Capítulo XXXVII - Finite incantatem
ARESTO MOMENTUM
— CAPÍTULO XXXVII —
❝ F i n i t e i n c a n t a t e m ❞
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Las figuras de los estudiantes no tardaron en irrumpir el corredor por ambos lados. La charla, el bullicio y el ruido se apagaron de repente cuando vieron la gata colgada. Harry, Ron, Hermione, Susan y Cedric estaban solos, en medio del corredor, cuando se hizo el silencio entre la masa de estudiantes, que presionaban hacia delante para ver el truculento espectáculo.
Los ojos atemorizados de Hermione recorrieron con desesperación los rostros estupefactos de sus compañeros, y pese a la confusión interna que sentía al ser el blanco de tantas miradas, pudo distinguir las facciones arrogantes de Malfoy entre ellos.
—Enemigos del heredero, temed —enfatizó él, leyendo en voz alta la inscripción y desgarrando aquel silencio sepulcral con su voz afilada, y sus ojos grises aterrizaron sobre los de Hermione—. Seréis los próximos, sangre sucia.
Atraído sin duda por el grito de Malfoy, Filch empezó a abrirse paso entre los alumnos a empujones.
—¿Qué ocurre aquí? —vociferó con su desdén habitual—. ¡Apartaos! ¡Dejadme pasar!
Con un andar decidido, el vigilante alcanzó rápidamente la posición de los cinco muchachos que le contemplaban con estupefacción: pronto, el hombre comprendió a qué se debían aquellas muecas extrañas, justo cuando sus ojos pardos aterrizaron sobre la rígida señora Norris colgada de la argolla de hierro.
—¡Mi gata! ¡Mi gata! —sollozó como un cachorro indefenso con los ojos fuera de las órbitas, e impulsado por la cólera, señaló a Harry—. ¡Tú! ¡Tú has matado a mi gata! ¡Tú la has matado! ¡Y yo te mataré a ti!
Antes que Filch se abalanzara sobre el muchacho con la firme intención de asfixiarle con las manos, tomándolo por el cuello, Cedric se interpuso entre ambos, protegiendo a su amigo con su propio cuerpo.
—¡Argus! —aquella voz recia resonó entre las altas paredes del corredor, acallando el murmullo.
Los alumnos fueron cediéndole el paso al director, quien, seguido de otros profesores, anduvo hasta la posición de los muchachos y contempló la escena con asombrosa tranquilidad.
Tras él, Hermione distinguió los rostros de algunos de sus docentes: McGonagall abrió los ojos con estupefacción; Sprout se cubrió la boca con ambas manos; Lockhart tragó saliva, y Snape se limitó a fruncir el ceño, repasando la inscripción con la mirada.
—Todo el mundo debe irse a su sala común inmediatamente —anunció Dumbledore, palabras ante las que los alumnos, incluyendo a los descubridores de la escena, se dispusieron a obedecer al pie de la letra—. Todo el mundo... excepto ustedes cinco.
Al mismo tiempo, los muchachos frenaron su andar y giraron en dirección al anciano: Cedric fue el único capaz de mantenerle la mirada al director; Harry y Ron no pudieron hacer más que intercambiar entre ellos una ojeada desesperada, y Susan y Hermione no fueron capaces de levantar la vista del suelo, temiéndose lo peor.
Mientras los alumnos abandonaban el corredor guiados por los prefectos, Dumbledore sacó con delicadeza a la señora Norris de la argolla de hierro.
—Ven conmigo, Argus —le exigió al vigilante en un tono apaciguado, y seguidamente, contempló a los alumnos por encima de sus gafas de media luna—. Y vosotros también.
Lockhart se adelantó a sus intenciones, algo asustado.
—Mi despacho es el más próximo, director, nada más subir las escaleras —se ofreció cordialmente el hombre—. Puede disponer de él.
—Gracias, Gilderoy.
A paso firme, Dumbledore encabezó la fila, seguido por Lockhart, que intentaba darse importancia, y tras él, McGonagall y Snape tomaban su mismo ritmo, intrigados por los hechos.
Cuando entraron en el oscuro despacho de Lockhart, hubo un gran revuelo en las paredes; Hermione se dio cuenta de que algunas de las fotos de Lockhart se escondían de la vista porque llevaban los rulos puestos.
Mientras el Lockhart de carne y hueso encendía y depositaba algunas velas sobre su mesa, Dumbledore dejó a la señora Norris sobre la pulida superficie y procedió a examinarla con cautela, acercando la punta de su nariz larga y ganchuda a una distancia de apenas dos centímetros de la gata.
McGonagall estaba casi tan inclinada como él, con los ojos entornados, mientras él murmuraba palabras en voz casi inaudible, golpeando a la señora Norris con su varita.
—Rennervate —pudo distinguir Hermione salir de los labios del director, sin ningún tipo de resultado—. Finite incantatem.
Lockhart rondaba alrededor del grupo, haciendo sugerencias.
—Puede concluirse que fue un hechizo lo que le produjo la muerte... quizá la Tortura Metamórfica —exclamaba con altanería—. He visto muchas veces sus efectos. Es una pena que no me encontrara allí, porque conozco el contrahechizo que la habría salvado.
Los sollozos sin lágrimas de Filch acompañaban los comentarios de Lockhart.
—No está muerta, Argus —alegó el director, en un intento por tranquilizarle—. La han petrificado... pero no podría decir como.
—¡Pregúntele! —chilló Filch, volviéndose en dirección a Harry—. ¡Ha sido él quien lo ha hecho!
—Ningún estudiante de segundo curso podría haber hecho esto —aseguraron las firmes palabras del anciano—. Es magia negra muy avanzada.
Sprout se tomó la cara entre las manos, horrorizada ante los acontecimientos.
Snape, por otro lado, se mantenía detrás de ellos con una expresión peculiar: su atención no recaía en el mismo punto que la del resto. Sus ojos parecían mantenerse demasiado ocupados en analizar la chaqueta de Cedric acomodada sobre los hombros de Hermione, preguntándose interiormente qué demonios hacía eso ahí.
—¿Tú qué opinas, Severus? —la voz áspera de Dumbledore lo hizo volver a sus cabales.
Cuando los ojos castaños de Hermione se postraron sobre los suyos, el hombre mantuvo firmemente el contacto visual, convencido de hacer salir aquellas palabras de entre sus labios.
—Francamente, señor director —inició su hablar con total apacibilidad—, quizá Potter y sus amigos simplemente podrían haberse encontrado en el lugar menos adecuado en el momento menos oportuno...
Susan y Cedric, así como Harry y Ron, intercambiaron una ojeada plagada de extrañeza, no creyéndose las palabras que su profesor de Pociones había pronunciado en aquel mismo instante. Hermione, por otra parte, se encontraba encandilada por esos ojos negros, demasiado extraviada en sus emociones internas como para tan siquiera analizar la singularidad de la situación.
A sorpresa de la muchacha, la fría mirada del profesor de Pociones abandonó sus ojos castaños y recorrió con una lentitud aterradora los rostros atemorizados de Harry, Susan y Ron; sin embargo, cuando sus orbes azabaches se posaron sobre las facciones orgullosas de Cedric, una poderosa llama de cólera prendió en ellos.
—Sin embargo, aquí tenemos una serie de circunstancias sospechosas —declaró, tomando su tono amenazador habitual—. A decir verdad, no recuerdo haberles visto durante la cena.
—Asistimos a la celebración del cumpleaños de muerte que Sir Nicholas ha celebrado en las mazmorras esta noche, profesor Snape —admitió el Hufflepuff, sosteniéndole la mirada con entereza—. Había cientos de fantasmas que podrían testificar que estábamos allí.
Snape frunció el ceño con desdén.
—Pero ¿por qué no se unieron a la fiesta después? —insistió él, intentando hacer flaquear sus argumentos—. ¿Por qué subieron al corredor?
—Porque... porque... —balbuceó Harry, notando como el corazón le latía a toda prisa en el pecho—. Porque estábamos cansados y queríamos ir a la cama...
—¿Sin cenar? —añadió Snape, esbozando una sonrisa de triunfo en su adusto rostro—. No sabía que los fantasmas dieran en sus fiestas comida buena para los vivos.
—No teníamos hambre —dijo Ron con voz firmeza, y las tripas le rugieron en aquel preciso instante.
La arrogante sonrisa de Snape se ensanchó aun más.
—Tengo la impresión, señor director, que estos muchachos no están siendo completamente sinceros —manifestó con total inquina, y volvió a postrar su fría mirada sobre la figura de Cedric—. Podría ser una buena idea privarles de determinados privilegios hasta que se avengan a contarnos toda la verdad. Personalmente, creo que Potter y Diggory deberían ser apartados del equipo de Quidditch hasta que decidan no mentir...
El Hufflepuff apretó los puños con fiereza, haciendo que sus nudillos se tornaran blancos.
—Sinceramente, Severus, no veo razón para que ellos dejen de jugar al Quidditch —se añadió McGonagall—. Este gato no ha sido golpeado en la cabeza con el palo de una escoba... no tenemos ninguna prueba de que ellos hayan hecho algo malo.
—Es inocente hasta que se demuestre lo contrario —dictaminó finalmente el director.
Aquella afirmación no pareció agradarle en lo más mínimo al profesor de Pociones, que dibujó su fastidio con una poderosa mueca de descontento.
—¡Han petrificado a mi gata! —vociferó de nuevo la voz estridente de Filch—. ¡Exijo que se castigue a los culpables!
—Podremos curarla, Argus —anunció Dumbledore, armándose de paciencia—. Tengo entendido que disponemos de una buena cosecha de mandrágoras.
Aquella bruja pequeña y rechoncha que llevaba el sombrero remendado sobre la cabellera suelta asintió con convencimiento.
—En cuanto hayan crecido, podremos hacer una poción con la que revivir a la señora Norris —alegó Sprout, asintiendo con la cabeza.
—La haré yo —acometió Lockhart—. Creo que la he preparado unas cien veces; podría hacerla hasta dormido.
—Disculpa —exclamó Snape con frialdad—, pero creo que el profesor de Pociones de este colegio soy yo.
Un silencio sepulcral invadió la escena, y Hermione se contempló los zapatos con nerviosismo, como si fueran lo más interesante del mundo en aquel preciso instante.
Para su suerte, el director no tardó en pronunciarse.
—Podéis retiraros —sentenció finalmente.
Los cinco abandonaron a paso firme el corredor, moderando su velocidad, rezando para que a Snape no se le ocurriera acusarles de algo más.
Instintivamente, Hermione, antes de perderse de nuevo por los pasillos del segundo piso en dirección a la Gran Escalinata, intercambió una mirada fugaz con su profesor de Pociones, intentando transmitirle a través de ella su inocencia; pese a que éste no alteró ni un solo detalle en su posado impasible, ella tuvo la certeza que su mensaje había sido transmitido.
No fue hasta que los muchachos se encontraron en el rellano del segundo piso cuando pudieron hablar de lo ocurrido con la tranquilidad adecuada.
—Es extraño, ¿no creéis? —expresó Cedric en voz baja, intentando no despertar a los retratos que dormitaban encerrados en los marcos.
—¿Extraño? —preguntó Harry con interés.
—Oyes una voz, la cual solo tú puedes oír, y aparece la señora Norris petrificada... —expuso Susan en el mismo tono de preocupación—. Mira... es muy raro.
—¿Creéis que debí contárselo? —les demandó el de cabellos azabaches con total estupefacción—. ¿A Dumbledore y a los demás profesores?
Ron suspiró con pesadez.
—¿Estás majara?
—No, Harry —se añadió Hermione—. Incluso en el mundo de los magos, oír voces no es buena señal...
Con poco ánimo, los muchachos se despidieron, tomando sus respectivos rumbos hacia la sala común: los Hufflepuffs descendieron los escalones de la Gran Escalinata en un silencio sepulcral, así como los Gryffindors, que ascendieron hasta el retrato de la Dama Gorda callados como tumbas. Todos tenían demasiado en lo que pensar, después de lo ocurrido, como para intercambiar palabra alguna entre ellos.
Así, en el sosiego de la Gran Escalinata, los tres alcanzaron rápidamente el séptimo piso, posicionándose frente al marco de la Dama Gorda.
—¿Contraseña?
—Somormujo.
El cuadro, a desgana, se abrió para permitirles el paso a los tres muchachos, facciones de los que destacaba el rastro del cansancio acumulado.
Sin embargo, antes que Hermione pudiera cruzar, una voz se apoderó de su atención.
—¡Psst! ¡Miss Granger!
Tanto Harry como Ron se volvieron hacia ella, interrogándola con la mirada.
—Id pasando sin mí, chicos —los tranquilizó ella—. Ahora mismo entraré.
Ambos asintieron con cierto desaliento, y se dieron la media vuelta, perdiéndose hacia el interior de la sala común.
Hermione giró sobre sus talones con cierta lasitud, intentando hallar con la mirada el paradero de aquella voz conocida: en seguida avistó el rostro amable del caballero dibujado sobre el lienzo, en uno de los marcos más cercanos.
—Buenas noches, Sir Cadogan —lo saludó afablemente, posicionándose frente a él.
—¿Se lo ha pasado bien en el cumpleaños? —cuestionó el retrato, acariciándose el bigote con sus dedos, cubiertos por sus guanteletes de hierro.
Hermione se mordió el labio inferior con resignación.
—Bueno... —suspiró, recordando todo lo sucedido—. Quizá me esperaba otra cosa.
—Con los fantasmas nunca se sabe. ¡Ah, esas malditas apariciones! —exclamó el caballero con firmeza en sus palabras—. Almas en pena que temen cruzar el velo. ¡Cobardes, cobardes todos!
—¿Qué inconveniente tiene con ellos?
El hombre suspiró con pesadez, remarcándose el fastidio en sus facciones esbozadas sobre el lienzo.
—Discúlpeme, Miss Granger... un caballero de mi categoría no debería enjuiciar con tanta desfachatez, pero... —alegó él—. Me he topado con Myrtle la Llorona mientras volvía de visitar a mi señora.
—¿Con... con quién? —preguntó Hermione, frunciendo ligeramente el ceño.
—Myrtle, ya sabe... el espectro que ronda siempre por los lavabos de las chicas del segundo piso —esclareció el caballero—. He querido elogiar su elegante apariencia esta noche, pero esa muchacha no es capaz de tomarse una considerada alabanza hacia su persona si no es con total vehemencia.
—Espero que la conversación no haya acabado mal.
—Precisamente ese es el motivo por el que la he llamado —añadió—. Disculpe mi intromisión pero, ¿iba Miss Lovegood con ustedes?
Hermione no pudo evitar abrir los ojos con estupefacción.
—¿La ha visto? —preguntó ella con interés—. ¿Dónde está?
—Myrtle y un servidor manteníamos un coloquio a gritos cuando la muchacha cruzaba el arco de piedra a toda prisa —respondió decidido—. Parecía absorta en algo que verdaderamente debía preocuparla... ni tan siquiera pestañeaba.
—Qué extraño... —manifestó Hermione, rascándose la cabeza en busca de respuestas—. Se ha ido de la fiesta sin decir nada...
—Supongo que es comprensible —declaró el retrato—. ¿Quién en su sano juicio aguantaría tanto tiempo en las catacumbas?
Con una sonrisa encantadora, Hermione rió la ocurrencia del caballero y se despidió de él, alegando que el cansancio empezaba a consumir sus fuerzas; llevándose consigo un deseo de buenas noches por parte del retrato, se adentró en la sala común y ascendió los escalones de piedra a paso lento, hasta que alcanzó su habitación compartida y se dejó caer sobre su catre, completamente extasiada, mientras miles de dudas la asaltaban.
¿Qué se escondía tras la leyenda de la Cámara de los Secretos? ¿Quién habría podido petrificar a la señora Norris? ¿Porqué Harry había oído aquella voz?
Sin ella saberlo, justo en las mazmorras, el profesor de Pociones había imitado sus movimientos, dejándose caer también sobre su lecho con total agotamiento, permitiendo que la incertidumbre lo consumiese por completo.
Había muchas razones por las que el sueño de Snape podía verse turbado esa noche, pero solo una era capaz de trastornarlo de aquella forma.
¿Tendrían algo que ver los muchachos con los últimos acontecimientos?
Sin poder evitarlo, el murciélago sonrió con cierta sorna, dejando que su lado racional hablara más alto que el resto.
Por supuesto que no habían podido ser ellos.
Cedric, pese a su innegable habilidad con las Artes Oscuras, no tenía los conocimientos suficientes como para cometer un acto semejante; Susan y Ron eran demasiado ineptos como para tan siquiera plantearse la posibilidad de tacharles como culpables; Harry, pese a no ser santo de su devoción, jamás hubiera caído en la tentación de realizar una acción de ese calibre, y Hermione... ella era demasiado bondadosa como para dudar de sus acciones. Ella jamás podría haber cometido un acto tan atroz.
Sin poder evitarlo, Snape rememoró la poderosa mirada que había compartido con su alumna antes de que ella marchara hacia su sala común, en la que ella le había sabido transmitir la inocencia que la caracterizaba.
¿Cómo podría dudar de esos ojos castaños?
Con desgana, el profesor apagó la luz de las mesitas de noche con un ligero movimiento de varita y restó tensado sobre su catre con los ojos abiertos, completamente convencido que aquella noche tampoco podría llegar a conciliar el sueño.
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