Capítulo XLII - Reducto
ARESTO MOMENTUM
— CAPÍTULO XLII —
❝ R e d u c t o ❞
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Durante la segunda semana de diciembre, la profesora McGonagall pasó, como de costumbre, a recoger los nombres de los que se quedarían en el colegio en Navidades. Harry, Ron, Susan y Hermione firmaron en la lista conforme pasarían las vacaciones en el castillo, pues habían oído que Malfoy se quedaba, lo cual les pareció lo suficientemente sospechoso como para renunciar a sus vacaciones. Las Navidades serían un momento perfecto para utilizar la Poción multijugos e intentar sonsacarle una confesión.
Después de mucho pensar acerca de dónde podrían establecerse para realizar la poción sin temor a ser descubiertos, Hermione recordó una de las últimas charlas que había mantenido con Sir Cadogan, justamente la noche de Halloween tras el cumpleaños de muerte de Nick Casi Decapitado.
Me he topado con Myrtle la Llorona, le explicó el caballero. Ya sabe... el espectro que ronda siempre los lavabos de las chicas del segundo piso.
—¿Myrtle la Llorona? —recalcaron las palabras de Malcolm, a medida que Hermione y él se iban pasando la bludger durante el entrenamiento de aquella mañana, subidos en sus respectivas escobas—. Sí, la recuerdo. Según Maxine, todo el mundo evita entrar en los lavabos que ella frecuenta.
—¿Por qué? —insistió la muchacha, devolviéndole la pelota en un tiro limpio y envidiable por cualquier jugador de Quidditch.
—Que yo sepa, los lavabos de las chicas del segundo piso no pueden usarse —esclareció el rubio, tomando la bludger con agilidad—. A Myrtle le dan tales llantinas que lo deja todo inundado.
Aquella valiosa información fue la necesaria como para que Hermione se convenciera de que no había lugar mejor para proceder con la poción. Así pues, los cuatro muchachos se establecieron en el aseo, donde empezaron a cocinar la compleja pócima que les llevaría hasta una verdad que cada vez se tornaba más codiciada.
Por desgracia, la poción estaba a medio acabar. Aún necesitaban el cuerno de bicornio y la piel de serpiente arbórea africana, y el único lugar del que podrían obtener dichos ingredientes no podía ser otro que el almacén del profesor Snape, al cual sólo él tenía acceso.
A medida que se acercaba la doble clase de Pociones de la tarde del jueves, los ánimos de los cuatro jóvenes parecían estar decayendo a una velocidad asombrosa ante la falta de ideas para cumplir con su objetivo.
—Lo que tenemos que hacer es distraerle con algo para que uno de nosotros pueda colarse en el almacén para coger lo que necesitamos —exclamó la castaña, mientras removía con lentitud el contenido del caldero, dibujando círculos con lentitud en el líquido con el cucharón—. Después de vuestra llegada triunfal al castillo con el coche, será mejor que me ocupe personalmente del robo. A vosotros dos os expulsarían si os pillaran en otra.
Harry y Ron, que permanecían sentados en el suelo del baño, se contemplaron entre sí con cierto bochorno, y Susan, que apoyaba la cabeza en la pilastra de piedra, rió por lo bajo.
—Pero provocar un tumulto en la clase de Pociones es tan arriesgado como pegarle un puñetazo en el ojo a un dragón dormido —alegó Ron, mientras Hermione partía manojos de centinodia y los echaba a la poción—. Si Snape nos descubriera, como bien has dicho, nos expulsarían del colegio... y precisamente a ese murciélago grasiento no le faltan las ganas de que eso suceda.
La Gryffindor alzó la mirada del caldero, contemplando al pelirrojo con el ceño ligeramente fruncido, sin saber si su gesto se debía a la poca colaboración por su parte o al hecho de que se hubiera referido a Snape de aquella forma.
—¿Cual es la alternativa, entonces? —preguntó ella con cierto fastidio—. ¿Que lo haga Susan por su cuenta, cuando los de Hufflepuff tengan la próxima clase de Pociones junto a los Ravenclaw?
Por la expresión facial de la pelirroja, se notaba a la legua que aquella idea le parecía tan descabellada como indeseada. Harry plantó la vista al suelo de piedra, resignado, y Ron no tardó en imitar su gesto.
La característica risa de Myrtle podía distinguirse a espaldas de Ron y Susan, encontrándose ésta en su retrete habitual. De un momento a otro, su cuerpo traslúcido se elevó hasta el techo, y la muchacha levitó hasta la posición de los alumnos, contemplándoles con interés.
—¿Qué ocurre, Myrtle? —quiso saber Harry, postrando sus ojos verdes en la figura plateada de la aparición.
—Los que tenéis la dicha de estar vivos, sois tan tontos a veces —comentó la muchacha entre sutiles risotadas—. Complicándoos la existencia más de lo necesario...
Ron se acarició sus cabellos anaranjados con desesperación, sin tan siquiera disimular su desagrado por aquel espíritu chismoso; Susan, por el contrario, la contempló desde su posición, escuchando sus palabras con absoluta atención.
—¿Se te ocurre alguna idea? —le preguntó ella, viéndola sobrevolar los lavabos por encima de su cabeza.
Myrtle se detuvo sobre una de las picas y giró sobre sí misma, quedando, de nuevo, de cara a los muchachos.
—Yo no sé mucho sobre novatadas... nunca realicé ninguna —admitió ella, acariciándose las coletas con delicadeza—. Pero, una vez, Olive Hornby hizo explotar mi caldero en la clase de Pociones.
Hermione, habiendo escuchado las palabras de la muchacha, dejó que miles de ideas empezaran a trabajar en su mente a toda prisa, creyendo haber encontrado una solución adecuada.
—Espero que al menos te pidiera disculpas después de lo que te hizo —comentó Harry.
—Sí... aunque eso no ayudó a que las manchas que me salieron en la cara después del incidente desaparecieran más rápido... —musitó la fantasma, dejando que la primera de las muchas lágrimas que se avecinaban descendiera por su mejilla plateada—. De todas formas, se estuvo riendo de mí durante las siguientes tres semanas, como lo hizo el colegio entero...
Desplazándose con rapidez por encima de los aseos, Myrtle volvió a encerrarse en su retrete favorito, y sus sollozos de tristeza empezaron a inundar la habitación, así como a empapar el suelo.
—Pobre Myrtle —comentó Susan en un tono lo suficientemente sutil como para que la fantasma no pudiera escucharla—. Aunque no sé cómo su anécdota podría llegar a ayudarnos.
Harry y Ron asintieron ante su afirmación, completamente resignados ante la triste realidad; Hermione, sin embargo, dejó que una sonrisa complaciente se esbozara en su rostro, y decidida, contempló a sus amigos, dejando que sus ojos brillaran en un poderoso fulgor repleto de esperanza.
—Te equivocas, Susan —le anunció finalmente—. Sé de dos que nos podrían ayudar.
***
—¿Lo habéis entendido? —quiso Hermione asegurarse, viendo que sus interlocutores permanecían en el más absoluto silencio.
Seamus y Neville se observaron entre sí con el ceño fruncido, como si aquel asunto no acabara de inspirarles demasiada confianza.
—Espera un momento, Hermione —exclamó Seamus, haciendo una breve pausa para ordenar correctamente sus palabras—. ¿Para qué has dicho que necesitas esa poción?
La Gryffindor rodó los ojos con fastidio. Les había explicado cuidadosamente cada detalle, y pese a sus esfuerzos por hacerse entender, aquel par de alelados parecían no haber comprendido ni una sola palabra.
—Para preparar Amortentia —respondió ella, lo suficientemente convencida como para que ambos muchachos se creyeran su elaborada mentira.
—Ese es el filtro de amor más fuerte del mundo —añadió Neville, demostrando, por primera vez, tener un mínimo de conocimiento—. ¿Con quién lo usarás?
Hermione sonrió con cierta picardía, inclinándose hacia los dos muchachos para revelarles en voz baja aquel detalle que tan bien había planeado, como si se tratara de un secreto verdaderamente importante.
—Lo usaré con Lockhart —musitó la muchacha.
Ambos Gryffindors abrieron los ojos como platos ante aquella revelación.
—Estás loca, ¿lo sabías? —declaró Seamus, una vez hubo podido digerir las palabras de su compañera.
—Sí, lo sé. Pero ya te he dicho que si me ayudas, te escribiré el próximo ensayo que nos mande la profesora McGonagall —afirmó ella con una sonrisa—. ¿Crees que podrás hacerlo, Seamus?
—¡La duda ofende!
Satisfecha con aquella respuesta, la muchacha clavó entonces sus ojos castaños en la figura de Neville, quien todavía la contemplaba con cierto pavor.
—¿Qué hay de ti, Neville?
El muchacho se frotó su cabellera espesa con exasperación, no demasiado convencido con aquello que estaban a punto de llevar a cabo entre los tres.
—El profesor Snape me matará, Hermione... —balbuceó el muchacho a duras penas, mientras la mandíbula le temblaba del miedo que interiormente sentía al imaginarse al murciélago enfadado.
Pero Hermione no estaba dispuesta a conformarse con aquella simple respuesta.
—Créeme, Neville... —exclamó ella con firme convicción—. Si Snape me descubre robando de su almacén, se encontrará demasiado ocupado queriéndome estrangular como para acordarse de darte una reprimenda.
Como si aquella remota posibilidad supusiera un alivio para el muchacho, finalmente asintió un par de veces con la cabeza, pareciendo lo suficientemente convencido como para proceder con el plan.
—Pero tendrás que ayudarme con la poción —objetó él como su última condición.
—Por supuesto —sonrió Hermione, satisfecha ante aquel gran logro.
Decididos, los tres muchachos se retiraron del aula abandonada en la que habían mantenido su reunión clandestina y se dirigieron a paso firme hacia la clase de Pociones, que se impartía en una de las mazmorras más espaciosas. Hermione abrazaba su bolsa con firmeza, agradeciendo que en su interior se encontraba su arma secreta.
Aquel día, la clase se desarrolló como normalmente. Veinte calderos humeaban entre los pupitres de madera, en los que descansaban balanzas de latón y jarras con los ingredientes. Snape rondaba por entre los fuegos, haciendo comentarios envenenados sobre el trabajo de los de Gryffindors, mientras los de Slytherin se reían a cada crítica.
La situación en la clase parecía la habitual, aunque ciertos detalles le indicaron al profesor de Pociones que algo extraño estaba ocurriendo: Seamus Finnigan, por primera vez en su vida, se mostraba completamente concentrado en aquello que se cocía en su caldero; Neville Longbottom parecía más inquieto de lo normal, aunque no era algo que el resto de alumnos hubiera notado, ya acostumbrados a su histeria en la clase de Pociones... y por último, aquella castaña de ojos marrones le seguía con la mirada, aunque de una forma totalmente indiscreta que no concertaba con su moderación habitual.
En cierta ocasión, el profesor aprovechó su recorrido por entre los pupitres para detener su andar frente a ella, dispuesto a entender lo que se ocultaba tras aquellas evidentes señales de la mejor forma que sabía.
Hermione, sin embargo, cuando se percató que Snape no había pasado por alto sus ojeadas imprudentes, decidió concentrarse en su caldero, no brindando la oportunidad de que los ojos negros de él conectaran con los suyos como normalmente lo hacían.
El profesor, intentando ocultar su derrota, volvió a pasar de largo con el ceño fruncido, intentando distraer su genio viendo las aberraciones que sus alumnos eran capaces de engendrar en sus calderos.
La castaña soltó un suspiro en el que intentó liberar su angustia interior. Snape se olía algo, lo sabía, pero no podía dejarse vencer por el miedo.
Convencida que había llegado el momento de la verdad, la muchacha tomó una de las setas venenosas saltadoras de las que disponía para preparar su pócima y la cortó en porciones tan perfectamente irregulares que ni ella misma supo cómo había sido capaz de cometer una atrocidad semejante.
Con un sutil codazo llamó la atención de Neville, que se había sentado junto a ella, y el muchacho asintió con la cabeza, acercándose aquellas desastrosas porciones hasta su tabla de cortar.
Hermione, viendo como su compañero tomaba aire profundamente, como una forma de hacerse con todo el coraje necesario, colocó su mano derecha en su espalda, brindándole de su apoyo.
Neville, convencido como nunca antes lo había estado, alzó su brazo, llamando la atención del profesor.
—¿Qué ocurre, Longbottom? —le preguntó la voz ronca de Snape, una vez hubo alcanzado el pupitre de ambos muchachos—. ¿Ha perdido el sentido común y no lo encuentra por el aula?
Pese a las carcajadas arrogantes que profirieron los alumnos de Slytherin a sus espaldas, Neville intentó mantenerse con la cabeza alzada.
—Yo... —exclamó el muchacho en un hilo de voz—. Creo que he cortado errónamente una de las setas, señor...
Entre los labios turgentes de Snape se formó una diminuta sonrisa en la que dejó plasmada toda su altanería, aquella que Hermione admiraba y odiaba al mismo tiempo.
—Menuda sorpresa, Longbottom. Ciertamente, no me lo esperaba de usted —declaró el profesor con ironía, acercando su nariz ganchuda hacia la tabla de cortar del muchacho, ante lo que todo rastro de impertinencia se esfumó de su rostro en cuestión de segundos—. ¡Pero qué demonios...!
Con la atención de la clase recayendo sobre sí, Snape inspeccionó meticulosamente aquellas porciones, tan torpemente cortadas que no parecían ni obra del incompetente Gryffindor al que tenía delante.
—¡¿Se puede saber en qué estaba pensando al cortar la seta de esta manera?! —vociferó el profesor con total inquina—. ¡¿Es usted consciente del empeño y esfuerzo que se necesita para traer estos ingredientes al aula como para que un necio como usted los derroche de forma semejante?!
Neville, como acostumbraba a hacer ante las reprimendas que Snape solía dedicarle en la mayoría de sus clases cuando cometía el más pequeño de los errores, cerró los ojos con fuerza, intentando controlar una respiración que cada vez parecía comprimírsele más y más en el pecho.
Hermione, siendo consciente de la situación en la que había puesto a su amigo, decidió actuar.
—No está siendo justo con él, profesor. En el libro no está bien explicado —pronunció con toda la convicción posible, haciendo que los ojos oscuros de Snape, así como su cólera, se centraran ahora en su persona—. Yo le enseñaré cómo hacerlo correctamente, cediéndole una de las setas de las que dispongo.
Snape prefirió tomarse unos instantes para aserenarse antes de dedicarle una de sus respuestas a aquella pequeña leona.
—¿Lo hará, insufrible sabelotodo? —respondió sarcásticamente el profesor—. ¿Y entonces, cómo podrá usted completar su pócima?
Hermione frunció ligeramente el ceño, sintiéndose ofendida ante aquella pregunta. ¿La creía tonta de remate?
—Estoy segura de que usted dispone de los ingredientes necesarios como para que yo pueda completar debidamente mi poción.
Snape arqueó una ceja ante aquella respuesta, y meditando fríamente su proposición, se decidió por aceptarla.
—Se lo traeré, Granger, pero con una condición —alegó el hombre, fulminando esos ojos castaños sin piedad alguna—. Si Longbottom o usted cometen otro fallo, por diminuto que resulte, y la poción no queda en perfectas condiciones, ambos quedarán recluidos hasta las vacaciones de verano como compensación por sus insolencias.
Neville no fue capaz de mover un solo músculo ante aquellas palabras, sabiendo que lo más probable era que Snape acabara saliéndose con la suya, pero Hermione se mantuvo con la barbilla en alto, no dejándose intimidar por lo que el hombre le decía.
—Está bien —respondió ella, segura de sí misma.
Lentamente, Snape giró sobre sus talones y dirigió su figura erguida hasta la puerta del almacén, que abrió mediante un susurro imperceptible, pronunciando las palabras que solo él conocía.
Una vez su silueta se desvaneció en el interior de la habitación, Hermione se giró en dirección al pupitre de Seamus, quien esperaba atento su indicación: con un simple asentir con la cabeza, el muchacho comprendió que había llegado el momento de proceder.
Convencido, tomó su varita y, pese a la mirada interrogatoria que Dean le concedía, justo a su lado izquierdo, la deslizó con destreza por encima del caldero, susurrando las palabras adecuadas como para que aquello tuviera el efecto esperado...
—Reducto...
...y así ocurrió.
Su caldero estalló en un agresivo estruendo, rociando a toda la clase con su contenido putrefacto y quedando hecho trozos encima de su pupitre. Los alumnos empezaron a chillar sin control, viéndose impregnados por aquella desagradable sustancia, y Snape no tardó en aparecerse, saliendo tan precipitadamente del almacén que apenas pudo pensar en cerrarlo tras su paso apresurado.
Mientras el profesor intentaba restablecer la calma en el aula, intentando averiguar qué era lo que había sucedido, Hermione aprovechó la confusión para tomar la capa de invisibilidad que portaba en la bolsa y cubrirse con ella, escabulléndose con sigilo hasta el interior del almacén.
Una vez se encontró en aquella habitación, registró con rapidez toda aquella serie de frascos que ocupaban las baldas de las voluptuosas estanterías, intentando encontrar los ingredientes que desesperadamente necesitaba.
No le resultó complicado hallar el cuerno de bicornio y la piel de serpiente arbórea africana en una de las baldas más cercanas, y con decisión, tomó los ejemplares necesarios como para terminar debidamente la Poción multijugos. Introduciéndolos en un pequeño frasco que había traído consigo, la muchacha se lo escondió en la cinta de la falda que le rodeaba la cintura, y sin tiempo que perder, abandonó el almacén antes de que Snape se percatara de su ausencia, teniendo el tiempo justo para volver a su asiento.
—Es usted un incompetente como pocos existen sobre la faz de la tierra, Sr. Finnigan —exclamó la voz amarga del hombre, fulminando al muchacho con sus ojos oscuros—. Más le vale limpiar este desastre antes de que se termine la clase, o de lo contrario, acabará cumpliendo castigo con sus compañeros.
Notablemente irritado, y por primera vez en su vida, harto de adoctrinar a esos ineptos a los que tenía por alumnos, Snape le entregó con desdén el ingrediente a Hermione, y agotado, alcanzó la tarima en la que se encontraba su escritorio y se dejó caer sobre su asiento, apretándose el puente de la nariz con exasperación.
Hermione aprovechó el momento para dejar que una tímida sonrisa aflorara entre sus labios carmesí ante aquel logro. Después de todo, había salido mejor de lo que se esperaba, pues se encontraba fuera de peligro...
O eso fue lo que ella creyó.
Los ojos oscuros de Snape no tardaron en ser conducidos hasta la entrada del almacén, reconociendo al instante el pequeño fallo que, quien se encontrara detrás de todo esto, había cometido. La puerta se encontraba cerrada... y él no la había dejado así.
Ahogando un suspiro resignado, el profesor repasó atentamente todos y cada uno de los rostros de sus alumnos, queriendo encontrar así al culpable: su mirada se detuvo en Harry y Ron, quienes parecían estar demasiado sosegados como para, por primera vez en su vida, haber tenido algo que ver con el asunto...
Pero cuando sus ojos negros como el carbón alcanzaron una vez más aquellos cabellos rizados y ligeramente alborotados, supo que esa pequeña escondía algo tras sus delicados e inocentes rasgos.
La exagerada torpeza de Neville, la complicada explosión del caldero de Seamus y la inusual desfachatez de Hermione ante su persona ocultaban, sin lugar a dudas, algo que él todavía desconocía... pero que estaba dispuesto a descubrir.
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