Capítulo XVII - Avifors
ARESTO MOMENTUM
— CAPÍTULO XVII —
❝ A v i f o r s ❞
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Necesitaba con urgencia huir de ese lugar, como nunca antes lo había sentido.
La castaña abandonó precipitadamente las mazmorras para encontrarse completamente desubicada en el vestíbulo principal, analizando aún en caliente todo lo ocurrido... cada palabra proferida por el profesor y por sí misma, cada gesto... cada puñalada directa a su estómago sangrante.
Le resultaba imposible entender el porqué de su descarada respuesta ante una propuesta, por otra parte, tan noble como lo era la suya. ¿Es que acaso Snape la odiaba más a ella que al resto de los mortales? Y si así era... ¿por qué?
La muchacha suspiró con pesadez, dejando que la angustia fuera abandonando lentamente su cuerpo inestable. Deseaba con todas sus fuerzas tener a Susan junto a ella en momentos tan duros como aquel, pero debía resignarse: hasta la vuelta de las vacaciones, no tendría a su amiga a su lado, por más que la necesitara.
Decaída por todo lo acontecido, Hermione, sin saber qué hacer a continuación, dejó que su paso decidiera por ella: sus piernas la condujeron hasta el gran portón que aún la separaba del exterior, y con pocas ganas, consiguió alcanzar los jardines, entre los que se dejó perder sin importarle lo más mínimo su rumbo.
Ya nada le parecía tan hermoso como antes. Contemplaba como las mimosas, elegantemente brotadas y abundantes por allí donde fuera, se desprendían delicadamente de sus ramas para emprender su viaje por los aires, alcanzando los cielos... pero su belleza apenas la conmovía.
No sentía más que indiferencia por todo lo que la rodeaba. Se encontraba como una flor marchita en mitad del campo, solitaria y apesadumbrada.
Se dispuso a dejarse caer sobre el césped helado, abandonándose de una vez por todas, pero antes de que pudiera proceder con su último deseo, escuchó un sutil murmullo que procedía de algún lugar cercano a su posición.
Con la curiosidad a flor de piel, la castaña reanudó su paso, siguiendo aquel ligero sonido que la condujo unos metros más allá de dónde se encontraba.
No pudo evitar sorprenderse al reconocer aquellos cabellos rubios y ligeramente alborotados que el muchacho solía lucir.
—¿Malcolm? —exclamó ella en voz alta.
El Hufflepuff clavó rápidamente sus ojos marrones sobre la figura de la muchacha, y transcurridos unos pocos instantes, le dedicó una entregada sonrisa.
—¡Hermione! —respondió éste, alzándose del suelo y colocándose frente a ella—. No sabía que te quedarías en el castillo durante las vacaciones de Navidad.
La muchacha le dedicó una media sonrisa algo apagada, acorde a su estado actual.
—Yo tampoco esperaba encontrarte por aquí —admitió ella con todo el entusiasmo que fue capaz.
Para su sorpresa, Malcolm la agarró por ambos brazos y analizó su rostro, observándola con una mueca de preocupación dibujada en sus facciones.
—¿Estás bien? Cualquiera diría que has visto a un fantasma —le preguntó, en un tono más liviano—. Aunque, pensándolo fríamente... ¡oh, qué tontería acabo de decir!
De nuevo, la castaña no supo hacer más que dedicarle una media sonrisa ante su intento por animarla, esta vez aún más débil.
—Ojalá cualquier alma flotante del castillo fuera el mayor de mis problemas.
—Créeme, no te gustaría encontrarte con Peeves —suspiró él.
Malcolm, con los ojos plagados de empatía, le ofreció asiento sobre el césped seco con un gesto amable y sencillo, y así ambos muchachos acomodaron sus cuerpos sobre la maleza y observaron en calma las nubes dibujadas en el celeste de los cielos, desplazadas por el soplar de los gélidos vientos con suavidad.
—Supongo que recordarás mis castigos con Snape —se inició la muchacha, en un intento de abandonar su angustia.
El Hufflepuff le dedicó una efímera sonrisa.
—Por supuesto —admitió él—. ¿Quién se olvidaría de semejante condena?
Hermione bajó la cabeza, recordando de nuevo la escena con pesar.
—El caso es que él y yo no nos hemos llevado muy bien, y... hemos tenido un intercambio de opiniones que ha estado muy fuera de lugar...
Malcolm, reflexivo, procedió a estirarse, dejándose arropar por la maleza, colocando ambas manos bajo su cabeza y dejando que sus ojos reposaran sobre el firmamento.
—¿Existe la remota posibilidad de llevarse bien con ese tipo?
Hermione, abatida, imitó el gesto de su amigo, dejándose caer a su lado como si el cuerpo le pesara horrores.
—Eso creía —suspiró—. Supongo que por ello me siento tan estúpida. Por haber tan siquiera planteado que existiera esa posibilidad.
El rubio inclinó ligeramente su cabeza en dirección a su amiga con tal de contemplarla con cierta tendreza.
—¿Y cómo es que te afecta tanto lo que Snape pueda pensar de ti? —cuestionó él en un ligero murmullo que acarició los oídos de la castaña.
Aquella pregunta la hizo reflexionar como nunca, y es que Malcolm había formulado la pregunta decisiva. Realmente, ¿por qué la afectaba de esa forma lo que aquel necio opinara sobre ella? ¿Qué había en él que no hubiera en el resto?
—Lo cierto es que no lo sé —confesaron finalmente sus labios carmesí.
—Supongo que es más normal de lo que parece —añadió el Hufflepuff, mirando de nuevo hacia los cielos—. En un principio, puede afectarte lo que ese estúpido murciélago te eche en cara... pero te puedo asegurar que transcurridos un par de años, en cuanto te acostumbras al persistente desasosiego en el que vive, apenas te importa lo que piense. Es un amargado que paga sus frustraciones con el alumnado, sin más.
—¿Siempre ha sido así?
Malcolm suspiró con cierta levedad.
—Mis hermanos lo tuvieron como profesor antes que yo, hará al menos ocho años, y compartimos la misma opinión sobre él —exclamó el muchacho, resignado—. Siempre ha sido el mismo miserable, y mucho me temo que siempre lo será... es por eso que no deberías preocuparte por Snape. Es el camino que ha escogido para sí.
Hermione hubiera estado dispuesta a rebatir la afirmación de su compañero, pero el muchacho no se equivocaba en absoluto. No había argumento posible contra la maldita realidad.
—Algo debió convertirlo en lo que es... —alegó la muchacha, entristecida.
—Eso ya no se encuentra dentro de mi conocimiento, Hermione —insistió el Hufflepuff, ordenándose los cabellos rubios con los dedos—. Pero hazme caso y no te castigues apenándote por el murciélago... ni menos ahora, que se acerca la Navidad. ¡Nos toca ser felices!
El entusiasmo de su compañero provocó en la castaña otra media sonrisa, aunque esta vez parecía ser algo más entregada.
—Supongo que tienes razón —admitió ella, dejándose animar.
—¡Por supuesto que la tengo! —exclamó Malcolm—. ¿Os queda alguna tarde en compañía?
—Ésta era la última.
—¡Entonces porqué pensarlo! Hay mil cosas maravillosas por las que alegrarse —prosiguió el muchacho, alzando ágilmente su torso y quedando de nuevo sentado, posición desde la que observó a su amiga con afabilidad—. ¿Te sientes mejor?
Hermione, manteniéndose echada sobre la hierba, asintió un par de veces con la cabeza, dejando que una tímida sonrisa decorara su rostro.
—Mucho mejor, Malcolm. Gracias.
—No hay porqué darlas —añadió el muchacho, agarrando la varita que había dejado sobre el césped y sacando de sus bolsillos un reluciente galeón—. ¿Quieres ver en qué transformo esta hermosa moneda?
La Gryffindor, con la curiosidad a flor de piel, imitó de nuevo el gesto de su amigo, quedando sentada a su lado.
—Claro —respondió ella con entusiasmo.
Malcolm se aclaró la garganta un par de veces antes de proceder a alzar la varita, con la que apuntó directamente sobre la moneda.
—¡Avifors!
De la punta de la varita salió una chispa imperceptible que, al aterrizar sobre el galeón, lo transformó rápidamente en una hermosa golondrina que quedó sobre sus dedos firmes.
Hermione, contemplando la belleza de aquél pequeño pájaro, se sintió fascinada.
—Es precioso, Malcolm.
De un suave gesto, el muchacho alzó su mano en dirección a los cielos, gesto que el ave aprovechó para emprender el vuelo, perdiéndose entre los árboles nevados con distinción en su volar.
—Pocos hechizos me maravillan tanto como este —admitió él, reflexivo.
Seguidamente, la figura del Hufflepuff se alzó de la tierra, quedando en pie frente a la Gryffindor; a ella, le ofreció cordialmente su mano.
—¿Damos un paseo por los alrededores? —le ofreció él con humildad.
La muchacha no tuvo necesidad de brindarle más respuesta que una sonrisa completamente espontánea, fruto de su ánimo actual, del cual el muchacho era autor.
Sin mediar palabra alguna, Hermione se dejó ayudar, tomando la mano de Malcolm y finalmente alzándose junto a él.
Y una vez los dos estudiantes se encontraron listos para marchar, la castaña tomó al rubio del brazo, y el paso de ambos inició la caminata hacia donde el destino, caprichoso, les llevara... dejando atrás los fantasmas del pasado.
***
—¡Date prisa, Hermione! —vociferó Harry desde el vestíbulo de la sala común en dirección a las escaleras de caracol que conducían hasta los dormitorios, abrigado hasta el cuello—. ¡Todos deben estar esperándonos frente a la Torre del Reloj!
La muchacha, en la soledad de su dormitorio, se apresuraba en dejarlo todo ordenado antes de marchar: torpemente apiló los libros y pergaminos que había estado usando sobre su escritorio, se vistió rápidamente con su preciosa túnica y su larga bufanda y descendió las escaleras con rapidez, palpándose los bolsillos en busca de comprobar si llevaba consigo su varita y monedero.
—Chicas... —la voz de Ron podía distinguirse con facilidad al final de la escalera—. Siempre llegando tarde a todas partes.
Hermione fulminó al pelirrojo con la mirada una vez su paso ajetreado alcanzó el pie de la escalera.
—Discúlpame, Ron. Me he entretenido terminando los deberes que nos ha puesto la profesora Sprout —se excusó ella, ajustándose los guantes en ambas manos—. ¡Quizá tu debías encontrarte haciendo cosas mucho más importantes!
El pelirrojo abrió la boca con sorpresa, ignorando la ofensiva.
—¿Acabamos de empezar las vacaciones y ya estás haciendo deberes? —preguntó él con un asombro tan exagerado que provocó el reír de Harry.
—Sí —respondió la castaña con firmeza, ordenándose vagamente aquellos rizos que se rebelaban contra su voluntad—. Y tú deberías hacer lo mismo.
—¿Es que nos hemos vuelto locos? —insistió el muchacho, fascinado.
Harry volvió a reírse con ganas ante aquellas inocentes disputas que tan habitualmente se creaban entre sus dos mejores amigos.
—Venga, dejemos el debate para la vuelta —dictaminó él con aquel tono de jocosidad tan característico—. ¿No querréis visitar Hogsmeade enfadados, verdad?
Poco duró aquella mirada frívola que la castaña y el pelirrojo compartían cuando ella sacó la lengua con burla y él aceptó el gesto, dedicándole una abierta sonrisa.
Los tres Gryffindors abandonaron la soledad de su sala común y se dirigieron, a través de la Gran Escalinata, hacia el Patio del Reloj, situado justo en la entrada del castillo; a medida que descendían las escaleras, la algaraza que compartían fue en aumento, emocionados por visitar Hogsmeade en aquel día tan especial, justo antes de la noche de Navidad.
Hermione estaba muy emocionada: habían pasado los días y su ánimo había mejorado notablemente. Había aprovechado para disfrutar al máximo de la soledad de la biblioteca, para quitarse de encima los deberes que los profesores les habían impuesto aquellas Navidades y para divertirse junto a Harry, Ron, Malcolm y los gemelos Weasley.
Las vacaciones parecían haber empezado con mal pie... por lo que no había más que ir a mejora. No estaba dispuesta a estancarse en su oscura tristeza, y menos en aquellas festividades tan especiales para ella.
Había pasado aquellos pocos días evitando a Snape a toda costa: en cada desayuno, comida y cena, intentaba mantener, con un éxito rotundo, la mirada en su propia mesa, entreteniéndose con los compañeros que se habían quedado para Navidades en el castillo y con los que tan bien se llevaba, evitando así coincidir con la mirada de cierto profesor de Pociones que, apenado, la observaba con menos descaro, pero con más necesidad.
Desde luego, Snape no se sentía orgulloso de lo ocurrido hacía unos pocos días en su despacho, hecho del cual solo ella y él habían sido testigos... pero se repetía constantemente a sí mismo que aquello era lo mejor para ambos. Hermione se mantendría alejado de su amargura... y él se mantendría alejado de aquél apego que sentía hacia ella y que, aún resultándole una curiosa sensación, no era capaz de concebir como algo más que un error por su parte.
La distancia dolía, era algo innegable, pero también algo por lo que ambos estaban dispuestos a pasar con tal de superar aquél conflicto interno contra el que cada uno luchaba sin cesar en su propia soledad.
Justo en el pie de la Gran Escalinata, la más valiente de los Gryffindor negó sus pensamientos con la cabeza, a modo de disipar todos aquellos dolores de cabeza. No quería pensar en Snape, y menos en un día como aquél.
Junto al gran portón de la entrada al castillo esperaban Fred, George, Percy y Malcolm, a quienes los tres Gryffindors reconocieron con rapidez al alcanzar el gran vestíbulo a paso ajetreado.
—Ya pensábamos que no vendríais —les recibieron los gemelos, entonando a la vez la misma frase con impoluta coordinación.
—Seguro que vosotros acabáis de llegar —contestó Ron con ironía, conociendo a sus hermanos como la palma de su mano.
Fred y George intercambiaron una mirada pícara antes de sonreír a su vez.
—Ya no hay forma de sorprender a nuestro hermano, George —suspiró uno de ellos.
—¿Estás seguro de eso, Fred? —inquirió su gemelo, alzando la ceja derecha con aquél toque de granujería tan característico.
Su hermano imitó rápidamente el gesto.
—Por supuesto que no.
Ambos magos, sin apenas dar tiempo a reaccionar a aquellos que les acompañaban, apuntaron a su vez con sus varitas hacia su hermano.
—¡Piper! —vociferaron ambos, y de sus varitas salió una preciosa centella que aterrizó justo sobre el rostro sorprendido de Ron.
Al cabo de unos pocos segundos, el efecto de aquél conjuro surgió, justo cuando el pequeño Gryffindor empezó a estornudar sin remedio.
Fred y George, entre carcajadas, empezaron a correr hacia el exterior, siendo perseguidos por su hermano más pequeño y su furia momentánea.
—¡Venid... ¡atchís!... aquí! —intentaba Ron gritar, siguiéndoles ferozmente el paso—. ¡Me las... ¡atchís!... pagaréis!
Tras su marcha, los tres Gryffindors restantes y el Hufflepuff reían amigablemente ante la escena.
—Nunca cambiarán —añadió el mayor de todos, observándoles alejarse.
—Qué poco se te parecen, Percy —exclamó Harry, mientras ambos acompasaban su paso en la misma dirección que aquellos bromistas de los que ya se había perdido la imagen.
—¿Verdad? —retomó Percy la conversación—. Deberían aprender a ser más responsables. No llegarán a prefectos con esa actitud.
Detrás de su paso, la pareja conformada por el Hufflepuff y la Gryffindor empezó también a dirigirse hacia el patio de la Torre del Reloj, aunque a un ritmo algo más pausado que al resto.
—¿Cómo te sientes, Hermione? —se preocupó Malcolm por ella, observándola con esos ojos castaños, mientras mantenía ambas manos escondidas dentro de los bolsillos de su larga túnica, gesto que le daba aquella informalidad tan atractiva.
Hermione sonrió, agradeciendo de nuevo aquella pregunta que el Hufflepuff le había formulado a diario, a modo de asegurarse de que su estado se mantenía estable.
—Mejor de lo que esperaba, la verdad —admitió ella, echando la vista al frente, mientras los rayos de sol que les brindaba el día empezaban a postrarse sobre sus mejillas rosadas a medida que avanzaban—. No vale la pena estar triste, y menos en estas fechas.
El muchacho sonrió al escuchar esas palabras.
—Esa es la actitud —respondió él, guiñándole el ojo con confianza.
Ambos alcanzaron rápidamente el patio de la Torre del Reloj, donde se encontraron de nuevo con todos sus compañeros, a los que saludaron con una sonrisa sincera dibujada entre sus mejillas... sonrisa que, en el rostro de la castaña, no tardó en cesar, al intercambiar una fugaz mirada con aquellos ojos azabaches tan condenadamente conocidos.
La salida a Hogsmeade iba a estar vigilada por los Jefes de las Casas, como ella misma podía comprobar: ante los alumnos se encontraban la profesora McGonagall, la profesora Sprout, el profesor Flitwick... y, para su desgracia, el maldito murciélago de las mazmorras.
Hermione tardó unos pocos segundos en apartar sus ojos de los de Snape, avergonzada y enfurecida al mismo tiempo. Aquella pretendía ser una tarde perfecta, y ahora se veía totalmente arruinada por la presencia de su profesor de Pociones.
Mientras McGonagall se dirigía al alumnado, aclarándoles cómo debían comportarse mientras estuvieran fuera, la castaña no supo parar atención, carcomida por sus insulsos temores, manteniendo su vista clavada sobre los azulejos de piedra del gran patio, no atreviéndose a alzar la cabeza por miedo a encontrarse con esos ojos de nuevo.
Snape, habiéndose percatado de ello, disimuló aquella tensa situación para él fulminando con la mirada a todos y cada uno de los alumnos que restaban en pie frente a su persona, atentos a las palabras de Minerva. Tampoco él había querido asistir a aquella salida a Hogsmeade, pero Dios sabe cuán persuasivo podía llegar a ser Albus... persuasivo y manipulador. Todavía se preguntaba porqué cedía tan fácilmente ante las peticiones de aquel viejo loco.
Pero Snape no era el único que había captado el tormento en el que la Gryffindor se había sumergido. Malcolm, justo a su lado, había sido testigo de aquella mirada profunda que ambos habían compartido, y viéndola ahora tan indefensa, no dudó en rodearle ambos hombros con el brazo; la castaña no tardó en alzar su mirada para encontrarse con los ojos avellana del Hufflepuff, quien sin mediar palabra alguna, le dio poderosos ánimos con aquel simple contacto.
Dejándose llevar por la situación, Hermione apoyó su cabeza sobre el hombro del muchacho y suspiró con fastidio, a modo de deshacerse de aquel hastío que ahora sentía.
—No dejes que te afecte —le susurró el rubio, mientras McGonagall proseguía con sus indicaciones—. Nos lo pasaremos bien de todas formas, ¿de acuerdo?
La muchacha asintió con algo más de ganas, sintiéndose reconfortada.
Una vez la profesora de Transformaciones concluyó las advertencias, tanto alumnos como profesores se pusieron en marcha en dirección a Hogsmeade.
Malcolm no tardó en llevarse a la Gryffindor de la mano hacia la cabecera de la caravana, la cual conducían McGonagall y Sprout, alejada del profesor de Pociones, quien la finalizaba junto a Flitwick.
Aquella agudeza tan espontánea por parte del Hufflepuff fue capaz de devolverle a Hermione la sonrisa, quien logró olvidarse de la presencia de Snape durante todo el recorrido, acompañada por sus amigos, con los que conversaba amigablemente.
A medida que recorrían el trayecto hasta el pueblo, la castaña conversó con Hannah Abbott, Rose Zeller y Cho Chang acerca de qué vestimenta lucirían durante la cena de Navidad, y juntas acordaron verse unas horas antes con tal de engalanarse para la ocasión; también charló con Harry, quien le explicó cómo de tristes solían ser sus Navidades junto a los Dursley, lo cual enterneció el corazón de la muchacha.
—¿Una caja con galletas para perros? —exclamó la Gryffindor, escandalizada—. ¿Tu tía Petunia está chiflada? ¿Cómo se le ocurre regalarte eso?
Aquella afirmación tan acertada hizo reír a Harry.
—Supongo que ahora entenderás por qué he preferido pasar aquí las Navidades. Cualquier lugar es mejor que esa casa.
La muchacha asintió con convencimiento ante las palabras de su amigo.
—Me imagino entonces que las vacaciones de verano deben resultar desastrosas.
Harry confirmó su teoría, moviendo la cabeza.
—No es muy divertido convivir con los Dursley... —admitió el muchacho, resignado—. Pero no tengo otra opción, me temo.
La castaña, contemplando con aflicción a su amigo, tuvo una revelación que no dudó en manifestar.
—¿Por qué no pasas conmigo las vacaciones de verano? —le sugirió sin tapujos.
La mirada azulada de Harry se iluminó con poderío ante la propuesta de su compañera.
—¿Crees que tus padres accederían? —preguntó emocionado.
—Hasta ellos, que son muggles, estarán encantados de recibir al famoso Harry Potter en su casa —contestó finalmente la castaña con una sonrisa cálida que el muchacho no tardó en devolverle.
Harry no supo decir más, aunque su mueca de ilusión manifestaba más que cualquier palabra que pudiera expresar. Ambos prosiguieron con la caminata rodeados por aquel regocijo que tan bien les hacía.
Hogsmeade no tardó en presentarse ante ellos, completamente nevado: se trataba de un pequeño pueblo con un encanto asombroso. Sus calles estaban vestidas de festividad con hermosas guirnaldas y luces de colores, y los habitantes que paseaban por las calles daban alegría y movimiento al lugar.
Con el permiso de McGonagall, los alumnos disponían de un par de horas para visitar el pueblo libremente.
Honeydukes solía ser la primera tienda que se visitaba, y aquella vez no fue la excepción: en el local, Harry, Ron, Hermione y Malcolm compraron un gran número de ranas de chocolate, plumas de azúcar, chicles súper inflables y grageas Bertie Bott de todos los sabores.
Por insistencia de Hermione, los tres muchachos se vieron obligados a visitar con ella la tienda de ropa Moda Tiros Largos, donde cada uno se compró un traje a medida para asistir elegantes a la cena, asesorados por el buen gusto de la Gryffindor; ella, por su parte, se decidió por un elegante vestido escarlata que le colgaba ligeramente a la altura de las rodillas, y que le pareció idóneo para la ocasión.
Después de aquella aburrida visita para los chicos, decidieron visitar la tienda de artículos de broma de Zonko. Hermione, sin embargo, quería visitar la Casa de las Plumas ante su falta de pergaminos. Acordaron, pues, encontrarse en el Salón de Té de Madame Puddifoot, media hora más tarde.
Con aquel sentimiento de alegría que la acompañaba, la muchacha se dirigió en soledad hasta el local que estaba buscando: al llegar frente a éste, observó atentamente la fachada, completamente desgastada y poco cuidada, dándole más bien aspecto de estar abandonado.
Pese al aspecto lúgubre del local, la muchacha se decidió por entrar sin miramientos, adentrándose en el lugar a paso firme.
El interior se mantenía algo más cuidado, aunque podía distinguirse con facilidad el polvo que reinaba sobre las estanterías. No importándole demasiado aquél detalle, la muchacha se quedó quieta, admirando la infinidad de libros con los que el local contaba, sintiendo el impulso de perderse entre aquel laberinto de conocimiento.
Unas voces la devolvieron rápidamente a la realidad, provenientes de más allá de lo que las librerías le permitían ver.
—Tengo el vago recuerdo de un tomo acerca del sueño en el segundo libro —pudo distinguir las palabras de aquella voz que se aproximaba—. Iré a buscarlo en el almacén.
A continuación, Hermione pudo escuchar como unos pasos se acercaban hasta la entrada, justo donde ella permanecía, y no tardó en distinguir la mueca circunspecta del dependiente una vez éste apareció entre las librerías.
El hombre no pareció sorprenderse al verla parada frente a la puerta: sencillamente, se limitó a recibirla de forma cordial, manteniendo una posición rígida.
—Bienvenida a la Casa de las Plumas —exclamó él—. No sea tímida, ¿Srta...?
—Granger, señor.
El hombre asintió con cierta parsimonia.
—Ayrton McAllen, para servirla —se presentó el hombre.
Siguiendo tímidamente el paso del dependiente hacia el mostrador, Hermione permaneció al otro lado, observando con curiosidad las elegantes plumas que en este se mostraban.
—Necesito tinta y pergamino —explicó ella con intrepidez—. Con esto de las Navidades, hay bastante escasez de ambos materiales.
McAllen sonrió con hilaridad, entendiéndola a la perfección.
—En esta época siempre hay más demanda, es cierto —admitió él, rebuscando entre los interminables cajones—. ¿Muchas cartas a enviar?
La muchacha imitó su gesto, sonriendo con timidez, dejando que vinieran a ella la imagen de sus padres y de sus amigos, a los que pensaba mandar sus felicitaciones y regalos aquel mismo día.
—Las necesarias —respondió ella, inmersa en sus pensamientos más agradables.
El dependiente chasqueó la lengua con cierto hastío al parecer no encontrar lo que buscaba.
—Imagínese la de encargos que recibo, que aún no he tenido tiempo a reponer el material —expresó éste con pesadumbre, girando sobre sí mismo para observar a la muchacha, parada frente al mostrador—. Le traeré esos pergaminos del almacén.
—Se lo agradezco, Sr. McAllen —expresó la muchacha con una mueca alegre dibujada entre sus facciones inocentes.
Viendo la figura del hombre perderse tras aquella puerta de roble, la muchacha se decidió a matar el tiempo de espera analizando el lugar con detenimiento. Tímidamente, condujo sus pasos por los infinitos estantes anclados a la pared y recubiertos de hermosos artículos de pintura y escritura, hasta alcanzar por fin la entrada a aquel universo conformado por miles y miles de libros de hermosa cubierta.
No atreviéndose a perderse entre todas aquellas estanterías repletas de sabiduría, la muchacha optó por mantenerse frente a los libros de la entrada de aquel paraíso, acariciando lentamente con las yemas de los dedos aquellas suaves tapas que los recubrían y leyendo atentamente sus títulos, dejando volar su imaginación.
Sentía curiosidad por saber qué historias se escondían en todos aquellos grandes ejemplares, notando como aquel ligero aroma a libro le acariciaba los sentidos... pero más curiosidad sintió por descubrir quién más se encontraba en la tienda además de ella y el dependiente, escuchando no muy lejos de su posición como alguien se paseaba entre aquel laberinto de estanterías.
Pese a sentirse decidida a perderse en busca de conocer quién se escondía por aquellos lares, la detuvo la vuelta del dependiente, cargado hasta el cuello de pergaminos, tinteros y un curioso libro de tapa azul en el que se dibujaban hermosas cenefas en forma de elegantes
—Hemos tenido suerte, Srta. Granger —exclamó McAllen mientras dejaba sobre el mostrador todos aquellos materiales, a medida que la muchacha se acercaba de nuevo—. Estos son los últimos pergaminos que me quedan.
La muchacha no pudo evitar sonreír al sentirse afortunada.
—Solo necesitaré una docena de pergaminos para mi correspondencia —aclaró ella.
—Perfecto —expresó el hombre—. ¿Qué hay de los tinteros?
La Gryffindor se rascó la barbilla, pensativa.
—Creo que con tres recargos me bastará —admitió transcurridos unos pocos instantes.
—De acuerdo —asintió McAllen—. Con su permiso, lo embolsaré todo para su adecuado traslado.
—Gracias, Sr. McAllen.
Mientras el hombre ordenaba adecuadamente los artículos adquiridos en una preciosa bolsa con la insignia del local, la muchacha sintió total curiosidad por aquel libro de tapa celeste que el hombre había portado del almacén y había dejado sobre el mostrador.
Sin poder evitarlo, Hermione se acercó a él lo suficiente como para leer las letras estampadas sobre la elegante cubierta.
—Metamorfosis, de Daisy Hookum —leyó ella en voz alta, captando la atención del dependiente—. La conozco. Leí su obra en una ocasión. Mi vida como muggle.
McAllen asintió con fervor.
—Veo que tiene buen ojo para la lectura, Srta. Granger —objetó él, haciéndola sentir reconfortada—. Efectivamente, la Sra. Hookum es una de nuestras más excelsas autoras.
Hermione acarició tímidamente la tapa de aquel libro, notando el rastro de las cenefas bajo su tacto.
—No quisiera resultar indiscreta, Sr. McAllen —se excusó la muchacha—, pero, ¿a qué se debe que lo haya traído del almacén?
—Se trata de un pedido, Srta. Granger —aclaró él, haciéndose de nuevo con el libro—. Tiene un tomo acerca de los sueños muy interesante. Iba a llevárselo a... Oh, Sr. Snape.
La muchacha fue incapaz de evitar abrir los ojos con asombro y sobresalto al mismo tiempo ante aquel apellido que McAllen acababa de pronunciar. Sintió como el corazón empezó a retumbarle en el pecho con aquella fuerza abismal que solo él le hubiera podido provocar.
Intentando mantenerse serena, hizo de tripas corazón y decidió girar sobre sí misma para clavar sus ojos sobre la figura que McAllen observaba con aquella mueca formal.
Y efectivamente, allí estaba él, con el ceño fruncido y los cabellos azabaches ligeramente esparcidos por su rostro cetrino, observándola a ella con aquella frialdad tan característica.
Aquellos breves instantes se volvieron eternos para ambos. Ninguno estaba dispuesto a pronunciar palabra alguna en presencia del otro... así que la presencia de McAllen supuso una bendición del cielo para ambos.
—He encontrado el ejemplar que buscaba, Sr. Snape —declaró él, rompiendo aquel silencio tan condenadamente infinito—. ¿Quiere que lo envuelva para facilitar su transporte?
A Snape le resultó sumamente difícil apartar sus ojos azabaches de la figura atemorizada de su alumna, aquella a la que como un bastardo había tratado días atrás... pero logró hacerlo, centrándose ahora en el anticuado dependiente.
—Olvídelo, McAllen —manifestó él con toda su arrogancia.
—Pero, Sr...
Antes de que McAllen pudiera tan siquiera terminar la frase, la figura del profesor de Pociones había abandonado la tienda con su terquedad habitual, dejando revolotear su capa azabache tras su paso firme, rompiendo el ambiente con el violento ruido de la puerta de madera al ser cerrada con total contumacia.
Hermione suspiró con pesadez, viéndole marchar a través de los helados ventanales.
—Discúlpele, Sr. McAllen —se excusó la muchacha, aún observando el exterior con cierto pesar—. El profesor Snape es así.
—No se preocupe, Srta. Granger —suspiró el hombre—. No es el peor de mis clientes.
La Gryffindor se sintió afligida por el desplante de su profesor de Pociones hacia McAllen. Tanto que, al ver al dependiente observando apenado aquel volumen que sostenía entre sus manos frágiles, decidió hacer caso a sus instintos.
—Yo le llevaré el libro —dictó ella con firmeza, haciéndose con el monedero que portaba en el bolsillo de su túnica—. ¿Iba él a alquilarlo?
—Así es —admitió él—. Pero no creo que sea necesario que...
Hermione plantó una serie de galeones sobre el mostrador.
—Estoy segura de que si el profesor Snape ha venido era porque realmente lo necesitaba.
McAllen asintió al verla tan convencida.
—Está bien, Srta. Granger —dijo finalmente el hombre, apartando los galeones correspondientes y ordenándole aquel libro entre los pergaminos y los tinteros, mientras la muchacha guardaba las monedas restantes.
Con un elegante toque de varita, el dependiente transportó el envoltorio junto a la muchacha, que con el hechizo quedó flotante a su lado.
—Vuelva siempre que lo necesite —exclamó el hombre con una sonrisa sincera, gesto que la castaña fue incapaz de no devolverle—. Y le deseo una feliz Navidad, Srta. Granger.
—Feliz Navidad, Sr. McAllen —le deseó alegremente, antes de retirarse al exterior, siendo seguida por aquella elegante bolsa.
Una vez hubo cerrado delicadamente la puerta tras de sí y quedó en pie sobre la acera helada, la muchacha contempló aquel libro celeste bien ordenado dentro del envoltorio, y suspiró ligeramente para sus adentros.
No sabía porqué, pero había recaído sobre sí la responsabilidad de llevarle aquel tomo a Snape... y pese a arrepentirse por haber tomado aquella disparatada decisión, sabía que ya no había marcha atrás.
No sabía ni cuándo, ni cómo, ni la forma en la que su profesor reaccionaria ante aquel gesto... pero estaba dispuesta a enfrentarse a él, solo una vez más.
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