Capítulo XLVII - Reparo
ARESTO MOMENTUM
— CAPÍTULO XLVII —
❝ R e p a r o ❞
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El atardecer inundó el castillo de luz con sus últimos rayos de sol, alumbrando débilmente las pocas siluetas que quedaban en el interior de la enfermería durante aquella tarde helada.
Maxine bebía apaciguadamente el agua de su taza, y Hermione, ligeramente inclinada hacia la camilla frente a la que se encontraban sentadas, acariciaba con afecto la tibia mano de Malcolm, estrechándola entre las suyas.
La pelirroja, habiendo dejado la taza en la mesilla, imitó el gesto de su compañera, concentrando su atención en acariciar el rostro inerte del muchacho con cierta pesadumbre en la mirada.
—Es extraño, ¿sabes? Siempre sueles verle tan lleno de vida, no pudiendo estarse quieto en ningún momento... y ahora... —declaró ella, dejándose consumir por la aflicción—. Justo cuando lo siento alejado de mí y necesito confesarle que le quiero como a nadie en este mundo... él no se encuentra aquí para oírlo.
Con una mueca arrepentida, la Gryffindor desatendió aquellos dedos rígidos para acariciar el hombro de Maxine, como forma de brindarle su más sentido apoyo en tan duros momentos.
—¿Estás bien? —no tardó en preguntarle, observándola con pesadumbre.
La Hufflepuff alzó su mirada, encontrándose con los ojos castaños de su compañera, y con poco convencimiento asintió un par de veces con la cabeza, forzando una leve sonrisa.
—Sí... ya he logrado recomponerme —se justificó ella, pasando suavemente sus dedos perfilados por los cabellos rubios ceniza de Malcolm en una tímida caricia—. La noticia fue muy dura, pero confío en que se recuperará pronto.
—Solo hace falta ver el empeño de Sprout en conseguir que las mandrágoras crezcan sanas como para mantener viva la esperanza —manifestó Hermione con la determinación suficiente como para que sus propias palabras llegaran a reconfortarla.
Sintiendo el coraje volver a fluir abiertamente por sus venas, Maxine, con una sonrisa sincera, intentó abandonar su posado afligido y deshizo el agarre que la unía con el muchacho, tomando su bolsa del suelo y, al mantenerla sobre sus rodillas, rebuscando entre sus ejemplares el indicado.
Hermione se mantuvo a la expectativa, intrigada por el libro que su compañera habría traído aquella tarde: se había convertido en un bello hábito el estar presente en aquellas ocasiones donde la Hufflepuff leía en voz alta algunos capítulos de las novelas favoritas de Malcolm, en vista que el muchacho no se encontraba en condiciones de hacerlo por voluntad propia.
Rápidamente, la pelirroja dejó al descubierto el ejemplar, y la castaña admiró con curiosidad la ilustración que reinaba la cubierta, en la que podía leerse, compuesto con una curiosa caligrafía, un título que le resultó peculiar.
Maxine, acogiéndolo debidamente entre sus manos, dejó pasar las páginas del libro con suavidad y se detuvo al reconocer aquella marca dibujada a pie de página que ella misma había trazado con su varita el día anterior. Mordiéndose ligeramente el labio inferior, movió sus ojos sobre las oraciones con una velocidad que asombró a Hermione, hasta que los detuvo, encontrándose con el fragmento exacto en el que había detenido la narración.
Alzando su mirada ambarina del ejemplar, dejó que ésta tropezara con la de Hermione.
—El hijo de Neptuno —anunció con determinación, pudiendo vislumbrar la expectación en los ojos avellana de su amiga—. Herbert lo encontró en el baúl de Malcolm hace unos días. Como estaba a medio empezar, supusimos que debía ser el último que leyó antes de caer petrificado.
—Es un libro muggle, ¿verdad?
—Al más puro estilo de Malcolm —sonrió la pelirroja, contagiándole el gesto a la castaña.
Decidida, volvió a posar sus ojos claros en las páginas del libro que sujetaba, y aclarándose la garganta, se dispuso a empezar la narración con Hermione atenta a sus palabras.
—«Frank avanzó hacia el fuego. Deseó tener los frascos de sangre de gorgona, pero se habían quedado en el barco. Se preguntó si la sangre de gorgona podría curar el veneno de basilisco... pero aún con los frascos y eligiendo el correcto dudaba que hubiera tenido tiempo para tomarlo antes de convertirse en polvo como su arco.
»Llegó a un claro de hierba quemada y se encontró a sí mismo cara a cara frente a un basilisco. Tan grandes como eran y el añadido de que escupían veneno y maldad haría que fueran más difíciles de matar que un dragón. Frank había visto lo rápido que podían llegar a moverse.»
Hermione frunció ligeramente el ceño, atenta a las palabras de su compañera. Había algo en su narración que le resultaba familiar... pero no podía decir con seguridad de qué se trataba.
—«La serpiente se irguió en su cola. Siseó, y expandió su collar de púas blancas alrededor de su cuello.» —prosiguió Maxine—. «"Pequeña corona", recordó Frank. Es lo que significa basilisco. Había pensado que los basiliscos eran dragones enormes como monstruos que podían petrificar con la mirada... pero, de alguna manera, los basiliscos reales eran aún más horribles.»
La castaña sintió como se le erizaba la piel y un escalofrío la sacudía por completo, hasta los huesos, estremeciendo su alma. La vista empezaba a nublársele ante el temor, y las palabras que profería su compañera se convirtieron en un eco en la oscuridad del que resultaba imposible entender una sola palabra. Su respiración era entrecortada y notaba una punzada en su costado del suplicio en el que se estaba convirtiendo.
Decidida, tomó una profunda y curativa bocanada de aire y se alzó de su asiento, interrumpiendo las palabras de Maxine, que la observó desconcertada.
—Tengo que ir a la biblioteca —masculló la Gryffindor, sintiendo la palabra atorada en la garganta—. Acabo de comprenderlo todo...
—¿Hermione? —enfatizó la Hufflepuff, viéndola marchar hacia la salida—. ¿Te encuentras bien?
Pero la muchacha no tuvo agallas de proferir palabra alguna, manteniendo su andar firme en dirección a la puerta que la separaba del exterior.
Ignorando por completo los pocos estudiantes que permanecían deambulando por el castillo a aquellas horas, anduvo en dirección a la biblioteca en completo silencio, dejando que sus pensamientos mantuvieran un animado coloquio entre sí: la idea de que Maxine hubiera hallado, sin ella saberlo, una respuesta tan descabellada a lo ocurrido la estremecía por completo. Parecía imposible de creer que aquella teoría pudiera llegar a tener validez alguna... de la misma forma en la que lo habían parecido las petrificaciones. Y aun así, habían sucedido, razón suficiente como para no descartar ninguna hipótesis.
Aferrándose a aquella remota posibilidad, Hermione se adentró a paso firme en la soledad de la biblioteca, y por primera vez no se detuvo a pensar si el ruido que emanaba su andar firme haría enfurecer a Madame Pince: una fuerza sobrehumana parecía estar conduciéndola hacia su objetivo, y ella se veía incapacitada a controlarla, dejándose arrastrar por ella.
Pronto se encontró a sí misma frente a una de las grandes estanterías que conformaban la Sección Antigua, rebuscando entre el polvo que emanaba de las cubiertas de los ejemplares, bajo la mirada acusadora de la bibliotecaria, que la contemplaba desde su escritorio con una mueca de incredulidad. Rápidamente halló El gran libro de la mitología griega, y con empeño lo cargó hasta la mesa más cercana, en la que se instaló para ojear sus viejas páginas en busca de las respuestas que ansiaba encontrar.
Sus ojos castaños se iluminaron en cuanto halló aquello que buscaba, y dejó que estos se perdieran sobre las letras y las ilustraciones, concentrándose tanto en su lectura que parecía que el mundo a su alrededor hubiera dejado de existir. Su corazón pareció dejar de bombear sangre ante la falta de oxígeno, y Hermione sintió muy cercana la posibilidad de desmayarse sobre la superficie de madera que conformaba la mesa, pues si asomaba aún alguna duda acerca de la veracidad de los hechos, ésta se había visto eclipsada por la amarga realidad en la que ahora sentía consumirse.
Tomando una gran bocanada de aire, la muchacha apoyó ambos codos sobre la mesa y se sostuvo la cara con las manos mientras cerraba los ojos y se concentraba en recuperar el aliento a la par que la serenidad: en aquellos instantes, sentía el peso de la responsabilidad recaer sobre sus hombros... y sabía que debía actuar con cautela a partir de aquel preciso momento.
Lo primero que se le ocurrió fue inmortalizar su conocimiento sobre el papel, como prevención por si su voz quedara apagada... aquello que más temía que pudiera llegar a ocurrirle. Sin tiempo que perder, tomó pergamino, pluma y tintero de su bolsa y copió el fragmento exacto en el que su teoría quedaba afianzada, intentando controlar el temblor al que sus manos estaban sometidas ante el pavor.
Una vez hubo conseguido plasmar en ella aquello que necesitaba, se apresuró en devolver el gran ejemplar a su estantería y rápidamente recogió sus pertenencias, se colgó la bolsa en el hombro, tomó y arrugó el papel en su mano derecha y salió de la estancia con grandes zancadas mientras comprobaba la hora en su reloj de muñeca, justo en la mano contraria.
Se maldijo a sí misma una vez se encontró bajo el umbral de la puerta, al percatarse de la hora que marcaban las manecillas: recordó que Snape la esperaba aquella misma noche en el despacho para su clase particular, y apenas un par de minutos la separaban del encuentro. Siendo conocedora de que el tiempo jugaba en su contra, soltó un suspiro resignado y se observó con detenimiento los zapatos, como un ritual con el que hallar la solución adecuada. Había mucho que se encontraba en juego, y de su decisión podía dependerlo todo o nada...
En vista que la compleja razón no le ofrecía más que desconcierto, Hermione se decidió por dejarse llevar a manos del corazón, decidida a emprender su recorrido escaleras abajo hasta las mazmorras, donde estaba segura que hallaría en Snape la seguridad necesaria como para no temer, como para no dejarse vencer ante la abrumante adversidad. Con absoluta decisión, recorrió los pasillos que la separaban de la Gran Escalinata manteniendo su vista fija en el suelo de piedra, temiendo alzarla.
Justo cuando se encontraba cruzando a toda prisa uno de los corredores surgió en ella la duda, y sin meditar demasiado su gesto, alzó a la altura del pecho su muñeca, clavando sus ojos castaños en las manecillas para comprobar como, efectivamente, llegaba tarde a la citación.
Sin embargo, Hermione llegó a ser consciente que nada hubiera podido hacer para protegerse de aquello que fue capaz de ver reflejado en el cristal de su reloj antes de caer en el más oscuro abismo. Recordaba cada hechizo y movimiento que Snape le había enseñado... pero ninguno hubiera servido contra aquellos horribles ojos amarillos que petrificaron su alma y la sumieron en las tinieblas.
***
La figura sombría del profesor de Pociones se desplazaba intranquilamente por el interior del despacho, de lado a lado, mientras sus ojos lóbregos se clavaban en los cielos dormidos que podían apreciarse a través de los ventanales hechizados. Chasqueó la lengua con cierto hastío por quinta vez consecutiva y acentuó su ceño fruncido en una extraña mueca que denotaba fastidio e inquietud en su misma medida.
—¡Me cago en Merlín! —dejó que su voz resonara entre las paredes de piedra del despacho, a sabiendas que se encontraba solo.
Sin embargo, por más que alzara la voz no conseguía librarse de la angustia que lo consumía ante la inesperada carencia de su alumna en el lugar. No sabía con exactitud cuánto tiempo había pasado allí, esperando su llegada, pero el transcurrir de los minutos se había vuelto una eternidad que cada vez resultaba más difícil de soportar.
Ante el desconocimiento, sus conjeturas internas no tardaron en salir a flote, y la que más peso tenía de entre todas ellas era la posibilidad de que Hermione no se hubiera presentado al encuentro por lo sucedido en la clase precedente. El hombre todavía podía recordar con absoluta claridad sus iniciales escritas con una caligrafía hermosamente femenina en el dorso de aquella tarjeta... así como los ojos atemorizados de la muchacha al serle ésta retornada, aquellos que reflejaban una vergüenza que, estaba convencido, era el motivo principal por el que la muchacha no se encontraba allí a esas alturas.
Con absoluta exasperación, Snape se apretó el puente de la nariz y cerró los ojos con fuerza, intentando poner en orden sus descabellados pensamientos. Por primera vez en sus años como docente, se encontraba frente a una situación que no sabía en absoluto cómo manejar. ¿Debía dejar las cosas tal y como estaban? ¿Sería mejor salir en su búsqueda? ¿Qué le diría si así lo hiciera? ¿Cómo podría hacerle entender que todo estaba bien?
Sintiéndose atosigado por sus razonamientos internos, el hombre apretó los puños y salió velozmente de la estancia, creando un gran estruendo al cerrar la puerta de roble tras su paso apresurado. No tenía ni idea de qué demonios iba a decirle a aquella muchacha respecto a lo sucedido, aunque tampoco le importaba lo más mínimo: tenía claro que no se quedaría de brazos cruzados como si nada sucediera.
Haciendo resonar su paso imponente por las voluptuosas paredes de las mazmorras, el profesor ascendió las escaleras y cruzó el vestíbulo de la planta baja, dispuesto a poner fin a toda aquella sinrazón que lo carcomía.
Pese a su convicción por seguir adelante, ignorando todo cuanto había a su alrededor como si no fuese lo suficientemente agradable para él, una curiosa voz que se le hacía conocida llamó por completo su atención, siendo capaz de detener su paso.
—¡Mr. Snape! —logró escuchar en la lejanía—. ¡Aquí, Mr. Snape!
Haciendo rodar los ojos con total fastidio, el hombre se aproximó hasta el gran muro de piedra, plantándose frente a los retratos y buscando la procedencia de aquella vocecilla que le hacía hervir la sangre.
—¿Cuántas veces tendré que decírselo? —exclamó él, clavando sus ojos oscuros sobre el lienzo en el que se encontraba su interlocutor—. Es Sr. Snape, o profesor Snape, que le resultará más fácil de recordar.
La pintura, sin embargo, pareció no haberle escuchado.
—¡No hay tiempo para querellas, caballero! —conminó el noble esbozado sobre el lienzo—. ¡Esto es mucho más importante!
—¿Ah, sí? ¿Qué es esta vez? —sonrío Snape con sorna—. ¿George von Rheticus se ha adueñado de su yelmo?
—¡Escúcheme...!
—¡No me diga más, Sir Cadogan! ¿Giffard Abbott ha vuelto a mofarse de su estatura? ¿O acaso Hengist Rawkes le ha robado el caballo?
—¡Por el amor de Circe...! —manifestó el caballero su fastidio ante la terquedad del profesor.
—¡Cállese, maldita pintura! —le exigió Snape, mostrándole cómo en sus ojos se reflejaba la furia de un volcán que está a punto de hacer erupción—. ¡No me interesan lo más mínimo sus hazañas! ¡Tengo asuntos mucho más importantes que atender!
Sin intención de cederle la palabra, el profesor giró sobre sus talones y retomó su andar apresurado en dirección a la Gran Escalinata, dispuesto a encontrar, costara lo que costara, el paradero de su alumna predilecta.
—¿Es que no lo comprende? ¡No se trata de ninguna hazaña! —escuchó la voz insistente de Sir Cadogan a sus espaldas, como un eco que se le hacía cada vez más lejano—. ¡Se trata de Miss Granger, señor!
Ante aquellas concisas palabras, su paso se detuvo en seco, al compás de su respiración: a Snape, pocas cosas podían llegar a causarle asombro o temor, pero oír eso le heló la sangre.
Lentamente, se volvió en dirección a la pintura, mostrándole como el desconcierto le recorría irremediablemente la cara.
—¿La Srta. Granger? —balbuceó sin remedio, intentando articular sus palabras con claridad frente al lienzo—. ¿De qué demonios me está hablando?
—¡No hay forma en la que un servidor pueda explicárselo! —declaró el caballero, en la mirada del que se podía distinguir el horror más absoluto—. ¡Debe verlo con sus propios ojos!
—¿Dónde está ella, Sir Cadogan? —insistió Snape, en una pregunta que adquirió el tono de un ruego desesperado.
El retrato le brindó la respuesta con un simple gesto de muñeca.
—¡Acompáñeme, deprisa!
Sin objetar nada por su parte, Snape se dejó guiar por Sir Cadogan, quién atravesaba los cuadros con elegancia y se abría camino entre los marcos que reinaban en las paredes, conduciéndolo con rapidez hasta la superficie que conformaba la planta del tercer piso.
Desenfundando su varita con destreza, el profesor conjuró un sencillo hechizo con el que quebrar la oscuridad que reinaba en los pasillos, y haciendo de tripas corazón se adentró junto a Sir Cadogan en el primero de los corredores, escrutando cada rincón en busca del más mínimo indicio de lo que hubiera ocurrido en el lugar.
Cuando ambos se encontraban cruzando uno de los corredores, un pequeño detalle se apoderó de la atención de Snape, y sintiéndose intrigado, se acercó cautelosamente hasta la ventana más próxima a la inscripción de la pared. Su mirada se dirigió al cristal superior, por donde una veintena de arañas estaban escabulléndose, según parecía tratando de penetrar por una pequeña grieta en el cristal. Un hilo largo y plateado colgaba como una soga, y daba la impresión de que las arañas lo habían utilizado para salir apresuradamente.
—Pero qué demonios... —masculló, contemplando aquella escena con absoluta estupefacción, y apuntó decidido con su varita sobre la grieta—. ¡Reparo!
—¡Mr. Snape!
Sintiéndose de vuelta en la realidad tras la llamada de Sir Cadogan, Snape giró sobre sí mismo y volvió a emprender el paso, dispuesto a cruzar el corredor.
Sin embargo, no tardó en comprender porqué la pintura se había detenido en mitad de éste... justo cuando divisó entre la oscuridad como un discreto haz de luz, a través de uno de los ventanales, recaía sobre la figura inerte que restaba tendida en el suelo con los ojos abiertos y vidriosos.
Como en la peor de todas sus pesadillas... Hermione Granger había caído petrificada.
***
Los equipos saltaron al campo de juego en medio del clamor del público. Oliver Wood despegó para hacer un vuelo de calentamiento alrededor de los postes, y la señora Hooch sacó las bolas. Los de Hufflepuff, que jugaban de color amarillo canario, se habían reunido para repasar la táctica en el último minuto, y Harry acababa de montarse en la escoba cuando la profesora McGonagall llegó corriendo al campo, llevando consigo un megáfono de color púrpura.
—El partido acaba de ser suspendido —anunció a través de éste, dirigiéndose al estadio abarrotado.
Hubo gritos y silbidos. Oliver, con aspecto desolado, aterrizó y fue corriendo hasta donde se encontraba la profesora con una mueca de desolación.
—¡Pero, profesora...! —exclamó desesperado—. Tenemos que jugar... la Copa... Gryffindor...
La profesora McGonagall, sin embargo, hizo caso omiso a sus palabras y continuó gritando por el megáfono.
—Todos los estudiantes tienen que volver a sus respectivas salas comunes, donde les informarán los jefes de sus casas. ¡Id lo más deprisa que podáis, por favor!
Apartándose el megáfono, hizo una seña a Harry y a Cedric para que se acercaran hasta ella.
—Potter, Diggory... —declaró con cierta tristeza en su hablar, una vez ambos muchachos hubieron aterrizado frente a ella—. Vengan conmigo.
Preguntándose por qué sospecharían de él en aquella ocasión, Harry vio que Ron y Susan se separaban de la multitud descontenta y se unían a ellos corriendo para volver al castillo. Para su sorpresa, la profesora McGonagall no se opuso.
—Sí, quizá sea mejor que ustedes también nos acompañen.
Algunos de los estudiantes que había a su alrededor rezongaban por la suspensión del partido y otros parecían preocupados. Harry, Ron, Susan y Cedric siguieron a la profesora McGonagall y, al llegar al castillo, subieron con ella la escalera de mármol.
—Esto les resultará un poco sorprendente —manifestó la docente en un hilo de voz cuando se acercaban a la enfermería—. Me temo que ha habido otro ataque...
Los cuatro se observaron entre sí con total desconcierto, y sintiéndose alarmados, vacilaron al cruzar el umbral de la gran puerta de la enfermería.
Frente a ellos se encontraba Madame Pomfrey, que parecía estar atendiendo a una muchacha que se encontraba tendida sobre la camilla, completamente inmóvil, con la muñeca alzada a la altura de su pecho.
Los cuatro se acercaron cautelosamente hasta el lecho, y al mismo tiempo, soltaron un suspiro plagado de asombro y pavor en su misma medida.
—¡Hermione! —gimió Susan, arrojándose hacia su persona y dejando que lágrimas de amargura emergieran de sus ojos marrones.
Cedric estrechó a la Hufflepuff entre sus brazos, intentando consolarla, y Harry y Ron restaron inmóviles frente a la camilla, contemplando el rostro petrificado de Hermione con total estupefacción.
—La encontraron en uno de los corredores del tercer piso, cerca de la biblioteca —dictaminó McGonagall con la voz entrecortada, como si estuviera haciendo un esfuerzo sobrehumano por mantener la compostura frente a sus alumnos.
Sintiendo como en sus ojos amenazaba caer una tormenta, Harry se volvió en dirección a la profesora.
—¿Podría... podría concedernos unos minutos con ella...? —le rogó, sintiéndose abatido ante las circunstancias—. Por favor...
McGonagall se limitó a asentir un par de veces con la cabeza, aceptando su petición, y junto a la enfermera abandonó la estancia, dejando a los muchachos acompañados por la desolación.
Sintiéndose devastado, Harry se inclinó ligeramente hacia la camilla en la que su compañera yacía y tomó dulcemente su mano helada, envolviéndola con sus dedos. Solo el incesante llanto de Susan, arropada entre los brazos de Cedric, rompía el perfecto silencio de la habitación.
—No pienso quedarme de brazos cruzados esperando a ser el siguiente —dictaminó el Hufflepuff, haciendo sonar decisivas sus palabras—. Esto tiene que terminar.
—¿Qué se supone que debemos hacer? —preguntó Ron, sintiendo las palabras atoradas en la garganta.
Deshaciéndose cuidadosamente del agarre que la unía a su compañero de casa, Susan se secó las lágrimas con las mangas de su túnica y tomó aire, intentando controlar su gimoteo.
—Tenemos que hablar con Hagrid —sentenció ella—. Si él fue quién liberó el monstruo la última vez, también sabrá llegar hasta la Cámara de los Secretos.
—Pero, chicos... —exclamó el pelirrojo—. Después de haber sufrido cuatro ataques, no creo que nos dejen salir de nuestras salas comunes más que para asistir a las clases.
—Creo —se añadió Harry, alzando la vista de la camilla y armándose de todo coraje— que ha llegado la hora de volver a sacar la vieja capa de mi padre.
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