Capítulo V - Alohomora
ARESTO MOMENTUM
— CAPÍTULO V —
❝ A l o h o m o r a ❞
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Harry nunca había creído que pudiera existir un chico al que detestara más que a Dudley, pero eso era antes de haber conocido a Draco Malfoy. Sin embargo, los de primer año de Gryffindor sólo compartían con los de Slytherin la clase de Pociones, así que no tenía que encontrarse mucho con él... o, al menos, así era hasta que apareció una noticia en la sala común de Gryffindor que los hizo protestar a todos: las lecciones de Vuelo comenzarían el jueves, y Gryffindor y Slytherin aprenderían juntos.
Hermione estaba francamente nerviosa con aquellas clases: la asignatura era algo que no se podía aprender de memoria en los libros, aunque lo había intentado, y durante el desayuno de esa misma mañana repasó las notas que había tomado de un libro de la biblioteca llamado Quidditch a través de los tiempos, acompañada por Neville. El muchacho estaba mucho más atemorizado que ella, así que se mantuvo pendiente a cada palabra, desesperado por encontrar algo que lo ayudara más tarde con su escoba.
—Ojo de conejo, zumbido de arpa; convierte en ron esta copa de agua.
De buena mañana en la mesa de los leones, la expectativa crecía a cada intento: pocos eran los que se habían levantado tan temprano, pero estaban convencidos de que el esfuerzo merecería la pena.
—¿Qué quiere hacer Seamus con ese vaso de agua? —preguntó Susan en un susurro, que aprovechando la ocasión se había acomodado junto a los alumnos de Gryffindor para el desayuno.
—Quiere convertirlo en ron —le explicó Harry, sin apartar la vista de la escena, esperando a que se repitiera el mismo resultado que las veces anteriores—. Ayer sacó una especie de té aguado antes de...
El estruendo que inundó el gran salón acalló por completo sus palabras, y la gran risotada que lo precedió fue memorable: el agua que contenía la copa en la que Seamus se esforzaba por transformar en ron había estallado en una explosión sin precedentes, dejándole el rostro atiborrado de ceniza. Hermione, que se encontraba adecuada en su lado izquierdo, contempló al muchacho con asombro y pena a partes iguales mientras tomaba una de las servilletas de la mesa y se aproximaba a él.
—Seamus, eres un desastre —le riñó con inmediatez, a medida que le limpiaba el rostro como podía—. Deberías dejar de intentarlo.
—¡Hay que ser perseverante, Hermione! —rió él aún con la cara sucia, restándole importancia, y la mesa volvió a sumirse en una carcajada colectiva.
Justo en aquel momento llegó el correo y las lechuzas inundaron el comedor, volando sobre las mesas hasta encontrar a sus destinatarios para dejarles caer encima cartas y paquetes. Una gran lechuza voló con decisión hacia Ron, y para su sorpresa, dejó caer un paquete que casi hizo volcar su zumo de calabaza.
El muchacho desenvolvió con rapidez el cordel que mantenía unida su correspondencia, y al sacar el periódico que venía en el envuelto, lo dejó caer sobre la mesa sin darle mayor importancia.
—¿Puedo leerlo? —le pidió Harry, que sentía intriga por ver las fotografías en movimiento.
Ron asintió con poca atención, demasiado concentrado en leer su correo, y el muchacho lo abrió entre sus manos, perdiéndose en las noticias del día.
Un lechuzón de un color gris perla había entregado a Neville un paquetito de parte de su abuela. Aprovechando la distracción, él lo abrió excitado y sacó una curiosa esfera de cristal, del tamaño de una gran canica, que parecía llena de humo blanco.
—¡Mirad! —anunció Dean desde su puesto, captando la atención de sus compañeros—. ¡Neville tiene una Recordadora!
El humo de la esfera, para deleite de los presentes, empezó a transformar su humareda nívea por otra de un distinguido escarlata.
—He leído acerca de ellas —expuso Hermione, dejando sus notas sobre la mesa—. Cuando el humo se vuelve rojo, significa que has olvidado algo.
—El problema es que nunca recuerdo qué es lo que estoy olvidando...
Muchas conjeturas salieron al aire por parte del grupo en un intento por ayudar a Neville a saber qué era lo que había olvidado, pero rápidamente se convirtió en un certamen de chanzas amistosas que amenizaron el desayuno.
Hermione, que decidió tomarse un merecido descanso, bebió apaciguadamente de su infusión de frutos rojos y analizó los rostros de sus amigos: Susan, que mordía uno de sus tritones de jengibre, le sonrió afablemente con la boca medio llena; Ron intentaba inútilmente doblar su correspondencia tal y como la había encontrado al recibirla, y Harry, con los ojos entreabiertos y el ceño fruncido, parecía inmerso en algo que le preocupaba.
—¿Ocurre algo? —le preguntó ella, dando un pequeño sorbo a su taza sin quemarse los labios.
—Alguien ha asaltado Gringotts, el banco de los magos. Escuchad esto —les pidió, aclarándose la voz para leerles en voz alta el artículo—. «Continúan las investigaciones del asalto que tuvo lugar en Gringotts el 31 de julio. Se cree que se debe al trabajo de oscuros magos y brujas desconocidos. Los duendes de Gringotts insisten en que no se han llevado nada. La cámara en cuestión, la número setecientos trece, había sido vaciada, de hecho, ese mismo día.»
—¿Nada ha sido robado? —recalcó Susan—. Qué extraño...
—Así es... pero hay algo que me desconcierta mucho más —declaró Harry, dejando el periódico sobre la mesa y aproximándose hacia sus tres amigos, queriendo hacerles confidentes del detalle que poseía—. Hagrid y yo estuvimos justo en esa cámara.
***
Aquella misma tarde, a las tres y media, Harry, Ron y Hermione bajaron corriendo los escalones hacia el parque para asistir a su primera clase de Vuelo con el resto de sus compañeros de casa. Hacía un día claro y ventoso, y la hierba se agitaba bajo sus pies mientras marchaban por el terreno inclinado en dirección a un prado que estaba al otro lado del bosque prohibido, cuyos árboles se agitaban tenebrosamente en la distancia.
Al llegar, comprobaron que los alumnos de Slytherin ya se encontraban allí, junto a un sinfín de escobas cuidadosamente alineadas en el suelo. Les recibió la profesora Hooch, una bruja esbelta, de pelo canoso y unos ojos amarillos como los de un halcón que llamaron poderosamente la atención de Hermione.
—Bueno, ¿a qué estáis esperando? —bramó con cierta impaciencia—. Cada uno al lado de una escoba. Vamos, rápido.
Hermione se concentró en su escoba: era vieja y algunas de las ramitas de paja sobresalían formando ángulos extraños.
—Extended la mano derecha sobre la escoba —les indicó la profesora— y decid «arriba».
La escoba de Harry saltó de inmediato en sus manos, pero fue uno de los pocos que lo consiguió a la primera. La de Hermione no hacía más que rodar por el suelo, y la muchacha pensó que quizá las escobas, como los caballos, sabían cuándo uno tenía miedo. Recordó lo segura que se había sentido cada vez que había conjurado un hechizo, y se convenció de que lo que le hacía verdaderamente falta era emplear toda la convicción posible en su gesto... así que lo hizo.
—¡Arriba! —gritó, segura de sí misma, y la escoba se elevó hasta la altura de su palma en aquel preciso instante.
Soltando un suspiro de alivio, miró complacida a su alrededor, viendo a sus compañeros aún intentándolo, y se topó con la mirada esmeralda de Harry, que se apresuró en felicitarla con una sonrisa que ella le devolvió.
Una vez todos hubieron conseguido alzar sus respectivas escobas, la profesora Hooch les enseñó cómo montarse en ellas, y recorrió la fila para corregirles la forma de sujetarla. Harry y Ron se alegraron muchísimo cuando Hooch le dijo a Draco que lo había estado haciendo mal durante todos esos años.
—Ahora, cuando haga sonar mi silbato, daréis una fuerte patada —les indicó la mujer—. Mantened las escobas firmes, elevaos un metro o dos y luego bajad inclinándoos suavemente. Preparados... tres... dos...
Neville, nervioso y temeroso de quedarse en tierra, dio la patada antes de que sonara el silbato y empezó a subir en línea recta, como el corcho de una botella, con la cara pálida y asustada, mirando hacia el terreno que se alejaba cada vez con más rapidez.
—¡Vuelve, muchacho!
Hermione lo vio jadear, y cuando se deslizó hacia un lado de la escoba, ella fue incapaz de evitar gritar a medida que lo veía caer: el terrible sonido de un golpe en seco acompañó la visión de Neville tirado en la hierba. La profesora Hooch se inclinó sobre él con el rostro tan blanco como el suyo.
—La muñeca fracturada —la oyó murmurar Hermione—. Vamos, muchacho... está bien... a levantarse.
Sujetando a Neville, se volvió hacia el resto de la clase.
—No debéis moveros mientras llevo a este chico a la enfermería. Dejad las escobas donde están o estaréis fuera de Hogwarts más rápido de lo que tardéis en decir quidditch. Vamos, hijo.
Casi antes de que pudieran marcharse, Draco ya se estaba riendo a carcajadas, a coro con los otros Slytherins.
—¿Habéis visto la cara de ese gran zoquete?
—¡Cierra la boca, Malfoy! —dijo Hermione en tono cortante, apretando los puños.
—Oh, ¿estás enamorada de Longbottom? —se burló Pansy Parkinson, una chica de Slytherin de rostro duro que acompañaba a Draco a todas partes—. Nunca pensé que te podían gustar los gorditos llorones, Granger.
Antes de que la castaña pudiera responder, Draco se agachó y recogió algo que había quedado tendido sobre la hierba.
—¡Mirad! —exclamó, y la Recordadora brilló al sol cuando la alzó—. Es esa cosa estúpida que le mandó la abuela a Longbottom.
Harry dio un paso por delante de los demás.
—Trae eso aquí, Malfoy.
—Creo que voy a dejarla en algún sitio para que Longbottom la busque... —sonrió el muchacho rubio—. ¿Qué os parece... en la copa de un árbol?
—¡Tráela aquí! —rugió Harry, pero Draco había subido a su escoba y se alejaba.
No había mentido, sabía volar, y desde las ramas más altas de un roble lo llamó.
—¡Ven a buscarla, Potter!
—¡No! —gritó Hermione, viendo que Harry tomaba su escoba—. La profesora Hooch dijo que no nos moviéramos. Nos vas a meter en un lío.
Pero Harry, haciendo caso omiso a sus palabras, se montó en la escoba, pegó una fuerte patada y subió a toda velocidad, sintiendo como el aire agitaba su pelo y su túnica, silbando tras de sí. Desde abajo le vieron volar más alto, y algunos de los presentes suspiraron. Ron soltó una exclamación admirada y Hermione le maldijo para sus adentros, plenamente consciente de que aquello no estaba bien.
Ambos muchachos se encontraron en el aire, y los alumnos fueron testigos de cómo Draco arrojó la Recordadora para que Harry no pudiera cogerla: sin embargo, el Gryffindor se inclinó hacia delante, con el mango de la escoba apuntando hacia abajo, y empezó a ganar velocidad en la caída a medida que perseguía la bola. Extendió la mano y a unos metros del suelo la atrapó, justo a tiempo para enderezar su escoba y descender suavemente sobre la hierba con la Recordadora a salvo.
Una tormenta de vivas y aplausos estalló entre los alumnos que se encontraban en el campo, pero el regocijo se vio interrumpido por la presencia de la profesora McGonagall, que salía del castillo y se acercaba hasta su posición a pasos agigantados. La mujer estaba casi muda de la impresión.
—Nunca... en todo mis años en Hogwarts... —murmuró para sí misma, hasta que les alcanzó—. ¿Cómo te has atrevido...? Has podido romperte el cuello...
—No fue culpa de él, profesora...
—Silencio, Srta. Granger.
—Pero Malfoy...
—Ya es suficiente, Sr. Weasley —dictaminó ella, tajante—. Sr. Potter, venga conmigo.
Harry andó inseguro tras el paso de la profesora McGonagall, de vuelta al castillo, y los muchachos se quedaron en mitad del campo, sin saber qué hacer o qué decir. Hermione fue la única que viró sobre sí misma para encontrarse con el aire triunfal en el rostro de Draco, quien le devolvió una mirada burlona, haciéndole hervir la sangre.
Ron y Hermione se reencontraron con Harry a la hora de la cena, y lo que éste les contó logró que el pelirrojo, que tenía un trozo de carne y pastel de riñón en el tenedor, olvidara por completo llevárselo a la boca.
—Es una broma —quiso Hermione corroborar, casi tan estupefacta como su compañero.
—¿Buscador? ¿Vas a ser el buscador del equipo de Quidditch de Gryffindor? —balbuceó Ron, intentando encontrar las palabras de vuelta—. Pero los de primer año nunca... serías el jugador más joven en...
—Un siglo. Oliver Wood me lo dijo —aclaró Harry, metiéndose un trozo de pastel en la boca—. Tengo que empezar a entrenarme la semana que viene.
—Vas a ser sensacional —aseguró Hermione, dedicándole una abierta sonrisa.
Ron, que parecía haber recuperado la cordura, se pasó el resto del banquete dándole consejos y hablándole de todas y cada una de las tácticas que conocía, y la conversación apenas varió cuando, habiendo abandonado el Gran Comedor para dirigirse hasta la sala común, anduvieron los tres escaleras arriba, algo somnolientos.
Justo cuando el muchacho hacía particular énfasis en La pinza de Parkin, un movimiento característico del equipo Wanderers Wigtown en el que tres cazadores volaban de diferentes direcciones hacia un cazador contrario, la escalera sobre la que se encontraban empezó a temblar bajo sus pies. Instintivamente, los tres se agarraron a la barandilla de piedra que les quedó más cercana, evitando caerse.
—¿Qué está pasando? —preguntó el pelirrojo, angustiado.
—Las escaleras cambian, ¿recuerdas? —respondió Hermione.
La escalera volvió a quedar inmóvil una vez recolocada, y los tres, algo aliviados, se obsevaron entre sí y suspiraron.
—Será mejor que sigamos antes de que vuelva a moverse —sugirió Harry, y señaló la puerta ante la que habían quedado—. Venga, vayamos por aquí.
Los muchachos se adentraron en una característica sala que se encontraba a oscuras, repleta de trofeos que brillaban iluminados por la tenue luz de la luna que se colaba por los ventanales que reinaban en las paredes de piedra. Algo retraídos, fueron bordeando el lugar, vigilando las puertas en cada extremo del salón.
Hermione comprendió rápidamente el tremendo error que habían cometido adentrándose en aquel lugar.
—No debemos estar aquí —reseñó acertadamente—. Este es el tercer piso, ¿recordáis? Está prohibido.
A pesar de que sus compañeros estuvieron de acuerdo con ella, un ruido que provenía del exterior, al otro lado de la puerta que acababan de cruzar, los petrificó. Harry levantó su varita cuando se escucharon unas voces, y reconocieron al Sr. Filch hablando con su gata, la Sra. Norris. Aterrorizados, se lanzaron por la galería, sin darse la vuelta para ver si Filch los seguía, pasaron por el quicio de la puerta y corrieron de un pasillo a otro sin tener ni idea de dónde estaban o adónde iban. Se metieron a través de un tapiz y se encontraron en un pasadizo oculto, lo siguieron y llegaron cerca del aula de Encantamientos, que sabían que estaba a kilómetros del salón de trofeos. Corrieron como para salvar sus vidas, recto hasta el final del pasillo, donde chocaron contra una puerta... que estaba cerrada.
—¡Es nuestro fin! —suspiró Ron, enmarcándose la cara con las manos en un gesto desesperado.
Tomando las riendas de la responsabilidad, Hermione se colocó decididamente frente a la puerta y apuntó sobre la cerradura con su varita, repasando con claridad el hechizo que estaba apunto de conjurar.
—¡Alohomora!
Una imperceptible centella cayó sobre la cerradura y esta cedió sin dilación, abriendo la puerta frente a los pequeños. Cruzaron el marco a toda prisa y cerraron la puerta con decisión, pegando la oreja sobre esta para reafirmar que se habían librado de Filch.
—¿Alohomora? —preguntó Ron en un susurro, arrugando la frente—. ¿De dónde has sacado eso?
—Libro de Hechizos, capítulo siete —aclaró la muchacha, intentando ordenar su desmadrada melena—. Aunque es extraño que esta puerta estuviera cerrada...
Harry, que parecía el único que le daba la espalda a la puerta, tragó saliva.
—Pues había una muy buena razón —aseguró él, instándoles a girarse.
Ambos le miraron con extrañeza hasta que, una milésima de segundo más tarde, en sus rostros se formó una mueca que evidenciaba el asombro y el terror más absolutos. Durante un momento, los tres pensaron que estaban dentro de una pesadilla. No se encontraban en una habitación como habían pensado: era un pasillo, el pasillo prohibido... y ahora ya sabían porqué.
Frente a ellos se hallaba un perro monstruoso que llenaba todo el espacio entre el suelo y el techo. Tenía tres cabezas, seis ojos enloquecidos, tres hocicos que olfateaban en su dirección y tres bocas de las que chorreaba saliva entre sus amarillentos colmillos. Estaba casi inmóvil, con los seis ojos fijos en ellos, y Hermione comprendió que la única razón por la que no los había matado ya era porque la súbita aparición lo había cogido con la misma sorpresa. Sin embargo, se recuperaba rápidamente: sus profundos gruñidos eran inconfundibles.
Hermione, que le había examinado de pies a cabeza con un miedo más que evidente, se percató de un sutil detalle que por poco le costó la vida: debajo de una de las zarpas de la bestia podía distinguirse una trampilla.
Harry, que entre Filch y la muerte, prefería a Filch sin dudarlo, abrió la puerta y la sacó de su ensoñación tomándola de la muñeca. Los tres retrocedieron a toda prisa con el pánico más absoluto y cerraron la puerta tras ellos. Corrieron, casi disparados por el pasillo, y pareció que Filch les habría buscado en otro lado porque no se lo encontraron, aunque poco les importaba. Lo único que querían era alejarse del monstruo, por lo que no dejaron de correr hasta que alcanzaron el retrato de la Dama Gorda en el séptimo piso, con el aliento agitado.
—¿Dónde os habíais metido? —les preguntó, mirando sus rostros sudorosos y rojos y sus túnicas desabrochadas.
—No importa... —jadeó Harry—. Hocico de cerdo, hocico de cerdo...
El retrato se movió para dejarlos pasar, y los tres se atropellaron para entrar en la sala común, desplomándose en los sillones que acompañaban la chimenea.
Pasó un buen rato antes de que Ron se dispusiera a quebrar aquel silencio enloquecedor.
—¿Qué pretenden, teniendo una cosa así encerrada en el colegio? —suspiró finalmente, haciendo patente que se encontraba completamente despistado.
Hermione, que llevaba un buen rato rumiando lo que había visto, se sorprendió de haber sido la única en haberse dado cuenta de ello.
—Tú no usas los ojos, ¿verdad? —sentenció con algo de mal humor—. ¿No has visto lo que había debajo de él?
El pelirrojo hizo rodar los ojos con absoluto fastidio.
—No le he mirado los pies, estaba demasiado entretenido con sus cabezas —le echó en cara con el mismo tono de voz—. ¡Por si no te has dado cuenta, tenía tres!
—Estaba encima de una trampilla. No está ahí por accidente: es evidente que está vigilando algo —les dijo ella, poniéndose en pie y mirándolos indignada—. Y ahora, con vuestro permiso, me voy a la cama antes de que se os ocurra otra genial idea y nos maten... o peor: nos expulsen.
Sin esperar ninguna clase de réplica por su parte, Hermione ascendió la escalera de caracol que conducía hasta las habitaciones, se adentró en su dormitorio y se percató de que las camas de sus compañeras se encontraban vacías. Después de todo lo que había vivido, suspiró con fuerza, aprovechando la calma sagrada que reinaba en el espacio.
Con algo más de tranquilidad, se adentró en el baño compartido y se dio una ducha con la que intentó hacer desaparecer todo rastro de temor que todavía albergara en ella. Sintiéndose algo reconfortada, se vistió con su pijama de lana encarnada y se dejó arropar entre las sábanas de su catre, evitando el frío exterior. Con pocas ganas, acogió su libro de Pociones para repasar las últimas lecciones, e inevitablemente surgió en su cabeza la impoluta imagen del profesor Snape.
Enseguida se dio cuenta de que, gracias a la compañía de sus amigos y, sobretodo, al gran misterio que acababan de descubrir, apenas había tenido tiempo para dedicar sus pensamientos y su odio desmedido hacia el murciélago de las mazmorras.
Sin poder evitarlo sonrió, satisfecha consigo misma.
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