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Capítulo XXXV - Slugulus eructo

ARESTO MOMENTUM

— CAPÍTULO XXXV —

S l u g u l u s   e r u c t o 

La conversación que habían mantenido con Harry acerca de las voces la preocupaba. Por más que intentara justificarlo, no encontraba explicación posible para ello... y fue precisamente aquella frustración interna que sentía la que la mantuvo despierta hasta altas horas de la madrugada, dejándola libre de sus garras justo cuando el sol parecía asomarse por las colinas, momento en el que el cansancio pudo más que la razón, cayendo ella rendida sobre la almohada.

Aunque, muy a su pesar, su descanso duró menos de lo que se esperaba, pues unas voces en la habitación lograron despertarla de su efímera cabezada.

—¿Qué pasa...? —distinguió la voz de Katie desde su catre.

—¡Entrenamiento de Quidditch! —exclamó una voz masculina—. ¡Vamos!

—Pero, Oliver —suspiró la muchacha—, si todavía está amaneciendo...

Hermione, frotándose los ojos en un intento por despertarlos, observó el paisaje a través de uno de los ventanales: una neblina flotaba en el cielo de color rojizo y dorado.

—Exacto. Ningún equipo ha empezado a entrenar todavía. Este año vamos a ser los primeros —prosiguió Oliver, mientras Katie se alzaba de su catre y se peinaba los cabellos con los dedos, ordenándolos en una coleta sencilla—. Venga, coge tu escoba y andando. Nos veremos en el campo dentro de quince minutos.

La de cabellos azabaches soltó un leve gruñido que hizo reír a su compañero, justo cuando éste abandonaba la habitación.

Mientras Katie se equipaba con su atuendo de cazadora, Hermione quedó sentada sobre su cama y estiró los brazos, intentando liberarse del cansancio.

—Es muy temprano, Hermione —manifestó su compañera al encontrarla despierta—. Será mejor que vuelvas a acostarte... tú que puedes.

Ella, peinándose sus indomables rizos con los dedos, le sonrió con afabilidad.

—No creo que sea capaz de volver a conciliar el sueño —declaró—. ¿Cómo es que entrenáis tan temprano?

—Forma parte de nuestro nuevo programa de entrenamiento —se lamentó Katie, pasando ambas manos por los brazos de su túnica encarnada—. Oliver me encanta... pero, con respecto al Quidditch, es un desequilibrado.

Ambas muchachas soltaron una carcajada humilde al aire, lo suficientemente discreta como para no despertar a Romilda, que dormía profundamente en el catre restante de la habitación.

—¿Puedo acompañaros? —cuestionó Hermione, alzándose entonces de su lecho.

—¡Claro! —respondió su compañera—. Pero hazme caso: será mejor que te abrigues.

Siguiendo su recomendación, la castaña no tardó en estar lista para marchar: con un simple agitar de varita había puesto sus cabellos en orden, y vistiéndose con lo primero que encontró ordenado en su baúl, se dispuso a abandonar su habitación conjunta siguiendo los pasos de Katie.

En el exterior, el cansancio que podía apreciarse en las tímidas facciones de sus dos compañeros la hizo sonreír de nuevo.

—Buenos días, chicos —les saludó animadamente, mientras Katie soltaba una tímida risita tras de sí, viéndoles tan adormecidos.

—Hermione —balbuceó Harry, frotándose los ojos con desgana—. ¿Tú también vienes?

Ella asintió con fervor.

—¿Qué hay de ti, Ron?

—Quiero aprender del mejor jugador de todos los tiempos para poder entrar en el equipo —alegó el pelirrojo, esbozando una sonrisa tímida entre los labios de Harry—. Lo que no me esperaba era que se empezara tan temprano...

—Me parece que tendréis que empezar a acostumbraros —declaró Katie con una pícara sonrisa—. ¿Bajamos?

Los tres muchachos asintieron, y juntos descendieron la escalera de caracol, cruzaron el retrato de la Dama Gorda, recorrieron la Gran Escalinata y salieron al exterior con rumbo al campo de Quidditch.

A medida que el sol empezaba a alzarse en la inmensidad de los cielos, iluminando tímidamente los jardines, los cuatro alcanzaron la entrada del estadio, donde el resto de los compañeros del equipo pacientemente les esperaban.

—Por fin —suspiró Oliver—. ¿Por qué os habéis entretenido?

Katie rodó los ojos con fastidio.

—Hemos venido lo más rápido posible —suspiró la muchacha—. No seas exagerado.

Con una sonrisa pícara entre sus labios, Oliver alzó la barbilla y contempló a todos y cada uno de los que se encontraban presentes en el lugar.

—Veamos —exclamó él, con la atención de todos sobre sí—. Quiero deciros unas palabras antes de que saltemos al campo, porque me he pasado el verano diseñando un programa de entrenamiento completamente nuevo, que estoy seguro de que nos hará mejorar...

Pero antes que pudiera proseguir, los gemelos, que se encontraban tras él, le tomaron cada uno por un hombro.

—Será mejor que dejemos los discursos para más tarde, Wood —manifestó Fred.

—Parece que tenemos visita —se añadió George.

Y así era: en la lejanía, podía distinguirse un grupo de personas vestidas con túnicas verdes y plateadas que se dirigían al campo con las escobas en la mano.

—No puedo creerlo... —se lamentó Oliver, a medida que éstos se iban acercando—. ¡Flint! Es nuestro turno de entrenamiento, ¡así que ya podéis largaros!

Los Slytherins se plantaron entonces frente al equipo con sus arrogantes sonrisas.

—Hay bastante sitio para todos, Wood —exclamó el capitán.

—¡Pero yo he reservado el campo! —clamó él, dejando que la ira le consumiera—. ¡Hoy es para Gryffindor!

—Tranquilízate —le instó Flint—. Nosotros tenemos un permiso.

El capitán le ofreció entonces el sencillo pergamino que portaba escondido, y Oliver, furioso, se lo arrancó de las manos, lo extendió y procedió a leer en voz alta su contenido.

—«Yo, el profesor Severus Snape, concedo permiso al equipo de Slytherin para entrenar hoy en el campo de Quidditch debido a su necesidad de dar entrenamiento al nuevo buscador» —dijo para todos los presentes, y volvió a clavar sus ojos en la figura del capitán del equipo de las serpientes—. ¿Tenéis nuevo buscador? ¿Quién?

Detrás de seis corpulentos jugadores, apareció un séptimo, más pequeño, que sonreía con su habitual arrogancia.

—No puede ser —suspiró Harry—. ¡Malfoy!

—Exacto —asintió el muchacho, tomando con firmeza la escoba que sujetaba entre los dedos—. Y me temo que no es la única novedad.

Todos los miembros del equipo de los leones pararon entonces atención: los siete presentaron sus escobas. Siete mangos muy pulidos, completamente nuevos, y siete placas de oro brillaron ante las narices de los de Gryffindors al temprano sol de la mañana.

—¡Son Nimbus 2001! —declaró Ron con los ojos abiertos como platos—. ¿De dónde las habéis sacado?

—Gentileza del padre de Draco —sonrió Flint.

—Como ves, a diferencia de otros —se añadió Malfoy—, mi padre puede permitirse lo mejor.

El pelirrojo apretó los puños con ferocidad, y dispuesto a enfrentarse a aquel engreído de cabellos rubios, quiso dar un paso por delante: sin embargo, Hermione, tomándolo por la muñeca, consiguió retener sus intenciones.

—Al menos en Gryffindor nadie ha pagado su ingreso —alegó la muchacha—. Han entrado por su talento.

Del rostro de Malfoy se borró su mirada petulante.

—Nadie ha pedido tu opinión, asquerosa sangre sucia —espetó él.

Sus palabras provocaron de repente una reacción tumultuosa: Flint tuvo que ponerse rápidamente delante de Malfoy para evitar que Fred y George saltaran sobre él; Katie soltó al aire un par de insultos dirigidos al engreído de cabellos rubios, y Ron no tardó en tomar su varita, pobremente reparada con cinta adhesiva, apuntando a Malfoy con ella.

—¡Slugulus eructo!

Un estruendo resonó entre los cielos, y del extremo roto de la varita de Ron surgió un rayo de luz verde que, dándole en el estómago, lo derribó sobre el césped.

—¡Ron! —vociferó Hermione asustada, arrodillándose junto a él—. ¿Estás bien?

El muchacho abrió la boca para decir algo, pero de entre sus labios no salió ninguna palabra, sino que emitió un tremendo eructo y le salieron de la boca varias babosas que le cayeron en el regazo, hecho del que los Slytherins se regodearon, mientras los Gryffindors le contemplaban con cierto pesar.

Harry y Hermione no tardaron en ayudarle a ponerse en pie, a pesar de las arcadas que el pelirrojo sufría.

—Será mejor que lo llevemos a la cabaña de Hagrid —propuso el de cabellos azabaches, ante lo que la muchacha asintió con decisión—. Él sabrá qué hacer.

Así, tomando a su amigo por ambas extremidades, los muchachos lo condujeron rápidamente hasta la choza del semigigante, al que tuvieron la suerte de encontrarse en el exterior, tocando una hermosa melodía con la flauta de madera que poseía.

—¡Hagrid! —lo llamó Harry desde la lejanía, captando su atención.

—¡Chicos! Ya me estaba preguntando cuando vendríais a verme —exclamó el semigigante con afabilidad; sin embargo, la sonrisa de su rostro se esfumó al ver el estado en el que Ron se encontraba—. ¿Pero qué demonios...?

Otra arcada sacudió con fuerza el estómago del Gryffindor, y de su boca volvieron a precipitarse hacia el suelo un par de verdosas babosas.

—Ya veo... —suspiró Hagrid, sin necesidad de explicación, alzándose de su asiento—. Sentadlo aquí, chicos. Esto requiere instrumental especializado.

El semigigante se adentró entonces en la cabaña, y los dos muchachos aprovecharon para sentar a Ron en aquel gran banco de madera; Hagrid no tardó en salir con un inmenso cubo de madera en sus manos, el cual ofreció al chico, quien lo acogió entre sus brazos, dispuesto a escupir otra babosa.

—Es preferible que salgan a que entren. Vomítalas todas, Ron —objetó el semigigante, sentándose frente a ellos—. ¿A quién intentaba hechizar?

—A Malfoy —respondió Harry—. Ha vuelto a llamar sangre sucia a Hermione.

—No te culpo por intentar lanzarle un hechizo entonces, Ron —manifestó Hagrid con algo de rabia en sus palabras—. Pero quizá haya sido una suerte que tu varita mágica fallara. Si hubieras conseguido hechizarle, Lucius Malfoy se habría presentado en la escuela... así no tendremos ese problema.

Hermione asintió, otorgándole la razón.

—Así no tendremos que tratar una vez más con ese desalmado.

Hagrid no pudo evitar sonreír ante su comentario, alegrándose de verla tan segura de sí misma después de lo sucedido.

—Pero no hablemos más de esa familia de engreídos —propuso el semigigante, guiñándole un ojo a la muchacha, gesto ante el que ella sonrió—. ¿Queréis ver lo que he estado cultivando?

Harry y Hermione asintieron al instante, alzándose del banco de madera; Ron también decidió acompañarles, aunque sin soltar el cubo, que se iba llenando lentamente de inmensas babosas.

Los cuatro rodearon la cabaña y llegaron hasta aquella pequeña huerta, donde había plantadas una docena de inmensas calabazas.

—¿Son bonitas, verdad? —se enorgulleció Hagrid de su creación—. Son para la fiesta de Halloween. Espero que hayan crecido lo suficiente para ese día.

—¿Más, Hagrid? —sonrió el de cabellos azabaches—. ¿Qué les has echado?

—¿Un hechizo fertilizante, tal vez? —se añadió Hermione, contemplándolas al detalle—. Sea como fuere, has hecho un gran trabajo.

—Eso mismo dijo aquella chiquilla de cabello rubio y ojos azules —declaró el semigigante—. Me dijo su nombre, pero... ahora no lo recuerdo... ¿Lucy? ¿Luxoria?

Una poderosa reminiscencia atravesó los sentidos de la castaña en aquel mismo instante: recordaba con impoluta claridad el viaje de ida al castillo junto a aquella curiosa muchacha que portaba con gracejo su varita tras la oreja.

—¿Luna?

—¡Eso es! ¡Luna! —asintió Hagrid, risueño—. ¿La conoces?

—Cedric, Susan, Ginny y yo compartimos con ella el viaje en tren hasta el colegio —respondió ella, ante las miradas de interrogación de sus compañeros—. ¿Y qué estaba haciendo ella aquí?

—Ayer la encontré vagando por los alrededores —alegó el semigigante, acariciándose la frondosa barba castaña que reinaba entre sus mejillas con sus firmes dedos—. Dijo que estaba contemplando el campo, pero me dio la impresión que esperaba encontrarse a alguien más.

—A los nargles, quizá... —rió Hermione, comentario que ninguno de los presentes comprendió—. Bueno, es una chica muy peculiar. Supongo que ya la conoceréis.

—La invitaré a tomar el té el próximo día en el que la encuentre vagando por aquí, entonces —anunció entonces el hombre—. Aunque, ahora que lo pienso... ¡qué desconsiderado he sido! ¿Queréis un té, chicos?

Tanto Harry como Hermione negaron con la cabeza, divertidos.

—Creo que ésta no es la ocasión adecuada, Hagrid —alegó el de cabellos azabaches, echando una ojeada al deplorable aspecto del pelirrojo—. ¿Cómo te encuentras, Ron?

El Gryffindor, pálido como la cera, volvió a estar sometido a una fuerte arcada que le hizo vomitar otra babosa, cayendo ésta sobre la amontonada pila que empezaba a formarse en el interior del cubo.

—Chicos... detesto la magia...

  ***

A medida que transcurrían las semanas, el temario de la mayoría de las asignaturas se había vuelto algo más liviano a transportar... aunque eso no implicaba que no hubiera trabajo a realizar.

Para Harry y Cedric resultaba algo complicado compaginar sus estudios con los entrenamientos, pues aquel año parecía que todas las casas se habían propuesto ganar sí o sí la Copa de Quidditch Interescolar, hecho que suponía para ellos una preparación aún más dura que de costumbre; Ron, Susan y Hermione, pese a no tener aquella obligación, solían brindarles de su apoyo acompañándoles en los entrenamientos, cosa que suponía una gran ayuda moral para ambos jugadores.

Aquella tarde, sin embargo, era tanta la faena a realizar que Susan y Hermione decidieron apresarse a sí mismas en la biblioteca hasta que hubieran concluido con sus responsabilidades, adecuándose en su mesa habitual con infinidad de libros apilados sobre su superficie.

—Esto es demasiado complicado —el quejido de Susan sonó como un tímido murmullo a oídos de su compañera—. ¿Y qué sé yo acerca de la alimentación de los gusanos de tubo?

La castaña dejó ir una carcajada al aire, lo suficientemente discreta como para que Madame Pince no la fulminara con la mirada.

—¿Seguro que has buscado bien en el libro de Pociones?

—De arriba a abajo, te lo aseguro —suspiró la pelirroja—. Pero no hay forma de concluir este estúpido ensayo...

—No es estúpido, Susan —la contradijo la Gryffindor, ojeando las páginas de aquel libro de tapa cobriza que sostenía entre sus manos—. Realizar correctamente cada poción depende en gran medida de que sepas tratar adecuadamente sus ingredientes, y para ello es primordial conocerlos de antemano.

—Tratarlos adecuadamente... —reiteró la Hufflepuff—. ¿Así como Snape nos trata a los que no formamos parte de Slytherin, quizá?

Una media sonrisa se esbozó entre las mejillas sonrosadas de la castaña.

—Quizá un poco mejor —respondió ella con poco convencimiento, y volvió a sumergirse en su ensayo de Astronomía, intentando evadir aquellos pensamientos que le hacían revivir las mariposillas que sentía en el interior de su estómago al pensar en su docente predilecto.

Susan, sin embargo, tenía otros planes para ella.

—Mira —exclamó ella—. Hablando de la Reina de Inglaterra.

Hermione volvió a alzar la cabeza para contemplarla con el ceño ligeramente fruncido, no entendiendo a lo que se refería: la pelirroja no tardó en indicarle con la cabeza que mirase al frente, justo hacia una de las secciones que se encontraban más lejanas a su posición, y la muchacha obedeció, transportando sus ojos castaños hasta dicho lugar.

El corazón empezó a retumbarle en el pecho de forma descarada en cuanto divisó aquella sombría figura de espaldas a ella, rebuscando entre los libros de la Sección Medieval; Snape, sin embargo, parecía no haberse percatado de su presencia, pues se mantenía demasiado entretenido acariciando las solapas de aquellos grandes libros, rebuscando entre ellos como si le fuera la vida.

La Gryffindor supo que había estado escrutándole de forma excesiva cuando la sutil risita de Susan logró hacerla bajar de las nubes.

—¿Qué pasa? —no dudó en preguntarle, sintiendo como se le subían los colores a la cara.

—Eres tan sutil, Hermione... —le susurró ella, con una sonrisa esbozada entre sus labios.

La respiración de la castaña pareció entrecortarse en aquel mismo instante, y el temor la invadió por completo: ¿cómo había podido ser tan descerebrada? ¿Sabría Susan después de esto lo que ella realmente sentía?

Tragando saliva, la muchacha volvió a fruncir el ceño, aunque esta vez de forma intencionada, malinterpretando un desconocimiento total por aquello que su compañera insinuaba.

—No entiendo qué quieres decir —manifestó ésta en un tono algo exagerado, volviéndose rápidamente a su ensayo, en un intento por huir de aquella incómoda conversación.

Susan, sin embargo, para su suerte o su desgracia, no estaba dispuesta a dejarse por vencida.

—Hermione... —le susurró ella, acercándosele lo máximo posible como para que aquel comentario quedara a salvo entre ambas—. Lo sé.

Al oír esas palabras, la Gryffindor, anonadada, volvió a alzar la mirada, encontrándose con los ojos pardos de su compañera. Le costaba asimilar aquello que acababa de oír.

—¿Desde... desde cuando? —balbuceó, sintiéndose completamente indefensa ante ella, temiendo ser juzgada.

La pelirroja intentó tranquilizarla, dedicándole una media sonrisa.

—Desde antes que tu misma lo supieras —declararon sus palabras confiadas—. Cada vez que tu mirada se perdía en dirección a la mesa de profesores, que tu humor se veía severamente turbado cuando mantenías con él algún tipo de contacto, que te refugiabas sin buscar consuelo porque sentías que era demasiado arriesgado hacerlo... casi ha resultado inevitable no saberlo.

—Susan... —intentó la castaña articular palabra, siendo ésta una tarea sumamente difícil para ella—. Yo...

Antes que torpemente pudiera proseguir, la Hufflepuff la tomó por ambas manos y la miró profundamente a los ojos, queriéndole transmitir toda la serenidad posible.

—Hermione, no debes temer por lo que sientes, ni menos avergonzarte de ello. El amor es algo demasiado poderoso como para querer negárselo a uno mismo —pronunció su hablar sereno—. No elegimos aquello que sentimos, ni tampoco por quién lo hacemos... así que no debes temer el haberte enamorado de alguien como él. Yo jamás te juzgaré por ello, ¿me entiendes?

Fue tal la magnitud de aquellas palabras que la castaña pudo notar como sus ojos empezaban a humedecerse de una poderosa emoción que jamás había sentido.

—Eres la mejor amiga del mundo, Susan —le susurró ella, y sin poder evitarlo, la abrazó con fuerza, queriéndole demostrar que sus palabras eran ciertas.

La Hufflepuff la correspondió con afecto, rodeándole la cintura y cerrando como ella los ojos, sintiendo aquel contacto como una de las demostraciones más puras de su eterna amistad.

Una vez se hubieron separado, ambas volvieron a contemplarse con la mayor de las sonrisas.

—Me alegra mucho que hayas encontrado algo tan especial, y te lo digo completamente en serio —expresaron las palabras sinceras de la pelirroja—. Y a partir de ahora, espero que no tengas miedo en contarme cualquier cosa que te suceda, que tus secretos quedarán a salvo conmigo... que sepas que me tienes a tu lado para todo aquello que necesites.

La castaña asintió fervientemente con los ojos vidriosos, al límite de estallar en un llanto plagado de conmoción.

—Creo que a veces no soy plenamente consciente de la suerte que he tenido al encontrarte —exclamó ella, firme en aquello que decía.

—Oh, vamos. Estoy convencida que tú harías lo mismo por mí.

—Por supuesto que lo haría. Te debo muchísimo, Susan.

Su compañera dejó ir otra risa al aire, en un intento por intentar calmar toda aquella sensiblería en la que se encontraban sumidas.

—¿Sabes cómo podrías saldar tu deuda? —mencionó en un tono jocoso—. ¿Qué tal si me ayudas con el ensayo?

La carcajada fue entonces imitada por la castaña, gesto con el que se liberó definitivamente de toda aquella tensión que había podido hacerla creer alguna vez que se llevaría su secreto a la tumba.

—Desde luego, ¡no tienes remedio!

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