Capítulo XX - Accio
ARESTO MOMENTUM
— CAPÍTULO XX —
❝ A c c i o ❞
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Pese a la marcha de la Navidad, parecía que el castillo permanecía sumido en aquella bonita festividad, pues el colegio aún la celebrara con una serie de eventos a forma de honrarla como mejor sabían.
Aquella mañana, después del desayuno, tanto alumnos como profesores estaban convocados a la adaptación teatral de uno de los cuentos populares de Beedle el Bardo, La fuente de la buena fortuna, representación que iba a ser llevada a cabo por algunos de los fantasmas del castillo.
Según Percy les había contado, aquel era el primer año que se retomaba tan hermosa tradición, pues hacía más de medio siglo, el profesor Dippet, antiguo director de Hogwarts, la había prohibido debido a un desafortunado incendio que se sufrió durante una de las representaciones.
Tanto Harry como Ron se encontraban muy animados ante el evento, cosa que demostraron durante el desayuno, hablando de ello como un gran suceso: Hermione, sin embargo, se había mostrado muy reacia ante el buen humor de sus compañeros aquella mañana. Sus ojos estaban sometidos al cansancio que sentía después de no haber podido conciliar el sueño, su estómago no le había permitido ingerir más que medio zumo de calabaza y sus pensamientos la mantenían absorta por completo, siendo incapaz de concentrar su atención en nada que no fueran sus reflexiones internas.
De nuevo, la castaña se encontraba luchando a viento y marea contra sus sentimientos, los que una y otra vez la incitaban a alzar la cabeza en busca del dueño de sus males, apenas a unos metros de ella, desayunando en la mesa de profesores.
Desde que se había visto junto a Snape en el espejo de aquella aula en desuso que no había sido capaz de pensar en nada más, intentando comprender el porqué de aquel hecho que tanto la perturbaba.
Entendía que Harry hubiese visto a sus padres. A fin de cuentas, ¿qué deseo había más fuerte que el de conocerles, habiéndoles sido arrebatados tan pronto?
Entendía también que Ron se hubiese visto a sí mismo alcanzando puestos que él consideraba de gran importancia. ¿Qué tipo de chico de su edad no soñaría con algo similar?
Sin embargo, no era capaz de entender porqué ella se había visto junto a Snape. ¿De verdad era su más recóndito deseo, o el espejo también era capaz de equivocarse?
Indignada consigo misma, la muchacha suspiró con pesadez, bajando la vista hasta sus manos con resignación. Se encontraba mentalmente agotada y no sabía como frenar aquella espiral repleta de desazón en la que se encontraba perdida.
—Es hora de que alguien desayune —reconoció la voz del Hufflepuff a su lado, mientras el muchacho llamaba su atención, mostrándole aquella rana de chocolate que sujetaba entre sus dedos.
Hermione, alzando su mirada con desgana, no tardó en encontrarse con la mueca simpática de su compañero.
—No tengo hambre, Malcolm —respondió ella con inapetencia, sin tan siquiera intentar disimular el ocaso en el que se encontraba.
—No esperaba que lo tuvieras —añadió el muchacho, colocando con delicadeza la rana de chocolate sobre el plato de su compañera, sobre el que permaneció inmóvil—. Come.
La Gryffindor, ante sus pocas ganas de discutir, prefirió obedecer a su amigo, haciéndose con un pequeño trozo de chocolate y poniéndoselo en la boca con total apatía.
—Muy bien —asintió el muchacho, arremangándose el uniforme y fijando su total atención en su compañera—. Y ahora, ¿me explicarás qué es lo que te pasa?
—Pasa que soy una estúpida que no sabe ni lo que siente ni lo que quiere —balbuceó la muchacha con el chocolate en la boca.
Aquella respuesta conformó una gran sonrisa en el rostro atractivo de Malcolm.
—Tú estás enamorada.
La castaña no supo hacer más que estar al borde de ahogarse con el chocolate al escuchar aquellas palabras salidas de la boca del Hufflepuff.
—¿Que estoy qué?
—Enamorada, Hermione —insistió el muchacho con toda la alegría del mundo remarcada en su rostro jovial—. Estás profundamente enamorada de alguien.
Hermione dejó la rana sobre el plato y procedió a limpiarse la comisura de los labios con un trapo de papel.
—Admito que tienes gracia —exclamó ella con ironía—, pero no es necesario que intentes animarme haciéndome bromas de este calibre, de verdad.
El muchacho soltó una carcajada humilde ante sus palabras.
—Está claro que el enamorado es el último en darse cuenta de ello —persistió en su pensamiento, mosqueando a su compañera—. Dime, ¿de quién se trata?
La Gryffindor, no haciendo caso a su pregunta, hizo ver que se distraía untando mermelada de fresa sobre su tostada, cosa que hizo reír aún más a su amigo.
—¡Vamos, no se lo diré a nadie!
—Déjame en paz, Malcolm —dictaminó ella, frunciendo ligeramente el ceño y mordiendo con ferocidad su tostada, en un arranque de apetito repentino.
—Sabes que me alegro mucho por ti, Hermione.
Seguidamente, el Hufflepuff le plantó un beso en la cabeza a la muchacha, quien solo supo responder al contacto con un ligero gruñido que hizo reír una vez más a su compañero.
Y así, mientras Malcolm se entretenía batallando contra Ron por ver quién se adueñaba del último mazapán, la Gryffindor empezó a darle vueltas a la suposición que su amigo había hecho sobre sí.
¿Y si Malcolm estaba en lo cierto? ¿Y si aquel desazón interno se debía a que estaba... enamorada?
Apenas tuvo tiempo a darle más vueltas al asunto, pues pronto tanto los alumnos como los profesores fueron llamados para asistir a la representación.
En el gran vestíbulo del castillo se había montado un sencillo escenario, conformado apenas por una gran plataforma sobre la que actuarían y unas sencillas telas sobre las que se había dibujado con animados colores los diferentes paisajes que formarían parte de la representación. Frente al escenario habían colocado dos filas de bancos de madera que los invitados no tardaron en ocupar, siendo cada uno pensado para cinco personas.
Harry, Ron, Malcolm y Hermione se instalaron en la segunda fila de la izquierda, lugar desde el que tenían una buena visión del escenario. Pese a la negativa de la castaña por presentarse a la representación, no viéndose capacitada para afrontar según qué sentimientos que ahora se encontraban a flor de piel, Malcolm había logrado convencerla para que asistiera junto a ellos, logrando brindarle de aquel coraje que ahora su amiga tanto necesitaba.
Mientras los asistentes tomaban su asiento, la muchacha se mantenía con la cabeza baja, intentando evitar encontrar con la mirada aquella figura que tan bien conocía. Sin embargo, se vio obligada a alzarla cuando aquella voz amable pareció dirigirse a ella.
—Disculpe, Srta. —escuchó ante sí, y al alzar sus ojos, se encontró con el rostro amable del fantasma de Hufflepuff—. ¿Está éste lugar ocupado?
La muchacha, comprendiendo que aquel espíritu se refería al hueco que aún quedaba a su derecha, contestó que no con la cabeza.
—Siéntese, por favor —le ofreció con toda la amabilidad que fue capaz de proferirle.
Mientras el fantasma se acomodaba sobre el banco de madera, Malcolm, que había estado hablando con Harry acerca de Quidditch, no tardó en reconocerle.
—¡El Fraile Gordo! —sonrió el muchacho, apoderándose de la atención del fantasma—. ¿Ha dirigido usted los preparativos de la representación, señor?
—Así es —admitió el espectro—. Ha resultado muy difícil convencer a mis compañeros para que participaran, pero finalmente, hasta Peeves ha querido formar parte del elenco.
—¡Cuánto me alegro de oír eso! —añadió el Hufflepuff—. ¿Confía en que saldrá bien?
El fantasma sonrió, acomodándose ambas manos sobre su gran vientre.
—Eso espero, hijo —admitió con afabilidad—. No quisiéramos que el director se arrepienta de haber retomado tan bella tradición.
—Estoy convencido que Dumbledore disfrutará mucho del espectáculo —añadió el muchacho, devolviéndole la sonrisa.
Y en mitad de aquella animada conversación, la castaña no había podido evitar sucumbir a los caprichos del destino. A través del cuerpo incorpóreo del Fraile, era fácil distinguir la silueta de Snape sentada justo en el banco de al lado, de brazos cruzados, con el ceño fruncido y la vista fija al frente.
Pese a haber intentado evitar aquél contacto a toda costa, la muchacha ya no era capaz de centrar su atención en nada más que no fuera él. Habían sido demasiadas las horas transcurridas que le había dedicado a su profesor de Pociones como para ahora privarse de contemplarle en su vulnerabilidad.
Y es que, irremediablemente, había algo en Snape que la atraía, que la fascinaba, que la seducía. Algo que no podía explicarse con palabras: sencillamente lo sentía, y lo hacía con una fuerza abismal.
No fue hasta que la representación inició que la Gryffindor fue capaz de apartar su mirada de la figura sombría de Snape, con la firme intención de distraer su mente de todos aquellos pensamientos que la carcomían sin piedad.
El primero en aparecer sobre el escenario fue el Barón Sanguinario, quien se plantó en uno de los laterales, ya que al parecer iba a tomar el papel del narrador.
Aclarándose la voz tosiendo un par de veces, el espectro dio comienzo a la representación.
—En lo alto de una colina que se alzaba en un jardín encantado, rodeado por altos muros y protegido por poderosos hechizos, manaba la fuente de la buena fortuna. El día más largo del año, durante las horas comprendidas entre el amanecer y el ocaso, se permitía que un solo desdichado intentara llegar hasta la fuente, bañarse en sus aguas y gozar de buena fortuna por siempre jamás.
»El día señalado, antes del alba, centenares de personas venidas de todos los rincones del reino se congregaron ante los muros del jardín. Hombres y mujeres, ricos y pobres, jóvenes y ancianos, con poderes mágicos y sin ellos, se reunieron allí de madrugada, todos confiados en ser el afortunado que lograra entrar en el jardín.
»Tres brujas, cada una con su carga de aflicción, se encontraron entre la multitud y se contaron sus penas mientras aguardaban el amanecer.
De un lado del escenario surgieron las figuras incorpóreas de tres bellas damas que se presentaron ante el público. La primera en dar un paso al frente fue la Dama Pálida.
—La primera, que se llamaba Asha, padecía una enfermedad que ningún sanador había logrado curar. Confiaba en que la fuente remediara su dolencia y le concediera una vida larga y feliz.
Echándose atrás, la Dama Pálida dio entonces paso a Miss McAlvey, que imitó su gesto inicial.
—A la segunda, Altheda, un hechicero perverso le había robado la casa, el oro y la varita mágica. Confiaba en que la fuente reparara su impotencia y su pobreza.
Miss McAlvey se situó entonces junto a la Dama Pálida, para así dar paso a la última de las damiselas: Helena Ravenclaw se presentó ante el público con su habitual distinción.
—La tercera, Amata, había sido abandonada por un joven del que estaba muy enamorada, y creía que su corazón nunca se repondría. Confiaba en que la fuente aliviara su dolor y su añoranza.
»Tras compadecerse unas de otras por sus respectivos padecimientos, las tres mujeres decidieron que, si se presentaba la oportunidad, unirían sus esfuerzos y tratarían de llegar juntas a la fuente. Cuando los primeros rayos de sol desgarraron el cielo, se abrió una grieta en el muro. La multitud se abalanzó hacia allí; todos reivindicaban a gritos su derecho a recibir la bendición de la fuente.
Junto a las damiselas apareció entonces la solemne figura de Nick Casi Decapitado, quien vestía una preciosa armadura.
—Unas enredaderas que crecían en el jardín, al otro lado del muro, serpentearon entre la muchedumbre y se enroscaron alrededor de la primera bruja, Asha. Ésta agarró por la muñeca a la segunda bruja, Altheda, quien a su vez se aferró a la túnica de la tercera, Amata, y Amata se enganchó en la armadura de un caballero de semblante triste que estaba allí montado en un flaco rocín. La enredadera tiró de las tres brujas y las hizo pasar por la grieta del muro, y el caballero cayó de su montura y se vio arrastrado también. Los furiosos gritos de la defraudada muchedumbre inundaron la mañana, pero al cerrarse la grieta todos guardaron silencio.
»Asha y Altheda se enfadaron con Amata, porque sin querer había arrastrado a aquel caballero.
—¡En la fuente sólo puede bañarse una persona! —exclamó la Dama Pálida, exagerando aquel tono de indignación en su voz—. ¡Como si no fuera bastante difícil decidir cuál de las tres se bañará! ¡Sólo falta que añadamos uno más!
—Sir Desventura, como era conocido el caballero en aquel reino, se percató de que las tres mujeres eran brujas. Por tanto, como él no sabía hacer magia ni tenía ninguna habilidad especial que lo hiciera destacar en las justas o los duelos con espada, ni nada por lo que pudieran distinguirse los hombres no mágicos, se convenció de que no conseguiría llegar antes que ellas a la fuente. Así pues, declaró sus intenciones de retirarse al otro lado del muro.
»Al oír eso, Amata también se enfadó.
—¡Hombre de poca fe! —lo reprendió Helena—. ¡Desenvaina tu espada, caballero, y ayúdanos a lograr nuestro objetivo!
—Y así fue como las tres brujas y el taciturno caballero empezaron a adentrarse en el jardín encantado, donde, a ambos lados de los soleados senderos, crecían en abundancia extrañas hierbas, frutas y flores. No encontraron ningún obstáculo hasta que llegaron al pie de la colina en cuya cima se encontraba la fuente.
De repente, desde el otro lado del escenario, el que parecía ser el divertido espíritu de Peeves apareció, haciendo revolotear una enorme sábana blanca.
—Pero allí, enroscado alrededor del pie de la colina, había un monstruoso gusano blanco, abotagado y ciego. Al acercarse las brujas y el caballero, el gusano volvió su asquerosa cara hacia ellos y pronunció estas palabras:
—¡Entregadme la prueba de vuestro dolor! —vociferó Peeves, simulando ser el gusano.
—Sir Desventura desenvainó la espada e intentó acabar con la bestia, pero la hoja se partió. Entonces Altheda le tiró piedras al gusano, mientras Asha y Amata le lanzaban todos los hechizos que conocían para inmovilizarlo o dormirlo, pero el poder de sus varitas mágicas no surtía más efecto que las piedras de su amiga o la espada del caballero, y el gusano no los dejaba pasar. El sol estaba cada vez más alto y Asha, desesperada, rompió a llorar. Entonces el enorme gusano acercó su cara a la de Asha y se bebió las lágrimas que resbalaban por sus mejillas. Cuando hubo saciado su sed, se apartó deslizándose suavemente y se escondió en un agujero del suelo. Las tres brujas y el caballero, alegres porque el gusano había desaparecido, empezaron a escalar la colina, convencidos de que llegarían a la fuente antes del mediodía.
»Pero cuando se encontraban hacia la mitad de la empinada ladera, vieron unas palabras escritas en el suelo: "entregadme el fruto de vuestros esfuerzos". Sir Desventura sacó la única moneda que tenía y la puso sobre la ladera, cubierta de hierba; pero la moneda echó a rodar y se perdió. Los cuatro siguieron ascendiendo, pero, aunque caminaron varias horas, no avanzaban ni un solo metro: la cumbre no estaba más cerca y seguían teniendo delante aquella inscripción en el suelo. Estaban muy desanimados, porque el sol ya había pasado por encima de sus cabezas y empezaba a descender hacia el lejano horizonte. No obstante, Altheda andaba más deprisa y con paso más decidido que los demás, y los instó a que siguieran su ejemplo, aunque no parecía que con ello fueran a alcanzar la cumbre de la colina encantada.
—¡Ánimo, amigos! ¡No os rindáis! —los exhortó Miss McAlvey, simulando secarse el sudor de la frente.
—Cuando las relucientes gotas de sudor cayeron al suelo, la inscripción que les cerraba el paso se esfumó y comprobaron que ya podían continuar subiendo. Alentados por la superación de ese segundo obstáculo, siguieron hacia la cima tan deprisa como les era posible, hasta que por fin vislumbraron la fuente, que destellaba como un cristal en medio de una enramada de árboles y flores. Sin embargo, antes de llegar encontraron un arroyo que discurría alrededor de la cumbre cerrándoles el paso. En el fondo del arroyo, de aguas transparentes, había una piedra lisa con esta inscripción: "entregadme el tesoro de vuestro pasado".
»Sir Desventura intentó cruzar el arroyo tumbado sobre su escudo, pero éste se hundió. Las tres brujas lo ayudaron a salir del agua y luego intentaron saltar a la otra orilla, pero el arroyo no se dejaba cruzar, y mientras tanto el sol seguía descendiendo más y más. Así que se pusieron a reflexionar sobre el significado del mensaje escrito en la piedra, y Amata fue la primera en entenderlo. Agarró su varita, extrajo de su mente todos los recuerdos de momentos felices compartidos con el joven del que estaba enamorada y que la había abandonado, y los vertió en el agua. La corriente se llevó sus recuerdos y en el arroyo aparecieron unas piedras que formaban un sendero. De ese modo, las tres brujas y el caballero pudieron cruzar por fin al otro lado y alcanzar la cima de la colina.
»La fuente brillaba ante ellos, entre hierbas y flores de una belleza y una rareza extraordinarias. El cielo se había teñido de rojo rubí. Había llegado el momento de decidir quién de ellos se bañaría en la fuente. Pero, antes de que tomaran esa decisión, la frágil Asha cayó al suelo. Extenuada por la agotadora escalada, estaba a punto de morir. Sus tres amigos la habrían conducido hasta la fuente, pero Asha, agonizante, les suplicó que no la tocaran. Entonces Altheda se apresuró a recoger todas las hierbas que le parecieron útiles, las mezcló en la calabaza donde Sir Desventura llevaba el agua y le dio a beber la poción a Asha. Entonces Asha se incorporó y al cabo de un instante ya se tenía en pie. Más aún, todos los síntomas de su terrible enfermedad habían desaparecido.
—¡Estoy curada! —exclamó la Dama Pálida—. ¡Ya no necesito bañarme en la fuente! ¡Que se bañe Altheda!
—Pero ésta se encontraba muy entretenida recogiendo más hierbas en su delantal.
—¡Si puedo curar esa enfermedad, ganaré muchísimo oro! —anunció Miss McAlvey—. ¡Que se bañe Amata!
—Sir Desventura hizo una reverencia invitando a Amata a acercarse a la fuente, pero ella negó con la cabeza. El arroyo había hecho desaparecer toda la añoranza que sentía por su amado, y de pronto comprendió que aquel joven había sido cruel y desleal y que en realidad debía alegrarse de haberse librado de él.
—Buen señor, sois vos quien debe bañarse, como recompensa por vuestra caballerosidad —dijo entonces Helena.
—Haciendo sonar su armadura, el caballero avanzó bajo los últimos rayos del sol poniente y se bañó en la fuente de la buena fortuna, asombrado de ser el elegido entre centenares de personas y sin dar crédito a su gran suerte.
»Cuando el sol se ocultaba tras el horizonte, Sir Desventura emergió de las aguas luciendo todo el esplendor de su triunfo y se arrojó con su herrumbrosa armadura a los pies de Amata, que era la mujer más buena y más hermosa que jamás había conocido.
»Exaltado por el éxito, le suplicó que le entregara su corazón, y Amata, tan embelesada como él, comprendió que por fin había encontrado a un hombre digno de ella. Las tres brujas y el caballero bajaron juntos de la colina, agarrados del brazo, y los cuatro tuvieron una vida larga y feliz, y ninguno de ellos supo ni sospechó jamás que en las aguas de aquella fuente no había ningún sortilegio.
El sencillo telón cayó entonces con suavidad, dando fin a la representación ante el fiero aplauso por parte de todos los asistentes, quienes alegres aclamaron a los fantasmas por su logro.
Pronto, el Barón, acompañado por Nick, Helena, la Dama Pálida, Miss McAlvey y Peeves, se dejaron ver de nuevo, dedicando una solemne reverencia al público con una gran sonrisa dibujada en sus rostros.
Desde la segunda fila, Harry aplaudía con fervor, Ron vociferaba elogios hacia los fantasmas y Malcolm silbaba con picardía, completamente fascinados ante la representación.
Y Hermione, pese a aplaudir con todas las ganas que era capaz de dedicarles, solo podía pensar en una sola cosa después de haberse pasado la representación observando la figura de Snape de soslayo, a través del Fraile Gordo.
Necesitaba entrar en contacto con sus más profundos deseos una vez más... y sabía perfectamente dónde podría confirmar de una vez por todas sus dudas internas.
Solo había un lugar donde hacerlo. Y lo haría, aquella misma noche.
***
Después de aquel día plagado de emociones, había resultado demasiado sencillo para la castaña esperar a que sus dos compañeros cayeran rendidos ante el cansancio, ordenados cada uno en su catre.
En el fondo de su corazón sentía tener que hacerlo, pero sabía que no tenía otra alternativa.
Una vez hubieron dado las doce, la muchacha se introdujo fácilmente en el dormitorio de sus dos amigos con cautela, intentando no despertarles de su sueño profundo. Andando a paso calmado, la castaña se acercó hasta el catre donde Harry reposaba, y sin pensárselo dos veces, desenfundó su varita, apuntando hacia su objetivo.
—Accio —susurró su voz apaciguada.
De un momento a otro, la capa de invisibilidad sobre la que apuntaba pasó a encontrarse en su mano.
Satisfecha, la muchacha abandonó el dormitorio de los chicos y se dirigió hacia el vestíbulo, donde, haciéndose con un farolillo encendido, emprendió entonces su rumbo hasta su objetivo.
Era plenamente consciente de los riesgos que suponía aquella pequeña aventura por su cuenta, pero estaba dispuesta a tomarlos. Sus instintos eran aún más poderosos que su cordura, así que optó por dejarse guiar por ellos sin importar las consecuencias.
Así, en la soledad de la noche, la más astuta de los Gryffindor anduvo por la gran escalinata hasta alcanzar, como en la noche anterior, el cuarto piso.
Tal y como lo recordaba, su paso siguió con precisión el mismo recorrido que había emprendido junto a sus amigos, y pronto se encontró frente a aquella puerta de madera que la conduciría hasta aquello que buscaba.
Una vez la muchacha se encontró segura en la soledad de aquella aula abandonada, dejó capa y farolillo a un lado y, con timidez, acercó lentamente su paso hasta aquel grandioso espejo. Estaba decidida a enfrentarse de nuevo a su reflejo, y así lo hizo, colocándose ante el artefacto con los pulmones llenos de coraje.
Allí se encontró de nuevo con aquella imagen contra la que tanto había luchado por no creer, dejándose seducir por lo que veía. Snape seguía ahí, justo a su lado, con la espalda firme y la barbilla ligeramente alzada, escrutándola con su mirada felina, capaz de helar su corazón.
Hermione se permitió entonces mirar directamente a los ojos negros de su profesor, sintiendo que caía por el abismo de su mirada. Jamás había experimentado una sensación tan poderosa como la que sintió entonces, la cual la impulsó a acariciar con sus dedos el cristal de aquel gran espejo, en un intento por querer atravesarlo. Era plenamente consciente que aquella imagen que veía no era más que fruto de un hechizo... pero la imagen parecía tan condenadamente real que le resultaba imposible separarse de aquella visión tan sumamente perfecta.
Él. Ella. Juntos en soledad como en días pasados. Sin discusiones, sin querellas. Tan solo observándose entre sí en aquel silencio inexpugnable... la visión de ambos, sin que importara nada más en el mundo, era todo cuánto podía desear.
No supo cuánto tiempo pasó frente a aquel espejo, ni tan siquiera se lo había planteado. Quería quedarse allí, para siempre...
—¿Tú otra vez, Hermione? —aquella característica voz acarició los oídos de la muchacha.
Totalmente desprevenida, la castaña solo supo reaccionar girando sobre sí misma con estupor, encontrándose a pocos metros de ella la figura del director ante su persona.
A diferencia de lo que ella se esperaba, el anciano se limitó a observarla con ojos calmados, a medida que avanzaba hasta su posición.
—Veo que tú, como muchos antes, has descubierto los encantos del Espejo de Oesed. Espero que te hayas dado cuenta de lo que hace.
Director y alumna observaron entonces aquel maravilloso artefacto, situado al fondo de la sala.
—Déjame darte una pista —prosiguió Dumbledore—. El hombre más feliz de la Tierra se miraría al espejo y se vería solo a sí mismo exactamente tal y como es.
—Entonces, ¿nos muestra lo que deseamos? —exclamó la muchacha, viéndose de nuevo reflejada sobre su cristal—. ¿Sea lo que sea?
—Nos enseña ni más ni menos que los más profundos y desesperados deseos de nuestros corazones. Pero recuerda esto; este espejo no nos entregará conocimientos ni verdad... muchos hombres se han consumido frente a él, o se han vuelto locos —declararon las sabias palabras del anciano, mientras la muchacha bajaba la cabeza, resignada ante la realidad—. Este espejo será trasladado mañana a una nueva casa, y debo pedirte que no te esfuerces en volver a buscarlo... No conviene deleitarse en los sueños, Hermione, y olvidarse de vivir.
Hermione intercambió entonces una mirada con el director, comprendiendo entonces la razón en sus palabras. Sin embargo, un último impulso la incitó a volverse a contemplar reflejada en el espejo.
—Profesor... —inició su hablar, convencida de formularle aquella pregunta que sentía atorada en su garganta—. ¿Usted cree que se puede llegar a amar a alguien que te ha hecho más daño del que nunca has llegado a soportar? Alguien a quien creías odiar con todas tus fuerzas... alguien que, en contra de tu voluntad, se apodera de tu cordura.
Como si aquella pregunta hubiera abierto una herida en el corazón del anciano, éste restó callado unos instantes, meditando fríamente la respuesta adecuada ante la joven.
—Ambos son sentimientos ardientes, y cuando se encuentran, crean una batalla interna que confunde tus ideas —contestó su voz afable—. No es fácil lidiar con ellas, te entiendo, pero tarde o temprano será tu corazón quien dictamine que es lo que realmente sientes.
Hermione supuso que el director basaba sus palabras en experiencias pasadas, pero no se atrevió a resultar tan indiscreta como para preguntárselo. Sencillamente, se limitó a volver a observar su imagen sobre el espejo y soltar un ligero suspiro, viendo como la figura sombría de Snape todavía la acompañaba.
Era imposible negar las evidencias. Su corazón ya parecía haber hablado por ella.
Jamás creyó haber sentido el amor en su interior con tanta magnitud como en aquella noche estrellada.
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