Capítulo XXXI - Portaberto
ARESTO MOMENTUM
— CAPÍTULO XXXI —
❝ P o r t a b e r t o ❞
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1 de septiembre de 1992
Hermione se abalanzó cariñosamente sobre las figuras de sus padres, quienes correspondieron tiernamente a su agarre.
—Os echaré mucho de menos —les confesó ella en un tímido susurro, mientras se mantenía acogida entre sus brazos con los ojos cerrados—. De verdad, con todo mi corazón.
Una vez el abrazo cesó, ambos la observaron con los ojos plagados de afecto.
—Y nosotros a ti, cariño —expresó su madre, acariciándole tímidamente la mejilla derecha con los dedos—. Esperamos que tu estadía en el castillo resulte tan grata como la última vez.
—Y sobretodo —se añadió su padre en un tono más severo—, que no te metas en líos.
Su mujer rodó los ojos con fastidio.
—Oh, vamos, Richard.
Él, sin embargo, no pudo ocultar por más tiempo aquella sonrisa que se formó entre sus labios al transcurrir unos segundos.
Hermione, presa por la ternura de la escena, plantó un último beso en las mejillas de sus padres, y les dedicó una sonrisa antes de partir.
—Os escribiré cada semana, lo prometo —les anunció finalmente, mientras se hacía con el carrito sobre el que portaba sus pertenencias e iniciaba su caminar—. ¡Adiós!
—¡Buen viaje, Hermione! —le desearon ambos con una sonrisa, y finalmente, volvieron a atravesar juntos el muro de piedra.
La castaña, completamente fascinada por encontrarse de nuevo en aquel maravilloso lugar, anduvo por el andén en busca de rostros conocidos: durante su recorrido, saludó a las gemelas Patil, que se encontraban discutiendo acerca de cuál de los equipajes correspondía a cada una, a Ernie Macmillan, un Hufflepuff que había conocido a través de Susan, y a Seamus, que, a juzgar por su rostro manchado de ceniza, ya parecía haber hecho de las suyas... hasta que finalmente se encontró cara a cara con aquellas facciones risueñas que parecieron darle la bienvenida.
—Esta vez te he ganado en puntualidad, Hermione —se regocijó el castaño con una poderosa sonrisa entre sus labios.
—¿Para ti todo es una competición, Cedric? —intentó ella fastidiarle en aquel tono tan condenadamente inocente, por el que era imposible tomar el comentario con seriedad—. Ya veremos quién ganará la próxima vez.
—No te preocupes por eso —alegó el castaño—. Susan siempre se nos adelantará, por más que lo intentemos.
Ambos volvieron a sonreír: conocían de primera mano que su amiga siempre llegaba antes de tiempo a todas partes.
—¿La has visto por aquí? —le cuestionó la castaña, mientras intentaba encontrarla entre el gentío que se encontraba en el andén.
—Conociéndola, ya debe haber cogido sitio en uno de los compartimentos. Siempre tan previsora —respondió confiado el muchacho, y haciéndose con sus pertenencias, le indicó con la cabeza una de las amplias puertas del tren que permanecían abiertas—. ¿Te parece si nos instalamos?
Hermione asintió fervientemente con la cabeza: ambos muchachos se adentraron entonces en uno de los vagones, y sujetando sus carritos, recorrieron los pasillos mientras contemplaban el interior de cada compartimento a través del fino cristal de las puertas.
No tardaron en reconocer aquella figura solitaria de cabello rojizo que, adecuada en el extenso canapé del lado derecho, miraba atenta el exterior a través del ventanal.
Hermione no pudo evitar sonreír ante aquella imagen, pues era exacta a la primera vez que la veía, exacta al momento en que su amistad había emprendido el viaje hacia el futuro, juntas como hermanas.
Cedric fue el que se atrevió a dar dos suaves golpes sobre la puerta: la atención de Susan recayó al instante sobre ellos, y con una sonrisa afable, la muchacha los recibió, alzándose de su puesto y abrazándose a ellos.
—Ya pensaba que no llegaríais.
—¡Qué exagerada! —clamó Cedric con una sonrisa, una vez se hubieron despegado—. ¿Hace mucho que has llegado?
—Apenas diez minutos —manifestó ella, ayudándoles con el equipaje—. Mi tía ha tenido el tiempo justo para traerme hasta la estación. Ya sabéis, con esto de trabajar en el Ministerio...
—¿Pretendías llegar antes? —comentó Hermione con jocosidad, mientras apilaba cuidadosamente sus maletas en el altillo con la ayuda de su varita—. Eres todo un caso, Susan.
Las mejillas de la pelirroja tomaron un ligero carmesí.
—¿Harry y Ron no han llegado todavía?
—Yo no les he visto en el andén —declaró Cedric.
—Ya sabes que ambos son un desastre —respondió Hermione—. Seguro que se presentan a última hora.
Susan soltó un ligero suspiro.
—Les esperaremos, entonces.
Una vez las pertenencias de ambos hubieron quedado bien ordenadas en el compartimento, Cedric condujo los carritos hasta el exterior para dejarlos aparcados en su correspondiente lugar, y Hermione y Susan tomaron asiento.
—¿Estás nerviosa? —preguntó la pelirroja, viendo a su amiga tan abstraída en sus inquietudes.
Ella, conectando sus ojos castaños con los celestes de Susan, asintió tímidamente con la cabeza.
—Después de todo lo ocurrido en nuestro primer año, creo que es comprensible querer un poco de paz —manifestó ella su pensamiento—. Veremos qué nos depara éste segundo curso.
La Hufflepuff se abrazó a su amiga con ternura.
—Estoy segura de que todo irá bien, Hermione.
La castaña asintió con una sonrisa ante la afirmación de su amiga, sintiéndose reconfortada por sus palabras.
Pronto, Cedric volvió al compartimento y tomó asiento frente a ellas, y los tres fueron espectadores de cómo la estación, tanto como el tren, empezaba a llenarse de gente. Así, ambos Hufflepuff y la Gryffindor se entretuvieron reconociendo rostros en el exterior a través de la ventana hasta que el reloj les indicó que faltaban cinco minutos para que el tren se pusiera en marcha.
Fue justo en ese momento cuando los chicos vislumbraron entre la muchedumbre todas aquellas cabezas de las que brotaban magníficos cabellos rojizos.
—Supongo que habrán venido juntos —objetó Cedric, aún contemplando el exterior.
Los tres restaron pacientes en el compartimento, esperando la llegada de sus dos amigos: sin embargo, cuando un par de golpecitos sonaron sobre la puerta que los separaba del largo pasadizo y los muchachos se giraron para encontrarse con los rostros joviales de Harry y Ron, ante ellos solo se presentó la figura de la más pequeña de los Weasley, a la que invitaron cordialmente a tomar asiento.
—Perdonad, chicos —se excusó Ginny con timidez—. El resto de compartimentos están llenos, y yo todavía no conozco a nadie...
—No te preocupes, Ginny —la tranquilizó Hermione—. Ven, siéntate. Yo colocaré tu equipaje.
La pequeña, agradecida, le ofreció entonces sus maletas y tomó el asiento que la Gryffindor ocupaba, colocándose junto a Susan mientras la castaña adecuaba cada baúl en el altillo.
—Ginny, ¿han venido Harry y Ron con vosotros? —no tardó en demandarle la pelirroja, carcomida por la duda.
La pequeña dejó que una mueca de extrañeza se dibujara entre sus inocentes facciones.
—Los primeros en atravesar el muro de piedra han sido Fred y George. Tras ellos, hemos pasado mi madre y yo —esclareció la joven—. Harry y Ron eran los últimos en cruzar...
En aquel preciso instante, el silbido que indicaba la salida del tren atravesó el compartimento: en cuestión de segundos, la rueda motriz empezó a girar sobre sí misma, impulsando a su vez las ruedas acopladas, y el tren inició su travesía, dejando tras su paso el rastro de la humareda blanca.
—Pues está claro que no han cruzado —exclamó entonces Cedric, viendo cómo dejaban atrás el andén.
—¿Qué ha podido pasarles? —se preguntó Hermione en voz alta, frunciendo ligeramente el ceño.
—No lo sé... —se añadió Susan, y viendo a la pequeña Weasley cabizbaja, la tomó de ambas manos y le dedicó una amplia sonrisa—. Pero seguro que encuentran la forma de llegar hasta el castillo. Ellos no se rinden fácilmente, Ginny. Confía en mí, estarán bien.
La más joven asintió con algo de convencimiento ante sus palabras, sintiéndose más aliviada.
Dos tímidos golpes más sonaron entonces sobre la puerta del compartimento. De nuevo, todos los presentes se giraron con la esperanza de encontrarse con sus dos amigos... pero tras el cristal solo hallaron la figura de una muchacha de piel pálida, ojos saltones y cabello rubio platino que descendía en perfectos rizos hasta su cintura. Los dedos de su mano derecha sujetaban por el mango una sencilla maleta; con el brazo izquierdo sostenía una curiosa maceta, apretándosela contra el pecho, y en la mano izquierda portaba lo que parecía ser una revista. Curiosamente, detrás de la oreja parecía llevar colocada su varita.
Cedric no tardó en desenfundar la suya, la cual movió con destreza en el aire, apuntando en dirección a la puerta.
—Portaberto —susurraron sus labios, y la puerta se abrió con inmediatez.
—Disculpad la molestia —pronunció aquella curiosa vocecilla, habiéndose adentrado un paso al compartimento—. ¿Podría sentarme con vosotros?
Los cuatro asintieron con fervor ante su petición, ante lo que la muchacha dejó al descubierto una media sonrisa.
—Espera, te ayudaré —se ofreció Hermione, levantándose de su asiento, tomando la maleta y colocándola junto al resto mientras la desconocida se instalaba junto a Ginny, dejando a un lado del canapé su maceta y su revista para poder adecuarse al lugar.
—Gracias —exclamó ella, repasando con sus ojos profundamente grises las figuras de todos los presentes—. Me llamo Luna Lovegood. Este es mi primer año en Hogwarts.
La mirada de Ginny se iluminó al instante al escuchar aquellas palabras.
—¡También el mío! —manifestó con entusiasmo—. Es un placer. Yo soy Ginny Weasley.
Luna volvió a sonreír.
—Yo soy Hermione Granger —se presentó entonces la castaña, adecuándose junto a Cedric de nuevo—. Aunque este será mi segundo curso, igual que el de mi compañera, Susan Bones.
La Hufflepuff sonrió cuando la mirada de Luna recayó sobre sí.
—Y finalmente, él es Cedric Diggory —prosiguió la Gryffindor, señalando a su compañero—. Aunque él ya está por cursar su cuarto año en Hogwarts.
—Un placer —se añadió el Hufflepuff, mostrando su encantadora sonrisa a la recién llegada.
Sin embargo, Susan, que parecía estar atenta a las pertenencias que Luna había depositado a un lado del canapé, no tardó en desviar el rumbo de la conversación.
—Si no es mucha molestia, Luna —manifestó ella con timidez—. ¿Para qué es esa planta?
La rubia acogió la maceta entre sus manos y se la colocó sobre las rodillas, admirando sus delicadas hojas revestidas de verde.
—Es ajenjo —aclaró para los presentes—. Lo he traído para mantener alejados a los torposoplos... nunca me dejan dormir.
—¿Los torpoqué...? —balbuceó Ginny, admirándola con cierta extrañeza.
—Los torposoplos. Son criaturas invisibles que flotan libremente en el aire —les explicó la muchacha—. Poseen un sifón en su anatomía, y producen un ruido similar a un zumbido, que suele entrar en los oídos de las personas, haciendo que su cerebro se embote.
Los cuatro muchachos se quedaron inevitablemente callados ante la aclaración.
—Ya, bueno... —balbuceó Ginny, rompiendo aquel pesado silencio—. ¿Y la revista?
Luna acercó entonces la entrega que portaba, dejándosela ojear: Hermione pudo reconocer fácilmente aquel nombre que se encontraba plasmado sobre su cubierta. El Quisquilloso, aquella revista conocida por publicar extravagantes noticias, obviamente inventadas, sin fundamentos o pruebas acompañadas por malas caricaturas de celebridades.
—Mi padre es el director —manifestó entonces Luna, haciendo que la castaña se sintiera ligeramente culpable por sus pensamientos.
—¿De verdad? —se entusiasmó Ginny con algo de falsedad, la cual Hermione notó; sin embargo, entendía que la pelirroja intentara trabar nuevas amistades, así que se mantuvo callada en su puesto, escuchando la conversación de ambas con atención—. ¡Fascinante! ¿Y qué temas trata?
—Normalmente, de criaturas mágicas. Son muy interesantes.
—¿Hay más criaturas además de los torposoplos?
—Ya lo creo. Los nargles, por ejemplo.
—¡Oh! Los nargles...
Hermione sintió el aliento de Cedric clavarse en su nuca cuando éste, discretamente, se inclinó hacia ella para susurrarle al oído.
—Al menos estaremos entretenidos...
Ambos ahogaron una carcajada amigable y siguieron atentos a la disparatada conversación de las muchachas, mientras el traqueteo del tren les conducía hacia el castillo... hacia el ansiado regreso que Hermione sentía en las entrañas.
***
El Gran Comedor permanecía tan majestuoso como lo recordaba.
Una infinidad de velas prendidas flotaban sobre las mesas con elegancia; en el techo encantado se dibujaban las estrellas del firmamento con magnificencia, y las largas y grandes mesas estaban vestidas adecuadamente para la ocasión.
Sin embargo, todos aquellos detalles que habitualmente la fascinaban no fueron capaces de evadirla de sus más recónditos temores, causados por la ausencia de sus dos amigos en el banquete. Hermione, pese a encontrarse rodeada por todos los miembros de su casa, se sentía terriblemente solitaria en la extensa mesa de los leones. Le resultaba inevitable no sentirse preocupada por Harry y Ron, y su mente se encargaba de alimentar sus temores de forma perenne, haciéndola caer en aquel pozo de desesperación en el que se encontraba, y por el cual no pudo concentrarse ni en la selección ni en el discurso del director.
Y pese a haber pasado las vacaciones fantaseando con aquel ansiado momento, ni tan siquiera fue capaz de alzar su vista en dirección a la mesa de profesores... donde aquellos particulares ojos negros no habían pasado por alto el detalle que suponía aquella ausencia de atención.
Snape no se había molestado ni a postergar sus ansias de volver a verla, pues había clavado su mirada en ella en el preciso instante en el que la había visto adentrarse, junto al resto del alumnado, en el Gran Comedor. Había sido testigo mudo de cómo la muchacha se acomodaba en su correspondiente asiento, saludaba a sus compañeros con total inapetencia y, finalmente, se dejaba derrumbar interiormente.
No fue precisamente complejo percatarse de la ausencia de aquellos dos zoquetes a los que la Gryffindor tenía por amigos, hecho gracias al que pudo entender mejor la situación en la que su alumna se encontraba.
Resultaba extraño, demasiado extraño, que Harry y Ron hubieran dejado sola a Hermione en el banquete de iniciación. Tan extraño, que Snape no era capaz de verle explicación posible... pero estaba dispuesto a encontrarla, costara lo que costara.
Una vez el banquete hubo iniciado, después de la interminable selección y el habitual discurso de Dumbledore, el profesor de Pociones cruzó el gran salón por uno de los laterales, justo donde quedaba la extensa mesa de los Slytherin, y se dirigió a Filch, quien se mantenía al fondo de la sala, vigilando a los alumnos con su habitual mueca de desagrado.
—Potter y Weasley no se encuentran en el banquete —murmuró ante el vigilante, una vez hubo obtenido su atención—. Búsquelos, y si los encuentra, avíseme. Esos dos necios recibirán su merecido.
Filch asintió con fervor, animado ante las palabras del profesor, y abandonó la sala mientras Snape giraba sobre sus talones y volvía a dirigirse a su asiento para proceder con la cena de bienvenida.
—Oh, Severus —escuchó la voz de Charity dirigirse a él cuando se acomodaba en su sitio, y no tardó en clavar en ella sus ojos oscuros—. Toma, te he traído el periódico de hoy.
Snape se limitó a tomarlo de entre sus dedos sin tan siquiera molestarse a agradecerle el gesto, aunque tampoco fue necesario: la profesora de Estudios Muggles ya estaba acostumbrada al desprecio que su colega sentía por el mundo en general, así que prosiguió con su cena con total normalidad, mientras Snape echaba un vistazo al ejemplar de El Profeta que ahora tenía entre manos.
Y cuando sus orbes oscuras leyeron el titular que encabezaba la portada, deseó nunca haber tomado aquel periódico. Sin poder evitarlo, cerró los ojos con fuerza y se apretó el puente de la nariz, completamente frustrado, antes de atreverse a postrar de nuevo su mirada sobre el texto, que venía acompañado por una nítida imagen que logró convencerle de cualquier duda.
«MUGGLES» DESCONCERTADOS POR UN FORD ANGLIA VOLADOR
«En Londres, siete muggles están convencidos de haber visto un coche viejo sobrevolando la torre del edificio de Correos este mediodía».
Snape volvió a cerrar los ojos, dejando que la mecha que haría explotar su furia empezara a prender con lentitud en su interior.
No solo encontraría a esos dos dementes, sino que también les haría pagar con creces sus actos... tanto por su estúpida idea como por el desasosiego en el que Hermione se encontraba, el cual no estaba dispuesto a tolerar.
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