Capítulo LXXXIV - Vermillious
ARESTO MOMENTUM
— CAPÍTULO LXXXIV —
❝ V e r m i l l i o u s❞
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Durante la madrugada del día de Navidad, Hermione estuvo a punto de tener un despertar muy sobresaltado. Levantó los párpados después de haber dormido como un tronco, esperando encontrarse con la hermosa visión del amanecer anunciándose a través de los ventanales, pero en su lugar vio unos ojos muy grandes, redondos y verdes que la miraban tan de cerca que casi tocaban los suyos. Estuvo a punto de gritar, hasta que se dio cuenta de quién era.
—¡Dobby! —exclamó ella en voz baja, intentando no despertar a sus compañeras de habitación—. Me has asustado.
—¡Dobby lo lamenta, señorita! —chilló nervioso el elfo, que retrocedió de un salto y se tapó la boca con los largos dedos de su mano—. Dobby sólo quería desearle a Hermione Granger una feliz Navidad y traerle un regalo, señorita.
La muchacha, recuperando la compostura, se incorporó y descorrió las colgaduras de su cama adoselada, mirando a su alrededor: por suerte, ni Katie ni Alicia se habían despertado. Se levantó con un ligero bostezo, poniéndose sus pantuflas, estiró las cobijas para hacer la cama y se sentó sobre ella, animando a Dobby a que la acompañase.
—¿Sen... sentarme...? —murmuró él, muy extrañado—. A Dobby ningún mago le había ofrecido nunca que se sentara... como si fuera un igual.
—Veo que no has conocido a muchos magos educados —le sonrió ella—. Vamos, no seas tímido.
Con algo de reticencia, el elfo estrechó contra sí un discreto envoltorio que llevaba bajo el brazo derecho y apoyó su mano izquierda sobre el colchón, impulsándose para subir a la cama de un salto. Llevaba aún la cubretetera sobre la cabeza, decorada con una bola de Navidad atada en su punta, y a Hermione le pareció de lo más gracioso.
—Dobby estaba al tanto de su grandeza, señorita... pero no conocía su bondad —dijo él, visiblemente afligido por su gesto—. En las cocinas se habla mucho de Hermione Granger, señorita.
—¿Y qué comentan?
—Bueno... a los demás elfos domésticos les cuesta mucho entender que haya alguien dispuesto a servirles, señorita, porque ese es nuestro trabajo —le explicó él—. Pero Dobby sabe que aprecian mucho a Hermione Granger, señorita.
—Supongo que será difícil convencerles de que se merecen una vida mejor —suspiró ella—. Espero que se fijen en ti, Dobby, y en lo feliz que eres siendo libre. Confío en que poco a poco empiecen a desear lo mismo que tú tienes.
—Eso será muy difícil, señorita, porque esa es la vida que conocemos. Elfos domésticos como Winky no lo aceptarán.
—Puede que tengas razón, pero hay que intentarlo —exclamó la muchacha—. Por cierto, ¿cómo está ella?
—Sigue muy triste, Hermione Granger. Aún echa mucho de menos a sus amos, señorita.
Hermione se rascó la barbilla, pensativa. Al pensar en la elfina, recordándola en su incontrolable llanto, se sentía frustrada y afligida, y sabía que sería muy difícil lograr que la pena desapareciera de su corazón.
—Quisiera ayudarla, Dobby. Me gustaría que se sintiese querida y arropada para olvidarse de la tristeza —murmuró ella, viendo como el elfo la miraba con absoluta atención—. Deberíamos distraerla un poco, al menos para que deje de llorar. Quizá podríamos dar un paseo con ella por los terrenos del castillo, y que así pueda ver la nieve.
—¡Sí, señorita! —asintió el elfo, muy animado con su propuesta y sonriéndole con los dientes muy apretados—. ¡Eso sería fantástico, señorita, así que cuente conmigo!
—Gracias, Dobby.
El elfo empezó a balancear las piernas y estrechó entre sus largos y finos dedos el envuelto que llevaba consigo, mostrándose nervioso frente a la expectativa.
—¿Puede Dobby darle el regalo a Hermione Granger? —le preguntó en un susurro, como si fuese un atrevimiento demasiado descarado.
—Claro que sí.
Dobby le entregó entonces el pequeño paquete a Hermione, y ella lo abrió con delicadeza. Al descubrirlo, se encontró con un par de calcetines de lana de diferentes colores: el izquierdo era de un rojo brillante, con varios dibujos de un fénix, y el derecho era amarillo, con algunos escarbatos cosidos sobre su tela.
—¡Dobby los ha hecho él mismo, señorita! Ha comprado la lana con su sueldo —explicó él muy contento—. ¡Los calcetines son lo que más le gusta a Dobby! ¡Son sus prendas favoritas!
—¡Son realmente preciosos! Has hecho un gran trabajo —le sonrió ella, poniéndoselos y admirándolos como si fuesen el mejor regalo del mundo—. Muchísimas gracias, Dobby. Me encantan.
Dobby estuvo a punto de derramar lágrimas de felicidad, como si las palabras de Hermione hubieran supuesto un mundo. Haciendo un esfuerzo más que evidente por aguantarse, se deslizó de la cama con un pequeño salto y aterrizó sobre el suelo, mirándola con una sonrisa.
—Ahora Dobby tiene que irse, señorita. Todavía le quedan regalos por entregar —le explicó él, recobrando la compostura—. Dobby ya ha entregado sus calcetines a Luna Lovegood, Cedric Diggory y Susan Bones, señorita. Ahora solo faltan Ron Weasley y el señor Harry Potter, señorita.
Hermione asintió con la cabeza.
—Seguro que todavía estarán durmiendo. ¡Dales un buen susto!
Dobby volvió a sonreír divertido, y salió a toda prisa del dormitorio diciendo adiós con la mano. Hermione, antes de ponerse sus pantuflas y levantarse, admiró de nuevo los calcetines que el elfo le había regalado y sonrió con una ternura infinita, agradecida por su gesto.
Un rato más tarde, habiéndose lavado la cara, domado sus rizos con una coleta y vestido, abrigada hasta el cuello, la muchacha salió del cuarto compartido sin hacer demasiado ruido. Al encontrarse en el pequeño recibidor que separaba los dormitorios de los chicos de los de las chicas, reconoció las voces de los que bajaban, entre bostezos, la pequeña escalera de caracol hasta el vestíbulo principal de la sala común.
—¡La madre que lo parió! —se quejó Seamus—. ¡Qué susto me ha dado!
Divertida ante lo que oía, Hermione les siguió escaleras abajo y se detuvo en el primer escalón, contemplándoles con una mueca divertida.
—Dobby es un buen despertador, ¿verdad?
Los cinco muchachos, con una cara de sueño muy parecida, se giraron hacia ella.
—¿Tú lo sabías? —preguntó Ron con tono escandalizado.
—También me ha despertado a mi —asintió ella—. ¿De qué colores son vuestros calcetines?
Harry y Ron se levantaron el dobladillo de sus pantalones, mostrándole el regalo que el elfo les había hecho de forma conjunta: sus calcetines izquierdos eran rojos brillantes, con un dibujo de escobas voladoras, y los derechos eran verdes con snitchs.
Dean, que también había estado observando, se cruzó de brazos y negó con la cabeza.
—Ese elfo no sabe combinar bien los colores.
Neville le tomó por el hombro con afabilidad, tratando de disuadirle.
—Lo que cuenta es el detalle.
A pesar de que las intenciones de Dobby habían sido nobles y los muchachos se sentían agradecidos con él, los regalos restantes fueron mucho más satisfactorios que aquellos calcetines extraños.
Hermione recibió muchos y muy variados presentes. Sus padres le habían hecho llegar una serie de novelas de Julio Verne que ella consideró que serían ideales para pasar entretenida los días de más frío, adecuada junto a un buen fuego y con una taza de té. Estaba también, por supuesto, el habitual paquete de la Sra. Weasley, que incluía un jersey nuevo y un montón de pastelitos caseros de Navidad. Harry le había regalado un par de frascos con tinta invisible y tinta reveladora, y Ron, una taza que mordía la nariz. Susan le había hecho llegar una cesta con velas aromáticas, sales de baño e incienso, cosa que a Hermione le encantó. Sin embargo, el presente que la dejó más impresionada fue un discreto collar de plata con una pequeña lágrima de cristal colgada de su cadena, que venía envuelta de parte de Cedric.
Tras abrir los regalos, Harry, Ron y Hermione bajaron a desayunar juntos, y descubrieron las decoraciones más sorprendentes que habían visto nunca en el castillo: a las barandillas de la escalinata de mármol les habían añadido carámbanos perennes, y habían embrujado las armaduras para que entonaran villancicos cada vez que alguien pasaba por su lado. En varias ocasiones, Filch tuvo que sacar a Peeves de dentro de las armaduras, donde se ocultaba para llenar los huecos de los villancicos con versos de su invención, siempre bastante groseros.
En el Gran Comedor descubrieron los acostumbrados doce árboles de Navidad, que estaban adornados con luminosas bayas de acebo y búhos dorados que ululaban. El magnífico almuerzo que había preparado incluía al menos cien pavos y budines, junto con montones de petardos sorpresa.
Decidieron empezar a desayunar mientras esperaban la llegada de Susan y Cedric, pero Ron era incapaz de probar bocado.
—¡No lo puedo creer, Ron! —murmuró Harry, divertido con la situación—. ¡Por fin estás lleno!
El pelirrojo le miró con una mueca de fastidio, aunque no pudo evitar sonreír al lanzarle un trozo de tritón de jengibre que Harry esquivó mientras se reía.
—¿Qué te pasa? —se añadió Hermione a la conversación, extrañándose por el inusual comportamiento de su amigo—. ¿Te encuentras bien?
Ron se acarició la nuca con cierta reticencia, como si le costara expresarse.
—Sí... es sólo que... —titubeó, intentando encontrar las palabras adecuadas—. La verdad es que... odio el estúpido baile de Navidad.
—¿Por qué? —preguntó Harry.
—Porque... todavía no tengo con quién ir.
—¿Qué? ¿Y a qué estás esperando?
El muchacho se quedó mudo, y la única respuesta que fue capaz de ofrecerles fue una mirada indecisa que dirigió a las puertas del Gran Comedor, gesto que Hermione entendió a la perfección.
—¡Por Dios, Ron! —exclamó ella—. ¡Tienes que pedírselo ya a Susan!
—¡Hermione, por favor! —la reprendió él, y sus mejillas se pusieron aún más anaranjadas que de costumbre.
—Lo siento —se disculpó, bajando el tono de voz—, pero creo que deberías hacerlo cuanto antes. Sé que ella aún no tiene pareja para el baile.
—¿De verdad?
—¡Sí! Y estoy segura de que estaría encantada de ir contigo.
A pesar de que las palabras de su amiga parecían haberle apaciguado, Ron se refugió en la visión de sus propios zapatos, como si aún existiera algo que lo reconcomiera por dentro.
—Es sólo que... no tengo ni idea de cómo pedírselo —se sinceró él, sintiéndose abatido por sus propias palabras—. Me pongo nervioso solo de pensarlo.
Harry llenó su pecho de aire, y con un deje teatral, le extendió su mano de forma elegante.
—"¿Quieres ir al baile conmigo?" —parafraseó con cierta burla, y volvió a adecuarse en su sitio como de costumbre—. Son sólo cinco palabras, Ron.
El pelirrojo negó con la cabeza, soltando un suspiro cargado de angustia.
—No es tan fácil, ¿sabes?
—No le hagas caso —se opuso Hermione, lanzándole a Harry una mirada inquisidora—. Trata de relajarte, y no te obsesiones con elegir las palabras adecuadas. Sabrás cómo decírselo cuando llegue el momento. Estoy convencida de ello.
Ron, con algo más de confianza, asintió con la cabeza y le dedicó una sonrisa pesarosa.
—Gracias, Hermione.
Harry, después de darle un largo sorbo a su zumo de calabaza, miró a su compañera de reojo.
—Pareces muy confiada con todo este asunto —espetó, llamando su atención—. ¿Es que tú ya tienes pareja para el baile?
Hermione le devolvió la mirada, y en sus labios se formó una sonrisa discreta.
Desde que Viktor le hubo pedido que fuera su pareja en el baile de Navidad, había estado pensando en cómo se lo contaría a sus amigos y de qué forma reaccionarían. Creyó que anunciarlo prendida del brazo de Viktor durante el evento sería la forma más sencilla de hacerlo, rindiéndoles ante la evidencia, pero no se había parado a pensar en que quizá Harry, quien era su oponente en el Torneo, debería haberlo sabido de antemano para evitar cualquier confrontación que pudiera surgir.
Estuvo a punto de decírselo, convenciéndose de que su reacción sería amable, pero Ron interrumpió sus intenciones con sus propias inquietudes.
—¡Ahí están! —balbuceó él, señalando la entrada del Gran Comedor con un gesto con la cabeza—. Madre mía, madre mía...
—Tranquilízate —le dijo Harry—. Todo saldrá bien.
Con un entusiasmo más que evidente, Susan y Cedric se acercaron hasta la larga mesa de los leones. La muchacha les dedicó una gran sonrisa al alcanzarles, y no pudo reprimir sus ganas de abrazarse a Harry y Hermione.
—¡Feliz Navidad, chicos! —exclamó con gran alegría—. ¡Me han encantado todos vuestros regalos!
—¡Lo mismo digo! —la correspondió Harry.
Al cesar el agarre fugaz que mantuvo con ellos, Susan se apresuró en rodear la mesa para abrazarse finalmente a Ron, que se quedó completamente estático, sintiéndose preso de sus propios nervios.
Cedric, con algo más de parsimonia, se adecuó en el asiento libre que quedaba junto a Hermione.
—A mi también me han gustado —comentó en voz alta—, ¡aunque tu taza me ha pegado un buen mordisco, Ron!
Los presentes rieron al unísono en cuanto el muchacho se señaló la nariz, que estaba roja y en la que se podían apreciar las marcas de los minúsculos dientes que habían esculpidos en la taza, y rápidamente se concentraron en tomar fuerzas con el desayuno.
—¿Ya has pensado en el huevo, Harry? —preguntó Susan mientras se llenaba su copa de té de jengibre—. En cómo podría abrirse.
—Todavía no —suspiró el muchacho, estremeciéndose al recordar la primera y única vez que lo intentó—. Y desde luego, con lo estridente que es su sonido, no tengo ganas de volver a probarlo...
—Deberíamos encontrar alguna forma de poder mitigarlo... —observó Ron, con la boca medio llena de pudin de manzana.
Mientras los tres conversaban animadamente acerca de sus expectativas respecto a la segunda prueba, Cedric se acercó disimuladamente a Hermione, sirviéndole un poco más de zumo de calabaza.
—¿Te ha gustado tu regalo? —ansió saber en un susurro.
Hermione, agradeciéndole el gesto, tomó su copa y dio un generoso trago antes de pronunciarse.
—Es precioso, Cedric. No me lo esperaba —confesó, evidenciándose emocionada—. ¿Cómo se te ha ocurrido regalarme algo así?
El muchacho, que parecía complacido con sus palabras, la miró con ojos expectantes.
—He pensado que podrías ponértelo esta noche.
Hermione recordó su propio reflejo dibujado sobre la superficie lisa del espejo, siendo capaz de visualizar su vestido con todo lujo de detalles. Contempló la posibilidad de que aquel collar que su amigo le había regalado pudiese formar parte de su atuendo, y creyó que sería una muy buena idea.
—Creo que será perfecto. Te lo agradezco mucho —asintió finalmente, entusiasmada—. Aún así, es un regalo demasiado extraordinario. No sé cómo voy a devolvértelo.
De la misma forma en que hubo ocurrido durante su último encuentro en soledad, en el puente cubierto, Hermione se dio cuenta de que los ojos castaños de Cedric reseguían su rostro con un interés que le resultaba atípico. Vio como el pecho de él se llenaba con una profunda bocanada de aire, y cómo sus labios se abrían tras unos instantes para pronunciarse de una vez por todas.
—Bueno, Hermione. Había pensado que...
—¡Mirad! —exclamó Harry, levantándose de su asiento y señalando hacia el techo—. ¡Ha vuelto la lechuza de Luna!
Los cinco se quedaron absortos ante la visión de aquella lechuza color crema, que batía sus alas con gran elegancia hacia ellos hasta aterrizar suavemente sobre el borde de la mesa, ofreciéndoles la pata en la que llevaba la respuesta de Sirius. Harry la tomó con delicadeza, acariciando la cabeza de la lechuza para mostrarle su agradecimiento, y en cuanto sus amigos hicieron un corrillo junto a él, desplegó la pequeña nota y empezó a leerla en voz alta.
«Querido Harry,
Mi enhorabuena por haber superado la prueba del dragón. ¡El que metió tu nombre en el cáliz, quienquiera que fuera, no debe de estar nada satisfecho! Yo te iba a sugerir una maldición de conjuntivitis, ya que el punto más débil de los dragones son los ojos...»
—Eso es lo que hizo Krum —susurró Ron.
«... pero lo que hiciste es todavía mejor: estoy impresionado.
Aun así, no te confíes, Harry. Sólo has superado una prueba. El que te hizo entrar en el Torneo tiene muchas más posibilidades de hacerte daño, si eso es lo que pretende. Ten los ojos abiertos (especialmente si está cerca ese del que hemos hablado), y procura no meterte en problemas.
Escríbeme. Sigo queriendo que me informes de cualquier cosa extraordinaria que ocurra.
Sirius»
—Lo mismo que Moody —suspiró Susan—. «¡Alerta permanente!»
Harry dobló de nuevo el pergamino y se lo guardó en el bolsillo, visiblemente apesadumbrado.
—Cualquiera pensaría que camino con los ojos cerrados, pegándome contras las paredes...
—Pero tiene razón, Harry —repuso Hermione—. Todavía te quedan dos pruebas por delante. La verdad es que tendrías que echarle un vistazo a ese huevo y tratar de resolver el enigma que encierra.
—¡Para eso tiene siglos, Hermione! —espetó Ron, tratando de diluir el asunto ante el que ya se habían encallado unos minutos atrás—. ¿Por qué no vamos a ver a Hagrid? ¡Seguro que habrá estado preparando sus intragables pastelitos de piedra!
A pesar de que la expectativa de enfrentarse a las nulas dotes culinarias de Hagrid no era plato de buen gusto para ninguno, todos coincidieron en que sería muy buena idea visitar al semigigante para desearle unas felices fiestas, como usualmente hacían.
Así, los cinco salieron abrigados hasta el cuello, cuando nevaba copiosamente en el castillo y sus alrededores. El carruaje de Beauxbatons, de color azul claro, parecía una calabaza enorme, helada y cubierta de escarcha, junto a la cabaña de Hagrid, que parecía una casita de chocolate con azúcar glasé por encima. El barco de Durmstrang, en la lejanía, tenía las portillas heladas y los mástiles cubiertos de escarcha.
Encontraron a Hagrid en el huerto de calabazas, cuidando de los escregutos. Parecían langostas deformes de unos quince centímetros de largo, sin caparazón, horriblemente pálidas y de aspecto viscoso, con patitas que les salían de sitios muy extraños y sin cabeza visible. Desprendían un intenso olor a pescado podrido, y de vez en cuando, saltaban chispas de la cola de un escreguto que, haciendo un suave silbido, salía despedido a un palmo de distancia.
—No estoy seguro de si hibernan o no —les explicó una vez se hubieron encontrado—. Había pensado en probar si les apetece echarse un sueñecito... ¿me ayudaríais a ponerlos en estas cajas?
Sólo quedaban diez escregutos. Aparentemente, sus deseos de matarse entre sí habían limitado a los de su especie. Los cinco muchachos aceptaron la sugerencia de Hagrid a regañadientes, aunque no tardó en resultar evidente que los escregutos no hibernaban y que no se mostraban precisamente agradecidos con que les obligaran a meterse en cajas con almohadas y mantas, y los dejaran allí encerrados.
—¡Esto no ha sido buena idea! —objetó Cedric cuando los escregutos se desmadraban por el huerto tras dejarlo sembrado de los restos de las cajas, que ardían sin llama.
Entre todos consiguieron sujetar y atar a nueve de ellos, aunque a costa de numerosas quemaduras y heridas. Al final no quedó más que uno, a quien Harry y Ron le lanzaban chorros de chispas con las varitas, repitiendo el mismo encantamiento al unísono:
—¡Vermillious!
—¡No lo espantéis! —les gritó Hagrid, a medida que el escreguto avanzaba hacia ellos con aire amenazador, el aguijón levantado y temblando—. ¡Sólo hay que deslizarle una cuerda por el aguijón para que no les haga daño a los otros!
—¡Por nada del mundo querríamos que sufrieran ningún daño! —exclamó Ron con enojo, mientras ambos retrocedían hacia la cabaña para protegerse.
Hagrid se lanzó sobre el escreguto que les estaba acorralando, y lo aplastó contra el suelo. El animal disparó por la cola un chorro de fuego que estropeó las plantas de calabaza cercanas. Finalmente logró pasarle un lazo por el aguijón y lo apretó, manteniéndolo sujeto.
—Bien, bien, bien... esto parece divertido.
Todos los presentes se volvieron hacia la misteriosa persona que les acompañaba, y que ninguno había advertido hasta ahora. Reconocieron a Rita Skeeter apoyada en la valía del jardín de Hagrid, contemplando el alboroto. Aquel día llevaba una gruesa capa de color fucsia con cuello de piel púrpura y, colgado del brazo, el bolso de piel de cocodrilo.
—¿Qué hace usted aquí? —espetó Hagrid, mientras resguardaba al escreguto junto a los demás—. Creía que Dumbledore le había dicho que ya no se le permitía entrar en Hogwarts.
Rita actuó como si no lo hubiera oído.
—¿Cómo se llaman esas fascinantes criaturas? —preguntó, acentuando aún más su sonrisa.
—Escregutos de cola explosiva —gruñó Hagrid.
—¿De verdad? —dijo ella, llena de interés—. Nunca había oído hablar de ellos... ¿de dónde vienen?
Hermione notó que, por encima de la enmarañada barba negra de Hagrid, la piel adquiría rápidamente un color rojo mate, y se le cayó el alma a los pies. ¿Dónde habría conseguido Hagrid los escregutos?
—Son muy interesantes, ¿verdad? —se apresuró en intervenir—. ¿Verdad, Harry?
—¿Qué? ¡Ay! —bufó él al recibir un pisotón—. ¡Ah, sí...! Muy interesantes.
—¡Ah, pero si estás aquí, Harry! ¡Y también Cedric! —exclamó Rita Skeeter cuando les vio—. Así que os gusta el Cuidado de Criaturas Mágicas, ¿eh? ¿Es una de vuestras asignaturas favoritas?
—Sí —asintió Harry con rotundidad—. Por supuesto.
—Hagrid es uno de los mejores profesores que tenemos —inquirió Cedric con tono desafiante—. Que no le quepa ninguna duda.
—Divinamente. Divinamente, de verdad —dijo Rita, mirando al muchacho con fascinación antes de volverse hacia Hagrid—. ¿Lleva mucho dando clase?
—Éste es sólo mi segundo curso —admitió el semigigante.
—Divinamente... ¿estaría usted dispuesto a concederme una entrevista? Podría compartir algo de su experiencia con las criaturas mágicas. El Profeta saca todos los miércoles una columna zoológica, como estoy segura de que sabrá. Podríamos hablar de estos... eh... «escorbutos de cola positiva».
—Escregutos de cola explosiva —la corrigió Hagrid—. Bueno, sí... ¿por qué no? ¿Quiere pasar a tomar un té y conversamos?
Rita hizo gala de su deslumbrante sonrisa, cruzando la valía del jardín.
—Será un placer.
A Hermione aquello le dio muy mala espina, pero no había manera de decírselo a Hagrid sin que Rita Skeeter se diera cuenta, así que aguardó en silencio mientras ambos se despedían de ellos y entraban en la humilde cabaña.
—Le dará la vuelta a todo lo que diga Hagrid —dijo Harry en voz baja mientras los cinco volvían al castillo, algo apenados con el inesperado desenlace de su visita.
—Mientras no haya importado los escregutos ilegalmente o algo así... —agregó Susan, muy preocupada.
—Hagrid ya ha dado antes muchos problemas, y Dumbledore no lo ha despedido nunca —dijo Ron en tono tranquilizador—. Lo peor que podría pasar sería que Hagrid tuviera que deshacerse de los escregutos. Perdón, ¿he dicho lo peor? Quería decir lo mejor.
Los cinco compartieron una sonora carcajada, y se adentraron en el puente cubierto mientras la nieve caía suavemente sobre ellos. Sin embargo, antes de que llegaran a alcanzar la entrada del castillo, Cedric se detuvo con expresión preocupada, palpándose el cuello de su jersey, y los demás viraron hacia él con extrañeza.
—¿Qué sucede? —preguntó Ron.
—Perdonadme, chicos. Tengo que volver a la cabaña de Hagrid —afirmó—. Creo que me ha caído la bufanda mientras intentábamos cazar a los escregutos.
—Vaya, no nos habíamos dado cuenta —suspiró Susan—. ¿Quieres que te acompañemos?
—Quizá vuelvan a ponerse nerviosos si nos ven llegar a todos de nuevo —murmuró decisivo, y su mirada se cruzó fugazmente con la de su compañera—. ¿Me acompañarías tú, Hermione?
La muchacha pareció dudar de aquella petición, tan insólita como inesperada, y tuvo la sensación de que sus compañeros se encontraban en su misma tesitura. A pesar de ello, no tenía ningún motivo como para negarse, así que se limitó a encogerse de hombros.
—Claro, ¿por qué no?
—¿Nos encontramos en el Gran Comedor cuando volváis? —preguntó Harry, tiritando por el frío y ansiando entrar en el castillo.
—¡Perfecto! —sonrió Cedric—. Enseguida venimos.
Los cinco se despidieron aleteando vagamente las manos en el aire y se separaron en grupos. Harry, Ron y Susan se adentraron en el calor de Hogwarts tras cruzar las puertas, y Cedric y Hermione anduvieron de nuevo el puente cubierto, regresando a los terrenos. Hermione no esperó que su amigo volviera a detenerse antes de llegar al otro extremo, permaneciendo estático junto a los pocos peldaños que conducían hacia la huerta.
—¡Por fin un momento a solas! Pensaba que nunca ocurriría.
Con la absoluta atención de su compañera recayendo en sus movimientos, Cedric sacó su bufanda de uno de los hondos bolsillos de su chaqueta y se la enrolló alrededor del cuello, luciendo una sonrisa orgullosa.
—Espero que no te haya molestado esta pequeña mentirijilla.
Hermione se cruzó de brazos, mirándole con los ojos entrecerrados.
—¿A qué viene tanto misterio?
—Hay algo que quiero pedirte —reconoció él—. Siento no haber podido hacerlo antes.
Intentando parecer apaciguada, ella se apoyó en una de las barandillas del puente y le sostuvo la mirada con entereza.
—Tú dirás.
—Hermione —exclamó él, con la espalda erguida y los ojos confiados—. Me gustaría mucho que fueses mi pareja en el baile de Navidad.
Hermione sintió como el estómago le dio una sacudida, como si bajando una escalera se hubiera saltado un escalón sin darse cuenta. No hubiera esperado oír aquella petición por parte de él, ni tampoco sabía cómo justificaría su propia situación.
—Oh, Cedric... yo... —murmuró ella, sintiendo cómo se le trataba la lengua e intentando hacer un esfuerzo por expresarse con claridad—. Lo cierto es que... ya me he comprometido con otra persona.
El muchacho, que había aparentado estar sumamente confiado en todo momento, pareció desconcertado. Bajó levemente la cabeza, refugiándose en la visión de sus propios zapatos, y suspiró muy disimuladamente.
—Bueno... no te preocupes.
—Lo siento muchísimo.
—No pasa nada.
Hicieron falta unos breves instantes para que él se atreviera a volver a mirarla, tratando de disimular su falta de entusiasmo.
—Y, dime... ¿con quién vas?
Hermione, igual que durante el desayuno, dudó acerca de si debía o no decírselo. No sabía cómo podría llegar a tomarse que Viktor Krum fuese su acompañante, ni si entendería la clase de amistad que había surgido entre ellos durante las últimas semanas. A pesar de que acabó cayendo en cuenta que era una estupidez ocultárselo, ya que esa misma noche se sabría, se vio interrumpida cuando tomó la valentía de sincerarse, frente a la aparición de tres figuras que subían los pocos peldaños y se adentraron en el puente cubierto.
Draco pasó junto a ellos sin mediar palabra, dedicándole a Cedric una mueca de profunda desaprobación, que pareció esfumarse en cuanto sus ojos se postraron sobre Hermione, relajando el gesto. Crabbe y Goyle, a sus espaldas, seguían su apresurado ritmo, imitando su mueca de rechazo al cruzarse con el Hufflepuff.
Hermione sintió cómo sus mejillas enrojecían debido a la tensa situación, y solo cuando los muchachos pasaron de largo y les dieron la espalda, volvió a encontrarse con los ojos castaños de Cedric.
—No, Hermione... —susurró él, apesadumbrado—. No lo puedo creer.
—¿Qué ocurre?
El rostro de Cedric también se enrojeció ligeramente, aunque a causa de la rabia.
—¿De verdad vas a ir al baile con ese impresentable?
—¡Por supuesto que no! —se defendió ella, intentando no alzar la voz—. ¿De dónde sacas eso?
El muchacho volvió a dirigir una mirada afilada por encima del hombro de Hermione, dedicada única y exclusivamente a Draco, que justo cruzaba las puertas junto a sus compañeros y se perdía del alcance de su vista.
—¿Qué quieres que piense? —bufó él, muy disgustado—. Últimamente no haces más que ponerte de su parte.
—Cedric, ya te lo conté —intentó ella tratar de hacerle entrar en razón—. Se disculpó conmigo por todo lo que ha hecho.
—¿Y eso qué demuestra? No es más que otro intento de manipularte.
—¡No es cierto! Se ha comportado muy bien conmigo desde entonces.
—¿Y qué hay de nosotros? —aludió él—. ¿Cómo puedes perdonar a alguien que sigue despreciándonos así?
—¿Te crees que no he hablado con él? ¿Que no le he reprendido por comportarse como un estúpido?
Cedric negó con la cabeza, incapaz de creerse una sola palabra.
—Cualquiera diría que algo ha cambiado entre vosotros —dijo, sintiendo cómo sus propias palabras le pesaban en el alma—. No puedo creer que sea él quien te acompañe.
Hermione dio un paso por delante, tratando de ser escuchada.
—¡No es así, Cedric! —intentó hacerle reaccionar—. ¡Estás completamente paranoico!
El muchacho se inclinó ligeramente hacia ella con expresión colérica.
—¡Parece mentira que seas tan tonta como para no darte cuenta, Hermione!
Ella se quedó quieta, en aquella cercanía, observándole completamente incrédula. Sintió que la consumían unas ganas irrefrenables de empujarle, de gritarle cosas de las que probablemente se arrepentiría más adelante, y que solo pudo reprimir mordiéndose el interior de las mejillas con frustración.
—¿Sabes qué? Piensa lo que quieras —expresó finalmente, apartándose de él y dándole la espalda mientras se marchaba por donde había venido—. ¡Y te recuerdo que el baile es esta noche! Será mejor que te des prisa.
***
Aquella noche no había cena de Navidad, porque el baile incluía un banquete. Así que a las siete, cuando los últimos rayos de sol se vieron opacados por la elegante penumbra de la noche, los alumnos volvieron a las salas comunes del castillo para prepararse para el evento.
Harry, Ron, Seamus, Dean y Neville se pusieron la túnica de gala en el dormitorio, todos un poco cohibidos, aunque ninguno tanto como Ron, que se miraba en la luna del rincón con expresión de terror. Su túnica se parecía más a un vestido de mujer que a cualquier otro tipo de prenda, y la cosa no tenía remedio. En un desesperado intento de hacerla parecer más varonil, utilizó un encantamiento seccionador en el cuello y los puños. No funcionó mal del todo, ya que al menos se había desprendido de las puntillas, aunque el trabajo no resultaba perfecto y los bordes se deshilchaban mientras bajaba la escalera. Como pocas veces le ocurría, echó en falta que Hermione estuviera allí para ayudarle y reprenderlo por no saber hacerlo solo, pero se dio por vencido en cuanto Katie y Alicia le dijeron por cuarta vez consecutiva que la muchacha aún se estaba preparando.
Los chicos bajaron al vestíbulo de la sala común, que tenía un aspecto muy extraño, llena de gente vestida de diferentes colores en lugar del usual monocromatismo negro. Nerviosos por la situación, decidieron salir por el hueco del retrato y bajar a la planta principal, y se percataron que también el Gran Vestíbulo estaba abarrotado de estudiantes que se arremolinaban en espera de que dieran las ocho en punto, hora a la que se abrirían las puertas del Gran Comedor. Los que habían quedado con parejas pertenecientes a diferentes casas las buscaban entre la multitud. Harry vio a Luna junto a una de las armaduras que entonaban villancicos y fue a su encuentro, acompañado por Ron.
—Estás... estás muy guapa —dijo algo cohibido.
—Muchas gracias, Harry. Tu también lo estás —sonrió ella, agradecida, y se giró hacia Ron—. Me gusta mucho tu atuendo. Creo que tiene mucha personalidad.
—Eres muy amable, Luna... —respondió él, no muy convencido—. Aunque a mi no me lo parece en absoluto.
—Claro que sí. Estoy segura de que sacarás a bailar a muchas chicas —insistió ella—. Por cierto, ¿dónde está tu pareja?
Ron se había estado preparando mentalmente, tanto como había podido, para abordar aquella cuestión con la mayor serenidad posible. Sin embargo, se sintió tan apesadumbrado que fue incapaz de responderle, y Harry acudió a su rescate rodeándole la espalda en un medio abrazo con el que consolarle.
—No pasa nada, Ron. No tienes que preocuparte.
El muchacho hizo un esfuerzo sobrehumano por contener las ganas que sentía de llorar.
—¿Cómo no voy a hacerlo? —suspiró—. Mírame, Harry. Vestido con una túnica que bien podría haber pertenecido a la abuela de Neville... y sin pareja para el baile.
Su amigo, que parecía tan fastidiado como él, también suspiró.
—Siento mucho que Susan te haya dicho que ya tenía pareja...
—Calla, calla... no me lo recuerdes.
Junto a ellos llegaron unos cuantos de Slytherin subiendo la escalera desde su sala común. Draco iba al frente, vestido con una túnica negra de terciopelo con cuello alzado. De su brazo iba Pansy Parkinson, con una túnica de color rosa pálido con muchos volantes. Tanto Crabbe como Goyle iban de verde, pareciendo cantos rodados cubiertos de musgo, y al igual que Ron, ninguno de ellos había logrado encontrar pareja.
Las puertas principales de roble se abrieron de par en par de repente, y todo el mundo se volvió para ver entrar a los alumnos de Durmstrang con el profesor Karkarov. Krum iba al frente del grupo, acompañado por una muchacha preciosa vestida con un impoluto vestido negro a la que ninguno reconoció. Por encima de las cabezas se podía ver que una parte de la explanada que había delante del castillo la habían transformado en una especie de gruta llena de luces de colores, que en realidad eran cientos de pequeñas hadas, algunas posadas en los rosales que habían sido conjurados allí, y otras revoloteando sobre unas estatuas.
En ese momento se escuchó la voz de la profesora McGonagall por encima del barullo.
—¡Los campeones por aquí, por favor!
Sonriendo, Harry y Luna se despidieron de Ron y avanzaron. Sin dejar de hablar, la multitud se apartó para dejarlos pasar. La profesora McGonagall, que llevaba una túnica de tela escocesa roja y se había puesto una corona de cardos bastante extravagante alrededor del ala del sombrero, les pidió que esperaran a un lado de la puerta mientras pasaban todos los demás: ellos entrarían en procesión en el Gran Comedor cuando el resto de alumnos estuviera sentado.
Fleur Delacour y un muy complacido Herbert Fleet se pusieron al lado de las puertas, encabezando la fila: Herbert parecía tan aturdido por la buena suerte de ser la pareja de Fleur que apenas podía quitarle los ojos de encima. Cedric, vestido con una elegante túnica negra, estaba delante de Harry, y para su sorpresa, su acompañante resultó ser Susan. Harry y Luna se pusieron a conversar con ellos hasta que llegó Viktor Krum, y todos volvieron a mirar a la chica que se mantenía prendida de su brazo, quedándose con la boca abierta.
Era Hermione. Se había recogido el pelo por detrás en un elegante moño, aunque algunos rizos se escapaban del arreglo, brillantes y perfectamente definidos. Su piel estaba radiante, y se había pintado los labios con un color carmesí muy ligero que iluminaba su rostro, y que la hizo parecer aún más atractiva en cuanto les sonrió a todos.
Sus amigos le sonrieron de vuelta, apreciando lo preciosa que estaba, a excepción de Cedric, que le dirigió a Krum una mirada de descortés incredulidad. También el resto de alumnos parecieron sorprendidos cuando se abrieron las puertas del Gran Comedor y pasaron por su lado, dirigiendo a Hermione miradas de estupefacción. Pansy Parkinson la miró con la boca abierta al pasar con Draco, que tuvo que hacer un gran esfuerzo por seguir caminando. Y noeran los únicos: también el club de fansde Viktor Krum pasó por su lado con aire ofendido, dirigiendo a Hermione miradas del más intenso odio.
Cuando todos se hubieron acomodado en las mesas repartidas por el Gran Comedor, la profesora McGonagall les dijo que entraran detrás de ella, una pareja tras otra. Lo hicieron así, y todos cuantos estaban en el salón los aplaudieron mientras cruzaban la entrada y se dirigían a una amplia mesa redonda situada en un extremo de la gran estancia, donde se hallaban sentados los miembros del tribunal.
Habían recubierto los muros del Gran Comedor de escarcha con destellos de plata, y cientos de guirnaldas de muérdago y hiedra cruzaban el techo negro lleno de estrellas. Todo parecía dispuesto para convertir aquella noche en un suceso inolvidable.
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