Capítulo XXXIV - Evanesco
ARESTO MOMENTUM
— CAPÍTULO XXXIV —
❝ E v a n e s c o ❞
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—¿Cómo se puede ser tan descerebrado? —se lamentó Ron, palpándose la oreja con suavidad, justo en aquel punto en el que un duendecillo no había dudado en morderle.
Su voz resonó por los huecos pasillos de las mazmorras, por donde los cuatro muchachos descendían agotados, camino a su última clase del día, cargados con sus respectivos calderos.
—Sólo quiere que adquiramos experiencia práctica —lo justificó Hermione, rodando los ojos con fastidio.
—¿Experiencia práctica? —repitió Harry en voz alta, observando a su compañera—. Hermione, él no tenía ni idea de lo que hacía.
—Mentira —dijo Susan—. Ya has leído sus libros, fíjate en todas las cosas asombrosas que ha hecho...
Ron suspiró con cierto fastidio, en aquella mezcla de celos y hastío que le consumía.
—Que él dice que ha hecho... —alegó él, contemplando a la pelirroja con el ceño ligeramente fruncido.
Antes que la Hufflepuff pudiera tan siquiera plantearse contestarle, Hermione la tomó por la muñeca y la atrajo hacia sí, queriendo zanjar la discusión: así, ambas se adentraron primero en el aula de Pociones y tomaron asiento en una de las grandes mesas de la segunda fila, gesto que los muchachos imitaron, sentándose junto a ellas con desgana y ocupando así todos sus asientos disponibles.
Mientras los dos Gryffindors y la Hufflepuff sacaban sus correspondientes libros de los calderos, Hermione se detuvo a contemplar el fondo de la sala, intentando hallar con la mirada la sombra de Snape entre las columnas del lugar: sin embargo, y muy a su pesar, el profesor todavía no se encontraba en el aula.
Pero antes de que su humor pudiera verse turbado por aquel hecho, el portazo que sonó a espaldas de los alumnos fue suficiente como para que la muchacha no abajara la cabeza antes de tiempo, resignada.
Todos los presentes giraron para encontrarse con la figura del profesor Snape, que se disponía a atravesar a grandes zancadas la sala con el ceño fruncido y los labios apretados, malhumorado como de costumbre... todos, menos ella, que aprovechó el momento para deleitarse con la emoción que aquel reencuentro le producía.
La muchacha se permitió dibujar una pequeña sonrisa de satisfacción entre sus labios mientras escuchaba como el fiero andar del murciélago era cada vez más cercano: sin embargo, no esperó que este se detuviera justo cuando se encontraba a punto de acceder a su campo visual.
Con la curiosidad a flor de piel, la castaña giró en busca de su figura, y su corazón empezó a retumbar con fuerza en su pecho cuando lo encontró estático junto a su mesa, observando con frialdad a sus dos amigos, quienes tragaron saliva al mismo tiempo.
—Weasley... —escupió el profesor con toda la aversión posible—. Potter...
—Profesor Snape —balbuceó Harry, intentando mantener la compostura ante aquella mirada gélida.
—La profesora McGonagall me ha pedido que os notifique que cumpliréis vuestro castigo esta misma noche —les informó, manteniéndose impasible ante sus rostros asustadizos—. Weasley, tú limpiarás la plata de la sala de trofeos con el señor Filch... sin ningún tipo de magia. Por lo que a ti respecta, Potter, ayudarás al profesor Lockhart a responder a las cartas de sus admiradoras.
—Oh, no... —suspiró Harry—. ¿No puedo ayudar con la plata?
Snape pareció dejar al descubierto una sonrisa maliciosa.
—Desde luego que no. El profesor Lockhart ha solicitado que seas precisamente tú —espetó, regocijándose de su desgracia—. A las ocho en punto, tanto uno como otro.
Sus ojos oscuros se postraron entonces sobre la figura de la Hufflepuff, que le contemplaba, como Harry y Ron, con la mirada plagada de temor.
—La profesora Sprout la estaba buscando, Srta. Bones. Se ha encontrado su libro de texto junto a uno de los arbustos puntiagudos del Invernadero Tres... en un estado nefasto, como podrá comprender —le anunció en un tono algo más condescendiente—. Vaya a buscarlo al finalizar la clase, e intente mostrar un mínimo ápice de responsabilidad la próxima vez.
Susan, con las mejillas más sonrojadas que de costumbre, asintió nerviosamente.
—Así lo haré, profesor.
Antes de reemprender su paso, Snape se tomó unos segundos más para hacer aquello que desde hacía tanto tiempo ansiaba: sus orbes azabaches conectaron con inmediatez con los ojos castaños de Hermione, que se mantenía adecuada en el último asiento de la gran mesa, contemplándole con total atención.
—Granger —se limitó a pronunciar, deleitándose con sus angelicales facciones, en las cuales se podía apreciar aquella ligera transformación que la muchacha había sufrido durante las vacaciones, dándole un toque algo más adulto.
—Profesor —balbuceó ella, sintiendo aquella poderosa mirada recaer sobre sí, haciéndola sentir inerme por completo.
Sin mediar palabra alguna, Snape retomó su andar hasta la tarima y se colocó frente a un alumnado que le contemplaba en silencio, a la espera de sus indicaciones.
—Espero que durante estas vacaciones vuestros cerebros no se hayan atrofiado lo suficiente como para no saber extraer la esencia del díctamo, separar la corteza del azarollo o llegar a confundir las ortigas frescas con las secas... aunque, en más de uno de vostros, tampoco me sorprendería —manifestó con la barbilla alzada, contemplando a todos y a cada uno de sus insufribles alumnos con total desprecio—. No seré tan necio como para confiar en la palabra de aquellos que querrán hacerme creer que sus prodigiosos sesos siguen igual de intactos. Los hechos dicen más que las palabras.
Con toda la atención del aula recayendo sobre sí, Snape giró sobre sus talones y, con la varita, escribió sobre la superficie de la pizarra.
—Página 394 —anunció el hombre, posicionándose de nuevo frente al alumnado—. Tenéis una hora exacta para realizar debidamente la poción. Al llegar ese término, recogeré los frascos de vuestros pupitres... aunque lo que estos contengan sea peor que el Weedosoros.
Hermione no pudo evitar que media sonrisa se dibujara en su rostro tras las palabras de su profesor. Recordaba con nitidez los efectos que aquel veneno habían tenido en ella... tanto como las acciones de aquel que se encargó de contrarrestarlos.
Supo inmediatamente que aquel último comentario iba dirigido a ella cuando los ojos azabaches de Snape volvieron a aterrizar sobre los suyos, en un contacto sencillo, y a su vez, sumamente poderoso.
—Hermione —escuchó la voz dulce de Susan a su lado, mientras unos golpecitos le rozaban tímidamente el hombro derecho.
—¿Eh? —balbuceó ella, volviendo a la realidad—. ¿Qué?
—Será mejor que empecemos —insistió la pelirroja—. La Cura para Forúnculos no es precisamente sencilla...
La castaña asintió con la cabeza un par de veces y procedió a abrir el libro por la página correspondiente. Memorizó con rapidez cada paso a seguir y, seguidamente, tomó los ingredientes necesarios y los depositó sobre la mesa, mientras Susan se ocupaba de acercar los utensilios correspondientes. Así, ambas empezaron a machacar los colmillos de serpiente en el mortero y pusieron el caldero al fuego, siguiendo las instrucciones al pie de la letra.
Y Hermione supo de inmediato que aquella poción no le resultaría una tarea fácil, y no por su complejidad o la paciencia requerida para ello... sino porque sus ojos la traicionarían durante toda la clase, pues no existiría mejor distracción que perderse en aquellas orbes oscuras a las que tanto había añorado.
***
Los poderosos rayos de sol que aquel primer día les había otorgado empezaban a extinguirse tras las pobladas colinas que adornaban el paisaje, a medida que la más astuta de los Gryffindors recorría, en soledad, los terrenos del castillo después de un intenso entrenamiento junto al equipo de los tejones.
Aprovechando que Harry y Ron se encontraban recluidos en sus correspondientes castigos, la muchacha tomó la ocasión para pasar la tarde junto a Susan, Cedric y Malcolm, ayudando al equipo de Hufflepuff en su preparación para los próximos partidos. Tanto ella como sus compañeros habían quedado asombrados con su destreza como bateadora, hecho que la colmaba de algazara: jamás se hubiera imaginado que serviría para un deporte que nunca le había llamado la atención... nunca, hasta el momento.
Sin embargo, la Gryffindor se había visto obligada a retirarse antes de tiempo, dado que quería repasar el temario de todas las asignaturas impartidas aquel mismo día.
Pronto, la chica volvió a adentrarse en el castillo, encontrándose en la soledad del gran vestíbulo, y dispuesta a alcanzar cuanto antes su sala común, sus pasos se dirigieron decididos hacia el pie de la Gran Escalinata: sin embargo, un murmullo que acarició tímidamente sus oídos despertó su curiosidad, logrando que su andar se detuviera en aquel mismo instante.
Girando sobre sus talones, no le resultó difícil descubrir de dónde provenía aquel sutil bisbiseo: frente a uno de los grandes ventanales, el fantasma de Nick Casi Decapitado flotaba en el aire, mientras sus labios farfullaban palabras ininteligibles.
Intrigada, la muchacha no dudó en acercarse hasta su posición.
—Buenas noches, Nick —le saludó con afabilidad, llamando la atención del espectro.
—Oh, Srta. Granger —la reconoció al instante—. Buenas noches... sí, buenas noches...
Hermione frunció ligeramente el ceño ante aquella inesperada respuesta.
—Parecéis preocupado —objetó ella, contemplando sus facciones pálidas y traslúcidas, en las que se dibujaba aquella mueca afligida que caracterizaba su rostro.
—¡Bah! Un asunto sin importancia... —alegó él, cabizbajo—. No es que realmente tuviera interés en pertenecer... aunque lo solicitara, pero por lo visto «no cumplo con las características». Cualquiera pensaría, cualquiera, que cuarenta y cinco hachazos en el cuello dados con un hacha mal afilada serían suficientes para permitirle a uno pertenecer al Club de Cazadores Sin Cabeza...
—Por supuesto —asintió Hermione, intentando reconfortarle.
—Nadie tenía más interés que yo en que todo resultase limpio y rápido, y habría preferido que mi cabeza se hubiera desprendido adecuadamente. Quiero decir que eso me habría ahorrado mucho dolor y ridículo —suspiró el espectro, contemplando aquella carta que sus dedos cristalinos sujetaban—. Sin embargo...
La Gryffindor, pese a sentir el frío que el fantasma desprendía, se aproximó lo suficiente como para, a través de él, poder leer con claridad el mensaje que había impreso sobre el pergamino.
«Sólo nos es posible admitir cazadores cuya cabeza esté separada del correspondiente cuerpo. Comprenderá que, en caso contrario, a los miembros del club les resultaría imposible participar en actividades tales como los Juegos malabares de cabeza sobre el caballo o el Cabeza Polo. Lamentándolo profundamente, por tanto, es mi deber informarle de que usted no cumple con las características requeridas para pertenecer al club.
Con mis mejores deseos,
Sir Patrick Delaney-Podmore».
—¡Un centímetro de piel y tendón sostiene mi cabeza, Hermione! —sollozó el fantasma—. La mayoría de la gente pensaría que estoy bastante decapitado... pero no, eso no es suficiente para Sir Bien Decapitado-Podmore.
La castaña se mordió el labio inferior, intentando encontrar las palabras adecuadas.
—Sir Nicholas, yo... —balbuceó ella—. Si pudiera hacer algo para ayudarle con el asunto del club...
Los ojos del espectro parecieron iluminarse en aquel mismo instante.
—Hay algo que podéis hacer por mí —alegó él, emocionado—. Pero... oh, bueno... dudo que queráis...
—¿De qué se trata?
—Bueno... el próximo día de Todos los Santos se cumplen quinientos años de mi muerte —exclamó él, irguiéndose y poniendo aspecto de importancia—. Voy a dar una fiesta en una de las mazmorras más amplias, y vendrán amigos míos de todas partes del país. Para mí sería un gran honor que vos pudierais asistir... naturalmente, el Sr. Potter y el Sr. Weasley también están invitados, y pueden traer un acompañante si así lo desean.
La castaña, viendo la conmoción que colmaba los ojos de su interlocutor, no supo negarse a la invitación.
—Cuente con nosotros, Nick.
Entre las mejillas del fantasma se esbozó una poderosa sonrisa.
—¡Mi estimada muchacha! —celebró él, completamente invadido por la dicha—. ¿Tal vez podríais mencionarle a Sir Patrick lo horrible y espantoso que os resulto?
Hermione dejó que una sonora carcajada saliera de entre sus labios.
—¡Por supuesto!
Así, animados tras aquella grata conversación, ambos se despidieron cordialmente y tomaron rumbos opuestos: Nick atravesó con elegancia el portón que les separaba del exterior, y Hermione emprendió su ascenso por los interminables escalones en dirección a su sala común.
Sin embargo, cuando se encontraba en la planta del segundo piso, reconoció enseguida aquella figura de cabellos anaranjados y ojos celestes que se encontraba, al mismo tiempo, descendiendo las escaleras.
—¿Qué te ha pasado? —no tardó en cuestionarle, deteniendo su andar en aquel preciso momento para poder contemplar con detalle la suciedad impregnada en las manos castigadas de su compañero.
—Ese idiota de Filch... —espetó Ron—. Tengo todos los músculos agarrotados. Me ha hecho sacarle brillo catorce veces a una copa de Quidditch antes de darle el visto bueno...
Hermione, decidida, no tardó en hacerse con su varita, la cual portaba resguardada bajo su túnica, sujeta gracias al elástico de su falda: haciendo que el pelirrojo alzara ambas muñecas, la muchacha trazó una espiral en el aire con la punta de la varita, y seguidamente, apuntó con fijación las manos de su compañero.
—Evanesco.
Tras el destello de luz que aterrizó sobre las extremidades del Gryffindor, sus manos se mostraron impolutas.
—Gracias, Hermione —sonrió el pelirrojo, frotándose con ambas palmas—. Oye, ¿y si vamos a buscar a Harry?
Ante el ferviente asentimiento de la muchacha, los dos Gryffindors tomaron la dirección donde sabían que lo encontrarían: el despacho de Lockhart no quedaba muy lejos, pues estaba situado justo en el mismo piso sobre el que se encontraban.
Decididos, tomaron un par de pasillos con dirección a su destino, pero antes de que pudieran llegar tan siquiera hasta la puerta del despacho, reconocieron la figura de Harry abandonar el lugar con la cabeza baja.
—¡Harry! —lo saludaron ambos, llamando su atención.
El de cabellos azabaches se dio prisa en alcanzarles: su rostro reflejaba un espanto que ni Ron ni Hermione eran capaces de entender.
—¿Tan mal ha ido el castigo con Lockhart? —cuestionó el pelirrojo, a medida que los tres se disponían a avanzar hasta su sala común.
—No... no es eso... —suspiró Harry, intentando ordenar sus pensamientos—. Es solo que... mientras escribía direcciones en cada sobre que Lockhart me daba, oí... oí una voz... una voz fría como el hielo, capaz de congelar la sangre en las venas...
Tanto Ron como Hermione fruncieron el ceño al mismo tiempo.
—¿Una voz? ¿Cómo que una voz? —enfatizó la muchacha—. ¿Qué era lo que decía?
—Decía algo como... Ven..., ven a mí... Deja que te desgarre... Deja que te despedace... Déjame matarte...
El pelirrojo tragó saliva en aquel mismo instante.
—¿Y Lockhart no había oído nada?
Harry negó con la cabeza, resignado.
—No lo entiendo —añadió Hermione, rascándose la barbilla—. Aunque fuera alguien invisible, tendría que haber abierto la puerta...
—Lo sé —suspiró el de cabellos azabaches, completamente aterrado—. Yo tampoco lo entiendo.
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