Capítulo XVI - Bauleo
ARESTO MOMENTUM
— CAPÍTULO XVI —
❝ B a u l e o ❞
⚡
Apenas atardecía cuando el castillo quedó desierto por completo. Los pasillos se vestían de soledad, las alcobas se sumían en su paz y los jardines descansaban en armonía, dejándose acariciar por los rayos débiles que aún restaban de aquel día cargado de despedidas.
Lejos de resultar doloroso, para la castaña era emocionante encontrar el castillo tan vacío, sintiéndose dueña absoluta de sus secretos y escondites.
Después de la comida en compañía de sus amigos, Hermione, al finalizar las despedidas, se encontraba flotando en aquel remanso de paz.
Aprovechando la soledad de su sala común, la muchacha concluyó la faena que la profesora Sinistra les había encargado para Navidades, y, satisfecha, contempló las manecillas del reloj que ahora colgaba de su bolsillo, aquel que Cedric le había confiado durante su ausencia: éste marcaba las cuatro y cuarenta y cinco con cierto toque de distinción.
Intentando controlar su emoción, la muchacha abandonó la sala común a un ritmo pausado, a modo de apaciguar la euforia que suponía para ella enfrentarse a su último día de castigo.
Pero interiormente se sentía angustiada, y sabía perfectamente porqué. Aquel mismo día, tenía intención de comentarle a su profesor de Pociones la posibilidad de posponer sus castigos, aunque elevándolos a la categoría de clase particular.
Aquella idea prendía una poderosa llama en su interior que no era capaz de apaciguar, por más que lo intentara.
Sentía miedo. Miedo a su rechazo, al odio indiscriminado hacia ella por proponerle algo tan fuera de lo común... pero a su vez sentía exaltación. Exaltación por aquel destello de luz entre oscuridad que suponía la posibilidad de recibir una respuesta favorable. Improbable, quizá, pero no imposible.
Aún inmersa en sus propios pensamientos, la castaña detuvo su paso cuando alcanzaba la escalera del cuarto piso: con la mano sobre la barandilla de piedra, se dispuso a esperar a que la escalera cambiara de posición a su favor, manteniéndose paciente.
Fue en aquellos instantes cuando reconoció la voz que acarició sus oídos con el gracejo habitual.
—Buenas tardes, Miss Granger.
La muchacha giró sobre sí misma para encontrarse cara a cara con aquel rostro esbozado sobre el lienzo que la recibía con una sonrisa.
—Buenas tardes, Sir Cadogan —cordialmente le devolvió el saludo.
—¿A dónde se dirige con semejante júbilo? —cuestionó el retrato.
—Hacia las mazmorras —declaró la muchacha, admirando el marco dorado que rodeaba el lienzo con elegancia.
Los rasgos pintados del caballero parecieron mostrarse curiosos ante aquella respuesta tan poco esperada.
—Qué extraño. Los alumnos no suelen dirigirse a las catacumbas del castillo con tanto regocijo —objetó la pintura, comentario ante el que Hermione prefirió mantenerse callada—. ¿Puedo acompañarla?
La muchacha asintió con la cabeza ante su propuesta.
—Por supuesto —exclamó ella, viendo como entre las mejillas del retrato relucía una poderosa sonrisa pintada de marfil.
En aquel mismo instante, la escalera encajó frente a la posición en la que Hermione se encontraba. Decidida, retomó su paso hacia las mazmorras, esta vez acompañada por el caballero que, con la distinción habitual, seguía su ritmo desplazándose de marco en marco.
—¿Puedo preguntarle algo, Sir Cadogan? —demandó la joven, a medida que ambos descendían la escalera.
—¡Soy todo oídos! —exclamó el caballero, abriéndose camino entre los cuadros—. Bueno, lo fui... usted ya me entiende.
Hermione ahogó una pequeña risa ante el comentario de su acompañante.
—¿Cree que vale la pena arriesgarse a perder algo valioso si es con el fin de mejorarlo? —cuestionó finalmente, aún inmersa en su ilusión porque la respuesta de Snape fuera favorable a sus deseos.
Sir Cadogan pareció meditar aquella pregunta durante unos instantes, sin detener su paso fiero por entre los retratos.
—Siempre vale la pena, Miss Granger, incluso si se pierde —objetó él, sembrando una poderosa esperanza en la muchacha—. ¿Le he contado alguna vez mi historia?
—No he tenido el placer —admitió la castaña.
—En vida realicé grandes gestas, enfronté numerosas batallas, derramé la sangre de infinidad de nobles caballeros... ¿y sabe usted con qué fin? —demandó el caballero, con la absoluta atención de Hermione sobre sí—. De joven oí infinidad de veces la historia de una princesa de nuestra región, de la que se decía que su belleza era equiparable a las cien esmeraldas más puras de este mundo. Yo era un muchacho decidido en aquellos tiempos, así que un buen día decidí partir en busca de aquella princesa que, sin necesidad de haberla visto con mis propios ojos, se había apoderado de mi razón. Todas mis proezas las dediqué a su honor, y gracias a ellas llegué hasta mi señora: pude comprobar que las leyendas no estaban en lo cierto, pues mi dama era mucho más bella que cien esmeraldas. Sin embargo, ella jamás procesó por mí el mismo sentimiento.
—¿Quién fue su señora, Sir Cadogan?
—Miss Damara Dodderidge, hija de reyes, princesa del palacio de Holyrood.
Los ojos castaños de Hermione se iluminaron con esperanza al reconocer aquel nombre que los labios del caballero habían mencionado.
—¿La Dama hambrienta?
Sir Cadogan asintió sobre el lienzo.
—Así es, Miss Granger —admitió él—. Mi señora jamás me amó en vida, pero yo morí por su causa en la última de las batallas por defender su honor.
Las palabras del retrato hicieron reflexionar a la muchacha durante unos minutos. Admiraba la valentía del caballero, pero ¿estaba ella dispuesta a perder tanto como él lo había hecho?
—¿No se arrepiente de haber ofrecido su vida a alguien que no supo valorarla? —retomó Hermione la conversación.
—Para nada me arrepiento. No es la finalidad lo más importante del gesto, sino el coraje que implica hacerlo —fueron las sabias palabras de Sir Cadogan—. Si uno siente la necesidad, debe obedecer a sus instintos: de lo contrario, se lamentará de por vida, y también de por muerte, de no haberlo realizado.
—¿Se enorgullece de haber muerto por ella, entonces?
—Sin lugar a dudas —asintió el caballero, que ahora se ajustaba el yelmo sobre la cabeza—. Además... el destino me ha sido favorable.
Hermione le dedicó una mueca plagada de duda.
—¿A qué se refiere?
—Miss Dodderidge no supo amarme en vida... pero sí lo hace en la muerte.
La castaña, siguiéndole apresuradamente el paso, alcanzó el cuadro en el que la Dama hambrienta solía reposar normalmente: frente al marco de éste, pudo contemplar la escena que el caballero y la princesa protagonizaron.
—Mi señora —llamó Sir Cadogan su atención, dedicándole una entregada reverencia.
—Oh, Sir Cadogan —la elegante figura de la dama se alzó de su asiento, recibiendo a su invitado con una sonrisa esbozada sobre el lienzo—. Echaba en falta su presencia.
—Mi presencia no es digna ante una dama de su categoría, Miss Dodderidge —insistió el caballero—. Aún así, le agradezco la gentileza.
La princesa soltó una tímida sonrisa ante la que el apuesto caballero no pudo hacer más que sonreír.
Pronto, ambos personajes se dieron cuenta que seguían acompañados: Miss Dodderidge fue la primera en contemplar a Hermione, quien se mantenía parada frente al cuadro, siendo testigo de lo acontecido.
—¿Quién le acompaña, Sir Cadogan? —demandó la señora.
—Ella es Hermione Granger, una valiente Gryffindor que hoy enfrentará sus temores sin miedo a perder —exclamó el caballero, logrando que la muchacha se sintiera reconfortada por sus palabras.
La princesa agarró las faldas de su vestido con ambas manos y, flexionando ligeramente ambas piernas, le dedicó una distinguida reverencia.
—Es un placer conocerla, Miss Granger —manifestó la bella dama—. Le deseo mucha suerte con su cometido.
Hermione, haciendo un intento de reverencia, trató de devolverle, patosamente, el gentil gesto.
—El placer es mío, Miss Dodderidge —declaró la joven Gryffindor, enderezándose de nuevo—. Y le agradezco mucho su apoyo.
—Recuerde, joven muchacha —volvió Sir Cadogan a dirigirse a ella—. Hoy, usted no se enfrenta a su destino, sino a su propia valentía. Demuéstrela sin temor.
La muchacha asintió animadamente con la cabeza, sintiendo como sus palabras calaban hondo en su interior, colmándola de todo coraje.
—Así lo haré, Sir Cadogan.
Habiéndose despedido, los rostros esbozados en el cuadro vieron marchar a una muchacha que había recobrado la confianza en sí misma, que estaba dispuesta a luchar por aquello que quería sin temer a todo aquello que se le pusiera por delante.
—¿Cree que lo conseguirá? —demandó la princesa hacia el apuesto caballero, que con la espalda firme observaba el paso ajetreado de Hermione alejarse.
—Eso espero, Miss Dodderidge —admitió éste, sin apartar sus ojos esbozados de la figura de la joven—. Así como también espero que lo consiga antes de lo que yo lo hice.
—Verá que sí, Sir Cadogan —le consoló la señora, colocando sus delicadas manos sobre las hombreras de hierro que el caballero portaba—. Y si no es así... siempre le quedará, como a nosotros, la muerte para ofrecerle una segunda oportunidad.
Miss Dodderidge sorprendió al reflexivo y desprevenido caballero inclinándose hacia su figura y plantando sus labios pintados de carmesí sobre los de él, notando como el bigote que el hombre portaba le provocaba leves cosquillas en las mejillas, aprovechando así su reciente soledad.
Y mientras los dos amantes se demostraban su afecto en uno de los cuadros de la primera planta, la Gryffindor ya se encontraba cruzando el gran vestíbulo de la entrada a pasos agigantados, sintiendo como la valentía recorría ahora sus venas con una fuerza implacable.
Sir Cadogan estaba en lo cierto, ¿qué podía ella ganar si no se atrevía ni tan siquiera intentarlo? El no ya lo tenía asegurado.
Justo cuando se encontraba en mitad del gran vestíbulo, observó las gigantescas manecillas que el voluptuoso reloj hacía desplazar, y al ver que apenas restaban cinco minutos para que dieran las cinco, hora de su último castigo, suspiró con alivio.
El tiempo se encontraba en su favor... y esperaba que también lo estuvieran las circunstancias.
Decidida, se adentró en la frialdad de las mazmorras, las cuales, ya siendo aisladas de por sí, se encontraban ahora completamente solitarias, sumidas en aquella armonía tan poco habitual que a la castaña le resultó fascinante.
Comprobando gracias a su reloj de bolsillo que aún restaban tres minutos entre ella y su castigo, decidió esperar en el exterior antes de llamar a la característica puerta de roble, y se entretuvo admirando los distinguidos arcos de piedra que conformaban el lugar con aquel gracejo que tan pocos sabían apreciar.
Era tal su distracción que, cuando la figura de su profesor de Pociones irrumpió sus pensamientos, apareciendo súbitamente por el mismo lugar del que la muchacha había llegado, se sobresaltó notablemente.
—Tranquilícese, Granger —exclamó el malhumorado Snape, viéndola tan atemorizada—. No voy a matarla.
Hermione no fue capaz de contener aquel suspiro que salió disparado de entre sus labios, en un intento por librarse de la angustia que volvía a carcomerla.
—Eso espero, profesor.
Pareciendo no haber entendido a qué se refería, Snape se limitó a alzar la ceja derecha ante el comentario de la muchacha, para seguidamente ordenarle que lo siguiera hasta el interior del despacho, en el que ambos tomaron una vez más sus roles habituales: el profesor dispuso sobre el gran escritorio una serie de frascos, los cuales le explicó cómo debía etiquetar y ordenar, ante lo que la castaña se limitó a asentir y obedecer, intentando concentrarse en la tarea mientras él, como habitualmente, se colocaba al otro lado del gran escritorio.
Aquel día, sin embargo, la muchacha se sorprendió al ver que en vez de dedicarse a corregir ensayos, como normalmente hacía, lo que el profesor sostenía entre sus dedos firmes era un libro de tapa oscura del que no despegaba la vista.
—¿Qué está leyendo, profesor? —optó finalmente por preguntarle, al llevar varios minutos meditando la posibilidad.
Snape, apartando el volumen de su rostro, observó a la muchacha con su habitual mueca de desagrado.
—¿Acaso eso la incumbe, Granger? —respondió secamente, dejando anonadada a su interlocutora durante unos instantes que para ella resultaron eternos.
—Mera curiosidad —añadió la muchacha, intentando mantener la compostura.
El profesor, habiendo oído su respuesta, volvió a sumergir sus ojos azabaches en la lectura, ignorando por completo a la muchacha.
—Le agradecería que se la ahorrase conmigo —fue lo único que se dignó a decir antes de retomar su ojear.
Hermione decidió retomar también su tarea, entreteniéndose a etiquetar correctamente cada frasco mientras las ideas volaban libres como mariposas dentro de su cabeza, a una velocidad desorbitada.
No podía evitar sentirse desilusionada al ver que Snape se mostraba, de nuevo, esquivo con ella. Creía que todas aquellas semanas junto a él en el despacho habían significado un paso adelante por llegar a conocer un Snape desconocido para la mayoría... pero ahora se sentía como una niña estúpida al haber creído que algo había cambiado entre ellos. A fin de cuentas, ¿por qué el profesor iba a tratarla a ella diferente?
Quizá ya no era buena idea proponerle el posponer los castigos. Quizá ya no valía la pena tan siquiera intentarlo.
Pero ante aquella negatividad, las palabras de Sir Cadogan resonaron en su cabeza con fuerza. «No es la finalidad lo más importante del gesto, sino el coraje que implica hacerlo», le había dicho sabiamente el retrato. «Si uno siente la necesidad, debe obedecer a sus instintos.»
¿Tenía ella el coraje suficiente como para enfrentarse a Snape?
Con aquella pregunta carcomiéndole los sesos, la muchacha finalizó la tarea, habiendo etiquetado cada frasco. Decidida, se levantó de su asiento, sin llamar la atención de aquel hombre que seguía inmerso en su lectura, y se aproximó hasta la gran estantería, junto a la que desenfundó su varita y apuntó en dirección a la mesa.
—Bauleo —exclamó con decisión, y los frascos se alzaron en el aire.
Con suavidad, Hermione los condujo hasta la estantería, donde solos se ordenaron debidamente. Una vez cada frasco había tomado su lugar, la muchacha procedió a comprobar que todo estaba en orden, y cuando vio que así era, sonrió para sus adentros, satisfecha.
Ahora se le presentaba lo difícil: tomar la decisión de hacerle saber su propuesta... u optar por despedirse, sin más, dejando que la vergüenza por no haber sido lo suficientemente valiente la inundase en los años que le quedaran por vivir.
Intentando mantenerse confiada en todo momento, la castaña anduvo unos pocos pasos hasta el escritorio, y a modo de llamar la atención del profesor, tosió un par de veces.
Tal y como esperaba, Snape apartó momentáneamente el libro de su rostro y la observó con aquellos ojos tan negros como la noche.
—Ya he terminado, profesor —exclamó la muchacha con nerviosismo, al ver que el hombre no estaba dispuesto a pronunciar ni una sola palabra.
Snape dejó delicadamente el libro sobre el gran escritorio, y con sutileza, permitió que un leve suspiro plagado de pesadez saliera de entre sus labios.
—Podría decirle que ha sido un placer tenerla aquí durante las últimas semanas —manifestó el hombre—, pero ya nos conocemos lo suficiente como para andarnos con absurdos embustes y molestas formalidades.
—Al contrario, profesor —aprovechó la castaña por llevar la conversación en el rumbo que deseaba—. No nos conocemos en absoluto.
Aquella respuesta pareció desconcertar momentáneamente al profesor.
—¿Qué insinúa? —no tardó en demandar.
La tenía. Tenía la oportunidad que tanto ansiaba ante sus propios ojos.
—Yo... —balbuceó Hermione, intentando ordenar sus palabras de forma adecuada—. Quería decirle que...
—Olvídelo —la cortó el profesor, frunciendo el ceño con hastío—. A decir verdad, me importa más bien poco.
En aquella respuesta se resumía todo. La derrota. La vergüenza por no ser merecedora de formar parte de la casa de los leones.
¿Qué haría ahora? Se limitaría a emprender su rumbo hacia su sala común, donde pasaría las horas lamentándose de su desdicha, no sin antes reconocer ante Sir Cadogan que ella no era más que una cobarde que no se atrevía a luchar por sus ambiciones, desmerecedora de su simpatía, de la confianza que el caballero había depositado en ella.
Y así, la castaña emprendió su paso en dirección a la gran puerta de roble, resignada ante las circunstancias. Con pocas ganas, la abrió, dispuesta a abandonar el despacho con la cabeza baja. Habiendo tenido la oportunidad en la punta de los dedos, la había dejado escapar como una idiota... y ésta jamás volvería a presentársele. Jamás.
Fue justamente este último pensamiento el que la impulsó a cometer todo lo que vino después. Era una Gryffindor. El sombrero no se equivocaba en su decisión. ¿Debía entonces esperar a que la oportunidad viniera a ella... o debía salir a buscarla personalmente y tomarla a la fuerza, por más que ésta se le resistiera?
Decidida, cerró de un golpe la puerta que ella misma había abierto segundos antes y, girando sobre sí misma, clavó sus ojos poderosos sobre la figura de Snape, quien seguía observándola desde su asiento con la curiosidad a flor de piel.
—No —exclamó con la voz firme, dejando que el coraje que caracterizaba a los de su casa inundara sus venas con fuerza—. Hoy necesito que me escuche.
A paso firme, la muchacha volvió a plantarse frente al escritorio, alzando la barbilla con poderío.
—Granger, no me haga perder el tiempo con sus absurdeces.
—¿Porqué vuelve a dejar que la impertinencia hable por usted? Durante las últimas semanas hemos convivido cordialmente el uno con el otro, sin necesidad de atacarnos.
Ante sus palabras, Snape se alzó violentamente de su silla y apuntó con firmeza la puerta, instándola a que abandonara el lugar antes que la mecha de su paciencia prendiera irremediablemente. No estaba preparado para mantener esa conversación. No podría soportar verse vulnerable, una vez más, frente a la muchacha.
—Salga de mi despacho —insistió con los ojos llameantes, repletos de furia.
Hermione se negó con la cabeza.
—No, profesor. Hoy me escuchará.
—¡Granger, no pienso repetírselo!
«Ahora o nunca.»
—¡Quiero que pospongamos estas tardes, profesor Snape! ¡Quiero que usted y yo mantengamos este vínculo que nos une, en el que yo puedo ser yo y en el que usted puede ser usted! ¡Quiero que deje de sentirse amenazado y se muestre de una vez por todas como realmente es! —dejó salir finalmente de entre sus labios carmesí—. ¿Es que no se da cuenta? ¡Lo único que quiero es que usted sea capaz de abandonar su amargura y se sienta bien con lo que es! ¡Que se vea con los mismos ojos con los que yo le veo!
Un silencio sepulcral invadió la escena entre ambas figuras.
Profesor y alumna se escrutaron mutuamente con la mirada como nunca antes lo habían hecho, carcomidos por aquella sensación de complicidad tan agradable y extraña a su vez.
Ella, por una parte, podía sentir como el orgullo del que Sir Cadogan se honraba se apoderaba también de su persona. Había sido capaz de pronunciar todo lo que llevaba dentro durante tantísimo tiempo, y no había mejor motivo de orgullo que ese.
Él, por otra parte, se sentía totalmente embrollado por las palabras que la joven Gryffindor acababa de dedicarle, de nuevo inerme ante ella, incapaz de pronunciar vocablo alguno. ¿Cuántas personas, a lo largo de sus años, se habían mostrado tan benévolas ante su persona? ¿Cuántas se habían preocupado por él y su bienestar? ¿Cuántas habían tenido el coraje suficiente como para ofrecerles de su apoyo de forma desinteresada, como ella había hecho?
Se encontraba completamente conmocionado por todo lo que la muchacha acababa de decirle. Se sentía querido, por primera vez en su vida... y no había sensación más reconfortante que aquella que ahora experimentaba en sus entrañas.
En silencio, siguió observando las hermosas facciones de aquella adorable criatura que mil esfuerzos hacía por mantenerse ante él con la cabeza bien alta. Podía ver en sus ojos cuánto le había costado dar el paso ante su propia terquedad, y se lo agradecía. Se lo agradecía tanto que estaba dispuesto a aceptar su propuesta sin miramientos, solo porque así sintió que debía. Porque lo necesitaba... y, lo que era más importante: la necesitaba.
Y lo hubiera hecho... si no fuera porque las palabras de Albus le recorrieron la mente como si de una mecha prendida se tratase.
«Últimamente te veo más distraído, más ameno. Más... ¿feliz?»
Solo hubo una salida, un escape para toda aquella mezcla de sentimientos que se apoderaron del alma del profesor de Pociones: la cólera.
Snape solo supo clavar sus puños con ferocidad sobre el escritorio, haciéndolo crujir bajo su furia implacable, provocando que la castaña cediera, dando un paso atrás.
—¡¿Pretende que la soporte durante lo que resta de curso en mi despacho, cada condenada tarde que nos separe de las vacaciones, Granger?! La creía loca, pero nunca como hoy. Suficiente paciencia he tenido con usted durante las últimas semanas como para querer aguantarla más de lo que estoy dispuesto —aquellas palabras salían de sus labios turgentes con una brutalidad aterradora—. El mundo no gira a su alrededor, niña caprichosa, por mucho que las protagonistas de los libros que está acostumbrada a devorar a todas horas de su ridícula existencia se lo hagan creer así. El mundo real es mucho peor de lo que se imagina, Granger, ¡así que deje de vivir en su fantasía y aprenda a madurar! Y ahora, ¡lárguese de una maldita vez de mi despacho!
Aquella sensación de dolor que inundó a la joven Gryffindor había sido peor que la que cien dagas clavadas directamente sobre su piel le hubiesen podido provocar. Jamás se hubiera imaginado una respuesta de ese calibre. Ni en sus peores sueños.
Había sido una estúpida por creer que tenía la más mínima posibilidad de conseguir algo con todo aquello más que el infinito desprecio que su profesor de Pociones le procesaba a estas alturas. Se sentía rota por dentro, y la culpa no era más que suya por ser tan condenadamente inconsciente.
El idiota de Snape tenía razón en sus palabras. Debía madurar. Debía dejar de guiarse por sus estúpidas esperanzas.
Pero lejos de derrumbarse ante él, como ella misma se esperaba, solo una lágrima fue la que descendió por su mejilla rosada. Una lágrima repleta de la amargura que Snape le había hecho sentir desde que había llegado al castillo. Una lágrima en la que estaba dispuesta a abandonar cualquier tipo de aprecio que aún sintiera por él. Para siempre.
Anudándose el corazón, se juró a sí misma que aquella sería la última lágrima que dedicaría a un tipo tan despreciable y arrogante como Snape lo era.
Así, en el más absoluto y cargante silencio en el que se había encontrado en sus pocos años de existencia, Hermione abandonó el despacho calmadamente, sin el portazo habitual, sin tan siquiera brindarle a Snape la satisfacción de mostrarse enfadada con él, equipada con lo único que quedaba de ella: su integridad moral.
Y tras el rastro de su marcha solo quedó un abatido Snape, que sintiéndose completamente impotente ante los acontecimientos y profundamente culpable por haber sido el más pérfido canalla jamás conocido, solo supo reaccionar quebrando todo objeto en el despacho que se encontró por delante, consumido por su propia vesania.
Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro