada egoísta así que sólo utilizó el favor de Clío, la proclamadora de la historia, para pedir que a su muerte, las musas continuaran su servicio con nosotros, sus hijos. Pocos días después mi madre murió. Y siguiendo su petición, las musas quedaron a las órdenes de mi hermano Andogeo, por ser el mayor y el heredero al trono. Mi hermano había dedicado casi la totalidad de su vida al desarrollo de sus habilidades en batalla y para los deportes. Su gran sueño era destacar en los Juegos Olímpicos que se celebraban en Atenas. Así que en cuanto cumplió la edad mínima reglamentaria participó en todas las categorías, no sin antes pedir a las musas Calíope, Euterpe, Talía y Terpsícore los deseos correspondientes. Así le fue concedido el don de la poesía, la música, la comedia y la danza -la princesa dirigió una mirada triste a las brillantes luces que seguían dando vueltas sobre su cabeza. Y entonces Atem creyó saber que lo que intentaban era consolarla-. El día de las olimpiadas, mi hermano ganó en cada una de las competencias sin ninguna dificultad. Pero eso sólo fue un error. El pueblo de Atenas estaba molesto por tal afrenta. Creta dominaba la región de Grecia desde muchos años atrás, así que perder contra su príncipe era el colmo de los males. La noche anterior al regreso de Andogeo a Creta, un grupo de hombres armados entró a su dormitorio y lo asesinaron sin piedad -dos lágrimas silenciosas brotaron de sus ojos-. Mi padre estaba furioso con justa razón. Y tomó venganza. Comenzó a exigir que cada cuatro años, justo como las olimpiadas, el pueblo de Atenas mandara doce doncellas y doce jóvenes para ser sacrificados, como pago por haber matado al heredero de Creta.
-¿Sacrificados? ¿Es decir, devorados por el minotauro?
-Exactamente. Mi padre pidió a Dédalo que construyera un laberinto tan complicado que nadie pudiese salir de él. Y ahí encerró al minotauro, quien se encargaría de ejecutar los planes asesinos del rey de Creta.
Atem se estremeció. En Egipto no creían en asesinar a inocentes y muchos menos habrían permitido una masacre tan violenta como ser despedazados por una bestia.
-Pero la tercera ocasión en que se iba a efectuar el sacrificio, apareció Teseo -continuó Ariadne-. Y desde el primer instante en que lo vi me sentí atraída por él. Me las arreglé para conocerlo antes de que lo llevaran al laberinto y le ofrecí ayudarlo a escapar. Pero en lugar de eso me pidió el secreto para encontrar la salida del laberinto -Atem notó que la princesa se empezaba a ruborizar y una extraña rabia se apoderó de él-. Yo lo conocía porque Dédalo me lo había confiado alguna vez. En algún momento se le escapó decir que el truco era marcar el camino. Tan simple como eso. Así que le di una de mis madejas de hilo a Teseo. Él amarró una punta en la entrada del laberinto mientras iba desenrollando el estambre al caminar por él. Mató al minotauro y regresó a la entrada siguiendo el hilo. Cuando finalmente salió del laberinto lo conduje hacia el navío en el que había llegado y huimos de Creta con los muchachos atenienses que se habían salvado del sangriento ritual.
Ariadne esbozó una sonrisa que parecía ser mitad de orgullo y mitad de tristeza. El faraón esperó en silencio a que se repusiera antes de terminar la historia de la cual ya sabía que carecía de un final feliz.
-El navío tenía fijado su destino en Atenas. Pero no teníamos suficientes provisiones, así que nos detuvimos en la isla de Naxos. Esa noche yo estaba especialmente exhausta -Ariadne frunció el ceño extrañada de su reacción aquel día-, y terminé durmiendo más de la cuenta. Cuando desperté, estaba sola. No había rastros de los atenienses, de Teseo ni del navío. Pero el príncipe me había hecho una promesa, y aunque no he tenido más noticias de él por los últimos ocho meses, sé que vendrá a buscarme.
El joven rey se preguntó si podría ser capaz de romper sus esperanzas. Ya era larga la espera, pero después del relato entendía que si Ariadne se aferraba a la promesa de Teseo era porque sólo estando con él podía justificar el haber traicionado a su familia. Estaba sola y con una gran culpa a cuestas.
Ante el silencio, el soberano tomó otro panecillo, estaban resultando una excusa perfecta para romper la tensión.
-Definitivamente deliciosos-sentenció Atem con sinceridad.
La chica le agradeció su cumplido con una sonrisa. De nuevo, el faraón la complacía con su falta de lástima y cuestionamientos.
-Falta poco para el anochecer-comentó Atem-, ¿te gustaría ver de cerca cómo se cierran los lotos azules con los últimos rayos de sol?
El joven le ofreció la mano a Ariadne igual que el día anterior en el banquete. La chica asintió feliz de tener algo más en qué pensar y aceptó su mano. Se adentraron juntos al Nilo y se aproximaron a sus amigos, quienes ahora discutían sobre quién podía nadar más profundo.
Atem observó el revoloteo de una parvada de ibis al otro lado del río. Le encantaban aquellas especies tan elegantes y libres para volar a cualquier sitio. Si tan sólo el pudiese escapar así de sus problemas... Quizá en otra vida, ésta era demasiado compleja...
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