Capítulo VIII - Fermaportus
ARESTO MOMENTUM
— CAPÍTULO VIII —
❝ F e r m a p o r t u s ❞
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El paso ajetreado de Severus Snape resonaba con poderío entre las voluptuosas paredes que encerraban los solitarios pasillos del castillo por los que cruzaban sin descanso. Su marcha no se había ralentizado ni detenido desde que habían abandonado el primer piso, a pesar de la fastidiosa herida que sentía presente a cada paso y del peso que suponía llevar a la muchacha sobre sus extremidades: la mantenía firme contra su pecho, haciendo un gran esfuerzo por no mostrarse débil ante ella.
Hermione sentía una mezcla de gratitud, pesar y nerviosismo que se arremolinaba en la boca de su estómago y contra el que luchaba incansablemente, aún rodeando la espalda de Snape con su brazo izquierdo. Se sentía culpable del esfuerzo que él estaba haciendo por ella, y se encontraba víctima de una cercanía que no sabía en absoluto cómo manejar y ante lo que lo único que podía hacer era evitar encontrarse con sus ojos oscuros, tratando de fingir que nada había ocurrido minutos atrás.
Ambos mantenían la vista al frente, descubriendo con la mirada los corredores por los que avanzaban, intentando obviar la extrañeza de la situación y el contacto que compartían. Era más que evidente la palpable incomodidad que se cernía sobre ellos, pero ninguno estaba dispuesto a confrontarla: se mantenían en silencio a medida que atravesaban tramos de luz y oscuridad, descendiendo hacia las mazmorras, cada uno inmerso en los pensamientos encerrados de su propia mente. En su cercanía, a su vez tan lejana, compartían un curioso contacto que no había pasado desapercibido para ninguno: se encontraban lo suficientemente unidos como para poder sumergirse uno en el aroma de otro, en un extraño ritual que ambos compartían como una secreta distracción.
Los cabellos rizados y alborotados de la muchacha caían cautelosos sobre el hombro derecho de él, y desprendían un perfume a vainilla que se combinaba con el aroma de frutas rojas y flores que podían apreciarse impregnadas en su túnica reglamentaria. A Snape, que nunca le habían aficionado los sabores y olores más dulzones, pensó y ocultó para sus adentros que aquella combinación no le desagradaba en lo más mínimo, y a medida que avanzaban hacia su despacho se sentía más enfadado consigo mismo por no poder obviar aquel estúpido detalle.
Hermione, por su parte, podía distinguir una serie de olores en su profesor que la sorprendieron: sus ropajes desprendían un toque de azahar que se fusionaba con un perfume con notas especiadas, aromáticas y frescas. La muchacha, que nunca hubiera imaginado que Snape fuera un hombre preocupado por su propia presencia, se sorprendió ante la combinación de aquellos componentes clásicos combinados con otros muy fuertes, proporcionando un equilibrio que parecía envolverla en una sensación enigmática, casi animalista en su atractivo.
Víctimas de sus diálogos internos, ninguno se percató de la rapidez con la que habían alcanzado las mazmorras hasta que se encontraron frente a la puerta del despacho. Era una puerta de arco puntiagudo de ébano, que a la vista parecía muy antigua debido a su desgaste, pero sus pocos ornamentos la hacían lucir muy distinguida. Hermione descubrió que, además de poseer un cerrojo común, estaba también sellada bajo hechizo en cuanto, ante ella, los labios del profesor murmuraron unas palabras que resultaron ininteligibles y que sirvieron para que la puerta cediera y les mostrara el interior del espacio oscuro en el que se adentraron.
Calmadamente, Snape anduvo unos pocos pasos entre la penumbra hasta que decidió romperla por completo.
—Lumos —pronunció con decisión sin necesidad de tomar su varita, hecho que impresionó a la muchacha.
Las velas que se encontraban repartidas por el ancho salón se encendieron con una inmediatez impoluta, y Hermione se dio cuenta de que se encontraban en mitad del gran espacio. Viendo al fin por dónde pisaba, Snape la condujo junto a una preciosa chimenea de piedra que estaba anclada en una de las paredes, y la depositó sobre el sofá antiguo de cuero negro que la acompañaba, dejándola arropada por el calor de las brasas que aún se mantenían encendidas.
Ella, una vez se sintió lo suficientemente cómoda y confiada, levantó la mirada para echar un pausado vistazo al despacho con una curiosidad que parecía carcomerla por dentro. Se encontró en una gran habitación cuyas paredes oscuras, que seguían la estética de las mazmorras, encerraban un conjunto de muebles de caoba antiguos y relucientes. Había una extensa biblioteca que ocupaba toda una pared, decorada con libros de todos los tamaños y colores y un sinfín de frascos que resguardaban ingredientes en su interior; un gran escritorio se situaba como protagonista del espacio, ocupado de pergaminos, tinteros y plumas debidamente ordenados en su superficie; también existía una especie de abertura en la pared que dejaba entrever dos puertas opuestas entre sí y que conducirían a sus habitaciones privadas, pero lo que verdaderamente llamó la atención de Hermione fue el gran ventanal que ocupaba la pared del fondo, tras al escritorio, y que mostraba los exteriores de Hogwarts con nitidez.
Snape, que se había acercado de nuevo a la entrada del despacho para colgar su capa en el elegante perchero que acompañaba la puerta, se sorprendió al oír la voz suave de ella dirigiéndose a él en mitad de aquella insólita situación.
—Esa ventana está hechizada, ¿verdad? —comentó ella con decisión, admirando a través los cielos dormidos—. Quiero decir que, ¿cómo podríamos ver el exterior desde las mazmorras si se encuentran a la misma profunidad que el Lago Negro? No puede tratarse de algo meramente real.
Snape, despojado de su capa, se acercó a pasos cortos al ventanal y se unió a ella, admirando el firmamento que ofrecía la despejada noche con el asomo de una sonrisa maliciosa. Estaba sorprendido, verdaderamente sorprendido por los conocimientos de su pequeña alumna.
—Efectivamente, Srta. Granger. Lo que se muestra a través de este ventanal es el exterior de Hogwarts, pero no se trata de la vista que obtendríamos desde nuestra altura actual —aseguró, girándose hacia ella con los ojos abnegados de soberbia—. Como siempre, demuestra usted ser una insufrible sabelotodo.
Hermione no vio venir una respuesta de ese calibre por parte de él, y menos tras haberla salvado aquella noche, donde creyó haber obtenido una especie de tregua no apalabrada. Sin embargo, su tiro de bala no le dolió tal y como lo había hecho la primera vez. Había una gran diferencia entre la Hermione ingenua que había ingresado en Hogwarts un mes atrás y la Hermione del presente: la segunda no estaba dispuesta a concederle la satisfacción de hundirla una vez más.
La muchacha se mantuvo firme en su asiento, mirándolo fijamente en silencio mientras él se dirigía a su imponente biblioteca, rebuscando entre la variedad de frascos donde relucían diversas pociones de brillantes colores y tratando de ignorar por completo el daño que hubiera podido causar en ella con sus palabras. Su gesto la molestó aún más, incrementando la crispación en el ambiente, pero ninguno dijo nada hasta que él pareció tomar el par de pequeños frascos que había estado buscando. Dejó el de mayor tamaño sobre su mesa de roble, y con el restante se acercó finalmente a ella, contemplándola con su habitual expresión de frialdad.
—Tengo que pedirle que levante un poco la pierna. Me será más fácil para proceder con la cura —expresó él en su mismo tono desafiante—. ¿Puede hacerlo?
Hermione asintió secamente y levantó la pierna con algo de dificultad, pero no se aquejó en el proceso: no quería encontrarse en la tesitura de tener que pedirle ayuda bajo ninguna circunstancia, ni menos después de ser testigo de su dolencia, por lo que aguantó como pudo el dolor y se enfrentó con la mirada a la herida que había quedado dibujada en su pierna.
Snape se inclinó ligeramente sobre ella, concentrándose en el punto exacto del que aún brotaba una poca sangre, y destapó el pequeño frasco que llevaba consigo. Su extraña cercanía provocó que Hermione se sintiera nerviosa de nuevo, hasta el punto en que, a pesar de que la poción que él vertía sobre su herida le hiciera sentir un molesto quemazón sobre la piel a medida que el corte se cerraba, le resultara imposible prestarle atención. No fue hasta que Snape volvió a apartarse de ella que se dio cuenta de que su lesión parecía haberse esfumado. Apenas quedaba un pequeño rastro de sangre que el profesor, con un simple blandir de varita, hizo desaparecer al instante.
En silencio, Snape volvió a enderezarse y se apartó de ella para depositar el frasco en la estantería, limpiándolo con otro conjuro que quedó mudo para cualquiera que no fuera él. Hermione, levantándose de su asiento con cierto retraimiento, se dio cuenta de que el dolor había pasado y se sintió renovada: al alzar la vista para encontrarse con aquel que la había curado, pensó que debía mostrarse amable con él, demostrándole que estaba por encima de sus palabras afiladas.
—Le agradezco la molestia que se ha tomado conmigo, profesor —exclamó con toda la convicción que fue capaz de emplear en su gesto—. No tenía porqué hacerlo.
Durante unos segundos, Snape no contestó. Parecía como si sus palabras le hubieran dejado sorprendido, y Hermione, esperando que su atrevimiento no le ofendiera, tuvo la efímera esperanza de que, al girarse, su rostro se mostrara más afable. Sin embargo, de todo el repertorio de reacciones que podría haber ideado en su mente, no esperó que en su lugar Snape hubiera contorneado una media sonrisa que parecía repleta de malicia.
—Es usted una muy mala mentirosa.
Si ella había creído dejar mudo a Snape, no podía imaginarse el modo de describirse a sí misma tras oír aquello.
—¿Perdón?
—¿Buscando al trol para enfrentarse a él? ¿Me cree tonto de remate? —exclamó él con su característica ironía, logrando que la muchacha se sintiera enfurecida y decepcionada al mismo tiempo—. No es tan necia como para hacer algo así, a diferencia de sus amigos.
A pesar de que en su frase se escondiera una especie de elogio implícito, Hermione se sintió ofendida por las palabras que había dedicado a los que consideraba sus salvadores y amigos.
—Ellos sólo han tratado de ayudarme —alegó ella con mirada desafiante.
—En el caso de Diggory, sus ansias de protagonismo son casi inevitables —prosiguió él con su amplio repertorio de puyas—. La Srta. Bones no está cualificada ni para conjurar un simple Expelliarmus, y por lo que a Weasley y Potter respecta, creo que no es necesario recalcar sus ineptitudes frente a la vida en general.
Hermione suspiró abiertamente, dejando de fingir una compostura que sabía que no valía la pena seguir manteniendo ante él.
—¿Por qué habla así de ellos? —preguntó con inocencia—. Lo único que han intentado ha sido salvarme de un trol que casi logra aplastarme.
Snape se cruzó de brazos, admirándola con la barbilla ligeramente alzada, como si tratara de desafiarla.
—Qué menos —espetó sin miramientos—, si han sido ellos los causantes de que usted se encontrara fuera del Gran Comedor a estas horas de la noche.
Por primera vez, Hermione fue incapaz de ocultar cómo se le desencajaba la mandíbula de la impresión.
—¿Cómo lo sabe?
—Usted no es la única a la que se le da bien observar —comentó con una seguridad aplastante—. No hay que ser una eminencia en Adivinación para saber que ha estado llorando, y a juzgar por la soberbia de la que pecan Weasley y Potter, es más que obvio que no hay otro causante. ¿O acaso me equivoco?
—No, señor —afirmó ella con cierto retraimiento—, pero no creo que sea justo que les desprecie así, ni menos después de lo que han hecho por mí. Son mis amigos.
—He subestimado entonces su inteligencia, Granger. Ahora comprendo porqué ese maldito Sombrero la seleccionó para la casa de los leones.
Su comentario logró prender la mecha de la ira de Hermione, que se levantó con un salto de su asiento, dispuesta a defender fervientemente aquello en lo que creía.
—¡Usted no tiene derecho a...!
—Cállese, sabelotodo —la cortó con severidad, con el cuerpo rígido como una estátua de piedra—. Debería estar agradecida conmigo. Esta noche la he salvado en dos ocasiones de un buen aprieto.
A pesar de que su semblante hubiera logrado aterrorizar a media escuela, Hermione no se dejó intimidar por él, demasiado dolida por su trato, y Snape la vio apretar sus delgados y delicados puños, como conteniendo su enfado.
—No recuerdo habérselo pedido.
Lejos de sentirse ofendido con su comentario, al profesor le agradó su coraje. Durante años nadie se había atrevido a desafiarle de forma semejante, ni se había visto tan reflejado a sí mismo como en aquella pequeña que le sostenía la mirada con una entereza infinita.
—Tan soberbia como sus amigos... es usted toda una Gryffindor —murmuró él en un susurro ronco, intentando ocultar su regocijo, y trató de desviar la atención apuntando firmemente con el dedo sobre el frasco que había quedado sobre el escritorio—. Tómese esta Poción calmante antes de acostarse, y salga de mi despacho inmediatamente.
Con su más que evidente enfado, Hermione anduvo hasta la inmensa mesa de roble, agarró el frasco con el ceño fruncido y volvió a dedicarle una mirada repleta de inquina antes de dirigir sus pronunciados pasos hasta la puerta, logrando hacer crujir la madera al son de su furia implacable. Para cuando se encontró de nuevo en las mazmorras, notando el abrazo glacial del ambiente, la profunda voz del profesor pareció llamarla desde el interior del despacho.
—Una cosa más, Granger —exclamó él con convicción, logrando que la muchacha girara sobre sí misma con rapidez para volver a mirarle con odio—, su desfachatez le costará veinte puntos a su casa.
Hermione le fulminó con la mirada, sintiéndose al borde de la cólera por culpa de su desmedida arrogancia hacia ella.
—Usted no me da miedo.
—Pues es una pena —se burló él—. ¡Fermaportus!
El hechizo provocó que la puerta de madera se cerrara con brusquedad frente a sus propias narices, dejándola con la palabra en la boca.
—¡Maldito murciélago! —espetó ella desde su posición, completamente exasperada frente al comportamiento de él.
Con la cabeza saturada de ideas descabelladas y una rabia desenfrenada, Hermione abandonó a paso raudo las mazmorras y se dirigió hacia la Gran Escalinata para conducirse hasta la sala común y recogerse en su habitación, donde esperaba ser capaz de hacer desaparecer la funesta velada que acababa de vivir cuánto antes.
En el interior del despacho, Snape se mantuvo en pie junto al escritorio, como absorto por la visión de la muchacha al otro lado de la puerta de roble, tan valiente como mosqueada. Había podido escuchar con claridad cómo Hermione le maldecía desde el exterior, y no podía negarle razón alguna. Se había comportado como un verdadero bastardo con ella. Había desempeñado magistralmente su papel para mantenerla alejada de él y, con suerte, obtener su silencio después de lo que ella había presenciado.
Agotado por completo, cruzó vagamente el despacho, se dejó caer en la butaca que acompañaba la chimenea, donde las brasas parecían haberse apagado, y se apartó la túnica para poder observar con detenimiento la herida que permanecía abierta a la altura de su rodilla. El maldito perro de tres cabezas había sido más rápido que él, al igual que Quirrell, y se sentía completamente fastidiado por ello. Para colmo, minutos antes había gastado su última reserva de poción capaz de sanar una herida como aquella, y tardaría unos días en poder preparar de nuevo un caldero.
Sin embargo, a pesar del punzante dolor de la maldita herida y lo decepcionado que se había sentido consigo mismo por sus propias ineptitudes, sonrió de lado con cierta satisfacción. Hermione había conseguido hacérselo olvidar por completo hasta ahora.
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