Capítulo XI - Fregotego
ARESTO MOMENTUM
— CAPÍTULO XI —
❝ F r e g o t e g o ❞
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—Era Snape —explicaba Ron con semblante serio mientras volvían al castillo—. Hermione y yo lo hemos visto. Estaba maldiciendo tu escoba. Murmuraba conjuros y no te quitaba los ojos de encima.
Harry, a pesar de lo mucho que detestaba a Snape, se sorprendió al oír aquello, como si no terminara de creérselo. Cedric asintió levemente, aceptando esa posibilidad. Susan esbozó una mueca de terror absoluto, completamente desconcertada, y Hermione, a pesar de ir abrigada hasta el cuello y sentir el tacto cálido del sol sobre su piel, se estremeció de pies a cabeza al recordar lo que había visto.
—Tonterías —exclamó Hagrid, que no había oído una sola palabra de lo que había sucedido—. ¿Por qué iba a hacer algo así Snape?
Los muchachos se miraron entre sí, preguntándose qué le iban a decir, y fue Harry el que decidió contarle la verdad.
—Descubrimos algo sobre él —le susurró al semigigante, temiendo ser escuchado por alguien más que no fueran ellos—. Trató de pasar ante ese perro de tres cabezas, en Halloween. Y el perro lo mordió. Nosotros pensamos que trataba de robar lo que ese perro está guardando.
Hagrid se detuvo en seco, y los cinco tuvieron que imitar su gesto para no chocarse con él.
—¿Qué sabéis acerca de Fluffy?
—¿Fluffy? —recalcó Susan con una mueca extraña—. ¿Esa cosa tiene nombre?
—Claro que tiene nombre. Es mío —alegó él, retomando el paso—. Se lo compré a un griego que conocí en un bar el año pasado... y se lo presté a Dumbledore para guardar...
Los cinco escucharon con atención, esperando que Hagrid prosiguiera, pero él se detuvo echándose las manos a la cabeza.
—¿Sí, Hagrid? —insistió Cedric, tratando de sonsacarle más información—. ¿Qué decías?
—Bueno, no me preguntéis más —respondió él con rudeza—. Es un secreto.
—Pero Snape trató de robarlo —añadió Ron.
—Bobadas —repitió Hagrid—. Snape es un profesor de Hogwarts. Nunca haría algo así.
Hermione nunca había podido tener un buen concepto de Snape desde que hubo llegado al colegio, a pesar de temerle y, en cierta manera, de admirarle por sus conocimientos. Sin embargo, los sucesos de aquel día parecían haber cambiado su idea sobre él, retorciendo su imagen en su cabeza hasta el punto de saberle una amenaza.
—Entonces, ¿por qué ha tratado de matar a Harry? —objetó ella, saliendo de su propia ensoñación—. Yo sé reconocer un maleficio cuando lo veo, Hagrid. He leído mucho acerca de ellos. Hay que mantener la vista fija, ¡y Snape ni siquiera pestañeaba!
De nuevo, Hagrid se detuvo, girándose hacia ellos e inclinándose para darles una advertencia.
—Os digo que estáis equivocados. No sé por qué la escoba de Harry ha reaccionado de esa manera, pero Snape no iba a tratar de matar a un alumno —suspiró, ofuscado—. Ahora, escuchadme bien, los cinco. Os estáis metiendo en asuntos que no os conciernen y eso es peligroso. Olvidaos de ese perro y de lo que está vigilando. En eso sólo tienen un papel el profesor Dumbledore y Nicolás Flamel...
—¡Ah! —exclamó Harry—. Entonces, ese tal Nicolás Flamel está involucrado en esto.
Hagrid pareció enfurecerse consigo mismo, dando una patada al suelo y alejándose de ellos mientras murmuraba una y otra vez la misma frase.
—No he debido decir eso... no he debido decir eso...
Los cinco muchachos lo vieron marchar abatido hacia su cabaña, mientras trataban de procesar para sí mismos toda la información que acababan de recibir.
—Nicolás Flamel... —repitió Susan para todos los presentes—. ¿Quién es Nicolás Flamel?
Cedric se encogió de hombros, y Harry y Ron buscaron a Hermione con la mirada.
—No lo sé —esclareció ella con timidez al sentir el peso de sus ojos sobre ella, como si decir aquellas tres palabras supusiera una derrota—. No recuerdo haber leído ningún tomo de la biblioteca donde se le mencionara, y eso que he leído muchos... aunque... hay una sección a la que no he podido acceder.
En el rostro de Ron se esbozó una sonrisa de triunfo.
—¿Estás pensando en la Sección Prohibida? Mis hermanos siempre hablan de ella.
Hermione asintió con la cabeza, sintiéndose mejor consigo misma tras aquella ocurrencia.
—Esa sección sólo es accesible con el permiso firmado de un profesor —añadió Cedric con convencimiento—. Podría tratar de conseguir uno... aunque entrar furtivamente y saltarse las normas siempre me parece más divertido.
Harry, Ron y Susan sonrieron con una complacencia muy parecida a la suya.
—Si se diera ese caso, espero que no nos descubran... —suspiró Hermione—. No me gustaría que nos castigaran a ninguno.
—Ahora que dices eso... —objetó Harry, acercándose las gafas a la cuenca de los ojos y aguzando la vista en dirección a la Torre del Reloj sin distinguir muy bien la hora—, ¿no crees que Snape te castigará si no le llevas el frasco?
La tez de la muchacha se volvió pálida como la nieve, y durante unos instantes no fue capaz de reaccionar. Había olvidado por completo la reprimenda que Snape le había dedicado durante el desayuno, y temió recibir otra aún peor si no llegaba a tiempo al encuentro.
—¿Qué hora es? —preguntó ella cuando el miedo decidió devolverle el habla.
Cedric echó un vistazo a las manecillas de su reloj de muñeca.
—Son las doce menos cuarto —anunció, levantando la cabeza para volver a mirar a su amiga con preocupación—. Será mejor que te des prisa si no quieres ver al murciélago enfurecido.
Hermione se colocó la mano sobre la frente, sintiendo un sudor frío.
—¡Debo ir primero a la sala común! No he pensado en recoger el frasco antes del partido —se lamentó—. ¡No llegaré a tiempo!
Sabiendo que no podía perder ni un solo minuto más, la muchacha echó a correr hacia el castillo, siguiendo el camino de tierra trazado a través de la huerta y dejando atrás a sus amigos.
—¡Que tengas suerte! —pudo oír a Susan a sus espaldas antes de adentrarse en el puente cubierto y cruzarlo a toda prisa, y se giró en una última instancia para despedirse de ellos con la mano.
—¡Nos vemos luego!
Con la respiración entrecortada, se adentró en el castillo atravesando los enormes portones de la entrada y alcanzó con suma rapidez el comienzo de la Gran Escalinata. Decidida, empezó a ascender sus peldaños mientras miraba hacia arriba, rezando interiormente para que los tramos de escalera se mantuvieran en el sitio correcto y ella pudiera pasar a la mayor brevedad posible. Supo mantener con gran entereza sus fuerzas hasta llegar al cuarto piso, cuando empezó a sentirse más fatigada, y alcanzó el sexto a duras penas, exhalando el aire de forma necesitada. En un último esfuerzo, se enfrentó al último tramo de escaleras y consiguió llegar al rellano del séptimo, donde los cuadros la miraron extrañados al verla pasar, evidenciándose agotada frente a ellos.
Tuvo que balbucear en tres ocasiones el santo y seña para que el retrato de la Dama Gorda la comprendiera y la dejara pasar. Con las pocas fuerzas que le restaban se adentró en la sala común a través del agujero, subió la escalera de caracol hasta los dormitorios y llegó a su habitación compartida, encontrando el frasco situado sobre su mesilla de noche.
Aprovechando aquel momento de soledad para recuperar el aliento, Hermione tomó el recipiente entre sus dedos y lo miró a contraluz, percatándose que habían quedado algunos restos del líquido en su interior. Estaba convencida de que su esfuerzo por evitar el castigo habría sido en vano si le entregaba a Snape el frasco en aquel estado, por lo que, decidida, tomó su varita de los bolsillos de su túnica y apuntó sobre él.
—Fregotego.
De la punta de la varita surgieron unas diminutas burbujas jabonosas que, movidas por una ráfaga de aire, rodearon el frasco y oscilaron a su alrededor hasta desvanecerse. Hermione volvió a comprobar su estado poniéndolo a contraluz, y sonrió con orgullo al comprobar que el hechizo había surgido efecto, haciendo lucir el objeto impoluto.
Descender las escaleras del castillo, aún pareciendo ser la parte fácil del recorrido, no lo resultó en absoluto: el resto de integrantes del castillo habían vuelto del partido, y en cada tramo de escaleras se amontonaban decenas y decenas de alumnos que Hermione tuvo que esquivar a toda prisa, intentando no tropezarse ni toparse en el camino de nadie. Tuvo que esperarse en un par de ocasiones a que las escaleras cambiaran de sitio para poder proseguir con su recorrido, y su nerviosismo iba en aumento a cada segundo que pasaba, ya que no tenía forma de saber qué hora era ni cuánto tiempo había transcurrido.
Una vez consiguió llegar al vestíbulo principal de una pieza, resguardando el frasco en el bolsillo de su túnica como un tesoro, se topó con Neville, que entraba al castillo aún tiritando a causa del frío y la emoción del partido.
—¡Neville! —lo llamó ella entre el gentío, acercándose hasta su posición con el aliento agitado—. ¿Puedes decirme qué hora es?
El muchacho, saliendo de su ensoñación, asintió con la cabeza y sacó con torpeza su reloj de bolsillo, echándole un breve vistazo y mostrándoselo a Hermione.
—Quedan tres minutos para que den las doce —afirmó él, mirándola con extrañeza—. ¿Por qué? ¿Dónde tienes que ir con tanta prisa, si es fin de semana?
—¡Tengo que estar en el despacho de Snape a las doce en punto! —suspiró ella, sintiéndose aún más ansiosa—. ¡Si no, me matará!
Sin tiempo que perder, Hermione se escabulló entre la marabunta de alumnos hasta la entrada de las mazmorras, oyendo a sus espaldas las palabras temerosas que Neville le dedicaba en un suspiro.
—¡Ve con mucho cuidado, Hermione!
Al entrar en las mazmorras, la muchacha sintió cómo su cabeza era invadida por una neblina espesa, fruto de la tensión que estaba sintiendo al encontrarse cada vez más cerca de aquel temido encuentro, y tuvo que hacer un gran esfuerzo por recordar el camino hasta el despacho del profesor Snape. La oscuridad invadía el castillo durante la noche que él mismo la condujo hasta allí, acurrucada entre sus brazos, y era difícil distinguir los pocos detalles que ella hubiera advertido durante dicho trayecto. Por suerte, mientras probaba suerte y cruzaba uno de los oscuros corredores a toda prisa, distinguió el curioso arco puntiagudo que se erigía sobre una puerta de ébano antigua y se recordó habiéndola cruzado unas pocas noches atrás, teniendo la certeza de que había llegado al lugar indicado.
Toda la presteza y la agitación que la habían acompañado hasta ahora en su recorrido parecieron esfumarse en cuanto se encontró frente a la puerta del despacho, quedándose inmóvil. Sentía un cúmulo de emociones en la boca del estómago que parecía arremolinarse cada vez con mayor fuerza en su interior, haciéndola sentir débil y mareada. Enfrentarse a Snape nunca era plato de buen gusto, y en el fondo de su ser sabía que no quería cruzar esa puerta, por lo que se encontraba paralizada frente a una decisión que no deseaba tomar en absoluto. Por suerte o por desgracia, transcurridos unos pocos segundos, se escuchó retumbar entre las paredes del castillo el sonido con el que la campana del gran reloj señalaba las doce en punto, y viendo que no tenía escapatoria frente a la cruda realidad, Hermione, armándose de valor, alzó su mano derecha y picó con los nudillos sobre la lisa superficie de la puerta, anunciando finalmente su llegada.
La puerta de ébano se abrió ante ella un instante después, dejándole entrever el interior del despacho, y antes de atreverse a cruzar el marco, la muchacha distinguió la figura de su profesor de Pociones adecuada en el inmenso pupitre que había situado al fondo de la sala, con la vista enfocada en una serie de pergaminos que tenía tendidos sobre su superficie. Sin poder evitarlo, escrutó su rostro malencarado con suma atención, dejándose invadir por las sensaciones que su presencia le transmitía, y se perdió en una vorágine interminable de emociones encontradas que era incapaz de catalogar. La intensidad de sus sentimientos hacia él se volvía cada vez más implacable, dominándola de una forma que no sabía en absoluto cómo manejar, ni tan siquiera explicarse para sí misma. ¿Era el odio capaz de ser tan despiadado, tan inhumano?
—¿Piensa quedarse ahí toda la tarde, Granger? —murmuró la voz de Snape, que había alzado la cabeza y la observaba con cierto hastío.
Intentando dominar sus instintos, Hermione acabó cruzando el marco y cerró la puerta tras de sí. Al volverse de nuevo hacia él, anduvo unos pocos pasos en su dirección y sacó nerviosamente el recipiente de sus bolsillos, tratando que no se le escurriera de las manos.
—Le traigo el frasco, profesor —anunció nerviosamente, alcanzando su posición—, tal y como me ha pedido.
Mirándola impasible, Snape señaló el escritorio.
—Muy bien. Puede dejármelo aquí.
Intentando no vacilar, Hermione se aproximó hasta la mesa y depositó el pequeño frasco sobre ella con suma delicadeza, apartándose un paso una vez lo hubo dejado. Seguidamente, Snape se inclinó en su dirección, lo tomó y procedió a inspeccionarlo manteniéndolo a contraluz.
A pesar de que ella misma había comprobado la efectividad de su hechizo minutos atrás, sabiendo que el objeto estaba impoluto, Hermione agachó la cabeza, esperando cualquier tipo de comentario hiriente por parte de él. Sin embargo, su atención recayó entonces en el respaldo del asiento que quedaba frente a ella, contrario al de Snape, donde colgaba su capa azabache, y tuvo que hacer un esfuerzo sobrehumano por no sobresaltarse al reconocer la abertura que había quedado en el tejido tras el paso del fuego que ella misma había conjurado unas horas atrás.
Cuando se atrevió a levantar la vista, creyendo haber disimulado perfectamente su propia reacción de sorpresa, sus ojos toparon con los negros de Snape, que parecían escrutarla sin piedad alguna.
—Granger... —gruñó él con una frialdad retorcida y calculadora—. Espero que no haya tenido nada que ver con el incidente del fuego.
—¿Fuego, señor?
—No se haga la ingenua conmigo.
Por un momento, Hermione se sintió perdida. Pensó que jamás lograría disuadir a Snape de aquella verdad, convencida como estaba de que aquel hombre era capaz de leer en sus ojos todo cuanto quisiera, y contempló como válida la posibilidad de ofrecerle su rendición para no alargar en demasía aquella agonía.
Sin embargo, mientras le mantenía la mirada con gran entereza, perdiéndose en la espesura de sus ojos carbón, se dio cuenta de que Snape no era ningún rey al que rendir pleitesía ni ningún santo al que otorgar su devoción. Ella misma había sido testigo del acto abominable que él había cometido horas atrás, conociendo su verdad.
Sabiendo que, por primera vez desde que se habían conocido, en aquella singular tesitura ambos se encontraban a merced del otro, Hermione se dio cuenta de que se habían convertido en iguales y que ya no existía razón para seguir temiéndole más.
—Por supuesto que no he tenido nada que ver a lo que sea que usted esté haciendo alusión. Eso sería absurdo —respondió con determinación, mientras seguía sosteniéndole la mirada sin apenas pestañear—. Es como si yo pensara que usted ha tenido algo que ver con el encantamiento de la escoba de Harry, ¿no cree?
El pecho de la muchacha se llenó de orgullo en cuanto la mueca arrogante de Snape pareció hacerse añicos bajo el peso de sus palabras, y su sitio lo ocupó una expresión desafiante. Estaba claro que, por mucho que Snape tratara de disimularlo, él había tratado de acorralarla y ella había sabido escabullirse con gran elegancia de sus intenciones.
Se formó un silencio inexpugnable que ninguno de los dos se atrevió a romper. Snape se limitó a desenfundar su varita y apuntar hacia la puerta, que abrió de par en par con un suave blandimiento, y esperó a que la muchacha captase la indirecta. Hermione, con una satisfacción inconmensurable, giró sobre sí misma con decisión y anduvo hasta la salida, dejando que su rostro se iluminara con una sonrisa victoriosa una vez le hubo dado la espalda.
En aquella ocasión, la más astuta de los Gryffindors abandonó las mazmorras del castillo con un sentimiento de triunfo infinito. Había conseguido algo de lo que muy pocos podían jactarse: dejar mudo al mismísimo murciélago de las mazmorras.
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