Capítulo XV - Geminio
ARESTO MOMENTUM
— CAPÍTULO XV —
❝ G e m i n i o ❞
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El ambiente en el castillo había cambiado notablemente para la más aplicada de los Gryffindor. No era que las clases se hubieran vuelto más entretenidas, los deberes más livianos y el estudio más ameno, pues todo seguía su curso con la más absoluta normalidad: Snape, sin miramientos, continuaba restando puntos a Gryffindor; las serpientes mantenían su odio hacia los leones; el profesor Binns se ganaba a diario el título de aburrido, y Filch y Peeves molestaban continuamente a los alumnos... nada que se saliera de lo común.
O eso parecía.
Pocos avispados se habían percatado del estado distraído en el que Hermione parecía eternamente sumergida; tan pocos, que podían contarse con tan solo dos dedos. Cedric quería saber el por qué, mientras que Susan, ya siendo consciente del motivo, trataba de entender el origen de éste.
Y entretanto los Hufflepuffs se preocupaban por ella, Harry se mantenía ocupado con los entrenamientos de Quidditch, Ron saciaba su profundo apetito a todas horas, Seamus hacía explotar todo lo que se le ponía por delante y Neville olvidaba hasta su propia recordadora, Hermione se mantenía distraída a todas horas, fantaseando con lo que pocos se podrían llegar a imaginar: sus castigos en la cueva del murciélago eran todo en lo que podía pensar.
Por más que lo hubo intentado, no había sido capaz de borrar aquella imagen de su mente. Recordaba a Snape con aquella media sonrisa dibujada entre sus mejillas pálidas, y lo hacía con una nitidez asombrosa, día tras día. No importaba el tiempo que transcurriera, pues aquel recuerdo la acompañaba a dondequiera que fuese. Y no era la única.
Tampoco Snape había sido capaz de olvidar aquella tarde con facilidad. Se culpaba a sí mismo por haber sido tan condenadamente imbécil al mostrarse benévolo ante la muchacha, aunque solo hubiera sido cuestión de unos pocos segundos. Había tirado por la borda todos aquellos años dedicados a crear la barrera inexpugnable que separaba su cálido interior de su frío exterior, y es algo que se recriminaría durante el resto de sus días.
Pero aquella culpabilidad se había transformado, sin él saberlo, en un pequeño destello de luz en su vida. Hacía mucho tiempo que no sonreía de verdad. Muchísimo. Más del que podía llegar a recordar.
Profesor y alumna querían creer que nada había cambiado entre ellos, pero ambos sabían que se equivocaban.
Las tardes de castigo proseguían con la formalidad habitual: poco se decían más que lo necesario. Snape le esclarecía la labor que debía llevar a cabo, y Hermione se limitaba a asentir y cumplir con su habitual brillantez. Pero el silencio inquebrantable que les rodeaba había cambiado notoriamente: aquella paz entre ambos ya no era tensa, fría e incómoda... se había transformado en un sosiego relajado, cálido y confortable del que ambos ansiaban la llegada a medida que el día transcurría.
Y así, en aquella relación tan agradable y desconcertante a la vez entre dos almas tan opuestas, los días avanzaron con una rapidez inconcebible, llegando la fecha que ambos temían: su última tarde en compañía.
Aquella mañana, en el Gran Comedor, podía percibirse el júbilo en el ambiente: los alumnos devoraban con apetencia su último desayuno en el castillo antes de recibir las Navidades.
Del prominente techo caían delicados copos de nieve que se consumían a medida que descendían hacia la superficie; de las elevadas columnas brotaban hermosas enredaderas decoradas con jazmines, y las extensas mesas estaban decoradas con dulces y golosinas con motivos navideños.
En la mesa de profesores, el maestro de Pociones se mantenía abstraído en sus propios pensamientos, mientras sorbía con lentitud el vermut de su copa a modo de captar todos sus matices, distrayéndose de su miserable existencia.
Aquella festividad no le entusiasmaba en absoluto, pues ni en su infancia la había celebrado: año tras año solía vivirla con total normalidad. Apenas significaba algo para él.
Sin embargo, aquel día lo vivía diferente al resto.
Dejando la copa sobre la madera, Snape procedió a examinar mesa por mesa hasta que sus ojos encontraron aquello que buscaba: Hermione, a metros de distancia de su posición, conversaba alegremente con sus dos mejores amigos, dejando que una sonrisa decorara su amable rostro con aquella singuralidad tan característica en ella.
Hacía tan solo unos pocos días, Snape hubo sabido gracias a Minerva los alumnos que pasarían en el castillo las Navidades, y no pudo evitar sorprenderse al conocer que la muchacha formaba parte de dicha lista. Se preguntaba con absoluta impetuosidad a qué se debía aquella decisión, y no podía evitar sentirse ligeramente descentrado, intentando comprender sus razones. Se había incluso planteado preguntárselo él mismo en alguno de sus castigos, pero no había sido capaz. A fin de cuentas, ¿qué derecho tenía a hacerlo?
Snape chasqueó la lengua con cierto hastío, carcomido por sus propios pensamientos. No creyó que aquel gesto llamara la atención, pues los demás profesores ya estaban acostumbrados a sus habituales muestras de fastidio... pero aquel día, no pasó desapercibido.
El profesor se sorprendió al notar como una mano aterrizaba sobre su hombro derecho. Intentando disimular su sobresalto, apartó rápidamente sus ojos azabaches de la figura de la muchacha y los clavó sobre aquel hombre de nívea barba que le observaba con picardía.
—Albus —pronunció con firmeza, mostrándose reacio a su acercamiento.
Los ojos azulados del director brillaban en una poderosa esperanza. Pese a que ni el propio Snape fuera capaz de escrutar en sus pensamientos, podía reconocer fácilmente en ellos que aquel viejo lo sabía todo.
—Hace tiempo que no conversamos, Severus —añadió Dumbledore con su característica cortesía—. ¿Serías tan amable de acudir a mi despacho cuando finalice el desayuno?
Aquello fastidió por completo al profesor de Pociones, quien tan siquiera se molestó en disimularlo.
—Si no hay más remedio...
Dumbledore dejó al descubierto su limpia sonrisa de marfil antes de retirarse del Gran Comedor con su elegancia habitual.
Viéndole marchar, Snape suspiró con pesadez para sus adentros. Lo último que le faltaba para rematar aquella absurda festividad era una de las charlas con el director, en la que Dumbledore hacía lo imposible por hacerle hablar más de la cuenta.
Pero hoy no estaba dispuesto a brindarle esa satisfacción.
Decidido, Snape engulló forzosamente los restos del bizcocho de crema que Charity le había insistido probar, y se alzó de su asiento para dirigirse hacia el despacho del director con pocas ganas, sin despedirse del resto del profesorado con su habitual mueca de desagrado.
Cruzó el salón como de costumbre, dando grandes y fuertes zancadas y sin mirar a nadie a su alrededor, pasando por entre las extensas mesas de Gryffindor y Hufflepuff respectivamente... donde notó como aquellos ojos castaños se postraban sobre su persona como habitualmente hacían, y no pudo evitar sentirse satisfecho por ello.
Rápidamente, la figura de Snape se perdió entre los interminables pasillos en dirección a la torre del Director, por la que tuvo que subir incontables escaleras hasta alcanzar lo más alto del castillo.
Una vez llegó al pasadizo que conducía hasta la entrada al despacho, contempló mientras se acercaba la característica gárgola que lo custodiaba, y al plantarse frente a ella, no dudó ni un segundo en alzar su voz profunda.
—Sorbete de limón.
Aquella inmensa estatua le permitió entonces el paso, dejando al descubierto la escalera de caracol que ascendía hasta el despacho. Sin pensárselo dos veces, Snape se adentró en el lugar, intentando mantener la calma cuanto fuera posible.
La puerta de roble se abrió ante sus narices sin necesidad de picar antes sobre ella: Snape no se había molestado ni en alzar el puño para llevar a cabo el gesto, pues conocía a Dumbledore como a la palma de su mano.
Sin esperar ningún permiso por parte del director, el profesor de Pociones se adentró en el despacho y distinguió con rapidez la figura esbelta de su acompañante, que parecía estar cuidando una vez más de Fawkes, su fénix particular.
—Agradecería que esta conversación fuera rápida y concisa —exclamó el murciélago con firmeza—. Tengo cosas que hacer.
Dumbledore, habiendo entregado sus caricias a Fawkes, se acercó a paso calmado hasta su gran escritorio, y con sus dedos firmes, se hizo con un par de chucherías que restaban dentro de aquel cuenco dorado.
—¿Un caramelo? Son de limón —le ofreció él, y Snape negó su ofrecimiento con la cabeza como normalmente hacía—. Te he estado observando, Severus.
—Qué novedad —masculló el profesor entre dientes.
El paso calmado de Dumbledore rodeó el escritorio, acercándose con lentitud hasta la posición de Snape.
—Creo que jamás te había visto tan distraído —admitió el director, deshaciendo el envoltorio entre sus manos.
—Tengo mucho en lo que pensar —se excusó él, analizando cada rincón con la mirada a modo de calmar su furia.
—¿Qué tal con el muchacho, Harry? —el anciano no tardó en demandar, saboreando cada matiz de aquel caramelo de limón que ahora devoraba.
Snape reprimió aquel desesperado suspiro que deseaba salir de él con fuerza.
—Es un ignorante más —declaró sin miramientos, intentando que el tono de su voz se mantuviera en su sequedad habitual—. El asunto no tiene mucho más misterio.
Aquellas palabras hicieron sonreír al director una vez más.
—Para ser un ignorante, se ha apoderado de tu atención durante los últimos meses... él, junto con sus amigos, Ronald Weasley y Hermione Granger —declaró sin miramientos, haciendo sentir una total impotencia al hombre de rostro cetrino y ceño fruncido que, de nuevo, se veía acorralado por sus palabras.
—¿Qué insinúas? —no tardó en demandar éste, echando humo por las orejas.
—Dime, ¿cómo lleva sus estudios la Srta. Granger? Me han dicho que es muy buena en Pociones —sugirió Dumbledore, divirtiéndose al ver como la ira ardía en los ojos de Snape.
—En Pociones y en el resto de asignaturas —alegó el profesor, apretando los puños con fuerza, ocultándolos tras su espalda—. Parece mentira que siendo el director estés tan mal informado.
Ignorado por completo aquel rudo comentario, Dumbledore se aproximó a la gran cristalera y observó el exterior con su calma habitual, fingiendo distraerse.
—Minerva me ha comentado que te ofreciste personalmente a curarla después del altercado con el troll, y que posteriormente la has mantenido cada tarde bajo tu tutela a modo de castigo. Curiosa dicotomía —alegó él, que no haciéndole falta ver a Snape, sabía perfectamente que la sangre debía de estar hirviéndole por las venas—. Últimamente te veo más distraído, más ameno. Más...
¿Feliz?
—No vayas por ahí, Albus —el profesor frenó su hablar con osadía, al no verse capaz de soportar que aquellas palabras cayeran sobre sí.
—No te alteres. Solo estamos hablando.
Una vez más, Dumbledore le había llevado por donde quería, por lo que Snape se sintió profundamente decepcionado consigo mismo.
—No entiendo muy bien el propósito de esta conversación —fue capaz de objetar, abrumado por su reproche interno.
—Oh, yo creo que sí —comentó el director con aquella picardía tan poco disimulada, ante la que Snape se limitó a fruncir el ceño—. Eso era todo lo que necesitaba saber. Gracias, Severus.
Dedicándole un pesado suspiro al director a la vez que asumía su derrota, Snape abandonó el despacho completamente malhumorado, mortificándose a sí mismo por haber sido tan insensato de acudir a su llamada, aceptando que aquella congoja lo perseguiría durante lo que restaba de día.
Estaba decepcionado. Aquel viejo sabía más de lo que le correspondía, y era algo que, pese a los años, aún le hacía enfurecer. Dumbledore siempre quería tener el control sobre todas las cosas, aunque éstas no le incumbieran.
Cruzando pasillo y pasillo en dirección a la tranquilidad de las mazmorras, el profesor de Pociones meditó con la frialdad que los minutos le habían otorgado las palabras del entrometido director. Quizá Dumbledore estaba en lo cierto, y él era más feliz a raíz de sus tardes con la joven Gryffindor...
Pero rápidamente descartó esa idea de su mente, negándola con la cabeza. No había nada que les hubiera unido, les uniera ni les uniría jamás en esta vida. Su relación se basaba en la apatía que sentían el uno por el otro, y nada podría alterar ese estado en el que se encontraban... ni tan siquiera una espontánea y sincera sonrisa que había escapado de entre sus labios frente a la muchacha.
Se equivocaba por completo, y solo Dumbledore era consciente de ello. Sabía lo que vendría. Podía ver plasmada en la bola de cristal de su escritorio la imagen de aquel beso bajo el muérdago.
***
—¡Jaque mate! —exclamó la voz divertida de Ron, contemplando cómo aquella pequeña figura encarnada que jugaba a su favor destrozaba al rey adversario de un simple golpe, convirtiéndolo en simples pedazos que quedaron esparcidos sobre los escaques.
Harry suspiró con fastidio ante su reiterada derrota. Realmente no había quién pudiera ganar al pelirrojo en aquel condenado juego.
—Vamos a hacer una última partida, y esta vez no ganarás —exclamó el de cabellos azabaches, que con su propia varita se entretuvo en arreglar las figuras partidas y colocarlas cada una en el sitio correspondiente.
—Llevas diciendo lo mismo durante las últimas tres partidas —se mofó Ron de él, ante lo que Harry no pudo evitar sonreír, admitiendo la evidencia.
Ambos volvieron a concentrarse una vez la nueva partida inició, dejando que el canto de los fantasmas, que se esparcía por cada rincón del Gran Comedor, fuera lo único que pudiera romper aquel silencio entre ellos.
A unos pocos metros de su posición se encontraba Hermione, quien disfrutaba de la serenata que el Fraile Gordo, el Barón Sanguinario y la Dama Pálida ofrecían en aquel ensayo para todo el que estuviera presente, entonando con elegancia el clásico Ring the Hogwarts Bell.
La castaña, junto al profesor Flitwick, se entretenía decorando el lugar con motivos de la festividad que se les avecinaba: juntos habían vestido el Gran Comedor con trece árboles que Hagrid había traído, doce de los cuales habían repartido a ambos lados del lugar, distribuyéndolos en grupos de seis, y ahora se encontraban decorando el último, el más monumental de todos, colocado junto a la mesa de profesores.
Con la varita en mano, la castaña iba adornando las ramas de aquel voluptuoso abeto con hermosas guirnaldas de acebo, bellas campanas bañadas en oro y preciosas hadas que volaban alrededor de éste con distinción.
Aquella festividad era, con diferencia, la favorita de la castaña. Guardaba inmensidad de buenos recuerdos, acontecidos en Navidades anteriores, los cuales jamás iba a olvidar. Para ella, se trataba de una de las conmemoraciones más asombrosas del año, en la que el amor y la paz se unían, creando aquella poderosa armonía en la que tanto le gustaba estar presente.
Pese a que aquellas Navidades prometían ser tan magníficas como lo habían sido el resto, sí que era cierto que para Hermione resultaban una novedad: jamás había disfrutado de estas fiestas en compañía de alguien que no fueran sus padres, cosa que por un lado la afligía, pero que por otro la hacía sentir completamente eufórica.
Iba a pasar sus primeras Navidades en Hogwarts, y no había nada que pudiera arrebatarle aquella felicidad.
Sumida en su propio entusiasmo, la castaña prosiguió con las decoraciones hasta que se percató que no quedaban adornos, encontrándose el árbol a medio engalanar.
—Me temo que nos hemos quedado sin adornos, profesor —exclamó la muchacha, llamando la atención de Flitwick, que se encontraba embelleciendo las ramas con bonitas guirnaldas de los colores de las cuatro casas, rindiéndoles tributo.
—De nuevo, ese maldito Peeves ha debido de estar jugando con los adornos de Navidad —se lamentó el medio duende, rascándose la barbilla con esmero—. ¿Cómo cree que podríamos solucionarlo, Srta. Granger?
La muchacha restó en silencio unos instantes antes de hallar la solución, escondida en alguno de esos recónditos escondites de su mente sobresaliente.
—¿Y si duplicáramos las que todavía tenemos? —pronunció finalmente, con los ojos iluminados.
—¡Es una excelente idea! —declaró el profesor, pareciendo devolverle aquel entusiasmo—. ¿Conoce el conjuro?
Decidida, Hermione acogió entre sus dedos perfilados una de las guirnaldas y, apuntando fijamente a ésta con la varita, respiró hondo antes de pronunciar aquella única palabra.
—¡Geminio!
De la propia guirnalda surgió otra perfectamente idéntica a la original.
—¡Bien hecho, Srta. Granger! —la felicitó el asombrado profesor ante aquella acertada idea—. Su casa recibirá diez puntos gracias a su brillante ocurrencia.
Hermione no pudo evitar dedicarle una sonrisa de felicidad.
—Se lo agradezco mucho —contestó, notando como las mejillas empezaban a enrojecérsele.
—¡Hermione! —escuchó aquellas dos particulares voces tras de sí.
La Gryffindor giró sobre sí misma para encontrarse con las figuras de Cedric y Susan, que abrigados hasta el cuello, portaban consigo sus respectivas maletas.
—¿Me disculpa un momento, profesor? —preguntó educadamente la muchacha.
—Por supuesto —aceptó el medio duende—. Proseguiré recubriendo el árbol con las guirnaldas.
Hermione, dándose por satisfecha con aquella respuesta, se acercó rápidamente hasta la posición de sus amigos, que la recibieron con una cálida sonrisa.
—¿Y tus maletas? —preguntó la Hufflepuff de cabello rojizo.
—Este año, pasaré la Navidad en Hogwarts. Mis padres se han ido a esquiar —les explicó calmadamente la muchacha, arreglándose aquellas indomables rizos con los dedos.
—¿Y porqué no has ido con ellos? —se añadió Cedric, quien dejó en el suelo la voluptuosa maleta que sujetaba.
—Bueno, el esquí no es lo mío. Mamá y papá estaban un poco decepcionados pero les he dicho que se acercan los exámenes y que tengo que estudiar —se sinceró la Gryffindor, sonriendo con algo de nerviosismo—. Ellos quieren lo mejor para mí, así que lo entienden.
Aquella simple respuesta pareció haber convencido a los dos Hufflepuffs, que la observaban con afecto.
—Aún sabiendo que estás aquí, te echaré de menos, Hermione —manifestó la pelirroja con ternura, imitando el gesto de Cedric, dejando la maleta en el suelo.
Susan fue la primera en abalanzarse sobre Hermione para fundirse con ella en un cálido abrazo que caló hondo en sus corazones. Llevaban juntas desde aquel primer día en la estación de King's Cross, hacía apenas tres meses, pero su amistad parecía haberse concebido desde hacía años atrás. Ya no había Susan Bones sin Hermione Granger, ni Hermione Granger sin Susan Bones... y aquello era, sin duda, de lo mejor que la castaña poseía. La amistad.
Una vez la Gryffindor y la Hufflepuff se separaron con una cálida sonrisa dibujada entre sus mejillas, fue Cedric quien dio un paso hasta Hermione.
—Yo también te echaré en falta, Hermione —exclamó el muchacho con sinceridad, dirigiendo su mano derecha al bolsillo de su túnica y sacando de éste su característico reloj, el cual ofreció a la castaña—. Por ello, me gustaría que te quedaras con mi reloj durante nuestra ausencia en el castillo, a modo de estar contigo... aunque se trate de una forma más bien espiritual.
Aquellas palabras fueron una ráfaga de adrenalina que impulsó a Hermione a abrazar a su amigo con fuerza, quien correspondió a su gesto rodeándole la espalda con sus brazos, a modo de demostrarse el afecto mutuo que compartían y que no entendía de barreras.
El contacto con el Hufflepuff reafirmó sus pensamientos. Era consciente que tenía lo mejor que podía tener. A sus amigos.
Lentamente se separó del muchacho, sintiendo aún como el corazón le latía con fuerza en el pecho.
—No sé qué haré sin vosotros estas semanas, chicos —admitió Hermione con expresión apenada.
—Con que te acuerdes de nosotros, nos damos por satisfechos —exclamó Susan con una sonrisa de oreja a oreja.
Los tres muchachos compartieron una de sus infinitas carcajadas, las cuales sabían que echarían de menos más que a nada.
—¡Chicos! —la característica voz de Ron llamó la atención de los presentes.
A la escena se sumaron él y Harry, quienes intercambiaron un apretón de manos con los Hufflepuffs.
—Que tengáis un buen viaje, Cedric —exclamó el de cabellos azabaches, correspondiéndole la mano con entusiasmo.
—Te lo agradezco, Harry —manifestó éste.
—Cuídate mucho, Susan —expresó Ron con las mejillas más sonrojadas de lo habitual, sosteniendo la mano de la muchacha con la suya en un agarre tímido y modesto.
—Tu también, Ron —contestó ésta con la misma expresión reservada.
Cedric y Susan, recogiendo sus pertenencias de la superficie, dirigieron una última mirada plagada de complicidad a los Gryffindor.
—Feliz Navidad, chicos —les deseó el más grande.
Harry, Ron y Hermione permanecieron con una sonrisa esbozada en sus rostros, contemplando como las figuras de ambos tejones se dirigían hacia la gran puerta, dejando tras de sí aquel ligero sentimiento melancólico.
Y una vez sus figuras se perdieron entre la multitud que abandonaba el castillo, los tres amigos suspiraron a la vez.
—Creo que estas semanas se volverán interminables —declaró el pelirrojo en voz alta, con la vista clavada en las puertas del Gran Comedor.
Harry y Hermione compartieron una mirada fugaz antes de sonreír con picardía, al entender a qué se debía aquel comentario.
—Parece que Susan te gusta más que comer, Ron —le picó el de cabellos azabaches, provocando aquella risotada de la que él y Hermione fueron protagonistas.
El pelirrojo les observó con fastidio, sin saber cómo disimular algo que resultaba tan evidente.
—Ahora sí que vas a perder, Harry —le provocó Ron.
Ambos muchachos retomaron su partida de ajedrez, sentándose de nuevo en la extensa mesa de su casa, dejando que la castaña pudiera proseguir con sus quehaceres.
Hermione se dirigió de nuevo hasta la posición de Flitwick, quien ahora se entretenía haciendo crecer hermosas coronas navideñas sobre la extensa mesa de profesores.
—Ya estoy de vuelta, profesor —le notificó ella con decisión.
El medio duende, cuando hubo creado la corona, la observó con humildad.
—Aún nos quedan algunos detalles, Srta. Granger —exclamó su voz aguda, y alzando el brazo derecho, el profesor le señaló con el dedo el gran abeto, aún a medio decorar—. Ahora proseguiremos con sus adornos. Mientras yo termino de colocar las coronas, ¿podría usted hacer crecer frente a éste la planta mágica?
Hermione asintió con convencimiento, y sin necesidad que Flitwick le especificara de qué planta se trataba, dirigió su paso calmado hasta el frente del gran árbol.
Colocándose ante él, desenfundó de nuevo su varita y, con determinación, apuntó al techo.
—Orchideous.
De la punta de la varita surgió un destello que se transformó lentamente en un precioso muérdago que colgaba a unos pocos metros de la altura de la muchacha.
Satisfecha, Hermione sonrió para sus adentros. Recordaba los besos que sus padres se habían dedicado bajo el muérdago en el transcurrir de los años, cosa que la colmaba de cierta añoranza...
Aquel sería el primer año en el que no sería testigo de aquella muestra de afecto tan valiosa para ella, que reafirmaba que el amor recíproco es tan valioso como eterno... y por primera vez, tuvo la apetencia de ser ella quien estuviera bajo el muérdago.
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