Omar Octavio Carrasco: El último conscripto
Por @patri_new
Colimba era el término que se utilizaba para nombrar a los conscriptos que ingresaban, a los dieciocho años, a cumplir con el Servicio Militar Obligatorio en la República Argentina.
La palabra Colimba proviene de las tres cosas para lo que tenían que ir preparados: COrrer, LIMpiar y BAilar.
La vida de Omar Octavio Carrasco era una vida tan silvestre y común, como la de las callejas que recorría a diario, repartiendo pollos congelados, o la de los árboles bajo los cuales se sentaba a leer la Biblia.
Su muerte, en cambio, fue sentida por todo un país. Pero no fue en vano.
Su muerte evitó que miles de chicos argentinos volvieran a transformarse en carne de cañón para un ejército demasiado autoencumbrado por el reciente pasado gubernamental de la República Argentina y que no dudó un segundo en enviar niños, sí, NIÑOS a una guerra.
Su muerte dejó al descubierto el horror de ciertos cuarteles y sus prácticas abusivas en pro de formar "verdaderos hombres".
Mientras, sobre todo las madres, esperaban con angustia los sorteos que decidía la suerte de sus vástagos durante el nefasto año en que cumplían sus dieciocho abriles; esos mismos chicos intentaban digerirlo como podían, algunos con cierto orgullo por ir a "servir a la patria", otros con resignación, otros —la mayoría—, con miedo.
No había forma de escapar. Porque era obligatorio. A no ser que te tocara un número demasiado bajo, o demasiado alto. O hubieras nacido el veinticinco de mayo, o el nueve de julio. O fueras lo que ahora llaman "gay". Antes eran lisa y llanamente "putos"; o sea, que tuvieran el "ano contra natura". Porque hasta eso les revisaban. Todo tan arcaico y tan abyecto como muchos de los que dirigían los cuarteles.
Lo sucedido al joven patagónico dejó en evidencia la humillación y vejación a la que miles de jóvenes argentinos se veían expuestos obligadamente por parte del Estado Nacional y permitió develar otros casos similares, acallados hasta entonces por el temor a enfrentar al Ejército Argentino y sus consecuentes represalias.
Omar nació el 5 de enero de 1975, hijo de Sebastiana y Francisco Carrasco, en Cutralcó, provincia de Neuquén. Fue el primogénito de una humilde familia.
El 3 de Marzo de 1994, con diecinueve años, se incorporó al Grupo de Artillería 16 del Ejército Argentino, en la localidad neuquina de Zapala, ubicada a cien kilómetros de su casa, donde quedó bajo las órdenes del subteniente Ignacio Rodrigo Canevaro, de 23 años.
Extremadamente tímido, sólo atinaba a sonreír ante los gritos de los superiores. Esa nerviosa sonrisa —dicen— fue la causa por la que sus instructores le prometieron que lo "iban a hacer parir".
Al día siguiente fue sometido a un "baile". Entiéndase por esto a correr, hacer lagartijas, saltar, y todo cuanto al generalito de turno se le ocurriera hacer con el conscripto.
Entre baile y baile, Omar hizo amistad con otro "colimba", Juan Sebastián, con quien compartió la lectura de la Biblia y algunas pocas charlas.
El sábado 5 de marzo, le tocó "imaginaria", esto es una guardia de pie durante quién sabe cuántas horas. Carrasco estaba extenuado. Su castigo fue que el domingo 6 tendría que limpiar la cuadra. Sus compañeros, lo vieron por última vez ese día, a la hora de la siesta, cuando fue al baño.
Pocas horas después, ésos mismos compañeros fueron "bailados" duramente por la desaparición de Omar, quien, según les informaron, había desertado.
Juan Sebastián se extrañó, porque aunque recién se conocían, los sufrimientos compartidos habían forjado entre ellos un lazo bastante confiable. Y el chico no le había si quiera mencionado, la intención de fugarse. Además, no se había llevado su Biblia. Pero, claro, de nada de todo esto se podía hablar con los superiores que tenían tanto poder sobre ellos que era mejor callar que enfrentarlos. El miedo era el arma que esgrimían estos con mayor eficacia.
Los padres de Omar se acercaron al cuartel en su día de visitas. Allí recibieron la descabellada noticia que su hijo se había convertido en desertor. Descabellada porque ellos, sus progenitores, lo conocían bien; porque Omar hubiera sido incapaz de huir de una responsabilidad.
Entre pedido de explicaciones y sonrisas socarronas intentaron convencerlos que se había escapado. Que pudo atacarlo alguna patota en la calle o andaría por ahí, vagando.
Entonces supieron que algo andaba mal.
Su padre rumiaba desconfianza: en toda su vida, Omar jamás había dormido una noche fuera de su casa.
Su mamá escuchaba en silencio. De su antebrazo colgaba una bolsa de nylon con las milanesas que le había llevado, todavía tibias.
—Si se hubiera escapado, habría ido a casa —murmuró el padre.
—Tal vez imaginó que sería el primer lugar donde buscaríamos —dijo alguien con botas, subiendo los hombros.
—¡Pero si nunca fueron a buscarlo! —protestó el hombre.
Y entonces, hizo lo que todo padre hubiera hecho en su lugar: molestar. Remover cielo, mar, tierra y todo cuanto estuviera a su alcance. Hablar con quien fuera que había que hablar. ¡Su chico había ido a hacer el Servicio Militar, carajo! ¡Alguien tenía que saber algo! Publicaron una solicitada en un diario de Rio Negro y lograron la adhesión de la opinión pública para conocer la verdad de lo que se ocultaba tras las rejas de la Unidad Militar de Zapala.
Pero la Justicia Federal no decía una palabra. Y demoraba la investigación.
Recién el 12 de Marzo el ejército oficializó la desaparición de Carrasco y lo catalogó como DESERTOR.
El 13 de Marzo, se fugó el soldado Castro, el único amigo de Omar. Huyó porque se consideraba un "discapacitado" para ser soldado, por ser lerdo y torpe, como su amigo. Presentía que sería objeto de vejaciones que no estaba dispuesto a sufrir. Prefirió como destino el rancho que su abuelo al¬cohólico poseía en Rincón de los Sauces. Se escapó y se fue.
Y fue intrascendente. Nadie lo buscó. No se informó. No se comunicaron con la policía, ni aun cuando al cumplirse los cinco días de ausencia, hubiera debido ser declarado desertor. Se acordaron de él recién diez días después de haberse cumplido el plazo reglamentario.
Tan ocupados estaban en encubrir el crimen de Omar.
Porque lo habían asesinado.
Un mes después se encontró su cuerpo. Y se revelaron los pormenores.
El día de su "deserción" el joven soldado fue golpeado por el subteniente Ignacio Canevaro, con la colaboración de los conscriptos Cristian Suárez y Víctor Salazar, en uno de los clásico "bailes" que se perpetraban como cruel tradición a los colimbas.
Un empujón, acaso una trompada, tiró al piso a Omar, conscripto desde hacía sólo tres días. Siguió una catarata de golpes que recibió en el suelo. Por todos lados. Duros, dolorosos. Y una patada crucial, certera, desgarradora, que partió una costilla y perforó un pulmón. También un tremendo golpe en un ojo —¿un palazo de punta?—. Quizás inmediatamente posterior, como golpe de gracia.
El chico sufrió una hemorragia interna. Debió haber sentido el ahogo. No podía gritar. Sufrió. Sabía que estaba muriendo. Fueron segundos. ¿Qué razón pudo justificar esa masacre? El Tribunal Federal Oral de Neuquén determinó que lo que hicieron, fue querer castigarlo por una falta.
¿Entonces estaba bien?
Como consecuencia de las costillas fracturadas, el soldado falleció y su cuerpo fue escondido.
Tras el homicidio, a pesar de que se realizaron movilizaciones populares, las autoridades militares encubrieron el hecho y negaron su responsabilidad. La Justicia Federal de Zapala también aportó su cuota de burocracia: demoró las pesquisas y dejó el caso en manos militares, que optaron por culpar sólo a los responsables de la compañía de Carrasco al momento de su desaparición.
El acta de deserción del Ejército decía que el soldado se había fugado y que se trataba de una falta grave, que no ha recibido malos tratos ni se le hizo faltar vestuario ni alimentación. Firmado: capitán Correa Belisle, suboficial principal López, sargento Sánchez y subteniente Canevaro.
Era 12 de marzo. Ya hacía 6 días que el soldado en falta grave, que no había recibido malos tratos, ni se le había hecho faltar nada, había muerto a golpes adentro del cuartel.
El 6 de abril, justo un mes después de la paliza, el cadáver fue hallado al pie de un pequeño cerro, en terrenos del mismo regimiento donde había desaparecido. Sólo llevaba un pantalón militar que no era el suyo y un cinturón abrochado muy fuerte, que no dejó ninguna marca sobre la cintura, como si se lo hubieran puesto mucho después de su muerte.
Fue allí cuando el servicio militar obligatorio entró en coma.
En agosto, mientras la investigación del crimen aún era un hervidero, el presidente Carlos Saúl Menem firmó el decreto que puso fin a la conscripción, vigente en el país desde 1901.
Por el crimen fueron condenados, el 31 de enero de 1996, el subteniente Ignacio Canevaro (a 15 años de prisión) y los soldados viejos Cristian Suárez y Víctor Salazar, a 10 años. Al sargento Carlos Sánchez le dieron 3 años por encubridor. Según la sentencia, a Carrasco le pegaron porque era torpe, y eso desató la ira violenta de un subteniente que reaccionaba con furor inusitado.
Y por ese furor, y ese poder conferido por el Estado y el Ejército a un chiquilín con ínfulas de matón y una soberbia demasiado inflada, un chico murió. De la peor forma. A golpes. Lejos de los suyos. Solo. Con sólo diecinueve años vividos. Se llamaba Omar Octavio Carrasco.
Fuentes:
-Caso Carrasco: Wikipedia.org
-Caso Carrasco: El Crimen que cambió la vida de los argentinos. Diario Clarín.
-Carrasco: 22 años del caso que puso fin al Servicio Militar Obligatorio. Hernás Soto. Perfil.
-El Caso Carrasco: Morir bajo bandera. MásNeuquén.
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