Capítulo XLVI - Colloshoo
ARESTO MOMENTUM
— CAPÍTULO XLVI —
❝ C o l l o s h o o ❞
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Hermione pasó varias semanas en la enfermería. Si bien su recuperación física externa había sido rápida, la interna resultó mucho más longeva y dolorosa. Corrieron rumores sobre su desaparición cuando el resto del colegio regresó a Hogwarts al final de las vacaciones de Navidad, dado que todos creyeron que la habían atacado. Eran tantos los alumnos que se daban una vuelta por la enfermería tratando de echarle la vista encima que Madame Pomfrey quitó las cortinas de su propia cama y las puso en la de Hermione para ahorrarle la vergüenza de que la vieran escupiendo bolas de pelo.
Harry, Ron y Susan iban a visitarla todas las noches, y cuando comenzó el nuevo trimestre, le llevaban cada día los deberes; la vuelta a las clases le otorgó también la constante compañía de Cedric y Maxine en la enfermería, quienes, aun habiendo digerido la caída de Helen y Malcolm, todavía se sentían apenados por su estado y pasaban con ellos algunas horas, esperando su pronta recuperación.
Hermione salió de la enfermería a principios de febrero. El sol había vuelto a brillar débilmente sobre Hogwarts, y dentro del castillo, la gente parecía más optimista; no había vuelto a haber ataques después del cometido contra Malcolm y Nick Casi Decapitado, y a Madame Pomfrey le encantó anunciar que las mandrágoras se estaban volviendo taciturnas y reservadas, lo que quería decir que rápidamente dejarían atrás la infancia.
Lockhart estaba convencido de que era él quien había puesto freno a los ataques. Susan y Hermione le oyeron exponerlo así ante la profesora McGonagall mientras los de Gryffindor marchaban en hilera hacia la clase de Astronomía.
—No creo que volvamos a tener problemas, Minerva. Creo que esta vez la cámara ha quedado bien cerrada —aseguró él, guiñándole un ojo y dándose golpecitos en la nariz con el dedo, con aire de experto—. Los culpables se han dado cuenta de que en cualquier momento yo podría pillarlos y han sido lo bastante sensatos para detenerse ahora, antes de que cayera sobre ellos. Lo que ahora necesita el colegio es una inyección de moral, para barrer los recuerdos del trimestre anterior.
La idea que tenía Lockhart de una inyección de moral se hizo patente durante el desayuno del día catorce de febrero; las paredes estaban cubiertas de flores grandes de un rosa chillón, y del techo, de color azul pálido, caían confetis en forma de corazones.
En la mesa de Gryffindor, Harry admiraba con cierto nerviosismo todo cuanto caía a su alrededor, Ron suspiraba con aire asqueado, Susan reía tontamente y Hermione se mantenía muy concentrada, escribiendo sobre lo que parecía ser una tarjeta de San Valentín y ocultándola entre sus brazos, a modo de que nadie pudiera leer su contenido.
—¿Qué ocurre? —les preguntó Neville a los muchachos, sentándose con torpeza junto a ellos y quitándose de encima el confeti que había caído sobre los hombros de su túnica.
Ron, que parecía estar demasiado molesto para pronunciar palabra alguna, señaló la mesa de los profesores: Lockhart, que llevaba una túnica de un vivo color rosa que combinaba con la decoración, reclamaba silencio con las manos, mientras los profesores que tenía a ambos lados lo miraban estupefactos. Desde su asiento, Harry pudo ver a la profesora McGonagall con un tic en la mejilla, y Snape tenía el mismo aspecto que si se hubiera bebido un gran vaso de crecehuesos.
—¡Feliz día de San Valentín! —vociferó Lockhart, apoderándose de la atención de todos los presentes—. ¡Y quiero también dar las gracias a las cuarenta y seis personas que me han enviado tarjetas! Sí, me he tomado la libertad de preparar esta pequeña sorpresa para todos vosotros... ¡y no acaba aquí la cosa!
El profesor dio una palmada, y por la puerta del vestíbulo entraron una docena de enanos de aspecto hosco que lucían unas ridículas alas doradas.
—¡Mis amorosos cupidos portadores de tarjetas! ¡Durante todo el día de hoy recorrerán el colegio ofreciéndoos felicitaciones de San Valentín! —sonrió Lockhart—. ¡Y la diversión no acaba aquí! Estoy seguro de que mis colegas querrán compartir el espíritu de este día. ¿Por qué no pedís al profesor Snape que os enseñe a preparar un filtro amoroso? ¡Aunque el profesor Flitwick, el muy pícaro, sabe más sobre encantamientos de ese tipo que ningún otro mago que haya conocido!
El profesor Flitwick se tapó la cara con las manos, completamente avergonzado. Snape parecía dispuesto a envenenar a la primera persona que se atreviera a pedirle un filtro amoroso, cosa que hizo reír interiormente a Hermione, que le contemplaba desde la lejanía.
—Por favor, Hermione —la llamó la voz del pelirrojo, que admiraba la tarjeta que la muchacha sostenía entre ambas manos—, dime que no tienes pensado sumarte a las cuarenta y seis admiradoras de Lockhart.
Poniendo los ojos en blanco con absoluto fastidio, la muchacha negó su afirmación con la cabeza, y doblando la tarjeta un par de veces hasta convertirla en un pequeño cuadrado, escribió con rapidez unas iniciales en uno de los lados y la resguardó en el bolsillo de su túnica, sonriendo con satisfacción.
Lo cierto era que sus intenciones eran muy diferentes a lo que a primera vista podían parecer: tenía muy claro que aquella declaración jamás alcanzaría las manos de su receptor, pues aún estar dirigida a él, su finalidad no era transmitir... más bien, aquella carta había sido escrita con el desahogo por intención, como una forma de dejar plasmadas sobre el papel sus frustraciones internas. Hermione tenía muy presente que podía contar con Susan, quien no dudaba en escucharla cada vez que ella lo necesitaba, pero incluso su amiga sabía que habían emociones y sentimientos demasiado reservados como para hacerlos sonar en voz alta.
Sintiéndose liberada tras aquella confesión sobre el papel, la castaña volvió a alzar su mirada en dirección a la mesa de profesores, y contempló una vez más aquel rostro cetrino que solía visitarla en sus sueños más profundos: Snape se apretaba el puente de la nariz con desesperación, y McGonagall, acomodada junto a él, sonreía al verle en aquel estado... gesto que a Hermione se le hizo imposible no imitar.
Cuando acabaron de desayunar, los cuatro se retiraron del Gran Comedor movidos por Harry, quien condujo a sus amigos hacia el exterior para poder conversar tranquilamente con ellos sobre lo que había sucedido hacía unas pocas horas, aprovechando el rato libre que tenían antes de asistir a la clase de Encantamientos.
—Fue Hagrid —exclamó con total seguridad tras haberles contado su visión a través del diario, una vez se encontraron cruzando los jardines helados—. Hagrid abrió la Cámara de los Secretos hace cincuenta años.
Ron abrió la boca con total estupefacción, y Susan y Hermione se observaron entre sí, desconcertadas.
—No puede haber sido Hagrid —alegó la pelirroja, intentando negar aquella posibilidad—. Simplemente no puede ser...
—A lo mejor Ryddle se equivocó de culpable —intentó razonar Hermione—. A lo mejor el que atacaba a la gente era otro monstruo...
—¿Cuántos monstruos crees que puede albergar este castillo? —preguntó Ron, completamente horrorizado.
—Ya sabíamos que a Hagrid lo habían expulsado —declaró Harry, apenado—. Y supongo que entonces los ataques cesaron. Si no hubiera sido así, a Ryddle no le habrían dado ningún premio...
El pelirrojo se rascó la barbilla, pensativo.
—Pero ¿por qué tuvo que delatar a Hagrid?
—El monstruo había matado a una persona, Ron —alegó Susan, sintiendo como un escalofrío le recorría la espalda al pensarlo.
—Y Ryddle habría tenido que volver al orfanato muggle si hubieran cerrado Hogwarts —manifestó Harry—. No lo culpo por querer quedarse aquí.
Los cuatro se sumieron en un suspiro colectivo, y restando en pie en mitad de los jardines helados, dejaron que el silencio les rodeara por completo.
—Hagrid es nuestro amigo... —suspiró Hermione, quebrando la afonía colectiva—. ¿Por qué no vamos y se lo preguntamos directamente?
—Qué visita tan animada... —se burló Ron, poniendo los ojos en blanco—. ¡Hola Hagrid! Cuéntanos... ¿has estado últimamente dejando en libertad por el castillo a una cosa loca y peluda?
—¿Loco y peludo? —resonó aquella voz amigable a espaldas de los muchachos—. ¿Estáis hablando de mí?
Los cuatro giraron sobre sí mismos con inmediatez, clavando sobre la voluptuosa figura del semigigante sus ojos atemorizados: Hagrid les sonreía con afabilidad, gesto que les indicó que sus palabras no habían sido escuchadas en su totalidad...
—¡No! —respondieron los muchachos al unísono.
La mirada acusadora del guardabosques fue pasando de rostro en rostro. Se notaba a la legua que aquellos pequeños estudiantes tramaban algo...
—¿Qué traes ahí? —le preguntó Harry, intentando distraer su atención.
—Repelente para babosas carnívoras. Para las mandrágoras, ya sabéis —respondió él, alzando una gran lata que sujetaba entre sus robustos dedos y mostrándoles su curiosa estampilla—. Según la profesora Sprout, todavía les falta crecer un poco, pero cuando se les quite el acné, las cortaremos y las guisaremos para poder despetrificar a las víctimas.
Los cuatro asintieron con parsimonia ante sus palabras, creyendo que habían logrado despistar su atención... sin embargo, las siguientes palabras que el semigigante profirió indicaron todo lo contrario.
—Mientras tanto, vosotros cuatro... más os vale ir con cuidado, ¿entendido?
Sin mucho convencimiento, los cuatro volvieron a afirmar con la cabeza, gesto ante el que Hagrid decidió retirarse, pasando a darles la espalda y dejándoles recuperar el aliento que el temor a ser descubiertos les había arrebatado.
Pero la tranquilidad no duró lo suficiente, pues segundos después fueron testigos de cómo Seamus corría hacia ellos con una mueca de espanto dibujada entre sus facciones.
—Harry... no sé quién ha sido... —balbuceó el muchacho una vez llegó hasta ellos, intentando recuperar el aliento—. Pero tienes que venir en seguida...
Con la curiosidad a flor de piel, los cuatro recorrieron a toda prisa el castillo tras el paso agitado de Seamus, que les condujo hasta el séptimo piso: al llegar frente al retrato de la Dama Gorda, Susan se tuvo que resignar a esperar en el exterior mientras sus compañeros ingresaban en la sala común.
Ascendiendo a grandes saltos las escaleras de piedra, Harry, Ron, Hermione y Seamus se adentraron en los dormitorios de los chicos, encontrándose con el desastre: el contenido del baúl de Harry estaba esparcido por todas partes. Su capa restaba en el suelo, rasgada; le habían levantado las sábanas y las mantas de la cama; habían sacado el cajón de la mesita y el contenido estaba desparramado sobre el colchón.
Harry fue hacia su catre, pisando algunas páginas sueltas de Recorridos con los trolls. No podía creer lo que había sucedido.
—Sólo puede haber sido alguien de Gryffindor —declaró Hermione en un hilo de voz—. Nadie más conoce nuestra contraseña... a menos que no fuera un estudiante.
—Sea quien fuere, debe de haber estado buscando algo —se añadió Ron.
Tras revisar lo poco que quedaba en el interior de su baúl, Harry se volvió en dirección a sus amigos con ojos resignados.
—Y lo ha encontrado —exclamó con total convicción—. El diario de Tom Ryddle ha desaparecido.
***
Tras el incidente del diario, los ánimos en el grupo habían quedado aplacados por la falta de respuestas. Si la supuesta culpabilidad de Hagrid ya había significado una gran inquietud para las conciencias de los cuatro integrantes, el robo del diario no había hecho sino empeorar su embrollo interno.
Hermione, sin embargo, poseía una suerte que no había sido capaz de compartir con sus amigos: aquel mismo día, Snape la esperaba en su despacho para dar, finalmente, inicio a sus clases particulares... hecho que, dentro de la adversidad, suponía un haz de optimismo para la muchacha.
Así, cuando las manecillas de su reloj de muñeca marcaron las ocho menos diez y con el pretexto de que debía consultar unos tomos de la biblioteca con tal de finalizar su ensayo de Transformaciones, Hermione abandonó en soledad la sala común y dirigió su andar discreto en dirección a las mazmorras, notando como la latente emoción del momento le aceleraba la respiración. Por más que intentara aserenar sus exaltaciones internas, el pensar que se encontraría a solas con Snape inundaba su mente de fantasía, volviéndola responsable de extinguir todas aquellas sonrisas que deseaban formarse entre sus labios, a medida que descendía las escaleras y se cruzaba con los pocos alumnos que aún merodeaban por el castillo.
Intentando mantener el anonimato, la muchacha esperó a encontrarse sola en el gran vestíbulo para ingresar en las mazmorras, como si temiera estar haciendo algo indebido. Con suma rapidez se escabulló por entre las sombras y alcanzó aquella característica puerta de roble, frente a la que se paró para observar con detenimiento las manecillas de su reloj: éstas marcaban las ocho en punto, indicándole que ya era hora de afrontar la realidad.
Sintiendo como los nervios empezaban a invadirla, la muchacha se aclaró la garganta tosiendo un par de veces y, inundando sus pulmones de aire, alzó la mano con valentía y dejó caer sus nudillos sobre la puerta, dando dos tímidos golpes.
En el transcurrir de un par de segundos, la entrada al despacho se abrió de par en par, y la muchacha, aún algo retraída, se adentró en el lugar con total expectación. Tras su paso, la puerta volvió a cerrarse, y frente a ella se encontró la figura sombría de su profesor de Pociones, aguardándola adecuado en el sillón que precedía su imponente escritorio de roble.
—Tome asiento, Granger —le ofreció el hombre, indicándole con un simple gesto el asiento que había colocado frente a su escritorio.
Hermione, con las mejillas teñidas de un afable rosado, se acomodó en la butaca y permaneció atenta a las orbes oscuras de su profesor, que parecían examinarla con total fijación.
—Pensaba que practicaríamos algunos hechizos, profesor —exclamó ella, en un intento por extinguir aquel silencio inexpugnable.
—Y así es... pero antes de iniciar la práctica, debo asegurarme de que conoce los hechizos que conjuraremos —aclaró él, y con un ágil movimiento de varita, hizo aparecer frente a la muchacha un pergamino, un tintero y una hermosa pluma de barbas azabaches, la que Hermione acogió entre sus dedos y bañó con la tinta—. Empezaremos con algunos encantamientos básicos que estoy seguro que ya conoce.
La muchacha, atenta a las palabras que profería su profesor, procedió a apuntarlas sobre el pergamino con la mejor caligrafía posible, dejando que cada conjuro quedara grabado a fuego en su cabeza. A pesar de que era conocedora de la mayoría, eran muy pocos los que había tenido oportunidad de conjurar.
—Comprobaremos la lucidez de su preciada mente, Srta. Granger —la retó el hombre, una vez la lista completa de hechizos ocupó el pergamino—. ¿Qué efecto otorga el Desmaius?
—Deja inconsciente a la víctima, señor —respondió ella con total convicción.
—Bien... ¿y el Petrificus totalus?
—Inmoviliza totalmente a aquel que lo recibe.
—¿Qué hay del Everte statum?
—Aturde y desestabiliza al oponente.
—¿Expulso?
—Empuja bruscamente por los aires a un objeto o persona.
—¿Flipendo?
—Repele físicamente al adversario.
—¿Verdimillious?
—Causa una descarga de electricidad que explota y cruje alrededor de la víctima, causándole daños leves.
Con el ceño fruncido, los ojos de Snape volvieron a devorar los de Hermione, preguntándose interiormente si existía la posibilidad de que aquella muchacha llegara a equivocarse alguna vez.
—Sin embargo, el conocer las maldiciones no la vuelve inmune si no sabe protegerse de ellas debidamente —prosiguió el hombre, intentando encontrar un punto débil a medida que se desplazaba por el despacho a paso calmado—. ¿Sabría decirme qué encantamiento puede protegerla de hechizos o maldiciones que atenten contra su integridad física y mental?
—Protego, por supuesto.
—¿Con qué hechizo protegería una zona específica?
—Con Protego totalum... o Salvio hexia.
—¿Y cómo crearía un hechizo de escudo mayor?
—Mediante Fianto duri, Protego maxima y Repello inimicum.
Con su característico fruncir de ceño, Hermione entendió que Snape empezaba a frustrarse al no encontrar ni un solo desacierto en sus respuestas, cosa que la colmó de orgullo.
Frenando su andar frente a ella, el profesor volvió a escrutarla con la mirada.
—Bien, muy bien... aunque usted sabe que mi filosofía dicta que los hechos dicen más que las palabras —manifestó él con total rectitud, y haciéndole a Hermione una simple seña con la mano, logró que ésta se levantara de su asiento—. Son tres las lecciones en el arte del combate que debo enseñarle, así que tome su varita y sitúese de espaldas a la puerta principal.
Con un leve asentimiento, la Gryffindor obedeció al pie de la letra sus indicaciones, desplazándose despreocupadamente hasta la posición indicada mientras se armaba con su varita, la que llevaba escondida en el elástico de la falda que le rodeaba la cintura. Sin embargo, cuando se encontraba a dos cortos pasos de alcanzar su sitio, notó como una fuerza le arrebataba la varita de la mano, sintiéndola escurrirse entre sus dedos perfilados.
Alarmada, giró sobre sus talones y se encontró con la sonrisa maliciosa de su profesor de Pociones, que situado junto al gran escritorio de roble le mostraba a su alumna la varita despojada.
—Primera lección de vida, Granger: manténgase alerta en todo momento —declaró con cierta picardía en su voz profunda, y con un ligero movimiento de la varita propia, devolvió a Hermione la suya—. El mundo real no es como el Club de Duelo, en el que se nos ofrecen segundas oportunidades. El más mínimo descuido puede suponer nuestra perdición, así que debe mantener sus cinco sentidos despiertos.
Sin previo aviso, el profesor blandió su varita en un ligero movimiento, apuntando fijamente sobre la figura de su alumna.
—¡Impedimenta!
Sintiendo el corazón retumbarle en el pecho con una fuerza abismal, Hermione dejó que su propio instinto respondiera en su lugar, dibujando una simple línea recta en el aire con su varita y logrando que aquella centella que se precipitaba hacia su persona se extinguiera al colisionar contra su barrera invisible.
Habiendo evitado el peligro, la muchacha dejó que un suspiro de alivio saliera de entre sus labios turgentes... sin saber que Snape tenía otros planes para ella.
—¡Colloshoo! —volvió a acariciarla la voz del profesor, y para cuando quiso darse cuenta, los efectos ya se habían manifestado en ella.
Intentó dar un paso por delante y estuvo a punto de caer de cabeza contra la fría piedra que conformaba la superficie, pues las suelas de sus zapatos se habían pegado al suelo.
—Segunda lección de vida: jamás subestime a la adversidad —prosiguió el profesor, que habiéndose acercado hasta la posición de la muchacha, la rodeaba con aires de superioridad—. Cuanto más crea tener el control sobre la situación, más cerca estará de perderlo. No se imagine el hechizo realizado como el último que conjurará, sino como el primero de muchos que está por conjurar; de esta forma, estará prevenida.
Mientras Hermione intentaba inútilmente despegar sus zapatos del suelo, Snape detuvo su andar justo frente a ella, logrando que la muchacha, deteniendo sus intentos, postrara sobre su persona su completa atención.
—¿Cómo puedo despegarme del suelo, profesor? —preguntó ella en un hilo de voz, intentando no sonar exasperada.
Snape volvió a ofrecerle una diminuta sonrisa, esta vez con cierta sorna distinguible en ella.
—Esa es precisamente la tercera lección de vida, sabelotodo: disponga de recursos —respondió él con decisión, y alzando la mano derecha a la altura de la cabeza de la muchacha, dio un par de leves toques con el dedo índice sobre la frente de ella—. Haga uso de su preciado intelecto, porque pienso ponerla a prueba una vez más.
Apartándose de ella con lentitud, el profesor procedió a darle la espalda, y a paso firme anduvo hasta su posición anterior, junto al escritorio, donde se detuvo y volvió a girar sobre sus talones, clavando sus ojos oscuros en la figura de la joven y alzando lentamente su varita.
—Este es el plan: procederé a atacarla con varias maldiciones. Le otorgaré cinco segundos entre cada conjuro proferido, y usted deberá tratar de solucionar su situación mientras se deshace de mis hechizos —exclamó él con mirada desafiante—. Una vez consiga deshacerse de la maldición, si es que lo consigue, aumentaré la intensidad de mis encantamientos, y usted procederá a atacarme.
Los ojos de Hermione se abrieron con estupor.
—¡Pero, profesor...!
—¡Concéntrese, Granger! ¡Busque una salida! —la interrumpió él, y con firmeza apuntó sobre su persona—. ¡Densaungeo!
Con un sencillo movimiento, la muchacha conjuró de nuevo una barrera invisible con la que se protegió de la maldición, y llevando la cuenta de los cinco segundos en su mente, observó sus zapatos con detenimiento: con la respiración agitada, meneó incansablemente las piernas en un intento por zafarse del agarre de las suelas en la piedra... sin ningún resultado aparente.
—¡Pullus! —volvió a escuchar aquella voz grave frente a sí.
De forma indeliberada, la muchacha reaccionó poniéndose en cuclillas y cubriéndose la cabeza con ambas manos, intentando protegerse: supo que había esquivado el conjuro en cuanto sintió como el rastro de aquella centella azulada le había erizado el cabello, habiendo rozado sus dedos.
Poniéndose de nuevo en pie, apuntó fijamente sobre sus zapatos y les lanzó un par de contrahechizos básicos con la esperanza de que funcionaran... la que rápidamente perdió al presenciar nulos resultados.
—¡Steleus!
Aprovechando la sujeción que le proporcionaban sus zapatos pegados en el suelo, la muchacha dejó que su cuerpo se inclinara hacia un lado, esquivando una vez más el ataque.
Cuando volvió a enderezarse, contando interiormente los segundos que faltaban para el próximo encantamiento, volvió a bajar la vista hacia el suelo y admiró con curiosidad los cordones que ella misma había atado aquella mañana, ligándolos en un bonito lazo con un par de nudos. En aquel preciso instante, quiso golpearse a sí misma como forma de escarmentarse por haber sido tan ingenua frente a la solución más sencilla.
Sin tiempo que perder, acogió cada herrete del zapato con una mano distinta y estiró con fuerza, deshaciendo los nudos y liberándose del agarre.
—¡Titillando! —insistió Snape desde su posición.
De un salto ágil hacia un lado, la muchacha se deshizo de sus zapatos y quedó descalza sobre la piedra, esquivando una vez más el maleficio. Con una sonrisa pícara entre sus labios, blandió entonces su varita en dirección a su profesor, que la admiraba con su habitual impasibilidad.
Ambos empezaron a atacarse mutuamente por el despacho, lanzándose hechizos básicos y protegiéndose el uno del otro con maestría. Hermione, pese a sentir como sus fuerzas empezaban a fatigarse, se mantuvo firme frente a la adversidad, tal y como él le había enseñado; Snape, por su parte, había vivido situaciones mucho peores como para sentirse fatigado ante la amenaza que suponía su alumna... pero debía admitir que la muchacha había superado con creces sus expectativas en el combate.
En el transcurrir de algunos minutos de más, las fuerzas de la Gryffindor comenzaron a fallar: empezaba a sentirse sumamente agotada, y apenas le quedaban energías para seguir con el duelo. Fue justo cuando aquella centella anaranjada colisionó contra su cuerpo, haciéndola perder el equilibrio y cayéndose al suelo, que supo que había perdido... sin embargo, un detalle escapó de su campo visual a medida que se desplomaba: del bolsillo de su larga túnica había caído una curiosa tarjeta.
Encontrándose tendida sobre la fría piedra que conformaba la superficie, Hermione se estremeció al notar aquella caricia gélida sobre su espalda, y mantuvo los ojos cerrados con fuerza, intentando disuadir el leve dolor en la espalda que le había provocado la caída.
Desde su posición pudo distinguir con nitidez las suaves pisadas de Snape por el piso, escuchándolo acercarse hasta ella: una vez estas se detuvieron, la muchacha abrió los ojos con dificultad y se encontró una vez más con su rostro cetrino y sus ojos lóbregos, que parecían contemplarla con cierto abatimiento. Sin articular palabra alguna, el hombre le ofreció su mano, y ella la correspondió, dejándose ayudar a ponerse en pie de nuevo.
—Es suficiente por hoy... mañana proseguiremos —dictaminó su voz profunda, y con un simple agitar de varita, el docente deshizo el maleficio al que estaban sometidos los zapatos de la muchacha—. Debo felicitarla, Granger: me temo que está usted por encima del nivel de muchos alumnos de quinto curso.
—Se lo agradezco mucho, profesor.
Con una sonrisa de complacencia esbozada entre sus mejillas tras aquel elogio espontáneo, la muchacha volvió a ponerse los zapatos y, acercándose al gran escritorio de roble, tomó el pergamino sobre el que había escrito y lo guardó en el bolsillo de su túnica... sin percatarse de que este se encontraba vacío.
Sin embargo, cuando giró sobre sus talones y vio como Snape sujetaba entre sus dedos aquella tarjeta doblada y contemplaba con detalle uno de sus bandos, el espanto la invadió por completo.
El profesor no tardó en quedar desconcertado en cuanto encontró escritas sobre el papel dos características iniciales que debían obedecer al receptor de la tarjeta... las que, curiosamente, correspondían con las propias.
«S. S.»
Notablemente confuso, Snape alzó sus ojos oscuros del dorso de la tarjeta y se encontró con la mirada desconcertada de su alumna: en sus ojos podía distinguirse el pánico, y no hacía falta ser una eminencia en Adivinación como para entender el porqué.
Sin decir palabra alguna, el hombre extendió su brazo en dirección a la muchacha, entregándole de vuelta la tarjeta: ella, completamente avergonzada, la tomó sutilmente entre sus dedos, y tras una última mirada fugaz en la que se vio reflejado el bochorno por ambas partes, Hermione abandonó el despacho a paso apresurado, cerrando la puerta con suavidad tras de sí.
Y en cuanto ambos se encontraron envueltos por la soledad, apenas separados por la robusta madera que conformaba la entrada al despacho, tomaron a la vez una gran bocanada de aire con la que inundar sus pulmones.
Había mucho que podían haberse dicho tras lo sucedido, pero ambos prefirieron guardar silencio para dar paso a sus propias conjeturas: ella, temiendo el haber sido descubierta, y él, temiendo el haber captado el mensaje... del que no se sentía merecedor.
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