Capítulo XLV - Aparecium
ARESTO MOMENTUM
— CAPÍTULO XLV —
❝ A p a r e c i u m ❞
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Después de una tortuosa semana plagada de preguntas, miedos y temores tras la reciente petrificación de Malcolm y Nick Casi Decapitado, sobre el colegio cayó un silencio tan vasto como la nieve en los campos que, más que lúgubre, a Hermione le pareció tranquilizador. Se alegró de que ella, Harry y los Weasley pudieran gobernar la torre de Gryffindor, y aceptó gustosa la sugerencia de compartir habitación con Ginny durante aquellos días, haciéndose mutua compañía en las noches gélidas de invierno.
Una vez más, pasar las vacaciones de Navidad en el castillo junto a sus amigos suponía un hecho emocionante para ella: disponer de la biblioteca para Susan y ella a solas, pasearse por la tranquilidad de los corredores, disfrutar de la nieve caída sobre los jardines... todas y cada una de aquellas cosas que se moría por hacer suponían una tortuosa exaltación en su pecho. Sin embargo, la que reinaba sobre todas aquellas emociones, como bien sabía, eran sus clases particulares con su distinguido profesor: Snape y ella habían acordado iniciarlas a finales de aquella misma semana, después de las celebraciones... y se sentía sumamente emocionada por ello.
El día de Navidad amaneció frío y blanco, y Hermione despertó temprano con una sonrisa esbozada entre sus mejillas rosadas: aprovechando la soledad que le ofrecía el ser la primera en levantarse, abandonó la sala común y discretamente se dirigió hasta el aseo de las chicas del segundo piso. La poción, escondida en uno de los retretes más recónditos, crepitó cuando ella echó en la mezcla los últimos crisopos, y la ligera humareda negra que nació de ésta al cabo de unos minutos le indicó que, al fin, la poción multijugos se encontraba lista.
Sin embargo, nadie podía dejar de asistir a la comida de Navidad en Hogwarts, así que la muchacha tuvo que controlar su deseo de experimentar por primera vez los efectos de tan complicada poción... aunque no sus ganas de hablar acerca de ello.
Harry, Ron y Susan apenas habían terminado su tercer trozo de tarta de Navidad cuando Hermione les hizo salir del salón con ella para ultimar los planes para la noche... una conducta que no pareció importunar a nadie, a excepción de dos pares de ojos: por un lado los de Snape, que como habitualmente seguían la figura de la muchacha con impoluta discreción, y por otro, los de Luna, que a sorpresa de todos, también se había quedado en el castillo... aunque apenas hablaba con alguien.
—Aún nos falta conseguir algo de las personas en que os vais a convertir —comentó Hermione con total naturalidad una vez se encontraron en el vestíbulo, observando a Harry y Ron—. Desde luego, lo mejor será que podáis conseguir algo de Crabbe y de Goyle. Como son los mejores amigos de Malfoy, él les contaría cualquier cosa... y también tenemos que asegurarnos de que los verdaderos Crabbe y Goyle no aparecen mientras lo interrogamos.
Sin esperar respuesta por parte de sus compañeros, Hermione introdujo su mano derecha en el interior de su bolsa y sacó consigo dos pastelitos redondos que parecían ser de chocolate.
—He rellenado estos pasteles con una simple pócima para dormir. Todo lo que tenéis que hacer es aseguraros de que Crabbe y Goyle los encuentran... ya sabéis lo glotones que son, así que seguro que se los tragan —esclareció ella con una sonrisa maliciosa dibujada entre sus facciones, entregándoles a cada uno su pastel correspondiente—. Cuando estén dormidos, los esconderemos en uno de los armarios de la limpieza y les arrancaremos algunos cabellos.
—¿Qué hay de vosotras? —se preguntó Ron, mientras analizaba aquél pastelito con la mirada—. ¿A quién se lo vais a arrancar?
Hermione y Susan se observaron con cierta satisfacción.
—Nosotras ya tenemos los nuestros —anunció la pelirroja, y ambas sacaron sus muestras de los respectivos bolsillos de sus túnicas; frente a los chicos, mostraron campantes dos pequeños frascos, y en el interior de éstos sólo restaban un par de cabellos negros, los cuales solo se podían diferenciar por su forma, siendo uno lacio y otro rizado—. ¿Recordáis que Snape me colocó junto a Pansy en el club de duelo? Cuando a la muy infeliz se le ocurrió tirarme del pelo, dudo que se llegara a imaginar que yo, devolviéndole la cortesía, me guardaría esta muestra para la ocasión.
—¿Y tú, Hermione? —cuestionó entonces Harry.
—Cuando Millicent me estranguló, se dejó este cabello sobre mi túnica —respondió confiada la muchacha—. Tanto ella como Pansy se han ido a su casa a pasar las Navidades, así que lo único que tenemos que decirle a los Slytherin es que hemos decidido volver.
Los cuatro compartieron entonces una sonrisa de complicidad entre ellos: se encontraban cada vez más cerca de saber la verdad... y mentirían si dijeran que aquel hecho no les emocionaba por completo.
—¿Cuando empezamos? —ansió saber Ron, con los ojos iluminados de expectación.
—Susan y yo iremos a revisar la poción —anunció la castaña con la misma decisión—. Cuando hayáis conseguido vuestras muestras, nos encontraremos allí e iniciaremos el plan.
Con un leve asentimiento los muchachos mostraron su conformidad ante las indicaciones, y divididos en dos grupos, tomaron rumbos diferentes: Hermione y Susan ascendieron la Gran Escalinata hasta el segundo piso, y Harry y Ron descendieron hasta las mazmorras con la firme intención de obtener aquello que habían venido a buscar.
Para sorpresa de ambos muchachos, la primera fase de la operación resultó tan sencilla como Hermione había supuesto. Habiendo dejado los pastelitos de chocolate en el extremo de uno de los pasamanos, se escondieron rápidamente detrás de una armadura adecuada junto a la puerta del aula de Pociones; Crabbe y Goyle no tardaron en aparecerse por el lugar, y los Gryffindors sonrieron entusiasmados al ver que ambas serpientes, habiendo cogido los pasteles, se los habían metido enteros en la boca y los masticaban glotonamente frente a sus ojos, para luego, sin el más leve cambio en la expresión, se desplomaran de espaldas en el suelo.
Lo más difícil fue arrastrarlos hasta el armario, al otro lado del vestíbulo. En cuanto los tuvieron bien escondidos entre las fregonas y los calderos, Harry arrancó un par de pelos como cerdas de la nuca de Goyle, y Ron imitó el procedimiento con Crabbe: les cogieron asimismo los zapatos, porque los suyos eran demasiado pequeños para el tamaño de los pies de ambas serpientes, y finalmente, todavía algo aturdidos por lo que acababan de hacer, corrieron en dirección al segundo piso.
En los aseos de Myrtle la Llorona, un espeso humo negro, saliente del retrete en el que ambas muchachas se encontraban removiendo el caldero, empezaba a extenderse por la habitación.
—Me apena que Cedric no esté aquí —murmuró Susan, que como su amiga, llevaba el cuello de la túnica subido hasta la nariz.
Hermione asintió, resignada.
—Quizá sea mejor así —comentó la castaña, tosiendo un par de veces a causa del humo—. Opino que le conviene pasar algún tiempo alejado del castillo para poder digerir adecuadamente los hechos... ya ha sufrido demasiado, encerrándose a diario en la enfermería.
—En cierta forma es algo romántico, ¿no crees? No se ha separado de Helen desde el incidente, ni por un solo segundo... —añadió la pelirroja, haciendo recaer los ojos castaños de su amiga sobre los propios—. No te imaginas cuánto me gustaría encontrar a alguien que se preocupara tanto por mí...
Escondiendo su gesto bajo la túnica, Hermione se mordió ligeramente el labio inferior mientras su mente le ofrecía la nítida imagen de su profesor de Pociones, observándola con su habitual mueca de desagrado... aquella que a ella tanto le fascinaba.
—Igual que yo, Susan.
El crujir de la puerta principal logró captar rápidamente la atención de ambas, y cuando dos leves golpes sonaron sobre la madera que conformaba su retrete, las muchachas restaron en absoluto silencio.
—¿Hermione? —se hizo distinguir la voz de Harry entre el silencio de la sala.
Aliviadas, entre las dos abrieron la puerta de roble, acompañadas por el chirrido del cerrojo: las miradas de ambas se postraron sobre las figuras de los dos muchachos, y tras de ellas podía escucharse el borbotear de la poción.
Tomando el caldero por el asa de hierro, Susan lo transportó hasta una de las picas del baño, mientras Hermione se encargaba de llevar hasta el mismo lugar los cuatro vasos de cristal. Con delicadeza, vertieron en ellos un par de cucharadas de aquella mezcla espesa, y los cuatro sacaron entonces sus respectivas muestras, dispuestos a empezar.
—Estoy segura de que lo he hecho todo bien. Parece que es tal como dice el libro... —exclamó Hermione, releyendo nerviosamente la manchada página de Moste Potente Potions, mientras sus compañeros contemplaban la mezcla de sus vasos con cierta repugnancia—. En cuanto la hayamos bebido, dispondremos de una hora antes de volver a convertirnos en nosotros mismos.
—Genial —manifestó Harry, no muy convencido—. Y ahora... ¿quién empieza?
Los cuatro se contemplaron entre sí con ojos temerosos, hasta que la castaña, suspirando con cierta resignación, se decidió por tomar las riendas de la situación: convencida, tomó el cabello rizado que guardaba en aquel pequeño frasco y lo echó en el vaso. La poción emitió entonces un potente silbido, como el de una olla a presión, y empezó a salir muchísima espuma. Al cabo de un segundo, se había vuelto de un amarillo asqueroso ante el que los cuatro se inclinaron.
—Esencia de Millicent Bulstrode —declaró Ron, mirándolo con aversión—. Apuesto a que tiene un sabor repugnante.
Frunciendo ligeramente el ceño, la Gryffindor volvió a clavar sus ojos marrones sobre las muecas indecisas de sus compañeros.
—Venga —les animó—. Echad ahora vuestras muestras.
No muy convencidos, los tres imitaron el mismo procedimiento: cuando cada muestra cayó sobre la mezcla, las tres empezaron a silbar y a echar espuma. La de Goyle se volvió de un color verdoso similar al de los mocos; la de Crabbe adquirió un marrón oscuro y turbio, y la de Pansy tomó un azabache intenso.
Tragando saliva, los cuatro volvieron a observarse entre sí.
—¿Listos? —exclamó Hermione, acercándose su vaso a los labios.
—Listos —contestaron las voces de Harry, Ron y Susan al unísono.
—A la de una, a la de dos, y a la de... ¡tres!
Tapándose la nariz, los cuatro se bebieron la poción a grandes tragos: Hermione pudo sentir como el extraño sabor de una col muy cocida empezaba a inundarle la boca. Inmediatamente, se le empezaron a retorcer las tripas, como si acabara de tragarse serpientes vivas, y ante aquella horrible sensación que la consumía, dejó que el vaso se escurriera entre sus dedos, quebrándose en el suelo del aseo, y apretó a correr hacia el interior de uno de los retretes, encerrándose en él.
Un ardor surgido del estómago se le extendió rápidamente hasta las puntas de los dedos de manos y pies, y jadeando, se puso a cuatro patas, teniendo la horrible sensación de estarse derritiendo al notar que la piel de todo el cuerpo le quemaba como cera caliente. Antes de que los ojos y las manos le empezaran a crecer, los dedos se le hincharon, las uñas se le ensancharon como garras y de su piel empezó a brotar un extraño pelaje negro ante el que quedó completamente anonadada. Los hombros se le separaron dolorosamente, y un insoportable picor en la piel le indicó que más pelo debía estar naciendo sobre su cuerpo. Se le rasgó la túnica al ensanchársele los brazos, y los pies le dolían dentro de los zapatos.
Todo concluyó tan repentinamente como había comenzado. Hermione se encontró tendida boca abajo, sobre el frío suelo de piedra, oyendo a Myrtle sollozar de tristeza al fondo de los aseos. Con dificultad, se desprendió de los zapatos, se puso de pie y, sintiendo como todavía le picaba todo el cuerpo, quiso rascarse con ambas manos: sin embargo, cuando notó como algo afilado se le clavaba sobre la espalda al querer aliviar el picor, detuvo por completo sus intenciones, bajando su mirada hasta sus manos y quedando al momento sin respiración: lo que ella poseía ya no eran dedos... más bien se asemejaban a las zarpas de un felino.
Completamente atónita ante aquello que veía, solo se le ocurrió inclinarse en el retrete, pudiendo ver su reflejo estampado en el agua de éste: sus ojos se habían hinchado como dos nueces, lucían un color ámbar intenso y los cruzaba una delgada línea azabache que no era otra cosa que la pupila; dos grandes orejas, brotadas en la parte superior de su frente, ascendían en pico; un tímido hocico le suplantaba la nariz, y de sus mejillas peludas salían bigotes afilados.
—¿Estáis bien? —se escuchó la voz baja y áspera de Goyle surgir de uno de los retretes.
—Sí —contestaron Pansy, con su habitual tono soberbio, y Crabbe, mediante un gruñido desagradable.
Hermione, a pesar de escuchar como sus amigos empezaban a levantarse, restó estática frente al retrete, analizándose repetidamente e intentando comprender cuál era el error que había podido cometer.
—Será mejor que nos vayamos —volvió a comentar la voz de Goyle, a quien la castaña identificó como a Harry—. Aún tenemos que averiguar dónde se encuentra la sala común de Slytherin... espero que demos con alguien a quien podamos seguir hasta allí.
Unos instantes después, un par de golpes sonaron en la puerta de su retrete, a espaldas de su persona.
—Vamos —insistió Susan con la voz de Pansy—. Tenemos que irnos, Hermione.
—Me... me temo que no voy a poder ir —declaró ella en un hilo de voz, aún observándose reflejada en el agua—. Id vosotros sin mí.
—Hermione, ya sabemos que Millicent Bulstrode es fea... —objetó Ron con el tono de Crabbe—. Pero nadie va a saber que eres tú.
—No, de verdad... no puedo ir. Daos prisa vosotros, no perdáis tiempo.
Sus tres compañeros, situados frente a la puerta de su retrete, se observaron desconcertados.
—Hermione, ¿estás bien? —preguntó Harry a través ésta.
—Sí, estoy bien... marchaos.
Con un sutil alzar de hombros, los dos Gryffindors y la Hufflepuff se dieron por vencidos.
—Espera aquí hasta que volvamos, ¿vale? —fue lo último que Hermione pudo escuchar desde su anonimato, y al transcurrir los segundos, el sonido estridente de la puerta cerrándose tras el paso de sus amigos le indicó que al fin se había quedado sola...
O eso fue lo que creyó.
—Vaya, vaya... ¿pero qué tenemos aquí? —escuchó la voz estridente de Myrtle junto a sí, y cuando giró sobre sí misma en busca de su procedencia, se encontró frente al espectro, que sonreía burlón ante ella—. Es la primera vez que veo a un humano convertido en un felino... aunque la verdad es que es bastante divertido. ¡Mira qué orejas te han salido!
—No te rías, Myrtle —la reprendió ella con algo de hosquedad, encontrándose la larga cola felina que le surgía de debajo de la falda—. Se supone que la poción solo puede usarse con humanos. ¿Cómo voy a poder transformarme de nuevo en mi forma original si mi vaso llevaba pelo de un maldito gato?
—Será divertido averiguarlo, ¿no crees? —insistió Myrtle, que alzándose del suelo y levitando por la estancia, dejó que su risa estridente inundara la sala—. ¡Todos se van a reír de ti!
Sintiendo como empezaba a invadirla la desesperación, Hermione se dejó caer de rodillas y apoyó sus codos peludos sobre la taza del inodoro, sujetándose la cabeza con las palmas de sus patas y cerrando sus ojos, ahora claros, en busca de una solución.
Sin embargo, la muchacha se vio obligada a volver a abrirlos en cuanto la risa de Myrtle, habiéndose detenido tras el extraño sonido de algo precipitándose contra el suelo, pasó a transformarse en un grito que acabó derivando en llanto. Hermione no había sido capaz de oír como la puerta principal del aseo se había abierto segundos antes, pero sí fue testigo de cómo ésta se cerró con fuerza tras el paso de una figura a la que no logró reconocer.
Rápidamente se apresuró en salir del aseo para comprobar qué era lo que había pasado: un charco de lágrimas empezaba a formarse en el suelo del aseo frente a ella, provinente de uno de los retretes más apartados, y decidida se acercó hasta el lugar, encontrándose de nuevo con las facciones plateadas de la fantasma, que sobresalían de la taza del inodoro, encontrándose el resto de su cuerpo dentro de él.
—¿Myrtle? —exclamó ella, intentando sonar dulce—. ¿Qué acaba de ocurrir?
El espíritu, con los ojos abnegados de lágrimas, la miró desafiante.
—¡Tú lo sabes muy bien, maldita felina! —vociferó con fuerza—. ¿Hay algo más que quieras arrojarme a la cabeza?
Hermione torció la boca con cierto desconcierto.
—¿Yo? —enfatizó, algo atónita—. ¿Por qué tendría que hacerlo?
—No lo sé —gritó la fantasma, provocando al salir del retrete una nueva oleada de agua que cayó al suelo ya mojado—. Aquí estoy, intentando sobrellevar mis propios problemas, y todavía hay quien piensa que es divertido arrojarme un libro...
—Pero si alguien te arroja algo, a ti no te puede doler —intentó razonar la castaña, rascándose las orejas puntiagudas que ahora poseía—. Quiero decir, que simplemente te atravesará, ¿no?
Supo que había metido la pata cuando la tristeza que inundaba el rostro de Myrtle se transformó en ira, provocando que la fantasma se plantara frente a ella, haciendo erizar su pelaje con el frío que su espíritu desprendía.
—¡Vamos a arrojarle libros a Myrtle, que no puede sentirlo! ¡Diez puntos al que se lo cuele por el estómago! ¡Cincuenta puntos al que le traspase la cabeza! ¡Bien, ja, ja, ja! ¡Qué juego tan divertido, pues para mí no lo es!
Hermione se rascó la barbilla con delicadeza, intentando no herirse con sus largas y robustas uñas.
—Alguien ha entrado por esa puerta mientras yo me encontraba encerrada en uno de los retretes —argumentó ella, queriendo encontrar la respuesta adecuada—. Esa persona debe de haber sido quien te ha arrojado el libro. Pero, ¿has visto quién era?
El cuerpo incorpóreo de Myrtle volvió a alzarse en el aire, y la fantasma hizo ademán de sentarse sobre la taza del inodoro, secándose las lágrimas plateadas que volvían a brotar de sus ojos.
—No lo sé... estaba sentada en el sifón, riéndome de tu aspecto, y me ha dado en la cabeza —alegó ella, y alzó súbitamente el brazo, haciéndole indicaciones a la muchacha—. Está ahí, empapado.
Hermione miró debajo del lavabo, justo donde señalaba Myrtle: allí había un libro pequeño y delgado con la tapa desgastada, de un color negro intenso, que flotaba sobre un gran charco de lágrimas ya derramadas. No muy convencida, lo acogió entre sus garras y, de la forma más delicada que pudo, separó las páginas humedecidas, pero éstas estaban completamente en blanco... a excepción de la primera página, donde podía leerse un nombre con tinta emborronada.
Tom Sorvolo Ryddle.
***
La llegada a la enfermería había resultado mucho más sencilla de lo que Hermione había podido llegar a temer: cuando sus amigos, tras haber vuelto a su forma original, la habían trasladado hasta el lugar, Madam Pomfrey se había mostrado tan preocupada en buscar una cura efectiva para ella que ni tan siquiera había osado preguntarle cómo demonios había conseguido transformarse en un felino. La muchacha sabía que más tarde o más temprano debería dar explicaciones acerca de lo sucedido... pero poder evitarlo en aquellos instantes suponía una bendición del cielo.
Harry, Ron y Susan, una vez Pomfrey los hubo dejado solos con su amiga tras mucho insistir, le relataron lo sucedido con todo lujo de detalles, y aunque la conversación con Malfoy no había dado los resultados esperados, había mucho que los cuatro tenían para discutir: en especial, la llegada de aquel extraño diario que había sido arrojado en el aseo.
—¡Podría tener poderes ocultos! —sugirió la castaña, que manteniéndolo abierto sobre sus rodillas, seguía apuntándolo con su varita—. Aparecium.
Una nívea centella cayó con majestuosidad sobre sus páginas... sin embargo, el hechizo no tuvo el efecto deseado, pues en sus hojas no se descubrió ningún mensaje.
—Si los tiene, los oculta muy bien —repuso Ron—. A lo mejor es tímido.
—Lo que me gustaría saber es por qué alguien intentó tirarlo —objetó Harry, rascándose la barbilla, pensativo.
Hermione, cerrándolo con inmediatez ante su intento fallido, volvió a inspeccionar meticulosamente su tapa desgastada en busca de la más mínima huella.
—Hay un nombre en todo esto... —exclamó ella en un hilo de voz—. Tom Sorvolo Ryddle.
—¿Tom Sorvolo Ryddle? Espera... yo conozco ese nombre... pero... ¿por qué lo conozco...? —balbuceó Ron, intentando hacer memoria, hasta que sus orbes celestes se iluminaron—. ¡Claro! Tom Sorvolo Ryddle tiene una placa en la sala de los trofeos.
Harry frunció ligeramente el ceño, atónito ante las palabras de su amigo.
—¿Y cómo sabes eso?
—Lo sé porque Filch me la hizo limpiar unas cincuenta veces cuando nos castigaron —alegó el pelirrojo con total convicción en sus palabras—. Si te hubieras pasado una hora limpiando un nombre, tú también te acordarías de él.
—¿De qué era su placa? —se añadió Susan, inclinándose sobre la camilla en la que Hermione restaba acomodada y analizando el magullado diario con la mirada.
—Un reconocimiento, hace cincuenta años —respondió Ron—. Por Servicios Especiales a la escuela, si no me equivoco.
Los ojos castaños de Hermione parecieron iluminarse en aquel mismo instante.
—¿Hace cincuenta años? ¿Estás seguro?
—Sí —declaró el joven, mirándola con interrogación—. ¿Por qué?
—¿Acaso has olvidado lo que os ha dicho Malfoy? —lo reprendió la castaña—. La última vez que abrieron la Cámara de los Secretos, fue justamente....
—Hace cincuenta años —la interrumpió Harry—. Eso significa...
—Significa que Tom Ryddle estuvo en Hogwarts cuando pasó —le devolvió Hermione el gesto—. Sabemos que a Ryddle le dieron un premio hace cincuenta años por Servicios Especiales al Colegio. ¿Y si se lo dieron por atrapar al heredero de Slytherin?
Susan, torciendo la boca con poco convencimiento, le tomó el diario de las manos y, con suavidad, fue pasando sus páginas.
—Es una teoría brillante, Hermione —admitió ella—. Pero me temo que a Ryddle le regalaron un diario por Navidad y no se molestó en rellenarlo...
Sintiéndose con los ánimos aplacados, los muchachos prefirieron retirarse a descansar, abandonando la enfermería tras haberle deseado a Hermione una pronta recuperación y dejándola acompañada por sus pensamientos.
Si algo realmente podía llegar a incordiar a la muchacha era el pensar que había tenido la oportunidad de saber quién había lanzado el diario en el aseo... y que por una cuestión de sencillos segundos, toda esperanza se había perdido.
Así, entre reproches y la búsqueda de la verdad en el pozo sin fondo que suponía su mente privilegiada, Hermione perdió la noción del tiempo, y pronto la noche cayó sobre el castillo, dando fin a aquel día plagado de preguntas sin respuesta.
Dispuesta a dejar a un lado sus tediosas preocupaciones, la Gryffindor, sintiéndose la garganta rasposa tras expulsar repetidamente las tediosas bolas de pelo en el cubo que la enfermera le había entregado, se alzó de su camilla, una de las más apartadas, y anduvo a paso calmado hasta la puerta principal con la intención de pedir un poco de agua.
—¿Madam Pomfrey? —exclamó con la voz algo tomada, cuando escuchó pasos en el exterior que parecían acercarse a ella, entre la espesa negrura que se cernía sobre el pasillo contiguo.
El paso calmado de la sombra, sin embargo, se le hacía familiar: tanto que, instantes antes de que aquella prominente nariz, aquellos labios turgentes y aquel ceño fruncido se manifestaran ante la luz, ella ya había adivinado de quién se trataba.
—Profesor Snape, si no le importa —la increpó el hombre, en un tono frío y calculador en el que a Hermione le pareció distinguir cierta ironía, la cual apreció con una media sonrisa.
—Disculpe, profesor... —se excusó ella, intentando reprimir su euforia de encontrarse junto a aquella repentina presencia—. Estaba buscando a Madam Pomfrey... me vendría bien un poco de agua.
Restando inmóvil ante ella, el profesor la escrutó descaradamente con la mirada, pasando sus ojos oscuros por la figura de la muchacha, resiguiéndola de pies a cabeza: sin poder evitarlo, Hermione se sonrojó ligeramente, hasta que comprendió a qué se debía aquel estudio... justo cuando la cola que aún le colgaba a la altura de la cintura golpeó inevitablemente su pierna derecha.
Para su suerte, los remedios de Madam Pomfrey habían sido francamente funcionales, pues había recuperado su rostro humano casi en su totalidad, así como gran parte de su cuerpo; el pelo que la cubría había sido lo primero en desaparecer, y lo único que restaba del efecto de la poción multijugos eran la cola, las orejas puntiagudas y cierto brillo ambarino en sus ojos.
—Bonitas orejas, Granger —objetó el hombre, después de un silencio que, para la castaña, resultó eterno—. Me pregunto dónde las habrá adquirido... ¿en la tienda de bromas Zonko, quizá?
Sin poder evitarlo, la muchacha puso los ojos en blanco.
—Oh, vamos... —suspiró ella—. Usted es demasiado inteligente como para no saber que hay mucho más transfondo en todo esto.
Ambos volvieron a quedar mudos encontrándose frente a frente ante aquel halago que ninguno de los dos en absoluto se esperaba.
Tomando la iniciativa, Snape se acercó hasta uno de los voluptuosos armarios que la enfermería poseía, y sacó de él un vaso de cristal.
—En un primer momento, llegué a creerme que usted había sido capaz de colarse en mi almacén con tal de obtener los ingredientes necesarios como para elaborar un filtro amoroso con el que conquistar al profesor Lockhart, como desafortunadamente mencionó Longbottom —anunció el hombre, que habiendo desenfundado su varita, llenó el vaso de agua y se lo ofreció cordialmente a la muchacha que se encontraba frente a sí, completamente atenta a sus palabras—. Pero, si tenemos en cuenta que Lockhart es un cretino, que usted es lo suficientemente astuta como para no confiar un secreto de tal calibre al inútil de Longbottom, y más aún, que usted ha adquirido la forma de una gata como en su rostro aún se evidencia... a juzgar por los ingredientes que me fueron sustraídos, no hay duda de que usted ha estado jugando con la poción multijugos, sospecho que con sus insufribles amigos también de por medio.
Hermione tardó unos pocos segundos en salir de su estupefacción, y cuando fue capaz de hacerlo, se tomó de un solo golpe la mitad del contenido de su vaso, intentando llenarse del coraje necesario.
—Y bien, profesor —logró vocalizar ella—. Si usted ya posee el razonamiento a esta situación... ¿qué es lo que quiere?
Inclinándose ligeramente frente a ella, los ojos oscuros de él recayeron sobre los castaños de ella.
—Quiero respuestas, Granger —exclamó la voz profunda del hombre de manera concisa.
No muy convencida con aquella exigencia, la muchacha torció la boca en un gesto indeciso.
—Está bien —pronunció entonces—. Pero antes de saciar su curiosidad... necesito que me prometa discreción y comprensión.
Snape no pudo evitar alzar una ceja con cierta incredulidad ante aquello que oía.
—¿Por qué debería?
—¿Tanto le costaría hacerme una promesa?
—Sabe que puedo conseguir la verdad de muchos otros modos, ¿cierto?
—Soy plenamente consciente de ello, señor —admitió ella con humildad—. Aunque me llama la atención saber cómo.
Los ojos oscuros se clavaron entonces sobre el vaso de cristal que la muchacha sostenía entre sus dedos firmes.
—Podría haber vertido Veritaserum en ese vaso de agua —declaró él con frialdad—. Apenas se habría dado cuenta de mi engaño, que ya se encontraría escupiendo hasta el más profundo de sus secretos...
A diferencia de lo que Snape se esperaba, Hermione no mostró temor ni sobresalto a través de su mirada: para su sorpresa, la muchacha vertió el agua que quedaba en su vaso en su boca, bebiéndosela de un solo trago y relamiéndose los labios.
—¿Acaso no me ha oído, Granger?
—Perfectamente, profesor —manifestó ella, dejando el vaso a un lado—. Pero confío plenamente en que no me envenenará con el suero de la verdad.
Una media sonrisa maliciosa se apoderó del rostro de Snape.
—¿Cómo cree estar tan segura?
Sin dudarlo ni por un segundo, Hermione le devolvió el gesto.
—Usted no lo haría, profesor... hay algo en su persona que me lo dice así —admitió ella, alzando la barbilla con poderío—. Por eso me veo en condiciones de exigirle una promesa.
Snape frunció el ceño con total desdén, y cuando un suspiro resignado salió de entre sus labios turgentes, Hermione supo que había ganado la batalla... y se sintió completamente orgullosa de sí misma.
—La próxima vez me encargaré de envenenarla, Granger... se lo aseguro —exclamó el hombre, logrando que una sonrisa sencilla se esbozara en los labios de su alumna—. Ahora, le exijo que me de una respuesta convincente.
Depositando por completo su confianza en él, Hermione se atrevió a contarle toda la verdad, ofreciéndole hasta el último detalle para que el docente pudiera comprender mejor su situación.
—Es por ello que yo robé esos ingredientes de su almacén. Es por ello que le estuve evitando sin descanso. Es por ello que ahora me veo transformada en una gata mitad humana... —admitió ella, finalizando la explicación—. Entiéndame, profesor. Como hija de muggles, después de todo lo que ha sucedido, temo lo que pueda llegar a ocurrirme...
Snape asintió con la cabeza con parsimonia.
—Sería una necia si no lo hiciera.
A paso lento, Hermione empezó a dirigirse de nuevo hacia su camilla, y Snape, tomándolo como una invitación, acompasó su paso junto al de ella.
—Supongo que ahora entenderá porqué le pedí las clases —razonó ella.
—Y usted entenderá porqué yo acepté —dictaminó él con total sinceridad—. Aunque, me temo que no podremos darles inicio hasta que se encuentre en plenas condiciones... ¿cuánto tiempo de reposo le ha recomendado Madam Pomfrey?
—En teoría serán un par de semanas, aunque todo depende de cómo vaya evolucionando la recuperación —le esclareció ella, acariciándose tímidamente una de sus orejas felinas—. Lo único que me preocupa ahora es estar débil, a merced del peligro... ya hemos perdido mucho...
Justo cuando aquellas palabras hubieron escapado de entre sus labios, ambos frenaron su andar junto a la camilla en la que restaba el cuerpo petrificado de Malcolm.
Hermione le contempló con detalle, recordando el horror que había supuesto para ella encontrarle en aquel estado, hacía apenas unas pocas semanas: nada en él había cambiado desde entonces, pues el horror en su rostro y sus ojos en blanco vueltos hacia el techo permanecían desde aquel día...
Sintiendo como el corazón le flaqueaba, Hermione notó como los ojos empezaban a humedecérsele al verse a sí misma junto al cuerpo inerte de su amigo, soltando aquel grito de horror que atravesó los cielos... e, incontrolablemente, las lágrimas empezaron a brotar de sus orbes, abriéndose camino por sus mejillas rosadas.
Lo peor de aquella situación no era que se encontrara llorando frente a su profesor de Pociones... más bien, el hecho de que éste se hubiera dado cuenta de ello.
—¿Está llorando, Granger? —se preguntó él en un susurro ronco.
Hermione procedió entonces a darle la espalda, y dejando que un par de sollozos salieran de entre sus labios, se secó las lágrimas con las mangas de su indumentaria y tomó aire profundamente.
—No... —se limitó a responder, y reemprendió el paso hasta su camilla, dejando tras de sí a aquel hombre que, sin poder evitarlo, medio sonreía con cierta ternura ante aquello que presenciaba.
Una vez la muchacha se hubo encontrado adecuada en su catre, intentando recuperar la serenidad, el profesor de Pociones se tomó la libertad de acercarse hasta donde ella se encontraba, y como un gesto de cortesía por su parte, se acomodó en el sillón que restaba junto a la cama y clavó sobre ella sus ojos oscuros, dispuesto a escucharla.
—Lo siento, profesor... —intentó disculparse ella, a medida que recuperaba la calma—. Supongo que, junto con mis amigos, tengo la habilidad natural de meterme constantemente en medio de los problemas...
De un sencillo movimiento, el hombre tomó el pañuelo azabache que portaba en uno de los bolsillos de su levita y se lo ofreció amablemente a la chica, quien lo aceptó con cierto retraimiento.
—Efectivamente, usted tiene esa habilidad —admitió él—. Sin embargo, también tiene el intelecto y la fuerza de voluntad suficientes como para superar esa adversidad...
—¿Usted cree? —insistió ella, secándose las lágrimas con aquel pañuelo que desprendía aquel delicioso olor amargo que tanto le caracterizaba.
—Sí, Granger... —suspiró él, viéndose tan vulnerable frente a la chica—. Si de algo pueden estar orgullosos sus insufribles compañeros es de tenerla a su lado.
En aquel preciso instante, la habitación volvió a quedar en silencio: Hermione pudo sentir cómo aquellas palabras calaban hondo en su pecho, brindándole de la seguridad necesaria como para verse capacitada para seguir adelante... y, presa por su propia emoción, admirando al hombre que restaba ante ella, fue incapaz de detenerse.
Inesperadamente para Snape, Hermione rodeó su torso con sus delicados brazos y se apretó contra su pecho, cerrando los ojos y dejándose impregnar por su aroma, aquel que la hacía sentir protegida de cualquier mal.
El profesor, desconcertado, solo supo restar inmóvil ante su gesto, pues no recordaba que nadie en toda su vida se hubiera abrazado a él con la misma pureza e inocencia, demostrándole su afecto mediante un gesto tan sencillo y, a su vez, tan significante. Una vez más, se encontró en posición de poder deleitarse con el aroma que desprendían los cabellos castaños de Hermione, y supo que recordaría esa fragancia durante cada instante de su existencia.
La muchacha, una vez recobró toda la valentía que necesitaba, se despegó del cuerpo del hombre con lentitud, y de nuevo, sus miradas conectaron con inmediatez: ninguno sabía muy bien qué más se podía añadir después de aquel gesto, así que ambos restaron observándose entre sí, perdiéndose mutuamente en el brillo de sus ojos.
Había mucho que Snape podía llegar a ver en las orbes castañas de su alumna: en ellos se sembraba tanto miedo, tanto pavor ante lo desconocido, que le resultó imposible no pronunciar aquellas palabras que salieron disparadas de su boca.
—¿Quiere que me quede con usted?
La muchacha pareció entreabrir sus labios, algo sorprendida ante aquella propuesta.
—¿Lo haría, profesor?
Snape sonrió con cierta sorna.
—No sería la primera vez...
Dedicándole una sonrisa plagada de complicidad, el docente entendió que la muchacha aceptaba su oferta: así, en la soledad de la enfermería, ambos sellaron su acuerdo. Hermione, complacida, se arropó entre las cobijas del catre, y Snape, de un sencillo gesto con la varita, apagó las velas que iluminaban la estancia, quedando sumidos en una oscuridad que tranquilizó a ambos por igual.
Dispuesta a conciliar el sueño, Hermione cerró los ojos y se dispuso a dejarse caer en brazos de Morfeo... no sin antes escuchar aquel sencillo susurro ronco que logró hacerla sonreír, una vez más.
—Por cierto, Granger... —murmuró el profesor desde su asiento—. Diez puntos menos por husmear indebidamente en mi almacén.
En la protección que Snape le brindaba, la muchacha cayó rendida sobre su catre después de aquel día plagado de incertidumbre, olvidándose de las preocupaciones que sin piedad la consumían... y fue justo cuando el profesor, sabiendo que ella se encontraba a salvo en el mundo de los sueños, deslizó tiernamente su dedo índice por la mejilla rosada de su alumna, viéndola en su plena fragilidad.
Hermione era su ángel... estaba convencido de ello.
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