Capítulo XLIV - Tarantallegra
ARESTO MOMENTUM
— CAPÍTULO XLIV —
❝ T a r a n t a l l e g r a ❞
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La clase de Pociones de aquella confusa mañana había traído consigo los típicos sonidos de cada lección: los calderos crepitaban y soltaban leves estallidos, y el silencio inexpugnable que reinaba en el aire se cortaba al ruido de los golpes de los cuchillos sobre las tablas de cortar, así como el pisar de Snape alrededor de las mesas, quien estudiaba con minuciosidad cada caldero junto al que pasaba.
—Empezad a guardar las muestras en vuestros respectivos frascos, alcornoques —exclamó la voz decidida del hombre, una vez su andar se hubo detenido junto a la tarima, dirigiendo su hablar a toda la clase—. El que no lo haya depositado sobre mi escritorio en el transcurrir de estos últimos tres minutos ya conoce su impecable calificación.
Los nervios salieron a flote, como normalmente lo hacían, tras aquellas palabras de advertencia: gran parte del alumnado se apresuró en verter torpemente la muestra del contenido de su caldero en el frasco entregado, orando por obtener una puntuación que superase el aceptable.
Snape solía permitirse disfrutar de aquellos últimos minutos de clase, en los que, dispuesto frente a sus alumnos, contemplaba sus rostros inquietos y se deleitaba con su angustia particular; sin embargo, aquel día, su atención recaía, como en las últimas clases impartidas durante aquella tortuosa semana, en cierta muchacha de cabellos rizados y alborotados.
Sus labios se sellaron en una perfecta línea recta, mientras su mente divagaba acerca de la situación: insólitamente, durante aquella última semana, la muchacha había adquirido la costumbre de frecuentar uno de los pupitres más apartados y recónditos del aula; solía escudarse tras su más reciente compañero de pupitre, el inestimable Harry Potter, y por si aquello no resultaba suficiente, la pequeña ya no se atrevía a alzar la mano en sus clases, incluso cuando la respuesta resultaba tan sencilla que hasta el idiota de Crabbe habría sabido responderla.
Snape no había querido dejar pasar por alto todos aquellos detalles, pues sabía a la perfección a qué obedecían: Hermione lo estaba evitando a toda costa, y aunque no era algo que lo llegara a dañar emocionalmente, si causaba en él cierta desesperación.
Desde el desafortunado comentario que Neville había soltado en el Club de Duelo frente a su persona, el hombre no había hecho más que darle vueltas al tema, intentando comprender el trasfondo de aquel descabellado asunto: que la mejor de sus alumnos hubiera hurtado en su almacén no era algo que le trajera buenas expectativas, y más al haberse percatado de qué uso podría haberle dado aquella pequeña a sus ingredientes, tan característicos que solo una pócima podía llevarse a cabo con ellos...
Pero, ¿para qué necesitaría su sabelotodo la poción multijugos? ¿Para qué le habría mentido al incompetente de Neville, alegando que se trataba de Amortentia? ¿Por qué Lockhart siempre tenía que estar implicado en sus asuntos?
Snape era un hombre que amaba tener todas las respuestas... y ahora no poseía ni una sola.
Una horda de alumnos empezaba a crearse frente a su escritorio, formando una desastrosa fila y dejando sobre él, en orden, sus respectivos frascos, mientras el hombre seguía contemplando a aquella muchacha de cabellos castaños, que junto a su compañero de pupitre, le observaba con indecisión en la mirada.
Snape extinguió la sonrisa maliciosa que ansiaba formarse entre sus labios turgentes, mientras aquellas palabras resonaban con fuerza entre sus descabellados pensamientos.
Hoy no te me escapas, sabelotodo.
Sin embargo, sus ojos oscuros tuvieron que cortar el contacto visual en cuanto notó como unas manos tiraban de su levita con timidez, intentando llamar su atención. Con desgana, bajó la mirada, encontrándose con el rostro rollizo de una de sus tediosas alumnas.
—¿Qué es lo que quiere, Srta. Patil? —preguntó con exasperación, queriéndose zafar de ella para no perder de vista a la castaña—. ¿Necesita de mi ayuda para alcanzar el escritorio o conseguirá hacerlo por sus propios medios?
—Disculpe, profesor —balbuceó la muchacha—. Quería pedirle un par de minutos de más... a mi poción le falta muy poco para estar del todo lista.
—A usted se le ha otorgado el mismo tiempo que a sus compañeros para completarla debidamente —alegó el hombre, frunciendo el ceño con desdén—. No me haga perder la serenidad y entregue su muestra, a no ser que desee que califique su trabajo con un desaprobado.
—Pero, señor...
Gran parte del alumnado ya había abandonado el aula cuando aquella discusión empezó a avivarse entre profesor y alumna; Hermione, sin embargo, se había mantenido a la espera de una oportunidad semejante para poder imitar el gesto de sus compañeros, escapando una vez más de la curiosidad de Snape.
—Harry... debo ir a la biblioteca a consultar un tomo acerca de las lunas de Júpiter para terminar el trabajo de Astronomía... —le susurró la joven a su amigo, entregándole su frasco con delicadeza—. ¿Se lo darías al profesor Snape por mí?
El muchacho, que apenas había sabido distinguir el embuste en las palabras adornadas de su compañera, asintió fervientemente con la cabeza, alzándose de su asiento y conduciendo sus pasos hasta el escritorio del profesor, donde depositó ambos frascos junto a los demás.
Y mientras Harry volvía sosegadamente hacia su pupitre para ordenar sus pertenencias en la bolsa tras la clase, ignorando a los compañeros que cuchicheaban a sus espaldas, Snape, habiendo concluido su discusión con Parvati gracias a la advertencia de catalogar su trabajo con la calificación Troll, vio como aquellos cabellos rizados se escabullían con rapidez por entre los alumnos que aun quedaban en el aula y se perdían tras la puerta de roble... así como su preciada oportunidad.
Instintivamente, el profesor se apretó el puente de la nariz con exasperación, reprendiéndose a sí mismo por haberla dejado escapar con tanta facilidad.
Hermione, encontrándose por fin en el exterior, aseguró sus libros apretándolos contra su torso y suspiró con pesadez mientras abandonaba las mazmorras a toda prisa, temiendo ser seguida por aquel hombre de orbes gélidas. Debía refugiarse cuanto antes de sus tediosas preguntas, pues no estaba preparada para confesar la verdad... una verdad que él, como el hombre inteligente que era, ya debía empezar a olerse.
No era un secreto que la más astuta de los Gryffindors llevaba toda la semana intentando esquivar al temido profesor de Pociones: cualquiera con dos dedos de frente se habría percatado de su alterado comportamiento. Llevaba días siendo la primera en abandonar el Gran Comedor durante las comidas, por miedo a ser interceptada; en las clases de Pociones, intentaba hacerse notar lo menos posible, esquivando la mirada de él cuando esta recaía sobre ella, con una frecuencia abrumadora; registraba cada pasillo con la mirada antes de aventurarse en él, dirigiéndose a sus clases; apenas había pisado la biblioteca desde entonces, por pavor a encontrárselo en el lugar... y todo se debía a que no era lo suficientemente valiente como para enfrentarse a él.
¿Qué pensaría Snape de ella a esas alturas, creyéndose la patraña de que ella había preparado Amortentia con la intención de conquistar a Lockhart?
Notando como los colores le subían irremediablemente a la cara, la muchacha se cubrió el rostro con los libros que sujetaba con ambos brazos, ascendiendo rápidamente la Gran Escalinata en soledad para refugiarse en su sala común, donde se encontraría apartada del bochorno, de la vergüenza, del miedo a tener que enfrentarse a aquel rostro cetrino que tan frecuentemente la reprendía por sus actos en sus sueños más atosigantes.
No fue hasta aquella tarde de viernes que, convencida por Malcolm, Maxine y Herbert para acudir al entrenamiento de Quidditch, la muchacha se atrevió a abandonar la protección de su refugio, encontrándose a merced de su más apreciado y a la vez temido profesor.
A toda velocidad, Hermione descendió la Gran Escalinata, asegurándose de que por allí donde se adentraba no se dibujaban más que las siluetas de los alumnos que rondaban el castillo a aquellas horas. Con nerviosismo, comprobó por sexta vez las manecillas de aguja de su reloj de muñeca, asegurándose de que llegaba con tiempo a la cita con los Hufflepuffs, con los que había quedado en el patio empedrado.
Sin embargo, justo cuando se encontraba apunto de cruzar el gran vestíbulo a toda prisa, apenas a unos pasos de dirigirse al fin en el exterior, su andar se detuvo ante el cuchicheo que mantenían algunos de sus compañeros de la casa de los tejones, justo a un lado del salón... el cual pudo entender con impoluta nitidez.
—Así que le dije a Justin que se ocultara en nuestro dormitorio. Quiero decir, si Potter lo ha señalado como su próxima víctima, es mejor que se deje ver poco durante una temporada —comentaba uno de los muchachos—. Por supuesto, Justin se temía que algo así pudiera ocurrir desde que se le escapó decirle a Potter que era de familia muggle. No es el mejor comentario que se le puede hacer al heredero de Slytherin, ¿verdad?
—¿Entonces estás convencido de que es Potter, Ernie? —le preguntó la muchacha rubia, asustada, acariciándose las coletas.
—Hannah, sabe hablar pársel. Todo el mundo sabe que ésa es la marca de un mago tenebroso —alegó Ernie con aires de supremacía—. ¿Sabes de alguien honrado que pueda hablar con las serpientes? Al mismo Slytherin lo llamaban «lengua de serpiente».
—Pero parece tan majo... y, bueno, fue él quien hizo desaparecer a Quien-vosotros-sabéis —añadió la muchacha, no muy convencida por las palabras de su compañero—. No puede ser tan malo, ¿no creéis?
—Nadie sabe cómo pudo sobrevivir al ataque de Quien-vosotros-sabéis. Quiero decir, que era tan sólo un niño cuando ocurrió, y tendría que haber saltado en pedazos. Sólo un mago tenebroso con mucho poder podría sobrevivir a una maldición como ésa —prosiguió el muchacho con total convencimiento en aquello que decía—. Por eso seguramente es por lo que Quien-vosotros-sabéis quería matarlo antes que a nadie: no quería tener a otro Señor Tenebroso que le hiciera la competencia.
Hermione, que se había mantenido a pocos metros del grupo, callada como una tumba, apretó con fuerza sus puños y suspiró pesadamente. ¿Cómo era posible que aquellos cretinos pudieran llegar a pensar algo así de Harry, una de las personas más bondadosas que en vida había conocido?
Imposibilitada ante la opción de dejar que el honor de uno de sus mejores amigos quedara mancillado por aquel grupo de ignorantes, la muchacha dio un par de fuertes zancadas hasta la posición de los muchachos, plantándose frente a ellos con una mueca de desagrado dibujada entres sus facciones. De no encontrarse tan enfadada, le habría parecido divertida la forma en que la recibieron: todos parecían petrificados por su sola visión, y Ernie se había puesto pálido.
—¿Cómo podéis llegar a ser tan condenadamente estúpidos? —exclamó sin tapujos, dejando que la rabia hablara por ella—. Me parece inaudito que os atreváis a hablar así de Harry, cuando la mitad no le llegáis ni a los talones.
—Todos estábamos allí, Hermione. Vimos lo que sucedió —declaró Ernie, dando un paso por delante y quedando frente a ella—. Por si no te diste cuenta, tu inestimable amistad hablo pársel y le echó la serpiente a Justin.
—¡Él no se la echó, maldito imbécil! —vociferó la Gryffindor—. ¡La serpiente ni siquiera lo tocó!
—Le anduvo muy cerca —contraatacó el muchacho, sin dar su brazo a torcer—. No sé cómo puedes estar tan tranquila, yendo con él a todas partes... sobre todo tú, que eres de sangre muggle.
Tras aquellas palabras, Hermione tuvo que hacer un esfuerzo sobrehumano para no echársele encima, completamente enfurecida.
—No me preocupa en lo más mínimo qué tipo de sangre tenga —manifestó ella, intentando mantener la serenidad—. Harry jamás me atacaría.
Ernie alzó una ceja con cierta ironía.
—He oído que Potter odia a esos muggles con los que vive...
—No es posible vivir con los Dursley sin odiarlos, Ernie. Me encantaría que lo intentaras.
Habiendo pronunciando aquellas últimas palabras, Hermione giró sobre sus talones, y con la cabeza alta, dirigió su andar hacia el gran portón que aún la separaba del exterior, dejando tras de sí al grupo de Hufflepuffs completamente intrigados.
Y justo antes de cruzar el portón para encontrarse con sus amigos, la muchacha desenfundó disimuladamente su varita y, con total precisión, apuntó en dirección a Ernie con una sonrisa maliciosa dibujada entre sus labios carmesí.
—Tarantallegra —exclamó en un susurro prácticamente imperceptible, y una sutil centella aterrizó de pleno sobre el muchacho, haciendo que sus piernas empezaran a bailar sin control alguno.
Satisfecha, la muchacha salió al fin al exterior, donde aquellos dos rostros conocidos se encontraban a su espera.
—¿Qué tal, chicos? —los saludó ella con amabilidad, acercándose hasta su posición—. ¿Dónde está Malcolm?
—Esta mañana se ha olvidado su libro de texto en clase de Herbología —alegó Maxine—. Ha querido ir a recogerlo a la sala de profesores antes de que se le olvidase.
—Ya sabes como es —se añadió Herbert—. Las cosas se le pasan enseguida...
Con una risotada afable compartida entre los tres, los muchachos se dispusieron a emprender su recorrido hasta el campo de Quidditch, cruzando los jardines a paso firme. A medida que avanzaban, Hermione sentía crecer en su estómago inmensas ganas de empezar: si algo servía para lograr distraerla de sus persistentes pensamientos, además de los libros, eran aquellos entrenamientos.
A medio recorrido, la Gryffindor reconoció a la portadora de aquellos característicos cabellos rubios y rizados, que curiosamente se cruzaba con ellos en el camino.
—¡Hola, Luna! —la saludó ella con fervor, ofreciéndole la más afable de sus sonrisas—. ¿Va todo bien?
La Ravenclaw, de aspecto más pálido que de costumbre y con unas grandes ojeras remarcadas bajo sus ojos celestes, se limitó a seguir su camino a toda prisa, manteniendo su mirada en el suelo por el que pisaba y sin dignarse a devolverle la mirada a su compañera.
—¿Qué le pasa a esa muchacha? —suspiró Maxine, frunciendo el ceño, viendo que Luna no le había devuelto el saludo.
—Ya resulta excéntrica de por sí, pero su comportamiento me parece francamente inusual —admitió Hermione, contemplando la figura de Luna alejarse en dirección al castillo—. Quizá debería ir tras ella... puede estar ocurriéndole algo malo de verdad...
—¡Ni hablar, señorita! —manifestó Herbert con una sonrisa pícara dibujada entre sus mejillas—. Tú y yo tenemos un duelo de escobas pendiente.
Hermione permitió que una carcajada sincera saliera de entre sus labios.
—¿Todavía crees que eres más rápido que yo con la escoba? —lo intentó molestar ella, ante lo que el muchacho asintió con total convicción—. ¡Oh, eso está por ver!
En el transcurrir de un par de efímeros minutos, los tres alcanzaron el campo de Quidditch, donde se equiparon con el uniforme reglamentario y se dispusieron a dejar las preocupaciones a un lado, olvidándose de todo aquello que les atormentase y concentrándose en pasar un rato agradable en compañía.
El entrenamiento finalizó antes de lo que a Hermione le hubiese gustado: las incansables bromas y apuestas de Herbert y el buen humor de Maxine habían resultado un poderoso analgésico para sus preocupaciones, un remedio del que no quería desprenderse.
Pese a que hubieron alargado el evento más de lo habitual, cuando los últimos rayos de sol empezaron a apagarse tras las colinas, supieron que ya era hora de volver al castillo; desganados, los muchachos devolvieron las escobas a su lugar y tomaron de nuevo el sendero hasta el castillo, comentando las mejores jugadas a medida que avanzaban.
Sin embargo, pese a la algazara que sentían tras aquel agradable entrenamiento, la misma duda les atormentaba: Malcolm no había aparecido, algo que resultaba completamente extraño en él.
—¿Qué debe haberle pasado? —se preguntó Maxine en voz alta, dejando al descubierto su preocupación, justo cuando alcanzaban el gran portón que los separaba del interior del castillo.
—Seguro que se ha entretenido más de lo debido —declaró Herbert con total parsimonia, no dejando que la inquietud lograra afectarle demasiado—. La profesora Sprout lo habrá mantenido distraído y, al ver lo tarde que era, Malcolm habrá pensado que ya no valía la pena acudir al entrenamiento.
—¿Alguna vez se ha saltado un solo entrenamiento? —se añadió Hermione, acariciándose los rizos con cierta exasperación.
—Que yo sepa, no... —alegó Herbert, pensativo, mientras cruzaban el umbral de la puerta, alcanzando al fin la soledad del gran vestíbulo—. Pero creo que estáis haciendo una montaña de un grano de arena, chicas. Debe estar en la sala común, estoy seguro de ello.
Maxine y Hermione intercambiaron una mirada entre ellas, observándose con una pesadumbre semejante.
—Quizá Herbert tiene razón, Hermione —exclamó la pelirroja, intentando que sus propias palabras sonaran tranquilizadoras—. Seguro que ahora nos lo encontramos en la sala común.
No muy convencida, la Gryffindor asintió con la cabeza.
—Sí, es lo más probable —manifestó finalmente, intentando restarle importancia al asunto—. Si lo encontráis allí, mandadle un saludo de mi parte, ¿está bien?
Ambos Hufflepuffs asintieron con fervor ante su petición.
—Así lo haremos, Hermione —declaró Herbert con una sonrisa encantadora esbozada entre sus agraciadas facciones—. Nos vemos mañana.
—Hasta mañana, chicos.
Habiéndose despedido, los Hufflepuffs tomaron su rumbo habitual en dirección a las cocinas, donde se encontraba la entrada a su sala común: Hermione, sin embargo, hizo ademán de conducir su andar hacia la Gran Escalinata, dispuesta a ascender hasta el séptimo piso... pero cuando se halló sola en la primera planta, el rumbo de sus intenciones cambió drásticamente.
Mentiría si dijera que las palabras de Herbert habían logrado tranquilizarla... justamente, cuando el efecto surgido había sido más bien el contrario. Decidida, condujo su andar por los corredores en dirección a la sala de profesores, dispuesta a encontrarse con la profesora Sprout para preguntarle acerca del paradero de su amigo.
Se encontraba apenas a un par de pasillos de alcanzar la entrada al lugar, custodiada por dos características gárgolas de piedra, cuando la oscuridad empezó a inundarla: supuso que el viento fuerte y helado que penetraba por el cristal flojo de una ventana había apagado las antorchas del corredor al que ahora se adentraba, y sin darle más importancia, siguió caminando entre la oscuridad, sabiendo perfectamente la dirección hacia la que debía dirigirse.
Sin embargo, cuando debía encontrarse en mitad del corredor, se vio sumergida en un abrazo glacial que logró helarle hasta el alma... una sensación tan característica que le resultó imposible no recordar que aquella no era la primera vez que la sentía.
Tomando la varita que portaba en el elástico de su falda, la muchacha giró sobre sus talones y dibujó un sencillo tirabuzón en el aire con ella, dispuesta a descubrir qué se encontraba entre la penumbra.
—Lumos —exclamó con decisión, y la punta de su varita le brindó la luz necesaria como para poder iluminar gran parte del corredor en el que se hallaba.
Frente a ella halló la visión más extraña que jamás hubiera contemplado: se trataba de Nick Casi Decapitado, que no era ya transparente ni de color blanco perlado, sino de un negro neblinoso, y flotaba inmóvil, en posición horizontal, a un palmo del suelo. Su cabeza estaba medio colgando, y en sus facciones tenía dibujada una expresión de horror que logró acelerar la respiración de la castaña, haciéndole notar como el corazón ejecutaba contra sus costillas lo que parecía un redoble de tambor.
Completamente horrorizada ante aquello que veía, Hermione volvió a girar sobre sí misma, dispuesta a alcanzar en cuanto antes la sala de profesores en busca de ayuda: sin embargo, una figura que restaba tendida en el suelo de piedra frenó sus intenciones.
Con la curiosidad a flor de piel, la muchacha se arrodilló cautelosamente junto al cuerpo, y alzando la varita a la altura de su rostro, quiso inspeccionarle: sin embargo, cuando sus ojos castaños se postraron sobre aquel rostro conocido, sintió que el mundo se le caía encima por completo.
Sin poder evitarlo, Hermione dejó que un grito de horror saliera de entre sus cuerdas vocales, cortando el aire, al mismo tiempo que lágrimas desesperadas empezaban a descenderle incontrolablemente por sus mejillas rosadas.
Frente a ella, tendido sobre el suelo, rígido y frío, con una mirada de horror en el rostro y los ojos en blanco vueltos hacia el techo, yacía Malcolm Preece.
Hermione se permitió saciar su tristeza, sollozando sobre el cuerpo inerte de su compañero, antes de tomar una determinación, afrontado la situación debidamente: comprobando de nuevo su soledad observando el corredor de lado a lado, logró ponerse en pie con dificultad, secándose las lágrimas con las mangas de su túnica reglamentaria, y en un acto por recuperar la valentía, inundó sus pulmones de aire.
Con la firme convicción de que debía ir en busca de ayuda, dejó que sus piernas la condujeran en contradirección, haciéndola descender a toda prisa las escaleras dormidas y cruzando el gran vestíbulo para adentrarse al lugar que durante toda la semana había estado evitando pisar: pronto se encontró en las mazmorras, frente a aquella madera de roble que tan bien conocía, sobre la que picó reiteradas veces con cierta desesperación en su gesto.
El rostro cetrino del profesor de Pociones no se hizo esperar, apareciendo tras el umbral de la puerta en cuestión de segundos, ofreciéndole su habitual mueca de desagrado: sin embargo, cuando los ojos de Snape hubieron analizado detenidamente las mejillas empapadas por el llanto que la muchacha lucía, sus facciones no tardaron en inundarse de preocupación.
—¿Qué es lo que ocurre, Granger? —cuestionó su voz firme.
Hermione, incapacitada para tan siquiera pronunciar media palabra, se limitó a comunicarle mediante un sencillo gesto que la siguiera, cosa que Snape no discutió, cerrando la puerta con firmeza tras su paso y siguiendo el andar firme de su alumna a través de las voluptuosas paredes del castillo.
La muchacha lo condujo con rapidez hasta el corredor del primer piso, donde Snape volvió a quedar impactado ante una situación que ya había vivido de antemano.
Tomando desde entonces las riendas de la responsabilidad, el docente le brindó de las indicaciones necesarias a la muchacha para que, mediante una ráfaga de aire conjurada con la varita, pudiera desplazar el cuerpo inerte de Nick Casi Decapitado hacia la enfermería, mientras él se ocupaba de hacer levitar a Malcolm petrificado en su misma dirección.
Algunos de los profesores no tardaron en acudir a la enfermería, una vez Snape se hubo encargado de hacer sonar la alarma ante los acontecimientos recientes.
—Yo... yo no pude hacer nada por ayudarles... —balbuceó Hermione, una vez se encontró adecuada en uno de los sillones junto a la camilla sobre la que habían depositado a su compañero, a medida que se tomaba a pequeños sorbos la tila que Madame Pomfrey le había preparado—. Fui a buscar a Malcolm a la sala de profesores, donde supuse que estaría con la profesora Sprout tras descuidarse su libro en el aula de Herbología... pero antes de que pudiera alcanzarla, los encontré a ambos... y... no pude hacer nada...
Irremediablemente, aquel gimoteo incesante volvió a invadirla, y McGonagall, que le rodeaba la espalda con ternura, la inclinó hacia sí, tomándola entre sus brazos en un cálido abrazo con el que tranquilizarla.
—Poco podrías haber hecho por ellos, mi querida muchacha... —suspiró Dumbledore, que junto a Snape, se encontraba aun analizando el estado de Malcolm—. Pero no temas, Hermione. Sabemos con creces que no has podido tener nada que ver con esto... ni tú, ni ningún otro estudiante.
La muchacha asintió un par de veces con la cabeza, sintiendo como el hablar pausado del director, así como las caricias de McGonagall sobre su espalda, lograban apaciguar su sollozo.
—Esto no puede seguir así, Albus —dictaminó la profesora—. Debemos tomar medidas drásticas, cuanto antes.
El anciano contempló a su compañera por encima de sus gafas de media luna, y convencido, volvió a enderezarse.
—Tienes razón, Minerva —asintió él, y con total apacibilidad, clavó sus ojos celestes sobre la figura de la muchacha que les acompañaba—. Aunque será mejor que lo discutamos en mi despacho.
Lentamente, McGonagall ayudó a Hermione a ponerse en pie.
—Oh, Severus —exclamó la mujer—. ¿Acompañarías a la Srta. Granger hasta su sala común?
Con una mueca de insatisfacción esbozada en su rostro cetrino, Snape asintió vagamente con la cabeza, aceptando desganado la propuesta de su compañera.
Así, las cuatro figuras abandonaron la enfermería a paso calmado, y en cuanto se hallaron en la segunda planta, se dividieron: Dumbledore y McGonagall tomaron rumbo hacia el despacho, mientras Snape y Hermione seguían ascendiendo las escaleras, intentando andar con sigilo con tal de no despertar a los cuadros dormidos.
Ninguno se atrevió a decir palabra alguna durante el recorrido: ambos tenían demasiado en lo que pensar como para mantener un coloquio entre ellos, por lo que restaron callados hasta que se encontraron, al fin, sobre la superficie que conformaba la séptima planta, frente al retrato de la Dama Gorda.
—¿Contraseña? —balbuceó la mujer, que se encontraba somnolienta dentro de su marco dorado.
—Somormujo —susurró Hermione, y la pintura, con pocas ganas, le permitió el paso.
Antes de adentrarse en la seguridad de su sala común, la muchacha se vio obligada a girar en dirección a su profesor de Pociones, sin saber muy bien qué podría añadir tras lo sucedido. Habían tantas cosas que podían decirse entre sí, y sin embargo, ninguna parecía la adecuada en una situación como aquella.
Snape torció un par de veces la boca, buscando las palabras adecuadas para despedirse de ella.
—Granger, yo... —murmuró en un susurro ronco, sin saber exactamente qué estaba diciendo—. Si puedo hacer algo para ayudarla...
Hermione restó callada frente a él, meditando todas las posibilidades que aquella proposición conllevaba. Si bien había muchas cosas que todavía le quedaban por discutir con él, no parecieron importar en cuanto una poderosa idea le recorrió las ideas a una velocidad asombrosa.
—No sé si es adecuado que se lo pida, pero... —exclamó ella, intentando no hacer sonar tan descabellado aquello que estaba dispuesta a pedirle—. Me gustaría tomar clases de defensa personal con usted, profesor Snape.
El hombre parpadeó un par de veces, algo atónito ante aquella petición tan inusual. ¿Acababa realmente de escuchar salir aquellas palabras de la boca de su alumna predilecta?
Antes de que pudiera tan siquiera plantearse una respuesta a aquella cuestión, la imagen de Lockhart apareció entre sus pensamientos, haciendo prender lentamente la mecha de su rabia interna. ¿Por qué Hermione se lo pediría a él, sabiendo del modo en que adoraba a ese insoportable cretino al que tenía por compañero?
—Para eso está el Club de Duelo, ¿no cree? —exclamó el hombre con cierto resentimiento en sus palabras, el cual la muchacha pudo notar a la legua.
Sin poder evitarlo, Hermione puso los ojos en blanco y suspiró con total fastidio.
—Oh, vamos... —se lamentó ella—. Como si Lockhart tuviera la más mínima idea de lo que hace...
Un intenso fulgor de esperanza abarrotó los ojos oscuros del hombre ante aquellas palabras, y la Gryffindor tuvo que reprimir la sonrisa que deseaba formarse entre sus mejillas. Después de todo, Snape quizá comprendería que ella no era tan incompetente como se podía llegar a imaginar.
El profesor meditó con frialdad su respuesta, clavando sus orbes azabaches sobre los de ella. A fin de cuentas, todo indicaba que el comentario de Longbottom no había sido más que una excusa por parte de la muchacha, y aunque sabía con certeza que había sido ella la que había irrumpido en su almacén, no veía motivo alguno por el que negarse a su petición. Y menos, con la situación que se estaba viviendo en el castillo.
—Está bien, Granger —sentenció finalmente, después de unos segundos que, para la castaña, se convirtieron en una eternidad—. Aunque deberá ser a partir de las vacaciones. Según me comentó la profesora McGonagall, usted pasará las Navidades aquí, ¿cierto?
—Así es.
—Me temo que debo soportar la agradable presencia de la Srta. Bulstrode en mi despacho hasta entonces... así que podremos empezar con las clases a partir de la semana que viene. ¿Entendido?
Satisfecha ante su inesperado logro, Hermione asintió fervientemente con la cabeza.
—Allí estaré, profesor.
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