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Capítulo XXXII - Rennervate

ARESTO MOMENTUM

— CAPÍTULO XXXII —

R e n n e r v a t e ❞

La eficiencia de Filch era capaz, en muchas ocasiones, de impresionar al propio Snape.

Cuando el profesor de Pociones ya se encontraba tomándose los postres con su habitual inapetencia, el vigilante asomó la cabeza por el gran portón de la sala, mostrando una vez más sus desagradables facciones. El murciélago no tardó en avistarle desde la lejanía, y tomando el periódico que Charity le había traído, abandonó el Gran Comedor como de costumbre, dando grandes y fuertes zancadas, no pudiendo evitar postrar sus ojos negros sobre la figura de aquella Gryffindor que, aun manteniéndose abstraída en sus preocupaciones, removía con desgana el contenido de su plato con la cuchara: aquella imagen fue suficiente como para que Snape saliera del lugar con la cólera necesaria para hacer pagar a esos dos necios por sus actos.

—Les he retenido en su despacho, profesor —le anunció Filch con una sonrisa, cuando las puertas se habían cerrado tras el paso firme del murciélago—. A juzgar por sus rostros, diría que están francamente asustados.

Snape chasqueó la lengua con cierto hastío.

—No es para menos, Sr. Filch —le respondió el docente con sequedad—. Esos dos mequetrefes lamentarán haber nacido.

El paso del profesor volvió a ponerse entonces en marcha: el hombre cruzó el gran vestíbulo con rapidez y descendió hasta la frialdad de las mazmorras, aquella que tanto apreciaba, sabiendo que Filch se encontraba pisándole los talones.

Pronto se halló frente a la gran puerta de roble que le separaba de su despacho. Tomó aire, colocó con suavidad su mano libre sobre la fría madera... y empujó la puerta con total violencia, causando aquel estruendo que resonó con poderío entre las voluptuosas paredes de piedra que conformaban el lugar.

Una vez pudo contemplar el interior, supo que Filch no le había mentido: en los rostros de ambos muchachos podía contemplarse el temor más absoluto.

Con los ojos ardientes de furia, Snape se adentró entonces en el despacho, posicionándose ante los chicos mientras el vigilante se encargaba de cerrar la puerta tras su paso, sabiendo que de aquella estancia saldrían los gritos más poderosos.

A diferencia de lo que se esperaban, las primeras palabras que Snape dirigió hacia los muchachos resultaron asombrosamente calmadas.

—Así que el tren no es un medio de transporte digno para el famoso Harry Potter y su inestimable amigo, Ronald Weasley —exclamó con voz melosa—. Queríais hacer una llegada por todo lo alto, ¿no es así, insufribles?

—No, señor —se excusó el de cabellos azabaches—. Fue la barrera en la estación de King's Cross lo que...

—¡Silencio, mocoso! —vociferó el murciélago con los ojos llameantes—. ¿Se puede saber qué demonios habéis hecho con el coche?

Las miradas de Harry y Ron se mostraron completamente desconcertadas. ¿Cómo podía Snape conocer lo ocurrido con el coche? ¿Acaso era capaz de leer la mente?

El profesor, viéndoles tan desconcertados, procedió a desplegar el ejemplar de El Profeta ante ellos, mostrándoles su portada: ambos muchachos postraron entonces sus ojos sobre la imagen en movimiento de la primera plana... y comprendieron lo inconscientes que habían sido.

—Habéis sido vistos por nada menos que siete muggles —anunció el hombre de rostro cetrino, tirando con furia el periódico sobre su escritorio—. ¿Tenéis idea de lo serio que es esto?

Ambos muchachos se limitaron a tragar saliva, completamente asustados.

—¡Habéis arriesgado la discreción de nuestro mundo! —prosiguió la reprimenda—. ¡Por no mencionar el daño infligido al Sauce Boxeador, como bien me ha notificado el Sr. Filch, que vive aquí desde muchísimo antes de vuestro nacimiento!

—Disculpe, profesor Snape —se añadió Ron con un hilo de voz—. Creo que más daño nos ha hecho a nosotros...

—¡Cállese, Weasley! —gritó el maestro, y el pelirrojo no pudo evitar dar un salto hacia atrás—. Os aseguro que si pertenecierais a Slytherin y vuestro destino dependiera de mí, ambos estaríais en un tren de regreso a casa... ¡esta misma noche!

Seguidamente, el murciélago intercambió una mirada con el vigilante, que se mantenía expectante a la escena, unos pocos pasos detrás de los chicos.

—Desgraciadamente, no pertenecéis a mi casa, y la decisión de expulsaros no me corresponde a mí... —manifestó Snape en un tono plagado de desencanto—. Sr. Filch.

El vigilante, asintiendo con la cabeza, giró sobre sus talones y se acercó torpemente hasta la puerta: sin embargo, cuando la abrió para salir, la figura de Dumbledore restaba paciente al otro lado.

—Director —exclamó Filch, haciéndose a un lado para que el anciano pudiera adentrarse en el lugar con su habitual parsimonia.

Snape y los chicos clavaron entonces sus miradas sobre el recién llegado: el profesor no tardó en explicarse.

—Señor director —inició su hablar, apuntando fijamente a ambos Gryffindors con el dedo—. Estos muchachos han transgredido el decreto para la restricción de la magia en menores de edad.

Dumbledore se acercó hasta su posición con total tranquilidad.

—Estoy al tanto de nuestras normas, Severus. He escrito unas cuantas de mi puño y letra... —alegó él, contemplándole por encima de sus gafas de media luna—. No obstante, como directora de la casa Gryffindor, corresponde a la profesora McGonagall determinar el pertinente castigo.

Tanto Harry como Ron bajaron la cabeza al mismo tiempo: la profesora de Transformaciones podía ser más amable que Snape... pero seguía siendo muy estricta.

—Recogeremos nuestras cosas —suspiró el pelirrojo.

Dumbledore aterrizó entonces sus ojos celestes sobre la figura del muchacho.

—¿De qué está usted hablando?

Él le correspondió la mirada con algo de dificultad, sintiendo como aquellas orbes celestes se clavaban en su persona.

—Nos van a expulsar... ¿verdad?

Harry alzó también su mirada, contemplando fijamente al director.

—Hoy no, Sr. Weasley —dictaminó el anciano, viendo como los rostros de los muchachos tomaban una mueca esperanzada—. Pero quiero dejar claro que lo que habéis hecho es muy grave... esta noche escribiré a vuestras familias, y ambos recibiréis un castigo.

Los dos muchachos volvieron a respirar con cierta tranquilidad: no escaparían de las consecuencias, era cierto... pero éstas parecían algo más tolerables a lo que realmente se esperaban.

Harry no tardó en contemplar el rostro cetrino de Snape: se notaba a la legua que se sentía francamente decepcionado con el veredicto del director, tan solo viendo su mirada envenenada... y aquella imagen resultó el mejor regalo con el que podían iniciar su segundo curso en el castillo.

  *** 

A la mañana siguiente, los cinco muchachos se reencontraron en el Gran Comedor: Cedric, Susan y Hermione estaban acostumbrados a madrugar, así que fueron los primeros en asistir al desayuno... así como también los primeros en saber que Harry y Ron habían llegado al colegio, cuando les vieron adentrarse en la sala con sus túnicas mal acordonadas y sus rostros plagados de cansancio.

—Decidme la verdad, chicos... —exclamó Ron, que se encontraba reparando su varita rota con la ayuda de la cinta adhesiva, una vez se hubo instalado en la gran mesa de Hufflepuff junto a sus amigos—. ¿Estoy gafado?

Harry, viendo el estado en el que había quedado la varita, asintió.

—Sí, estás gafado.

—¿Nos podéis explicar de una vez que es lo que ha ocurrido? —demandó Hermione con impaciencia, viendo que ambos se mantenían distraídos—. Corrían rumores de lo más absurdos... alguien decía que os habían expulsado por haber tenido un accidente con un coche volador.

Ambos muchachos se observaron entre sí.

—Bueno... —esclareció Harry—. No nos han expulsado.

Los ojos de Cedric, Susan y Hermione se abrieron como platos.

—¿Queréis decir que habéis venido hasta aquí volando? —preguntó Susan en un tono de voz casi tan duro como el de Snape.

—Pues... ehm... —balbuceó el pelirrojo—. Sí...

Cedric no pudo evitar sonreír ante aquella confesión.

—Qué pasada —manifestó su asombro—. Espero que la próxima vez me aviséis.

—¡Cedric! —le regañaron ambas muchachas.

Él, divertido, sonrió aún más.

—Ya sabéis que es broma —se justificó él, guiñándoles el ojo a sus dos amigos, gesto que fue intencionadamente visto por las dos chicas.

Hermione, una vez hubo rodado los ojos con frustración, volvió a dirigirse a sus amigos.

—Por más que Cedric haga el tonto, no os libraréis —manifestó ella, observándoles con fijación—. Quiero saber exactamente qué es lo que ha ocurrido.

Ambos soltaron un suspiro plagado de pesadez: Harry, aclarándose la voz, fue el que se dispuso a comentarles detalladamente la situación.

—Los padres de Ron nos trajeron ayer a la estación con el coche junto a los gemelos y Ginny. Lo teníamos todo preparado: ambos llevábamos nuestros correspondientes carritos, y nos disponíamos a cruzar el muro de piedra —declaró ante los presentes—. Fred y George ya lo habían cruzado cuando nosotros llegamos hasta allí, así que solo vimos como la madre de Ron y su hermana lo atravesaban antes que nosotros... pero justo cuando tomábamos impulso, el portal se cerró y chocamos contra la piedra.

—Aún tengo los moratones de cuando caí sobre tu maleta, Harry —manifestó el pelirrojo, haciendo cara de estar adolorido.

Cedric frunció el ceño con extrañeza.

—¿Cómo es posible que cerraran el portal?

—Lo cierto es que no lo sé... —admitió Harry, devorando su tostada untada en mermelada de calabaza—. Claramente, hay alguien que no quiera que asista este año a Hogwarts...

Hermione alzó ambas cejas ante sus palabras.

—¿Qué quieres decir? —no tardó en preguntarle.

Harry, dejando la rebanada sobre el plato, volvió a suspirar con resignación.

—Algo... algo muy extraño me sucedió a finales de Agosto... —empezó a narrarles—. Un elfo doméstico se me presentó en mi dormitorio.

Los cuatro amigos se observaron entre sí.

—¿Un elfo doméstico? —repitió Susan.

—Sí. Se llamaba Dobby. Dijo que quería protegerme... que yo no debía volver al colegio porque hay una conspiración, un complot para que este año sucedan las cosas más terribles... pero no pudo decirme quién está detrás de todo esto —aclaró él—. Ese mismo día, mi tío Vernon recibía a su jefe en casa... y Dobby arrojó el pastel que tía Petunia había preparado sobre la cabeza de su mujer, dado que yo no quise prometerle que no volvería a Hogwarts este año.

—¿Por eso tus tíos anclaron esos horrorosos barrotes en la ventana de tu habitación? —se añadió Ron, atando cabos.

—Sí —respondió Harry—. Y si los gemelos y tú no hubierais venido a rescatarme con el coche, probablemente seguiría encerrado en ese cuarto hasta las vacaciones de verano.

Susan tragó con dificultad la avena que ahora masticaba, sintiéndose apenada por lo que escuchaba.

—Esos muggles con los que vives, Harry... —exclamó ella con un hilo de voz—, no me parecen normales...

Harry sonrió con cierta inercia.

—No lo son, Susan —añadió él—. Supongo que por eso hemos llegado a cometer la locura del coche. Necesitaba volver al castillo...

Hermione no pudo evitar tomarle una mano con la suya, observándole con afecto.

—Lo importante es que ya estás aquí, Harry —declaró ella, y ambos se sonrieron.

Un alarido atravesó la gran sala en aquel mismo instante: los cinco, presos por la curiosidad, alzaron la cabeza para encontrarse con aquella lechuza de pelaje pardo que sobrevolaba la mesa.

—¿No es esa tu lechuza, Ron? —objetó Cedric, masticando el tritón de jengibre que sujetaba entre los dedos.

No hizo falta la respuesta del pelirrojo para que todos supieran que el Hufflepuff estaba en lo cierto: el animal no tardó en estrellarse sobre el cuenco de las galletas, dejándolas rotas y esparcidas por la mesa.

—¡Maldito Errol! —exclamó Ron, tomando de sus garras el sobre que portaba.

Hermione, viendo a la lechuza inconsciente frente a sí, tomó su varita entre los dedos y apuntó al animal con fijación.

—¡Rennervate!

Una centella roja recayó entonces sobre su plumaje, y en cuestión de segundos, Errol volvió a enderezarse con la ayuda de la castaña, quien le dedicó un par de suaves caricias.

—¡Oh, no! —se lamentó Ron en voz alta, leyendo la inscripción en el dorso de aquel sobre.

—¿Qué pasa, Ron? —le preguntó Harry.

—¡Es una carta vociferadora! —exclamó Susan, reconociéndola al instante—. Vamos, Ron. ¡Ábrela!

El pelirrojo, pese al temblar de sus manos, procedió a quebrar su sello: cuando quiso tomar el pergamino que el sobre contenía en su interior, un horrible grito atravesó la gran sala, y la carta se le escapó de entre las manos, tomando vida propia.

—¡Ronald Weasley! —vociferó el sobre en su dirección, mientras el muchacho se hundía cada vez más en su asiento—. Tú... ¡¿cómo te atreves a robar el coche?! ¡Estoy absolutamente disgustada! ¡Tu padre se enfrenta a una investigación en su trabajo, y todo ha sido por tu culpa! Si se te ocurre volver a pasarte de la raya, ¡te traeremos derechito a casa!

Una vez la reprimenda hubo cesado, el sobre se consumió ante los ojos curiosos de los cinco muchachos, quedando de él no más que pequeños pedazos de pergamino repartidos sobre la mesa.

Ron era el que tenía el respirar más agitado: sus ojos se mantenían abiertos con asombro, y aquella mueca temerosa reinaba en sus facciones.

—La magia es espeluznante —declaró Harry, contemplando los restos de aquel sobre con estupefacción—. Magnífica... pero espeluznante.

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