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Capítulo XXVII - Anapneo

ARESTO MOMENTUM

— CAPÍTULO XXVII —

A n a p n e o

El gimoteo del semigigante le estaba poniendo nervioso. Tan nervioso que, pese a sus intentos por intentar calmar sus fuegos interiores, no era capaz de contener aquella ira que empezaba a apoderarse de su persona.

—¿Es posible que dejes de sollozar de una maldita vez, Hagrid? —espetó el profesor de Pociones, apretándose con hastío el puente de su nariz—. Parece mentira que un hombre de tu estatura se comporte como un condenado elfo doméstico.

Lejos de otorgarle el silencio que Snape tanto buscaba para poder esclarecer interiormente sus ideas, el guardabosques continuó lloriqueando sin cesar, sonándose la nariz con un alargado mantel que él usaba como pañuelo.

—Sé más comprensible con él, Severus —escuchó la pausada voz de la subdirectora dirigirse a su persona, mientras la mujer se acercaba a Hagrid e intentaba darle unas palmaditas en el hombro, poniéndose de puntillas—. ¿Acaso tú no estás preocupado por los chicos?

Snape se limitó a soltar un gruñido por debajo de la nariz. No estaba dispuesto a compartir con McGonagall sus más profundos temores... suficiente resultaba para él aceptarlos, cosa de la que muchas veces no era capaz. Aquella, precisamente, parecía una de esas muchas ocasiones.

—Yo... yo fui quien les desveló el nombre de Flamel... —el lamento de Hagrid logró devolverle a la tediosa realidad—. A partir de ese momento, ellos empezaron a investigar, y... es todo culpa mía, Minerva.

La subdirectora intentó sostener las grandes manos del semigigante con las suyas, contemplándole con benevolencia.

—Oh, vamos —exclamó ella—. No seas tan duro contigo mismo.

Hagrid volvió a sonarse la nariz, mientras una poderosa lágrima descendía de sus ojos negros y se perdía entre la frondosidad de su tupida barba.

—El director me destituirá de mi cargo después de esto, ¿no es así?

McGonagall negó fervientemente con la cabeza aquella teoría tan absurda.

—Claro que no, Rubeus. Un error puede cometerlo cualquiera.

—Tan disparatado, lo dudo mucho... —se escuchó la voz de Snape en la lejanía, a medida que éste merodeaba por la sala.

—¡Severus! —le reprendió McGonagall en aquel tono tan autoritario.

El profesor de Pociones se limitó a fruncir el ceño con su habitual desagrado.

—¿Qué? ¿Pretendes condecorarle con la medalla de la humildad? —contraatacó Snape, apretando los puños bajo el anonimato que le brindaba su capa azabache—. ¡Premiemos los errores con impunidad! Solo falta que se presente el Señor de la Muerte a reclamar su insignia de la paz.

La mujer se cruzó de brazos, malhumorada.

—¿Se puede saber qué es lo que te pasa? —se cuestionó ella, clavando con ferocidad sus ojos verdes sobre la figura sombría de su compañero—. Tu humor es francamente irritante... más que de costumbre.

Snape suspiró pesadamente, en un intento por apaciguar su desconcierto interior. La profesora se encontraba en lo cierto, aunque jamás se lo llegaría a admitir: aquella sensación que le invadía era lo más parecido a la preocupación que en su vida había sentido.

Hermione, ella era el centro de todo. La muchacha que sabía más de lo que debía... la más capaz de enfrentarse al peligro. No había nadie más valeroso que ella, nadie tan insensato y, a su vez, con tanto coraje como para ir en busca de la verdad. Era impulsiva, inexperta, descabellada... y pese a saber que era capaz de protegerse a sí misma, él sentía la impetuosa necesidad de mantenerla a salvo, alejada de todo mal.

Su pequeña sabelotodo... resultaba imposible no preocuparse por ella.

Snape se apartó entonces los mechones negros que le cubrían el rostro con un sencillo toque de dedos. No estaba dispuesto a disculparse, pero sí a mantenerse sosegado ante el persistente sollozo del semigigante.

McGonagall, dándose por satisfecha con el silencio del profesor de Pociones, entendiéndolo como su más cercana forma de redimirse ante ella, volvió a dirigirse al guardabosques con aquel tono amable y pausado.

—Tranquilízate, ¿de acuerdo? —le susurró con ternura—. Esperaremos a que llegue el director para aclararle calmadamente la situación. No es prudente que los alumnos sepan de la existencia de la Piedra.

Hagrid asintió con parsimonia, dejándose convencer por el dulce hablar de la subdirectora, dedicándole una tímida sonrisa.

De un momento a otro, una luz poderosamente blanca inundó el despacho por completo con su magnificencia, sorprendiendo a los presentes: cuando ésta cesó, apagándose con lentitud, los tres profesores reconocieron al instante la figura del director plantada frente al escritorio de roble del despacho.

—¡Oh, Albus! Suerte que has llegado —lo recibió así McGonagall—. Siento no haberte notificado debidamente a través del correo, pero se trata de un asunto importante que requería tu presencia. Verás, hemos sabido que...

Dumbledore, con el simple alzar de su mano, hizo callar a la subdirectora de inmediato.

—Lo sé, Minerva —objetó él, manteniendo la vista al frente, pareciendo que sus ojos se habían perdido en algo de mayor interés—. Pero no tenemos tiempo para conversar: será mejor que vayamos a buscarles.

McGonagall alzó ambas cejas con sorpresa, Hagrid abrió la boca con pasmo y Snape frunció el ceño con desdén.

—¿A buscarles, Albus? —objetó entonces la profesora, intentando comprender las palabras de su, después de tantos años, inestimable amistad—. ¿De qué estás hablando?

El director se limitó a alzar la barbilla con poderío, indicándoles con ese sencillo gesto a los presentes que algo se encontraba a sus espaldas.

Los tres profesores giraron sobre sí mismos a muy parecidas velocidades, encontrándose frente a ellos la misma imagen que logró desconcertarles a todos: una loba plateada que resplandecía con fulgor les observaba con curiosidad, manteniéndose posada sobre la fría madera, a unos pocos metros de su posición.

Snape no pudo evitar intercambiar una fugaz mirada con el director, ante el que, sin mediar palabra alguna, asintió con la cabeza, dispuesto a seguir sus órdenes a partir de aquel preciso momento.

Fue entonces cuando la loba, alzándose de la superficie, reprendió su paso hacia el exterior del despacho del director, atrayendo consigo la curiosidad de aquellos que, habiéndola contemplado, se dispusieron a acompañar su andar.

El espectro los condujo por los interminables peldaños de la Gran Escalinata, hasta alcanzar al fin la planta del tercer piso: siguiendo su figura entre los pasillos del lugar, el patronus frenó su andar una vez se encontró frente a la característica puerta de roble que les separaba de aquella prueba que tan bien conocían.

—No es posible —objetó Hagrid, no pudiendo aceptar que el director se encontrase en lo cierto—. Ellos no pueden haberse adentrado en este lugar...

La loba, habiéndoles observado con aquella paz que transmitía, procedió a atravesar la puerta de madera que aún los separaba de la habitación.

Dumbledore se acarició su nívea barba con los dedos, reflexivo.

—Bueno, Hagrid... aparentemente sí han podido —alegó él, dando un paso por delante del resto—. Será mejor que nos apresuremos en encontrarles. A ellos... y a aquel que va tras la Piedra.

Los cuatro profesores se adentraron entonces en la sala, no encontrando en su interior más que los ronquidos de Fluffly: pese a la ternura que la bestia despertaba en el guardabosques, Snape se encargó de que el semigigante no se entretuviera demasiado.

—Hay cosas más importantes en este momento, ¿no te parece? —alegó él, ofreciéndole con desgana el brazo derecho.

Hagrid, con cierto retraimiento, se agarró con la mayor delicadeza de la que fue capaz al brazo del profesor de Pociones, quien habiendo notado el que a su parecer había sido un brusco gesto, se limitó a gruñir con resignación y procedió a concentrarse en su objetivo.

Así, tanto Dumbledore como McGonagall fueron abducidos por aquella intensa y cándida luminiscencia, mientras que Snape y Hagrid se sumieron en aquel sombrío destello, apareciéndose a su vez en la siguiente prueba: el Lazo del Diablo, ante sus ojos curiosos, parecía encontrarse completamente destruido.

Snape, habiéndose librado del agarre del semigigante, procedió a inspeccionar la planta con sus dedos firmes, acogiendo una pizca de los restos quemados en ellos para analizarlos con mayor detenimiento.

—Que poco le gustará saber a Pomona que su planta ha sucumbido a la luz solar proferida por un potente hechizo —dictaminó el hombre sin miramientos, dejando caer la ceniza de entre sus dedos, observándola descender—. Aunque también puedo distinguir el hechizo reparador que ha sido empleado en ella, con anterioridad a su muerte.

McGonagall abrió los ojos, desconcertada.

—Severus —llamó ella su atención—. ¿Estás confirmando que alguien ha pasado la prueba antes que nuestros muchachos?

El profesor de Pociones clavó entonces sus orbes azabaches sobre ella, infundiéndole el temor deseado.

—Efectivamente, Minerva. Si los chicos se encuentran en las profundidades de este lugar, ten por seguro que están acompañados... y por magia muy oscura, debo añadir.

No hizo falta más información para que los profesores retomaran su paso ajetreado en dirección a las profundidades del lugar: pronto se encontraron en la prueba del profesor Flitwick, donde fueron testigos de como la inmensa mayoría de aquellas llaves aladas se encontraban todavía sujetas sobre la madera de la puerta que los conduciría hasta la siguiente prueba. En el pomo de ésta, sin embargo, no se encontraba la llave correspondiente, pues había logrado reemprender su vuelo.

Sin perder un solo segundo, Dumbledore logró descubrirla entre el aleteo de aquellas pocas que aún revoloteaban por el interior de la sala, y limitándose a alzar la mano, sin necesidad de pronunciar una sola palabra, la oxidada llave se vio arrastrada por una poderosa fuerza que la condujo hasta el palmo de la extremidad del director.

Satisfecho, el anciano procedió a abrir rápidamente la puerta, y tras su paso, los profesores le siguieron hasta la prueba del ajedrez, ideada por la propia McGonagall.

El panorama en aquella gran sala había cambiado de forma radical respecto a las anteriores: una inmensidad de escombros conformados por el quebrar de las piezas de aquel gran ajedrez se extendía por ambos laterales de la sala, dándole al lugar un aspecto deplorable.

Pero lo que más llamó la atención de los docentes no fue el estado de los elementos: más bien, aquello que logró sorprenderles fue encontrarse frente a ellos la figura de Susan, quien permanecía sentada sobre el tablero, y que había acogido el cuerpo inconsciente de Ron sobre sus piernas, a medida que continuaba brindándole suaves caricias a su rostro, observándole con aflicción.

La muchacha se sorprendió cuando reconoció aquellas cuatro figuras frente a su persona.

—¡Srta. Bones! —exclamó Minerva, acercándose rápidamente hasta la posición de ambos—. ¿Qué ha ocurrido?

La pelirroja, resignada, volvió a clavar sus ojos en el rostro inconsciente del Gryffindor.

—Fue una partida muy arriesgada, profesora —confesó ella, apartando unos mechones anaranjados de las facciones de su compañero—. Pero Ron supo jugar como un verdadero maestro.

Mientras McGonagall se ocupaba de acoger entre sus brazos al muchacho, liberando a la Hufflepuff de su peso, Hagrid la ayudó a ponerse en pie y la abrazó con ternura, intentando contener las lágrimas que parecían desesperadas por salir de sus ojos.

—¿Estás bien, Susan? —le preguntó con necesidad, observándola con fijación al haberla liberado de su agarre, a lo que ella se limitó a asentir con la cabeza—. ¿Qué hay de Harry, Cedric y Hermione?

—Ellos siguieron adelante, Hagrid —le esclareció la muchacha, observándole con cierto temor — . Por favor, encontradles cuanto antes... temo que les pueda haber pasado algo.

La profesora, habiendo cargado adecuadamente el cuerpo del pelirrojo, compartió una mirada con sus compañeros

—Yo me ocuparé de llevar al Sr. Weasley y a la Srta. Bones a la enfermería —dictaminaron sus contundentes palabras.

—Está bien, Minerva —asintió el director—. Nosotros seguiremos adelante.

Susan, con los ojos vidriosos, contempló con absoluta admiración la figura del anciano antes de partir.

—Gracias, profesor Dumbledore —exclamó ella, notando como las palabras se le atoraban en la garganta dada la conmoción que sentía después de todo lo sucedido—. Si logra hallar a mis amigos... por favor, hágales saber que les quiero.

Dumbledore asintió con parsimonia, otorgándole su más fiel palabra.

Así, mientras McGonagall abandonaba la gran sala con el muchacho entre sus brazos y el paso apresurado de la Hufflepuff tras de sí, los tres profesores se aventuraron a avanzar hasta la siguiente habitación.

Allí, en aquella pequeña sala que el profesor Quirrell había dispuesto como prueba para proteger la Piedra, fueron testigos de una insólita imagen: aquel voluptuoso troll se encontraba tendido en el suelo, derrotado tras la que parecía haber sido una enconada batalla... y a unos pocos metros de él, también abatido, hallaron la figura malherida de Cedric, quien pese a las lesiones que presentaba después del conflicto, parecía seguir con vida.

Snape se aproximó rápidamente a él, y colocando delicadamente sus dedos firmes sobre el cuello del muchacho, afirmó su estado.

—La respiración de Diggory es débil, pero constante —dictaminó, enderezándose de nuevo—. No tardará en recuperarse.

Hagrid, inclinándose hacia el muchacho, tomó su cuerpo entre sus robustos brazos y le observó con aflicción.

—Será mejor que le ponga a salvo de éste lugar —exclamó el semigigante, deteniendo su lagrimar—. Encontrad a Harry y Hermione... no soportaría que les hubiera ocurrido algo grave por mi culpa.

El director asintió ante sus palabras.

—Así lo haremos, Hagrid.

Con una sencilla mueca de aprobación, el guardabosques abandonó la sala con el cuerpo del Hufflepuff entre sus brazos, y ambos profesores, decididos, tomaron la dirección hacia la penúltima de las pruebas... aquella que Snape había ideado con gran astucia.

La estancia en la que se encontraron pareció ser, en un principio, la que más intacta permanecía de entre todas las que con anterioridad habían pisado: sobre la mesa, se mantenían cuatro frascos que contenían su correspondiente líquido. Sin embargo, aquel que contenía la solución para atravesar las llamas negras había desaparecido, y los dos restantes se habían movido de sitio, encontrándose al borde de la mesa: podía distinguirse con facilidad que uno de ellos había sido vaciado.

El pasmo llegó cuando los ojos oscuros de Snape encontraron aquella figura estirada en el suelo, a un lado de la sala. El profesor notó como se le helaba la sangre, reconociendo con facilidad aquellos cabellos rizados y ligeramente desordenados que se mantenían postrados sobre la fría madera que conformaba el suelo de la sala.

El instinto fue más poderoso que su propia razón: el hombre, sin poder controlar sus movimientos, se abalanzó desesperadamente sobre el cuerpo de su alumna, y con rapidez, comprobó que ésta respirara.

Notó cómo su corazón paralizado volvía a bombear sangre cuando, además de confirmar que Hermione, pese a la dificultad, aún seguía respirando, todavía se encontraba consciente.

Notablemente aliviado, el profesor suspiró con pesadez, intentando deshacerse de la angustia que le había consumido.

—Severus —escuchó la voz del director tras de sí, y alzando con rapidez la mirada, comprobó como éste sostenía entre sus dedos el frasco que había sido vaciado.

De nuevo, el corazón volvió a darle un vuelco: aquella poción era precisamente una de las que contenía uno de los venenos que él mismo había elaborado... precisamente la poción que su insufrible sabelotodo había ingerido.

—Es comprensible que la muchacha cometiera este error —prosiguió Dumbledore, acogiendo entonces el pergamino entre sus manos—. La parte inferior de las instrucciones ha sido quemada.

Antes de que Snape pudiera demostrar a los cuatro vientos la ira que en aquel mismo momento parecía apoderarse de su persona ante los hechos, un toser débil lo alertó, clavando de nuevo sus ojos oscuros sobre la figura abatida de su alumna.

No supo si fue por instinto o por desesperación, pero el murciélago permitió que sus dedos acariciaran tímidamente las inocentes facciones de la muchacha, en un intento por calmarla.

—No puedo... —balbucearon con debilidad los labios de Hermione—. No puedo respirar...

Sin pararse a pensar en lo que hacía, el profesor desenfundó su varita y, apuntando delicadamente sobre la muchacha, pronunció con firmeza cada sílaba.

—¡Anapneo!

La centella que nació de la punta de la varita y que recayó sobre el cuello blanco de la Gryffindor hizo surgir su efecto: transcurridos unos instantes, Hermione se permitió volver a llenar sus pulmones de todo aquel aire que le faltaba.

Snape, sintiéndose más calmado, cerró los ojos y exhaló el oxigeno con detenimiento.

—Será mejor que la lleves cuanto antes a la enfermería, Severus —le sugirió la voz afable de Dumbledore, ante lo que el profesor se limitó a asentir, enderezándose de nuevo y contemplando a su interlocutor—. Confío en que la Srta. Granger estará en buenas manos.

Antes de que Snape pudiera tan siquiera dedicarle una mueca de fastidio ante su comentario, el director, habiendo chasqueado los dedos con inmediatez, desapareció de nuevo frente a sus ojos, no quedando de él más que aquella luz albina que fue desapareciendo con lentitud.

Girándose con rapidez, Snape volvió a concentrar su mirada sobre la figura de Hermione, aún tendida en el suelo: la muchacha parecía estar recobrando la consciencia, poco a poco.

Y así era: pese a todo aquel cúmulo de desagradables sensaciones, la Gryffindor había conseguido recobrar los sentidos. Se sentía igual de fatigada, igual de adolorida que cuando su cuerpo se había precipitado hacia la superficie después de ingerir el veneno... pero la presencia de un poderoso detalle había sido el causante de su retorno a la realidad.

Aquel ligero toque amargo con destellos de perfume de hombre acarició con delicadeza sus facciones. Sería una necia si no recordara la última vez que olió esa mezcla tan agradable, aquella vez en la que su profesor de Pociones la llevó en brazos hasta su despacho.

Pero, ¿aquello que creía sentir no era más que una poderosa ilusión, o realmente era posible que él se encontrara junto a ella?

Cuando notó como aquel tacto suave la tomaba por la espalda y las piernas, alzándola del suelo y sujetándola entre sus brazos, la muchacha hizo un esfuerzo sobrehumano por abrir sus ojos castaños, a modo de comprobar la veracidad de todas aquellas sensaciones que la inundaban.

Su corazón latió con fuerza cuando se encontró a sí misma suspendida entre las extremidades de aquel hombre de ojos azabaches y piel cetrina que la observaba con absoluta curiosidad.

Débilmente, Hermione, sin apenas sentirla, alzó la mano derecha y se permitió acariciar con la yema de sus dedos la mejilla de su profesor de Pociones, asegurándose de una vez por todas que aquello que sus ojos veían era la pura realidad.

Sin embargo, ¿cómo era posible que fuera Snape quien se encontraba sosteniéndola, dispuesto a llevarla junto a él? ¿Acaso no era él quien iba tras la Piedra? ¿Por qué debería encontrarse entonces allí, a su lado, en vez de intentar detener a Harry?

No tardó en comprender lo necia que había sido al dudar de su persona. Él no podía haber dejado escapar el troll en Halloween. No podía haber estado coaccionado a Quirrell. No podía haberse dejado llevar por las órdenes del Señor Oscuro...

Él no era el villano que ellos creían. Sus ojos negros se encontraban repletos de bondad, estaba convencida de ello.

Sin poder evitarlo, una tímida sonrisa se esbozó entre los labios de la castaña, dejando totalmente desconcertado a aquel que seguía contemplándola con total admiración, completamente petrificado en su puesto.

—¿Incluso siendo víctima del veneno es usted capaz de sonreír, Granger? —exclamó el hombre en un susurro ronco que acarició los oídos de la joven con ternura—. Debe de estar delirando... será mejor que la lleve a la enfermería cuanto antes.

—No... —declaró ella, divertida—. Cualquiera menos usted...

Snape dejó al descubierto una media sonrisa, agradándole aquella situación.

—Yo también la detesto, Granger.

Ampliando aún más su débil sonrisa, la Gryffindor se dejó abrazar contra el pecho del hombre, notando los ajetreados latidos de su corazón, prueba más que suficiente como para darse cuenta de que Snape había temido por ella.

—No más que yo a usted, profesor.

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