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Capítulo XLVIII - Arania exumai

ARESTO MOMENTUM

— CAPÍTULO XLVIII —

A r a n i a   e x u m a i ❞

Ron no se equivocaba en absoluto al creer que las cosas empeorarían en el castillo después de sufrir un cuarto ataque: los jefes de las casas no tardaron en poner al corriente de las reglas de rigor al alumnado como prevención, medidas que, aún estando pensadas para garantizar su seguridad, sembraron el pánico más absoluto.

Tanto en la sala común de Gryffindor como en la de Hufflepuff se idearon cientos de conjeturas acerca de quién podría ser el responsable de lo ocurrido, y la que se tornó más popular fue la que alegaba que había sido autoría de algún Slytherin, en vista que era la única casa que no había salido damnificada. Basándose en la charla que habían mantenido con Malfoy, Harry descartó rápidamente la posibilidad, al igual que Susan, quien temía que algo mucho más peligroso se escondiera tras los hechos; Ron y Cedric, por el contrario, estaban convencidos que el culpable no podía ser otro que alguna de las serpientes.

La noche posterior al aviso, una vez los cuatro pudieron comprobar por primera mano que los docentes iban a cumplir estrictamente con los preceptos establecidos, decidieron que era el momento idóneo para actuar en busca de una respuesta.

Una vez el vestíbulo de la sala común de Gryffindor hubo quedado desierto, Harry y Ron tomaron la capa de invisibilidad y salieron a hurtadillas al exterior, cubriéndose con ella. Su recorrido por los corredores oscuros, al contrario que en ocasiones precedentes, no resultó sencillo: profesores, prefectos y fantasmas circulaban por ellos en parejas, buscando cualquier detalle incriminatorio.

Intentando hacer imperceptible el ruido que emanaban sus pasos sobre la fría piedra que conformaba la superficie, los dos muchachos esquivaron con un éxito rotundo al profesor Kettleburn, quien vigilaba la Gran Escalinata junto al Barón Sanguinario, y descendieron con la mayor cautela posible hasta alcanzar las cocinas, intentando no despertar a los elfos domésticos que dormitaban apelotonados en un rincón de la estancia.

Posicionándose frente a la estantería indicada, Harry, sacando su brazo derecho del incógnito de la capa, dio dos suaves golpes sobre una de las tazas de porcelana con el dedo índice, haciéndola resonar.

Permaneciendo estáticos frente a la estantería, ambos fueron testigos de cómo, tras un sutil bisbiseo provinente del otro lado, ésta se abría ante sus ojos, y tras ella se encontraron con los rostros afables de Susan y Cedric.

Dejando al descubierto sus cabezas por encima de la capa, ambos les sonrieron, en un intento por contagiarles su misma confianza.

—No conocía este escondite vuestro hasta ahora —les susurró Ron mientras les invitaba a cubrirse con la capa.

—Pocos lo conocen —admitió Cedric—. Los elfos lo mantienen muy bien escondido.

—Y no es para menos —se añadió Susan, situándose junto al pelirrojo—. Todas esas chuches y chocolatinas tienen que estar a buen recaudo.

Tras una carcajada humilde compartida entre ellos, los cuatro volvieron a ponerse en marcha, salieron rápidamente de las cocinas, en dirección a los exteriores del castillo, y tras cruzar la gran puerta de roble contemplaron la noche clara y estrellada, gracias a la luz de la que se guiaron hasta la cabaña de Hagrid.

Unos segundos después de llamar a su puerta, habiéndose despojado de la capa, el guardabosques les abrió apuntándoles con una ballesta, y Fang, el perro jabalinero, ladró furiosamente detrás de él, ampliando la mueca de pasmo en los rostros de los muchachos.

—¡Ah! —suspiró Hagrid, bajando el arma—. ¿Qué estáis haciendo aquí los cuatro?

—¿Para qué demonios es eso? —balbuceó Cedric, observando con asombro la ballesta.

—Nada, nada... estaba esperando... —murmuró el mediogigante, intentando encontrar las palabras adecuadas—. No importa. Entrad, acabo de preparar té.

Sin intención de discutir su afirmación, los cuatro alumnos se adentraron en la cabaña, adecuándose en los confortables asientos que rodeaban aquella gran mesa de madera en la que Hagrid se dispuso a servir la bebida con una torpeza inusual... de la cual fueron incapaces de no percatarse.

—Hagrid, ¿estás bien? —quiso asegurarse Harry.

—Estoy bien —respondió secamente, dejando la tetera a un lado de la mesa—. Perfectamente...

—¿Has sabido lo de Hermione? —cuestionó Susan en un tono apaciguado, tomando ella las riendas de la indagación.

—Sí... ya lo creo que lo sé.

—Mira, tenemos que preguntarte una cosa... —manifestó ella, dejando que el coraje le fluyera abiertamente por las venas—. ¿Sabes quién abrió... la Cámara de los Secretos?

En lugar de una mueca de asombro, Hagrid les obsequió con un suspiro resignado.

—Lo que debéis entender es que...

Como si el destino no quisiera que sus palabras fueran pronunciadas, el hablar del semigigante se detuvo en cuanto aporrearon la puerta de nuevo.

Los muchachos volvieron a contemplarse entre sí, desconcertados.

—¿Y ahora qué hacemos? —cuestionó la histeria de Ron.

—Rápido, ¡bajo la capa! —conminó el semigigante, tomando de nuevo su ballesta—. No digáis ni una palabra, ¿entendido?

Con un leve asentimiento con la cabeza, los cuatro se colocaron en un rincón oculto y se cubrieron una vez más con la capa, justo cuando el guardabosques volvía a abrir la puerta.

—Buenas noches, Hagrid —se escuchó al otro lado aquella voz tan característica, capaz de hacer que el hombre bajara la ballesta—. Disculpa... ¿te importaría sí...?

—Oh, por favor. Pasen.

Desde el rincón, los muchachos reconocieron a Dumbledore adentrándose en la estancia con un posado muy serio, seguido por otro individuo bajo y corpulento, con el pelo gris alborotado y expresión nerviosa que llevaba una extraña combinación de ropas: traje de raya diplomática, corbata roja, capa negra larga y botas púrpura acabadas en punta. Sujetaba bajo el brazo un sombrero hongo verde lima.

—¡Es el jefe de mi padre! —musitó Ron en un hilo de voz—. ¡Cornelius Fudge, el ministro de Magia!

Hagrid, pálido y sudoroso, se dejó caer abatido en uno de los sillones.

—¡Feo asunto, Hagrid! Muy feo —dijo Fudge telegráficamente—. He tenido que venir. Tres ataques contra hijos de muggles... el Ministerio tiene que intervenir.

—Yo nunca... —balbuceó Hagrid, dedicándole a Dumbledore una mirada plagada de imploración—. Usted sabe que yo nunca, profesor Dumbledore...

—Quiero que quede claro, Cornelius —alegó el director, frunciendo levemente el ceño—, que Hagrid cuenta con mi plena confianza.

—Mira, Albus... Hagrid tiene antecedentes —alegó el Ministro, notablemente incómodo—. Me están presionando, y tengo que acreditar que hacemos algo. Si se demuestra que no fue Hagrid, regresará y no habrá más que decir... pero tengo que llevármelo.

—¿Llevarme? ¿Está hablando de Azkaban?

Antes de que Fudge pudiera articular palabra, volvieron a llamar a la puerta, esta vez con más fuerza, y Dumbledore abrió, dejando que Lucius Malfoy entrara en la cabaña con paso decidido, envuelto en una capa de viaje negra y con una gélida sonrisa de satisfacción

—¿Ya está aquí, Fudge? —exclamó él—. Qué bien...

—¿Qué haces tú aquí? —preguntó Hagrid con aire desafiante—. ¡Sal inmediatamente de mi casa!

—Créeme, buen hombre, que no me produce ningún placer entrar en esta... ¿la has llamado casa? —repuso Malfoy, contemplando la cabaña con desprecio—. Simplemente, he ido al colegio y me han dicho que el director estaba aquí.

—¿Y qué es lo que quiere de mí, exactamente? —quiso saber el anciano.

—Es lamentable, Dumbledore, pero el consejo escolar ha pensado que es hora de que usted abandone. Aquí traigo una orden de cese, y aquí están las doce firmas —dijo él perezosamente, sacando un rollo de pergamino y entregándoselo con arrogancia—. Me temo que este asunto se le ha escapado de las manos. ¿Cuántos ataques ha habido ya? ¿Tres? A este ritmo, no quedarán en Hogwarts alumnos de familia muggle, lo cual sería una pérdida inimaginable para el colegio.

—No se pueden llevar al profesor Dumbledore —se alzó Hagrid de su asiento—. ¡Los hijos de muggles quedarán indefensos!

—Cálmate, Hagrid. Si el consejo escolar quiere mi renuncia, me iré —conminó el director con su semblante apaciguado—. Sin embargo, sólo abandonaré de verdad el colegio cuando no me quede nadie fiel... y Hogwarts siempre ayudará al que lo pida.

Durante un instante, Harry estuvo convencido de que Dumbledore les había guiñado un ojo, mirando hacia el rincón donde Ron, Susan, Cedric y él estaban ocultos.

—Admirables sentimientos —declaró Malfoy, haciendo una inclinación—. Todos echaremos de menos su personalísima forma de dirigir el centro, Albus, y sólo espero que su sucesor consiga evitar los... asesinatos.

El rubio se dirigió con paso decidido a la puerta de la cabaña, la abrió, saludó a Dumbledore con una inclinación y le indicó que saliera. Fudge esperaba, sin dejar de manosear su sombrero, a que Hagrid pasara delante.

—Si alguien quisiera desentrañar este embrollo, lo único que tendría que hacer es seguir a las arañas. Eso es todo lo que tengo que decir —anunció con poco disimulo, haciendo que Fudge lo mirara extrañado, y condujo su andar hacia la puerta—. Y alguien tendrá que darle de comer a Fang mientras estoy fuera...

Tras el paso apresurado del Ministro, la puerta se cerró de un golpe y Harry retiró la capa invisible, dejándoles de nuevo al descubierto.

—En menudo lío estamos metidos —dijo Ron con voz ronca—. Sin Dumbledore, podrían cerrar el colegio esta misma noche... sin él, ¡habrá un ataque cada día!

Haciendo caso omiso a sus palabras, Cedric se aproximó a uno de los sucios ventanales con la curiosidad a flor de piel, contemplando como las arañas escapaban por una pequeña grieta en el cristal, siguiendo una misma dirección.

—¡Mirad! —exclamó, llamando la atención de sus compañeros, quienes se aproximaron a él—. Parece que se dirigen al bosque prohibido.

Susan tragó saliva, aterrada.

—¿Creéis que es una buena idea? —les preguntó en un hilo de voz.

Tomando con decisión el farolillo que colgaba encendido junto a la entrada, Harry abrió la gran puerta, plantándose frente a ella.

—Ya habéis oído a Hagrid. Debemos seguir a las arañas —dictaminó con los ojos repletos de valentía—. Vamos, Fang.

Sin esperar ninguna objeción por parte de sus compañeros, el muchacho salió de la cabaña, seguido por el perro jabalinero, que movía la cola con entusiasmo, y Cedric, que se encontraba dispuesto a hallar el meollo del asunto con su misma convicción.

Bajo el umbral de la puerta Ron suspiró pesadamente, llamando la atención de Susan, situada justo a su lado derecho.

—¿Por qué arañas? —se lamentó él con la voz entrecortada, contemplando a sus compañeros marchar tras ellas—. ¿Por qué no podemos seguir mariposas?

La pelirroja, dejando que una sonrisa de complicidad inundara su rostro jovial, no dudó en estrechar la mano de su amigo con la suya, haciendo que las mejillas de su compañero tomaran un intenso anaranjado a juego con sus pecas.

Con los dedos entrelazados y acompasándose al paso firme de sus amigos, se adentraron en la oscuridad del bosque prohibido, siguiendo la ininterrumpida hilera de arañas que circulaban por el camino.

Caminaron unos veinte minutos, sin hablar, con el oído atento a otros ruidos que no fueran los de ramas al romperse o el susurro de las hojas. Más adelante, cuando el bosque se volvió tan espeso que ya no se veían las estrellas del cielo y la única luz provenía del farolillo que Harry portaba, vieron que las arañas se salían del camino. Los muchachos se detuvieron y miraron hacia donde se dirigían, pero, fuera del pequeño círculo de luz del farolillo, todo era oscuridad impenetrable. Nunca se habían internado tanto en el bosque.

Decididos, se internaron en la espesura. No podían avanzar muy rápido, porque había tocones y raíces de árboles en su ruta, apenas visibles en la oscuridad, y las túnicas se les enganchaban en las ramas bajas y en las zarzas.

De repente, Fang dejó escapar un ladrido potente y resonante, dándoles un susto tremendo.

—¿Qué pasa? —preguntó Ron en voz alta, mirando en la oscuridad y agarrándose con fuerza a la mano de Susan.

—Algo se mueve por ahí —musitó Harry—. Escuchad... parece de gran tamaño.

Los cuatro se mantuvieron con los cinco sentidos despiertos. A cierta distancia, justo a su derecha, podían distinguir una curiosa silueta de gran tamaño que se abría camino entre los árboles, quebrando las ramas a su paso.

Los ojos de Harry se ensancharon pavorosos; Cedric abrió la boca con asombro; Susan sintió como su respiración se entrecortaba, y Ron cerró los ojos con fuerza, aferrándose a su compañera en un abrazo desesperado.

Frente a ellos, ayudada por las más pequeñas, apareció una araña de inmenso tamaño. El negro de su cuerpo y sus piernas estaba manchado de gris, y los ocho ojos que tenía en su cabeza horrenda y llena de pinzas eran de un blanco intenso. Era ciega.

—¿Quién está ahí? —exclamó la bestia, chascando muy deprisa sus pinzas—. ¿Hagrid? ¿Eres tú?

Susan, teniendo a Ron entre sus brazos, se acercó delicadamente a su oído.

—No te aterres —le susurró, intentando sonar tranquilizadora.

Poniéndose un paso por delante, Harry alzó el farolillo, intentando contemplarla mejor.

—Somos amigos de Hagrid —respondió él con voz firme—. Y tú... tú eres Aragog, ¿verdad?

La araña imitó su gesto, dejando que la luz la iluminara con mayor intensidad.

—Sí —alegó con su voz aterradora—. Hagrid nunca había mandado hombres a nuestra hondonada.

Instintivamente, Cedric se colocó junto a Harry.

—Hagrid está metido en un grave problema —se añadió él—. Ha habido ataques en la escuela. Creen que ha sido él... que él abrió la Cámara de los Secretos... como hace años.

—Eso es mentira —dictaminó el animal chascando sus pinzas con enojo, y el resto de las arañas de la hondonada la imitaron—. Hagrid nunca abrió la Cámara.

—Entonces... —balbuceó el de cabellos azabaches, notando el sudor frío recorrerle la frente—, ¿tú no eres el monstruo?

—No. El monstruo nació en el castillo —alegó la vieja araña con voz ronca—. Yo llegué a manos de Hagrid de una tierra lejana en el bolsillo de un viajero.

—Pero... si tú no eres el monstruo —manifestó el castaño, sintiendo las palabras atoradas en su garganta—, ¿quién mató a la niña hace cincuenta años?

Los chasquidos y el ruido de muchas patas que se movían con enojo ahogaron sus palabras. Al mismo tiempo, grandes figuras negras parecían crecer a su alrededor.

—Nosotras no hablamos de eso. Es una criatura antigua a la que las arañas tememos más que a ninguna —alegó Aragog con cierta furia en su hablar—. El cuerpo de la muchacha asesinada fue descubierto en los aseos... pero yo nunca vi nada del castillo salvo el armario en el que crecí. Cuando me acusaron, Hagrid me trajo aquí

Las pinzas chascaron más fuerte. Parecía que las arañas se acercaban.

—Chicos... —musitó Susan en un hilo de voz, que imitando el gesto de Ron, observaba con detenimiento las ramas de los árboles.

—¿Qué pasa? —preguntaron ambos muchachos al unísono.

Asombrados, fueron testigos de cómo cientos de arañas descendían con lentitud, sujetadas por su propia seda, justo sobre sus cabezas

—Bueno... —balbuceó Harry, con los ojos ensanchados, retrocediendo pausadamente—, creo que es mejor que nos vayamos...

—¿Iros? Yo creo que no. Mis hijos e hijas no hacen daño a Hagrid, ésa es mi orden... pero no puedo negarles un poco de carne fresca cuando se nos pone delante tan voluntariamente —comentó la araña mayor, pudiéndose notar a la legua las agresivas connotaciones en su hablar—. Adiós, amigos de Hagrid.

Aún encontrándose en la protección que le ofrecían los brazos de Susan devolviéndole el abrazo, Ron dejó que el terror inundara sus ojos celestes.

—¿Ya nos podemos aterrar? —preguntó en un suspiro, siendo testigo de cómo las arañas empezaban a rodearles.

Los muchachos miraron instintivamente en todas direcciones. A muy poca distancia, mucho más alto que ellos, había un frente de arañas, como un muro macizo, chascando sus pinzas y con sus múltiples ojos brillando en sus horribles cabezas negras.

Aún siendo conocedores de que resultaría imposible escapar de aquel lugar, Harry, Cedric y Susan desenfundaron sus varitas, juntando sus espaldas dispuestos a hacerles frente, mientras Ron, encontrándose atemorizado y sabiendo que de poca ayuda sería con su varita rota, tomó a Fang por la barriga, manteniéndolo quieto mientras aullaba, casi tan asustado como él.

—¿Conocéis algún hechizo que nos pueda servir? —preguntó Susan con voz tenue, apuntando fijamente al grupo de arañas que se acercaban a ella.

—Uno. Pero no es tan poderoso como para controlarlas a todas —manifestó Cedric, blandiendo su varita en dirección a las bestias que se le presentaban de frente—. ¡Arania exumai!

El poderoso rayo blanco azulado que emanó de su varita impactó contra las arañas, haciéndolas volar lejos de ellos. Harry y Susan, habiendo comprobado su efectividad, imitaron su gesto, siendo capaces de mantenerse lejos de ellas durante algunos minutos en los que parecía que tendrían alguna oportunidad de salir con vida.

Sin embargo, pese a la insistencia de los muchachos por librarse de aquella horda de acromántulas, éstas volvían a atacarles aún más enfurecidas, logrando acorralarles.

—¡¿Qué se supone que vamos a hacer ahora?! —vociferó Ron desesperado, viendo como las bestias se acercaban cada vez más.

En aquel preciso instante se oyó un ruido fuerte, y un destello de luz iluminó la hondonada. El coche del padre de Ron rugía con fuerza, con los faros encendidos, tocando la bocina y apartando a las arañas al chocar con ellas, haciendo caer algunas del revés y quedándose agitando sus largas patas en el aire.

El automóvil se detuvo con un chirrido delante de los muchachos y abrió las puertas, invitándoles a subir.

—¡Vámonos! —conminó la pelirroja, y los cuatro se apresuraron en encerrarse en él, quedando Susan, Ron y Fang en los asientos traseros, Harry en el del copiloto y Cedric al volante.

Bajo la dirección del Hufflepuff, el motor dio un poderoso rugido, y el coche salió disparado atropellando arañas. Subieron la cuesta a toda velocidad, salieron de la hondonada y enseguida se internaron en el bosque intentando esquivar todo lo que se les ponía por delante, con las ramas golpeando las ventanillas, mientras se abrían camino hábilmente a través de los espacios más amplios.

—¡Nos persiguen! —exclamó Harry, viendo el reflejo de las arañas sobre el espejo del retrovisor exterior, que fue arrancado de cuajo al rozar con uno de los árboles.

—¡Jala la palanca, Harry! —le ordenó Cedric, que se mantenía atento al volante.

Obediente, el Gryffindor tomó la pértiga con ambas manos, intentando bajarla con toda la fuerza posible... pero ésta no parecía dispuesta a ceder.

—¡Se ha atascado! —anunció, en vista que resultaba imposible.

—¡Vamos, tienes que hacerlo! —insistió el castaño, siendo testigo de cómo una horda de arañas les pisaban los talones a través de su retrovisor, aún pegado al coche.

Desde el sillón de atrás, Susan colocó sus manos sobre las de Harry para ayudarle a estirar la palanca, y ambos lograron jalarla con todas sus fuerzas, ante lo que el coche emprendió el vuelo, alzándose entre los árboles.

Habiendo recuperado sus respectivos alientos, los cuatro llegaron planeando hasta la cabaña de Hagrid, donde el aterrizaje resultó desastroso debido a las condiciones en las que se encontraba el vehículo. De nuevo, las puertas se abrieron solas como una invitación a abandonar sus asientos, ocasión que Fang aprovechó para salir corriendo en dirección a la cabaña, aún algo asustado tras lo ocurrido.

Mientras Harry y Susan salían del coche, Cedric tomó a Ron, que se encontraba aún rígido y pálido y conservaba la mueca de un grito afónico entre sus facciones.

—Seguid a las arañas... ¡seguid a las arañas! —vociferó el muchacho, apoyándose en el Hufflepuff al sentirse decaer—. ¡Si Hagrid llega a salir de Azkaban, lo mataré yo mismo!

—Apuesto a que no pensaba que Aragog pudiera hacer daño a sus amigos —lo justificó Harry, sacudiéndose la ropa.

—¡Ése es exactamente el problema de Hagrid! —expresó Ron, retirándose la tierra que le había quedado impregnada en su pelo anaranjado—. ¡Siempre se cree que los monstruos no son tan malos como parecen!

Sorprendiendo a los alumnos, el coche volvió a cerrar sus puertas por voluntad propia, y con las miradas interrogantes de los muchachos sobre sí, retomó su camino en dirección al bosque prohibido, perdiéndose su imagen entre los árboles y la niebla.

—¿Qué pretendía Hagrid enviándonos allí? —se preguntó Susan, intentando romper aquel silencio sepulcral que se había cernido sobre ellos—. Me gustaría saber qué es lo que hemos averiguado.

—Que Hagrid no abrió nunca la Cámara de los Secretos —alegó Harry, convencido de lo que decía—. Es inocente.

Cedric, sin embargo, no parecía del todo conforme con aquella respuesta.

—Hay algo más, Harry... la chica que murió. Aragog dijo que fue hallada en unos aseos —les recordó él, aludiendo las palabras de la araña—. ¿Y si no hubiera abandonado nunca los aseos? ¿Y si todavía estuviera allí?

Sus tres amigos arrugaron la frente, desconcertados, pero cuando los ojos de Harry se iluminaron, el castaño supo que había comprendido por dónde iban los tiros.

—¿No estarás pensando... en Myrtle la Llorona?

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