Capítulo XXXIII - Peskipiksi pesternomi
ARESTO MOMENTUM
— CAPÍTULO XXXIII —
❝ P e s k i p i k s i p e s t e r n o m i ❞
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La profesora McGonagall se había ocupado de entregarles a primera hora los horarios de aquel nuevo curso que les esperaba.
Hermione, encontrándose en la sala común para hacerse con los libros correspondientes, leyó el itinerario con atención: las primeras dos horas estaban ocupadas por Herbología.
—¿Qué creéis que haremos este año? —cuestionó Ron en voz alta, una vez hubieron tomado todo el material necesario y se encontraban bajando la Gran Escalinata a paso rápido, contemplando las manecillas del reloj—. Ojalá no tengamos que lidiar de nuevo con los Puffapod, los arbustos puntiagudos o los tentáculos venenosos.
—Mientras nos mantengan alejados de los bulbos rebotadores... —se pronunció Harry, recordando el incidente del año pasado—. Todavía no he olvidado como uno se liberó del agarre y me golpeó la cara.
Tanto Ron como Hermione rieron ante la anécdota.
—Aun recuerdo lo mucho que se te hinchó la mejilla después de aquello —rememoró Hermione, manteniendo los libros apretados a su torso—. Parecías un pez globo.
—Y que lo digas —rió Harry—. No entiendo como aquello no me dejó una cicatriz aun más temible.
Los tres muchachos se encontraron con Susan una vez descendieron hasta el pie de la escalera: así, los cuatro se dirigieron a los invernaderos, cruzando la huerta por el camino de tierra establecido y alcanzando el paradero de la profesora Sprout, una bruja pequeña y rechoncha que llevaba un sombrero remendado sobre la cabellera suelta y los ropajes llenos de barro.
—¡Hoy iremos al Invernadero Tres, muchachos! —les notificó la mujer una vez todos hubieron asistido al lugar, oyéndose murmullos de interés tras la afirmación, pues nunca habían trabajado allí.
Así, los muchachos le siguieron apresuradamente el paso, y pronto se encontraron en el interior de aquel conservatorio de las especies más peligrosas. En el ambiente se encontraban también una serie de aromas inconfundibles: a Hermione le llegó el olor de la tierra húmeda y el abono, mezclados con el intenso perfume de las flores gigantes, del tamaño de un paraguas, que colgaban elegantemente del techo.
Los alumnos, adentrándose en la sala, fueron colocándose alrededor de la gran estructura de piedra que había construida en mitad de la sala, y que se encontraba repleta de macetas; sobre la repisa de piedra se encontraban colocadas ordenadamente las túnicas, orejeras y guantes reglamentarios, así que una vez los alumnos tomaban su sitio, procedían a equiparse con el atuendo.
Sprout no tardó en aparecer vestida con la misma indumentaria, y plantándose en una de las puntas de la estructura, procedió a empezar la clase.
—Hoy nos vamos a dedicar a replantar mandrágoras —anunció ante los muchachos, que la observaban con curiosidad—. Veamos, ¿quién me puede decir qué propiedades tienen las mandrágoras?
Hermione fue la primera en alzar la mano, hecho al que sus compañeros ya estaban acostumbrados; Sprout, con un ligero asentimiento, le dio permiso para responder.
—La mandrágora, o mandrágula, es un reconstituyente muy eficaz —declaró la castaña, recordando con precisa exactitud el tomo en el que había leído acerca de aquella característica planta—. Se utiliza para volver a su estado original a las personas que han sido transformadas, encantadas o incluso petrificadas.
—¡Excelente, Srta. Granger! Diez puntos para Gryffindor —exclamó irradiante la profesora—. La mandrágora es un ingrediente esencial en muchos antídotos, pero, sin embargo, también puede resultar muy peligrosa. ¿Alguien sabría decirme por qué?
Los cabellos pelirrojos de Susan revolotearon cuando Hermione, justo a su lado derecho, volvió a alzar la mano con fervor.
—El llanto de la mandrágora es fatal para quien lo oye —se pronunció de nuevo la muchacha.
—Exacto. ¡Otros diez puntos para Gryffindor! —clamó Sprout, haciendo que los leones sonrieran con orgullo y las serpientes fruncieran el ceño—. Las mandrágoras que tenemos aquí son todavía muy jóvenes, así que su grito no puede llegar a mataros, pero sí dejaros inconscientes durante varias horas: por eso son importantes las orejeras, así que haced el favor de ponéroslas antes de proseguir.
Los alumnos obedecieron sus indicaciones.
—Hoy aprenderemos a replantar las mandrágoras —prosiguió Sprout, haciéndose con una de las macetas y acercándola a ella—. Es un proceso muy sencillo: debéis agarrar la mandrágora con firmeza y extraerla de la maceta de un tirón. A continuación, debéis colocarla en el tiesto vacío y espolvorearla con un poco de abono para que guarde el calor. Os lo enseñaré.
Decidida, la mujer tomó la mandrágora por su sobresaliente rama y la estiró hacia sí, logrando sacarla de la maceta. Pese a portar las orejeras, el alarido que la planta profería logró penetrar en los oídos de los estudiantes, quienes, asustados, se taparon los oídos con ambas manos, mientras Sprout procedía a soterrarla bajo el abono, haciendo cesar su persistente chillido.
Todos los alumnos volvieron a respirar con normalidad en aquel remanso de paz: todos, menos Neville, quien cayó estrepitosamente al suelo, desmayado.
—Parece que Longbottom no se ha puesto las orejeras —suspiró la profesora, habiéndole visto caer.
—No, profesora —respondió Seamus, contemplando a su amigo tendido en el suelo—. Las lleva puestas.
Sprout puso los ojos en blanco.
—Ya, bueno... dejadle ahí —dictaminó ella, dispuesta a proceder con la clase—. ¡Bien, alumnos! Tenemos mucho trabajo por delante, así que agarrad bien vuestra mandrágora y tirad con fuerza.
Hermione y Susan, encontrándose de lado, obedecieron las indicaciones al pie de la letra: ambas tiraron de la rama y arrancaron la mandrágora del tiesto, notando como sus alaridos se clavaban con fuerza en sus tímpanos mientras las examinaban con la mirada. Se trataba de una planta con aspecto de niño recién nacido, pequeño, lleno de barro y extremadamente feo.
Decididas, las colocaron con dificultad en el tiesto vacío, a pesar de que éstas se retorcieran y patalearan, y procedieron a echar tierra con rapidez, logrando concluir aquel desagradable llanto.
—¡Venga, muchachos! —les animó Sprout—. ¡Todavía nos quedan muchas mandrágoras por trasplantar!
***
La clase de Herbología había resultado, con diferencia, la más liviana de todas.
Los muchachos tuvieron que enfrentarse, tras ella, a Transformaciones, que había resultado mortalmente agotadora dada la complejidad de los hechizos, así como Historia de la Magia, donde la gran mayoría de los alumnos habían caído rendidos sobre el pupitre ante la monótona voz del profesor Binns.
Sin embargo, las clases de la tarde parecían ser algo más amenas, al menos, para la más astuta de los Gryffindors. Hermione, repasando el horario a la hora de la comida, no pudo evitar sentirse emocionada: aquella misma tarde daría Defensa Contra las Artes Oscuras... y finalizaría el día con Pociones, idea que le resultó sumamente atrayente.
Fue en ese preciso instante cuando la castaña decidió girarse hacia la mesa de profesores, buscando con sus ojos castaños aquella figura sombría que tanto ansiaba encontrar, cosa que la anterior noche no había podido hacer: sin embargo, Snape no se encontraba en la mesa junto al resto de docentes, cosa que afligió ligeramente el humor de la muchacha.
—¿Por qué has rodeado todas las clases de Lockhart con corazoncitos? —escuchó la voz de Ron junto a ella, la cual logró devolverla a la realidad.
Sintiendo como los colores le subían a la cara, Hermione apartó bruscamente el horario y lo guardó entre sus libros, mientras el pelirrojo sonreía con sorna.
Una vez terminaron de comer, los tres muchachos abandonaron el Gran Comedor para dirigirse a la sala común en busca de sus libros, y una vez los recogieron, descendieron hasta el tercer piso, adentrándose en el aula de Defensa Contra las Artes Oscuras.
Susan, como de costumbre, ya se había adelantado al resto: cuando los tres Gryffindors cruzaron la sala en busca de asiento, no tardaron en reconocer su figura adecuada en uno de los pupitres dobles colocados en primera fila.
Hermione no se molestó ni en discutir la distribución con sus compañeros: sencillamente, se limitó a tomar con fuerza sus libros y a sentarse junto a su mejor amiga con la mayor rapidez posible, antes de que cualquiera pudiera robarle el lugar.
Cuando todos los alumnos se encontraron adecuados en sus respectivas mesas, frente a ellos se abrió con contundencia la puerta que conducía al despacho: tras el marco de madera se encontraba Lockhart, dibujando entre sus mejillas una de sus encantadoras sonrisas.
Hermione y Susan suspiraron al mismo tiempo.
Aclarándose la garganta, el profesor dio un par de pasos adelante, mostrándose ante sus alumnos.
—Soy Gilderoy Lockhart. Caballero de la Orden de Merlín, de tercera clase; Miembro Honorario de la Liga para la Defensa Contra las Fuerzas Oscuras... y ganador en cinco ocasiones del Premio a la Sonrisa más Encantadora, otorgado por la revista Corazón de Bruja —se presentó el hombre con soberbia mientras descendía las escaleras—. Pero no quiero hablar de eso. ¡No fue con mi sonrisa con lo que me libré de la banshee que presagiaba la muerte!
Pese a su intento por arrancar una risa colectiva, sólo consiguió que las dos muchachas de la primera fila le sonrieran con nerviosismo.
—Veo que todos habéis comprado mis obras completas; bien hecho —les felicitó, paseándose entre los pupitres—. He pensado que podíamos comenzar hoy con un pequeño cuestionario. No os preocupéis, sólo es para comprobar si los habéis leído bien, cuánto habéis asimilado...
Una vez hubo repartido los cuestionarios entre todos los presentes, Lockhart se colocó una vez más frente a la clase y contempló con interés el reloj de muñeca que portaba atado en la mano derecha.
—Disponéis de treinta minutos —dictaminó, observando las agujas con precisión—. Podéis comenzar... ¡ya!
Los ojos de Hermione se iluminaron con fulgor al leer todas aquellas preguntas que restaban impresas sobre el pergamino con hermosa caligrafía.
¿Cuál es el color favorito de Gilderoy Lockhart? ¿Cuál es la ambición secreta de Gilderoy Lockhart? ¿Cuál es, en tu opinión, el mayor logro hasta la fecha de Gilderoy Lockhart?
La muchacha, bañando la pluma en el tintero, se apretó la lengua entre los dientes, concentrada, y empezó a escribir con su mejor caligrafía cada respuesta bajo de su correspondiente pregunta. Recordaba con impoluta precisión todos y cada uno de los detalles de la vida de su profesor, pues se había pasado todo el mes de Agosto leyendo acerca de sus proezas... actividad que, además de otorgarle fascinación, ahora también la ayudaría con la asignatura.
Y mientras ella escribía a toda prisa sobre el pergamino y Susan, que le seguía el paso, se detenía en momentos puntuales para meditar algunas de las respuestas, Harry y Ron, así como el resto del alumnado, repasaban una y otra vez aquel cuestionario de arriba a abajo con una mueca desesperada en sus rostros, sin tener ni la más mínima idea de qué responder.
La media hora otorgada por Lockhart resultó aterradoramente lenta para la mayoría de los asistentes, a excepción de las dos muchachas de la primera fila, quienes le entregaron al profesor sus cuestionarios con una sonrisa nerviosa entre sus labios.
—Vaya, vaya... Muy pocos recordáis que mi color favorito es el lila. Lo digo en Un año con el Yeti —suspiró Lockhart, una vez tuvo en posesión todos los cuestionarios y los ojeaba con curiosidad—. Y algunos tenéis que volver a leer con mayor detenimiento Paseos con los hombres lobo. En el capítulo doce afirmo con claridad que mi regalo de cumpleaños ideal sería la armonía entre las comunidades mágica y no mágica, ¡aunque tampoco le haría ascos a una botella mágnum de whisky envejecido de Ogden!
Una vez más, las únicas que sonrieron ante su comentario fueron las dos chicas.
—... pero la Srta. Hermione Granger sí conoce mi ambición secreta, que es librar al mundo del mal y comercializar mi propia gama de productos para el cuidado del cabello, ¡buena chica! —exclamó el hombre con satisfacción, y la castaña sintió como el corazón se le aceleraba ante sus palabras, mientras notaba como Susan le daba unas palmadas en la espalda, felicitándola; Lockhart, ilusionado, dio la vuelta al papel y leyó con rapidez las respuestas—. De hecho, ¡está perfecto! ¿Dónde está la Srta. Granger?
La Gryffindor alzó temblorosamente la mano, notando como los colores se le subían a la cara cuando Lockhart clavaba sus ojos celestes en ella.
—¡Excelente! —celebró él con una sonrisa, guiñándole el ojo—, ¡excelente! ¡Diez puntos para Gryffindor!
Hermione intercambió entonces una mirada fugaz con sus dos amigos, que no tardaron en sonreírle: al menos aquella estúpida prueba había servido para sumar puntos a la casa.
Lockhart, aprovechando que los alumnos de Gryffindor se encontraban distraídos celebrando aquel pequeño triunfo, así como los Slytherins enfurecían, sacó de debajo de la mesa lo que parecía ser una gran jaula cubierta por un largo mantel escarlata y lo colocó sobre su escritorio, llamando la atención de los presentes.
—Ahora, ¡cuidado! Es mi misión dotaros de defensas contra las más horrendas criaturas del mundo mágico —les advirtió con voz trémula, logrando que en los rostros de los muchachos se dibujara el pavor ante aquello que desconocían—. Puede que en esta misma aula os tengáis que encarar a las cosas que más teméis... pero sabed que no os ocurrirá nada malo mientras yo esté aquí. Todo lo que os pido es que conservéis la calma.
El hombre colocó entonces su mano sobre el mantel, y Susan y Hermione se encogieron ligeramente en sus sillas, temiendo aquello que se encontraría aún oculto debajo.
—Tengo que pediros que no gritéis —les demandó el profesor—. ¡Podrían enfurecerse!
Pese a las expectativas de los alumnos, la mayoría no pudo evitar soltar una carcajada al aire al ver lo que la jaula contenía: en su interior, restaban apresados un gran número de duendecillos azulados que sacudían sin cesar la pajarera.
—¿Duendecillos de Cornualles? —espetó Seamus en un tono irónico, arrancando otra carcajada colectiva.
—Duendecillos recién atrapados —confirmó Lockhart—. Ríase si quiere, Sr. Finnigan, pero los duendecillos pueden ser unos seres endemoniadamente engañosos.
En un arrebato de euforia, el profesor colocó su mano derecha en los barrotes que conformaban la pequeña puerta de la jaula y de un sencillo movimiento, la abrió.
—¡Veamos qué podéis hacer con ellos!
En aquel mismo instante, los duendecillos salieron disparados como cohetes en todas direcciones. Los alumnos, asustados, se levantaron de sus asientos, dispuestos a recoger sus pertenencias para abandonar cuanto antes el lugar mientras aquellos seres cogían los tinteros y rociaban de tinta la clase, hacían trizas los libros y los folios, rasgaban los carteles de las paredes, le daban vuelta a la papelera y cogían bolsas y libros y los arrojaban por las ventanas rotas, así como a los alumnos.
Un par de duendecillos tomaron por las orejas a Neville y lo alzaron en el aire, para después colgarlo de la lámpara sujeta en el techo mientras el muchacho gritaba con temor.
Mientras los tres Gryffindors y la Hufflepuff se escondían bajo los pupitres, otro de los duendecillos tomó uno de los rizos de Hermione, estirándolo con fuerza.
—¡No te muevas! —le ordenó Harry mientras ella gritaba, y tomando un pesado libro entre sus manos, se deshizo de aquel ser azulado golpeándolo con la solapa.
A sus espaldas, Lockhart sujetaba su varita con firmeza, deslizándola por el aire.
—¡Peskipiksi pesternomi! —exclamó con nitidez, pero antes de que el hechizo pudiera surgir de ésta, la varita le fue arrebatada por uno de los duendecillos, el cual acabó arrojándola por la ventana.
Otro par de seres azulados tomaron por la túnica a Susan, y pese a los intentos de esta por deshacerse del agarre, su figura fue elevada en el aire.
Lockhart, ante el caos de la situación, sonrió con nerviosismo ante los Gryffindors que todavía restaban a salvo sobre el suelo de la sala.
—Bueno, ¡vosotros tres meteréis en la jaula a los que quedan! —exclamó él, y seguidamente echó a correr escaleras arriba, encerrándose en el despacho ante las muecas de extrañeza de los tres muchachos.
—¡¿Qué hacemos ahora?! —se lamentó Ron contemplando a la Hufflepuff suspendida en el aire, mientras Harry y Hermione batallaban contra los duendecillos, azotándoles con los libros.
Decidida, la castaña tiró los volúmenes que sujetaba al suelo y, haciéndose con su varita, apuntó con fijación el techo de la sala.
—¡Immobulus!
Una poderosa centella celeste salió disparada de la punta de la varita, esparciéndose en el aire en cuestión de segundos: los duendecillos quedaron entonces petrificados, sin poder mover un solo músculo de sus pequeños cuerpos.
Ron, que se encontraba situado bajo la figura de Susan, extendió con rapidez sus brazos al percatarse que ésta se precipitaba hacia el suelo en aquel mismo instante: todo el peso de la muchacha recayó entonces sobre sus extremidades, y el pelirrojo supo mantenerse enderezado pese a la dificultad. Cuando la Hufflepuff se atrevió a volver a abrir los ojos, ambos se observaron con curiosidad, y sus mejillas tomaron un tono aún más anaranjado.
Harry y Hermione, habiendo contemplado la escena, clavaron sus ojos curiosos sobre la figura de Neville, que se mantenía aún sujeto a la gran lámpara anclada en el techo con una mueca de resignación en su rostro.
—¿Por qué siempre me pasa todo a mí?
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