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Capítulo LXXXIII - Circumrota

ARESTO MOMENTUM

— CAPÍTULO LXXXIII

❝ C i r c u m r o t a❞

El comienzo del mes de diciembre llevó a Hogwarts un sinfín de vientos y tormentas de aguanieve, y aunque el castillo siempre resultaba frío por las abundantes corrientes de aire, a Hermione le encantaba encontrar las chimeneas encendidas y sentir su calor resguardado entre los gruesos muros de piedra, recordando las festividades pasadas en aquel mismo lugar con una ternura infinita.

El invierno, además de helar los terrenos y cubrir los techos de nieve, también trajo consigo una agradable sorpresa que la muchacha, habiéndola descubierto durante una de sus incursiones en el día a día de los elfos domésticos, no dudó ni un instante en comunicar a sus amigos durante una gélida mañana de sábado.

—¡Harry! —llamó jadeante al llegar al Gran Comedor en el desayuno, y patinó al intentar detenerse en seco, apoyándose a tiempo en el hombro de Susan—. Tienes que venir, Harry. Tienes que ver lo que...

De repente Luna, que corría tras de sí embriagada de su misma emoción, también patinó sin remedio y acabó chocando contra ella, y ambas se tambalearon sin llegar a caerse al suelo.

—¡Demonios! —suspiró Cedric, levantándose de su asiento para intentar ayudarlas—. ¿Se puede saber a dónde vais con tanta prisa?
Mientras recuperaban el aliento, Hermione y Luna se observaron entre sí y compartieron una sonrisa cómplice.

—Hemos acordado que será una sorpresa —admitió la rubia, y sus ojos brillaron con anticipación—. ¡Tenéis que verlo!

Ron enfurruñó la nariz, mirándolas con desconfianza.

—Pero, ¿qué es lo que pasa?

—¡Ya lo veréis cuando lleguemos! —insistió a Hermione, tomándole a él y a Susan de la túnica para intentar arrastrarlos hasta la salida—. ¡Venga, vamos!

Harry miró a Cedric, y él le devolvió la mirada, intrigado.

—Está bien —aceptó el mayor, levantándose de su asiento para acompañarlas, y el pequeño le imitó, apresurándose para no quedar atrás.

Los seis abandonaron el Gran Comedor a toda prisa, abriéndose paso entre los corrillos de alumnos que entraban y salían, y cruzaron el umbral que separaba el vestíbulo principal de las frías mazmorras del castillo. Las muchachas les condujeron por un tramo de escaleras que, en lugar de dar al sombrío pasaje subterráneo que desembocaba en la clase de Pociones, llegaba a un amplio corredor de piedra brillantemente iluminado con antorchas y decorado con alegres pinturas, en su mayoría bodegones.

—¡Ah, espera...! —exclamó Harry a medio corredor—. Espera un momento, Hermione.

—¿Qué pasa? —murmuró ella, volviéndose para mirarlo con expresión impaciente.

—Creo que ya sé de qué se trata.

Harry le dio un codazo a Ron y señaló la pintura que había justo al fondo del pasillo, que representaba un gigantesco frutero de plata dibujado con trazos suaves.

—¡Hermione! —dijo el pelirrojo, cayendo en la cuenta—. ¡Nos quieres liar otra vez en ese rollo del pedo!

—¡No se llama pedo, Ron! ¡Es P.E.D.D.O.! —lo corrigió ella, algo molesta—. ¡Y no se trata de nada de eso! Luna y yo hemos venido a hablar con ellos, y hemos encontrado algo. ¡Vamos!

Cogiéndolo otra vez del brazo, Hermione tiró de él hasta la pintura, alargó el dedo índice y le hizo cosquillas a una enorme pera verde que comenzó a torcerse entre risillas y de repente se convirtió en un gran pomo. Ella lo accionó, abrió la puerta y empujó a sus amigos por la espalda, obligándoles a entrar.

Los muchachos alcanzaron a echar un rápido vistazo a una sala enorme con un techo muy alto, tan grande como lo eran las voluptuosas paredes del Gran Comedor, llena de montones de relucientes ollas de metal y sartenes colgadas a lo largo de los muros de piedra, y una gran chimenea de ladrillo al otro extremo, cuando algo pequeño se acercó a Harry corriendo desde el medio de la sala.

—¡Harry Potter! —chilló una vocecilla estridente—. ¡Señor Harry Potter!

Con la misma rapidez, el elfo le dio un abrazo tan fuerte a la altura del estómago que le dejó sin aliento, y Harry temió que su arrebato le partiera las costillas.

—¿Do... Dobby? —balbuceó, sintiéndose ahogado.

—¡Es Dobby, señor, es Dobby! —se regocijó la pequeña criatura—. ¡Dobby ha esperado y esperado para ver a Harry Potter, señor! ¡Y Harry Potter ha venido a verlo, señor!

El elfo le soltó y retrocedió unos pasos, sonriéndole con ternura. Sus enormes ojos verdes tenían rebosaban lágrimas de felicidad. Su nariz era puntiaguda y en forma de lápiz, sus orejas parecían las de un murciélago, y los dedos de las manos y los pies eran largos y finos. Harry se dio cuenta de que siempre que había visto a Dobby, lo cubría la misma funda de almohadón vieja y sucia, pero en aquella ocasión llevaba una combinación de prendas muy extraña: de sombrero llevaba una cubretetera en la que había puesto un montón de insignias, y sobre el pecho desnudo lucía una corbata con dibujos de herraduras. A ello se sumaba lo que parecían ser unos pantalones de fútbol de niño, y unos extraños calcetines de rayas de colores rosas y naranjas. Era evidente que él mismo se había elegido la ropa.

—¿Qué haces aquí, Dobby?

—¡Dobby ha venido para trabajar en Hogwarts, señor! —les contó él muy emocionado—. El profesor Dumbledore les ha dado trabajo a Winky y a Dobby, señor.

—¿Winky? —se asombró Susan—. ¿Ella también está aquí?

—¡Sí, señorita, sí! —respondió el elfo, agarrándola de la mano y tirando de ella.

A medida que los seis le seguían el paso, avanzaron entre las cuatro largas mesas de madera que se extendían a lo largo de la sala, y se dieron cuenta que estaban colocadas exactamente como en el Gran Comedor. En aquel momento se hallaban vacías porque el desayuno ya habría acabado, pero se imaginaron que una hora antes habrían estado repletas de platos que luego se enviarían a través del techo a sus correspondientes del piso de arriba. Junto a ellas había al menos cien pequeños elfos que se inclinaban sonrientes cuando los muchachos, siguiendo a Dobby, pasaban entre ellos. Todos llevaban el mismo uniforme: un paño de cocina estampado con el blasón de Hogwarts y atado a modo de toga.

Dobby se detuvo ante la chimenea de ladrillo, y todos reconocieron la pequeña figura que estaba sentada en un taburete al lado del fuego. A diferencia de Dobby, ella no había andado apropiándose la ropa: llevaba una faldita elegante y una blusa con un sombrero azul a juego que tenía agujeros para las orejas. Sin embargo, mientras que todas las prendas del extraño atuendo de Dobby estaban limpias y bien cuidadas, ella no parecía dar ninguna importancia a su ropa, ya que tenía manchas de sopa por toda la pechera de la blusa y una quemadura en la falda.

—Hola, Winky —la saludó Hermione.

A la elfina le tembló el labio, y luego rompió a llorar. Las lágrimas se derramaron desde sus grandes ojos castaños y le cayeron en la blusa.

—¡Ay, pobrecita! —exclamó Susan—. Winky, no llores, por favor...

A pesar de que sus palabras sonaron suaves y tranquilizadoras, Winky lloró aún con más fuerza, desconsolada. Por su parte, Dobby le sonrió a Harry, completamente abstraído en su propia alegría.

—¿Les apetecería a Harry Potter y a sus amigos una taza de té? —chilló bien alto, por encima de los sollozos de Winky.

—Eh... bueno, vale —aceptó Harry, mirando a sus compañeros con indecisión.

Al instante, unos diez elfos llegaron al trote por detrás de ellos llevando una bandeja grande de plata cargada con varias teteras, tazas para los seis muchachos y un plato lleno de pastas.

—¡Qué buen servicio! —silbó Ron, impresionado.

Hermione lo miró con el entrecejo fruncido. Los elfos, sin embargo, parecían encantados, e hicieron una profunda reverencia antes de retirarse.

—¿Cuánto tiempo llevas aquí, Dobby? —preguntó Luna, mientras él les servía el té.

—¡Sólo una semana, Luna Lovegood, señorita! Dobby vino para ver al profesor Dumbledore, ¿sabe? A un elfo doméstico que ha sido despedido le resulta muy difícil conseguir un nuevo puesto de trabajo —contestó, muy contento—. ¡Dobby ha viajado por todo el país durante dos años intentando encontrar trabajo, señorita! ¡Pero Dobby no había encontrado trabajo, señorita, porque Dobby quiere que le paguen!

El resto de elfos domésticos que rondaban la cocina, que escuchaban y observaban con interés, apartaron la mirada al oír aquellas palabras, como si Dobby hubiera dicho algo grosero y vergonzoso. Hermione, por el contrario, le dedicó una gran sonrisa.

—¡Me parece muy bien, Dobby!

—¡Gracias, señorita! La mayoría de los magos no quieren a un elfo doméstico que exige que le paguen, señorita. Y a Dobby le gusta trabajar, pero quiere llevar ropa y quiere que le paguen. ¡A Dobby le gusta ser libre! —respondió él—. ¡Y después, señorita, Dobby fue a ver a Winky y se enteró de que Winky también había sido liberada!

Al oír aquello, Winky se levantó de golpe del taburete y, echándose boca abajo sobre el suelo de losas de piedra, se puso a golpearlo con sus diminutos puños mientras lloraba con verdadero dolor. Hermione, Susan y Luna se apresuraron en dejarse caer de rodillas a su lado para intentar consolarla, pero nada de lo que le decían servía para calmarla.

—¡Y entonces, a Dobby se le ocurrió una idea, Harry Potter, señor! ¿Por qué Dobby y Winky no buscaban trabajo juntos? ¿Y dónde hay bastante trabajo para dos elfos domésticos? —prosiguió él, chillando por encima del llanto de su compañera—. Y Dobby lo piensa, ¡y cae en cuenta, señor! ¡Hogwarts! Así que Dobby y Winky vinieron a ver al profesor Dumbledore, señor, ¡y el profesor Dumbledore los contrató! ¡Él dice que pagará a Dobby, señor, si Dobby quiere que se le pague! ¡Y así Dobby es un elfo libre, señor, y Dobby recibe un galeón a la semana y libra un día al mes!

—¡Eso no es mucho! —exclamó Cedric, dándole un sorbo a su té.

—El profesor Dumbledore le ofreció a Dobby diez galeones a la semana y librar los fines de semana —siguió explicando él, estremeciéndose repentinamente, como si la posibilidad de tantas riquezas y tiempo libre lo aterrorizara—. Pero Dobby regateó hacia abajo, señor... a Dobby le gusta la libertad, señor, pero no quiere demasiada. Prefiere trabajar.

—¡Debería darte vergüenza, Dobby! —chilló Winky con sus enormes ojos castaños llenos de lágrimas, con la cara empapada y una expresión de furia—. ¡Winky puede ser una elfina desgraciada, pero no ha caído tan bajo! ¡Winky se siente avergonzada de ser libre! ¡Como debe ser!

—¿Avergonzada? —repitió Hermione, sin terminar de comprenderla—. ¡Pero vamos, Winky! ¡Es el Sr. Crouch quien debería avergonzarse, no tú! Tú no hiciste nada malo. ¡Es él quien se portó horriblemente contigo!

A pesar de las nobles intenciones de la muchacha, Winky se llevó las manos a los agujeros del sombrero y aplastó sus orejas para no oír nada más, a la vez que seguía chillando.

—¡Usted no puede insultar a mi amo, señorita! ¡Usted no puede insultar al Sr. Crouch! ¡El Sr. Crouch es un buen mago, señorita! ¡El Sr. Crouch hizo bien en despedir a Winky, que es mala!

—A Winky le está costando adaptarse, señorita —murmuró Dobby en tono confidencial—. Winky se olvida de que ya no está ligada al Sr. Crouch. Ahora podría decir lo que piensa, pero no lo hará.

—Entonces —se añadió Ron—, ¿los elfos domésticos no pueden decir lo que piensan sobre sus amos?

—¡Oh, no, señor, no! Es parte de la esclavitud del elfo doméstico, señor. Guardamos sus secretos con nuestro silencio, señor. Nosotros sostenemos el honor familiar y nunca hablamos mal de ellos —contestó el elfo, repentinamente serio—. Aunque el profesor Dumbledore le dijo a Dobby que él no le daba importancia a eso. El profesor Dumbledore dijo que somos libres para... para...

Dobby se puso nervioso de pronto, y les hizo a los muchachos una seña para que se acercaran más, con lo que los seis se inclinaron hacia él.

—Dijo que somos libres para llamarlo... para llamarlo... viejete chiflado, si queremos, señor —esclareció finalmente, echando una risa nerviosa que arrancó una carcajada entre los muchachos, aunque enseguida se evidenció asustado por lo que él mismo había dicho—. Pero Dobby no quiere llamarlo así, no. Dobby aprecia muchísimo al profesor Dumbledore, y estará orgulloso de guardarle sus secretos.

—Me alegro mucho por ti, Dobby —aseguró Susan, que seguía acariciando tiernamente a Winky—. ¿Has pensado qué harás con tu primer sueldo?

—¡Dobby va a comprarse un jersey, señorita! —explicó muy contento, señalándose el pecho desnudo.

—¿Sabes una cosa, Dobby? Te daré el que me haga mi madre estas Navidades. Siempre me regala uno —se añadió Ron, que parecía haberle tomado aprecio, y Dobby se mostró muy emocionado—. No te disgusta el color rojo, ¿verdad? Tendremos que encogerlo un poco para que te venga bien, pero combinará perfectamente con la cubretetera que llevas.

Después de una larga charla acerca de la vida de Dobby como elfo libre y los planes que tenía para su futuro, los muchachos se terminaron su té y se dispusieron a irse, y muchos de los elfos que había allí se les acercaron a fin de ofrecerles cosas de picar para que las tomaran mientras subían las escaleras hasta el vestíbulo. Hermione, Luna y Susan lo declinaron, algo entristecidas por la manera en que los elfos les hacían reverencias, pero Harry, Ron y Cedric se llenaron los bolsillos de empanadillas y pasteles.

—¡Muchísimas gracias! —les dijo Harry a los elfos, que se habían arracimado junto a la puerta de salida—. ¡Ha sido un placer verte de nuevo, Dobby!

Antes de que se fueran, el elfo se acercó a ellos con timidez.

—Harry Potter... ¿puede Dobby ir a verles alguna vez, señor?

Deteniéndose justo bajo el marco de la puerta, el muchacho se giró hacia él y le sonrió con inmensa gratitud.

—Por supuesto que sí, Dobby.

***

—¡Potter! ¡Weasley! ¿Queréis hacer el favor de atender?

La irritada voz de la profesora McGonagall restalló como un látigo durante la lección de Transformaciones, y tanto Harry como Ron se sobresaltaron. La clase estaba acabando, y como hacía rato que habían terminado el trabajo, se habían puesto a luchar con dos de las varitas de pega de Fred y George a modo de espadas. Inmediatamente, al sentirse observados por el resto de la clase, se detuvieron y se escondieron tras sus pupitres tanto como pudieron.

—Ahora que Potter y Weasley tendrán la amabilidad de comportarse de acuerdo con su edad, tengo algo que anunciaros —exclamó la profesora McGonagall, dirigiéndoles a los dos una mirada de enfado con la que se aseguraba de haberles reprendido—. Se acerca el baile de Navidad. Constituye una parte tradicional del Torneo de los Tres Magos. Al baile sólo acudirán los alumnos de cuarto en adelante, aunque si lo deseáis podéis invitar a un estudiante más joven. Será obligatoria la túnica de gala.

Lavender dejó escapar una risita estridente, y Parvati le dio un codazo en las costillas, haciendo un duro esfuerzo por no reírse también.

—El baile se celebrará en el Gran Comedor, comenzará a las ocho en punto del día de Navidad y terminará a medianoche —prosiguió la profesora McGonagall—. Sin embargo, quiero que tengáis muy claro que vamos a exigir que os comportéis como esperamos. Me disgustaré muy seriamente si algún alumno de Gryffindor deja en mal lugar al colegio. Este acontecimiento será sin duda una buena oportunidad para relacionarnos con nuestros invitados extranjeros.

La campana sonó casi inmediatamente después de que McGonagall concluyera su comunicado, y se formó el común revuelo mientras los alumnos recogían sus cosas y se echaban las mochilas al hombro. Todo el mundo cuchicheaba acerca de la gran noticia mientras se disponían a salir del aula, formándose un barullo aún más intenso que el habitual, y Hermione se apresuró en esquivar a sus compañeros para llegar a tiempo al Gran Vestíbulo, donde había pactado encontrarse con Susan después de las clases.

Entre el gran número de cabezas que veía frente a sí al bajar la escalinata, reconoció con facilidad los cabellos rojizos y lacios de su amiga, situada en una de las esquinas del inmenso espacio, y se acercó a ella con gran curiosidad al verla nerviosa y cabizbaja, como si algo la carcomiera por dentro.

—Madre mía, madre mía... —murmuraba ella sin levantar la vista de ras de suelo.

—¿Qué pasa, Susan? —ansió saber ella al encontrarse, mirándola con preocupación mientras la marabunta, que entraba al Gran Comedor, les pasaba por al lado.

—¿Cómo que qué pasa? —respondió ella, casi escandalizada por su pregunta—. ¿No os han dicho lo del Baile de Navidad? ¡El profesor Flitwick acaba de contárnoslo!

—A nosotros también nos lo ha contado la profesora McGonagall —aseguró Hermione, intentando sonar calmada—. Pero, ¿cuál es el problema? Sólo es un baile.

Casi inmediatamente, Susan le dedicó una mirada de absoluto terror.

—¡Es terrible, Hermione! —exclamó ella, echándose las manos a la cabeza—. ¡No tengo nada que ponerme!

—Pero, ¿no has traído alguna ropa de gala? Siempre nos hacen vestir formales para la cena de Navidad.

—¡Exacto! ¡Traigo mi atuendo para una cena, no para un baile! ¡Es una ocasión mucho más especial, y yo no tengo nada con lo que hacerle justicia!

La castaña se detuvo unos instantes para meditar las palabras de su amiga. Si bien su reacción le parecía teatral y un tanto exagerada, no podía negarle la razón.

—Ahora que lo dices... yo tampoco.

—Tenemos que resolverlo cuanto antes —dictaminó la pelirroja—. Este fin de semana tenemos que ir a Hogsmeade sin falta.

Entre el sinfín de rostros que cruzaban la gran sala aparecieron Ginny y Luna, que parecían discutir algo muy parecido, y al encontrarse con ellas se detuvieron.

—¡Chicas! —exclamó la pelirroja, tomándolas por las túnicas con efusividad—. ¿Ya os habéis enterado de lo del baile de Navidad?

—Es emocionante, ¿verdad? —sonrió la rubia, jugueteando graciosamente con uno de sus largos rizos—. ¡Qué suerte tenéis de estar en cuarto! Me gustaría mucho asistir.

—¡Sí, es cierto! —respondió Susan, aún inmersa en su propia preocupación—. Hermione y yo iremos a Hogsmeade. Necesitamos un vestido para la ocasión.

Ginny esbozó una mueca de terror al instante, como si no pudiera creer que se le hubiera pasado por alto un detalle tan importante como ese.

—¿Podemos acompañaros? —insistió, sintiéndose desfallecer—. ¡Necesito ideas para elaborar mi atuendo de esa noche!

—Pero, Ginny —la interrumpió Luna—, nosotras no estamos invitadas a la fiesta.

—Te prometo que lograré que estemos en ese baile, cueste lo que cueste —aseguró la muchacha con voz firme—. ¡Jamás me perdería una celebración así!

—Por supuesto que podéis venir con nosotras a Hogsmeade, chicas —asintió Hermione al verlas tan ilusionadas—. ¿Quedamos el sábado por la mañana? Podemos encontrarnos en el puente cubierto, hacia las diez.

—¡Perfecto! —sonrió Ginny con gran triunfo—. ¡Nos veremos allí!

Hermione pensó que con aquella ocurrencia habría logrado aplacar los nervios y la expectación, dejando el problema para más adelante, pero los días que precedieron la noticia no pudieron hacerla sentir más equivocada. Cada día, durante las últimas semanas del trimestre, fue más bullicioso que el anterior. Por todas partes corrían los rumores sobre el baile de Navidad, aunque era imposible darle crédito a la mitad de ellos: se decía, entre muchos otros, que Dumbledore le había pagado una gran suma de dinero a la señora Rosmerta por ochocientos barriles de hidromiel con especias que servirían durante el acontecimiento. Parecía ser verdad, sin embargo, lo de que había contratado a Las Brujas de Macbeth para la fiesta, y Hermione recordó que Ginny tenía un póster de la banda en su cuarto, por lo que debía ser un grupo musical muy famoso en el mundo mágico.

Hermione nunca había visto que se apuntara tanta gente para pasar las Navidades en Hogwarts. Ella siempre lo había hecho como apoyo a Harry, y año tras año habían formado parte de una exigua minoría. Aquel año, en cambio, daba la impresión de que todos los alumnos de cuarto para arriba se iban a quedar, y todos parecían también obsesionados con el baile que se acercaba.

Algunos profesores, como Flitwick o Sinistra, desistieron de intentar enseñarles gran cosa a los alumnos al ver que sus mentes estaban tan claramente situadas en otro lugar, aunque otros no fueron tan generosos: McGonagall, Moody y Snape los hacían trabajar hasta el último segundo de clase, y al profesor Binns nada lo apartaría de avanzar pesadamente a través de sus apuntes sobre las revueltas de los duendes. Dado que el fantasma no había permitido que su propia muerte alterara el programa de enseñamiento, todos supusieron que una tontería como la Navidad no lo iba a distraer en lo más mínimo.

Hermione agradeció el cúmulo de trabajo que la mantuvo ocupada durante toda aquella semana plagada de cuchicheos y expectación, hasta que llegó el fin de semana y fue imposible seguir obviando la realidad. No había querido pensar en qué se pondría para acudir al baile, tratándolo como si fuera un asunto que no iba con ella, hasta que se dio cuenta de la latente inquietud con la que la recibieron Susan y Ginny en el puente cubierto durante la mañana del sábado. Seguían completamente enfrascadas en su propio tormento, y un desazón similar se apoderó de ella al percatarse que se encontraba tan perdida como ellas. Luna, en cambio, era la cara opuesta de la moneda, y Hermione se preguntó cómo la muchacha era capaz de transmitir esa serenidad siempre que se encontraban, envidiándola ligeramente.

Las cuatro, abrigadas hasta el cuello, emprendieron el camino trazado hasta el pueblo de Hogsmeade, viendo como sus alientos se convertían en vaho mientras conversaban animadamente para amenizar el recorrido.

—¡Estoy impaciente! —murmuró Susan con una gran sonrisa, intentando lidiar con la situación con el mayor de los entusiasmos—. Ya queda menos para el gran día.

—Sí, pero... ¿habéis pensado en lo más importante? —preguntó Ginny, algo más enfrascada en sus temores—. Hay que llevar una pareja al baile...

Aquel detalle les cayó como un cubo de agua helada, empapándolas hasta los huesos. Quizá, después de todo, el atuendo no era lo más importante.

—¿Ya tenéis en mente algún candidato? —preguntó Hermione, viendo cómo Ginny negaba con la cabeza y cómo Susan se mordía sutilmente el labio inferior, imaginándose su respuesta—. Bueno... ¿y qué hay de ti, Luna?

La rubia, que parecía haberse distraído con las magníficas vistas de los terrenos nevados, salió de su ensoñación y le dedicó una ancha sonrisa.

—Con Harry, por supuesto —afirmó rotundamente—. De hecho, ya me lo ha pedido.

Sus tres compañeras se quedaron con la boca abierta.

—¡Caray! —bufó Susan, divertida con la situación—. ¡Está claro que algunos no pierden el tiempo!

De repente, Ginny se volvió hacia Hermione.

—¿Y tú? ¿Ya lo sabes?

La Gryffindor sofocó una sonrisa pesarosa mientras siguió caminando apaciguadamente, intentando no profundizar demasiado en aquella cuestión. Era algo en lo que no había querido pensar, y que incluso había tratado de olvidar durante los últimos días.

—La verdad es que no —respondió secamente—. Aunque todavía hay tiempo, ¿no es así?

Susan, que sabía leer la profundidad en sus silencios, se prendió de su brazo para acompañarla en el camino.

—¡Claro que sí! —exclamó ella, distrayendo la atención—. Concentrémonos en lo que nos ocupa. ¡El vestido ideal!

—¡Es verdad! —asintió Ginny, acrecentando la marcha para llegar cuanto antes a su destino—. ¡Tenemos que estar radiantes!

Hogsmeade, el pueblo mágico y más pintoresco de Gran Bretaña, se mostró ante ellas con los tejados de las cabañas y las tiendas recubiertos de nieve. Se podían vislumbrar un sinfín de velas encantadas colgando de sus árboles, altos como montañas, y un delicioso aroma a leña quemada inundaba sus calles de principio a fin. Con motivos de las festividades que se acercaban, los edificios se habían vestido de colores con guirnaldas, banderines y adornos naturales, y se cernía sobre cada rincón un bullicio que resultaba tremendamente hogareño.

Las cuatro muchachas anduvieron por el callejón principal, dejándose encandilar por los cuidados escaparates de las tiendas que anunciaban la llegada de un sinfín de artículos y novedades de lo más sorprendentes. Se cruzaban constantemente con otros alumnos que, al igual que ellas, habían aprovechado el fin de semana para acudir al lugar. A pesar de que se sintieron tentadas a entrar a Honeydukes para comprar algunas golosinas, o a perderse en la tienda de artículos de bromas de Zonko, decidieron no detenerse hasta llegar al establecimiento de Moda Tiros Largos, que se encontraba casi al final de la calle y parecía estar poco transitado.

Una vez hubieron entrado, las muchachas se dividieron, inmiscuyéndose cada una en su propia búsqueda de un atuendo digno para la velada que estaban a punto de vivir. Luna se distrajo probándose algunos tocados y diademas de lo más extravagantes, completamente abstraída en su propia fantasía; Susan, que había pensado en combinar dos prendas en vez de elegir un vestido de una sola pieza, se detuvo en una sección de faldas largas y las inspeccionó detenidamente, tratando de elegir la adecuada, y Ginny, como un huracán que arrasa con todo a su paso, recorría el establecimiento de un lado a otro sin descanso, y cada cierto tiempo se la podía oír conjurando un hechizo con el que daba vueltas y más vueltas a los maniquíes.

—¡Circumrota!

Hermione se enfrentó a un sinfín de atuendos de gala que se presentaban frente a ella sin tener ni idea de qué buscaba. Ella nunca había sido de esa clase de chicas que se preocupaban en exceso por su apariencia, ni tampoco había tenido nunca una ocasión tan señalada como para tener que preocuparse por ello. Se sentía perdida y desanimada, pasando de un vestido a otro y sintiéndose incapaz de elegir alguno que creyera que le pudiera favorecer, ya que le parecía que eran demasiado despampanantes para alguien como ella.

Susan, con una satisfacción más que evidente al haber encontrado unos pantalones anchos de gala que hicieran juego con su blusa, se acercó a Hermione.

—¿Cómo lo llevas? —le preguntó en un susurro, sonando serena y apaciguada.

La castaña negó con la cabeza, atosigada por sus propios pensamientos y su falta de decisión.

—Bueno... los vestidos son muy bonitos, pero no encuentro ninguno que me llame la atención del todo, ¿sabes?

La pelirroja le dedicó una sonrisa mordaz, como si su respuesta le hubiera resultado divertida.

—No me refería a eso, Hermione —aludió ella, tomándola suavemente del hombro—. ¿Ya has pensado en algún posible candidato para que te acompañe al baile?

La muchacha se detuvo en su búsqueda y suspiró con resignación, sintiendo cómo aquellas palabras le pesaron.

—La verdad es que no —murmuró en voz baja—. He estado demasiado fastidiada pensando en por qué demonios no se puede invitar al baile a un profesor.

Sabiendo que Ginny y Luna andaban cerca y que no hacía falta tentar más a la suerte, Susan le dio un par de palmadas en la espalda, haciéndole saber que le brindaba de su apoyo. Hermione se lo agradeció, dedicándole una sonrisa pesarosa, y ambas volvieron a concentrar su atención en las prendas de ropa que colgaban frente a ellas, pasando un perchero a otro.

La pelirroja trató de animarla, señalándole algunos vestidos que creyó que podrían favorecerle, y a pesar de que la castaña no parecía especialmente optimista, al cabo de un rato las dos se detuvieron al toparse con una prenda rojiza que se encontraba al fondo del guardarropía, oculto como un pequeño tesoro.

Hermione tomó la percha que lo sujetaba y lo extendió, dándose cuenta de que era un vestido largo. La parte superior delantera no tenía escote, tapando todo el pecho, pero la espalda se descubría desde los hombros hasta la zona lumbar, estrechándose hacia abajo en forma de pico. Sus mangas eran largas y parecían estar ceñidas al llegar a las muñecas, y su larga falda era capeada y con una ligera cauda trasera que debía cubrir hasta los pies.

—¿Qué te parece este? —le preguntó a su amiga, levantando la vista con ojos brillantes—. No está mal, verdad?

A Susan se le había iluminado el rostro, y parecía tan emocionada como ella.

—Es este, Hermione. Es tu vestido.

—¿Tú crees?

—¡Claro que sí! ¡Del color de Gryffindor, además! —exclamó ella, convencida—. Con él no te faltarán pretendientes... ni la atención de ciertos ojos negros.

Hermione, a pesar de sus dudas, se sintió reconfortada por la posibilidad de ganarse la admiración de Snape durante el baile, y cuando Susan le sugirió que fuera a probárselo, no lo dudó ni un instante.

Se encontró de repente frente al gran espejo de los probadores, viendo un reflejo de sí misma al que nunca esperó conocer: el vestido parecía hecho a medida para ella, ciñéndose a las curvas de su cintura con gran elegancia y acentuando sus caderas con su falda acampanada. Sin embargo, había algo que no terminaba de convencerla del todo, e intentó comprender qué era hasta que oyó como Susan la llamaba desde fuera del probador.

Al salir, su mente nublada por la duda se disipó frente a la sorpresa. No sólo Susan la esperaba para verla con el vestido puesto, acomodada sobre una de las butacas, sino que Ginny y Luna también estaban allí con ojos expectantes. Las tres muchachas, con una mueca de asombro y fascinación muy parecida, la repasaron de arriba a abajo.

—¡Dios mío! —suspiró Luna—. ¡Estás increíble!

Hermione sintió cómo sus mejillas se enrojecían, y jugueteó vergonzosamente con una de las ondulaciones de la falda antes de atreverse a volver a mirarlas.

—¿Os gusta?

—¿Que si nos gusta, Hermione? —espetó Ginny, que parecía absorta por su visión—. ¡Con este vestido, parece que el baile se celebre para ti!

Por instinto, Hermione buscó la mirada de Susan, esperando su aprobación. En cuanto ella le guiñó un ojo, sonriéndole con ternura, supo que aquella elección era la correcta.

Las cuatro salieron de Moda Tiros Largos mucho más animadas que cuando hubieron entrado, y celebraron su éxito compartido tomando una cerveza de mantequilla en Las Tres Escobas.

Llegado el mediodía, decidieron volver al castillo y se dispersaron, acudiendo cada una a su habitación compartida para poner a buen recaudo sus asombrosos hallazgos de aquella mañana. Hermione, en vista que Katie y Alicia debían estar entrenando en el campo de quidditch, aprovechó la ocasión para volver a probarse su recién adquirido vestido.

Una vez lo llevó puesto, se sintió tan complacida con aquella elección que empezó a fantasear con el peinado que podría hacerse y los zapatos que le irían a juego, y, al verse embriagada por la emoción del baile, se acabó imaginando a sí misma danzando grácilmente en mitad del Gran Comedor, decorado de forma elegante para la ocasión. Con los ojos cerrados y encontrándose aún en la soledad de la habitación, empezó a imitar el baile que ella misma hacía dentro de su cabeza, como si la realidad se hubiese esfumado y todo cuanto existiera fuese ese momento.

Sin poder evitarlo, en su imaginación apareció Snape junto a ella para acompañarla en sus pasos de baile, inmersos en una danza que parecía que conociesen a la perfección. Él la tomaba de la cintura con una mano y le recogía la otra mano con la propia, en un agarre firme pero delicado, y se movían de un lado a otro en el gran espacio, rodeados del resto de miembros del colegio que les miraban fascinados y les sonreían.

Siguiendo el ritmo de la música, Snape levantaba sus manos unidas y la conducía suavemente para que ella pudiese dar tres vueltas sobre sí misma, haciendo revolotear las ondulaciones de su vestido. Al detenerse, él la tomaba con ambas manos de la cintura, acercándola a sí, y ella se prendía de sus hombros, mirándose profundamente a los ojos. Era tan sumamente idílico imaginarse junto a él, en una noche tan hermosa, luciendo aquel precioso vestido rojo...

Casi al instante, Hermione abrió los ojos y se detuvo en seco, saliendo de su ensoñación. Se acababa de dar cuenta de qué era lo que realmente fallaba.

Con rapidez, se acercó hasta el precioso espejo de pie que se encontraba cerca de la puerta que separaba la habitación de la sala común, y se contempló a sí misma de nuevo. Era innegable que aquel era un vestido de ensueño, brillante por luz propia, pero que aún no era perfecto.

Decidida, tomó su varita y apuntó sobre sí misma, trazando una línea curva en el aire.

Colovaria.

Su vestido se agitó, como movido por un soplo de viento, y el color rojizo que había impregnado sobre su tela empezó a escurrirse sin dejar el más mínimo rastro. Al cabo de unos pocos segundos, su lugar lo ocupó un color negro cautivador, brillante como el azabache, y en cuanto las telas volvieron a tomar su forma, Hermione se contempló de nuevo en el espejo.

La inmensa sonrisa de felicidad que iluminó su rostro la convenció, sin dejar lugar a la duda, de que aquel era su vestido.

***

Una semana antes del gran acontecimiento, Hermione habría pensado que encontrar una pareja de baile era pan comido comparado con enfrentarse a un dragón. Pero, ya habiendo vivido la primera prueba y teniendo que afrontar la perspectiva de encontrar a un chico que quisiera acompañarla, le parecía que era preferible volver a pasar por lo del dragón.

Entre los muros del castillo cada vez existía más y más tensión entre el alumnado. Las chicas solían ir en grupo cuchicheando por los corredores, estallando en risas cuando los chicos pasaban por su lado y comentando constantemente sus impresiones sobre lo que llevarían la noche de Navidad. Los chicos, por su lado, se mostraban algo más retraídos e incómodos con la situación, aunque de vez en cuando se podía ver a alguno de ellos atreviéndose a romper el hielo, y cuando la proposición no salía bien sus compañeros solían mofarse sonoramente del incidente. Existía un intercambio de miradas intenso y constante entre unos y otros, que parecía acrecentarse contra más cerca se encontraban de la fecha señalada, y cada vez era más insoportable.

Hermione, abrumada por la insólita situación y buscando olvidarse por completo de los nervios que le producía pensar en el baile, se refugió en la biblioteca tal y como solía hacer cuando se sentía sobrepasada. A muy pocas personas se les ocurría pasar allí las horas, sabiendo que fuera del castillo nevaba y que los ensayos que los profesores les habían mandado realizar durante las vacaciones podrían esperar hasta el último momento. Muchas veces, Madame Pince y ella permanecían allí toda la tarde sin más compañía, degustando cada segundo de su preciada soledad con un libro entre las manos.

Viktor y ella se habían vuelto a encontrar allí en diversas ocasiones antes de acabar el semestre. Compartían escritorio, libros y algunas risas o anécdotas, siempre vigilados y, en ocasiones, reprendidos por el firme carácter de la bibliotecaria. Se habían acostumbrado el uno al otro, llegando a conocerse mejor y a disfrutar mutuamente de la compañía que se hacían. 

A pesar de eso, Hermione no esperaba encontrarle por allí durante los primeros días de vacaciones.

—Hola, Herrmy —la saludó él, adecuándose como siempre lo hacía en el sillón que quedaba frente a ella para poder dedicarle su atención.

—Hola, Viktor —lo recibió ella, apartándose de la cara el libro que sujetaba—. No esperaba verte por aquí. Pensé que quizás estarías con tus compañeros celebrando la llegada de las Navidades.

—Hoy he prreferrido descansar —se sinceró él—. Fuerra hace mucho frrío, y tenía ganas de leer un poco.

—¿Tienes alguna lectura en mente?

El muchacho le sonrió tímidamente.

Esperraba que tú me pudierras aconsejar.

Sintiéndose complacida al oír aquello, Hermione le devolvió la sonrisa. Se levantó de su asiento muy animada, conduciendo sus pasos hacia una de las secciones que les quedaban más cercanas, y empezó a rebuscar entre sus tomos con una curiosidad y dedicación infinitas.

Viktor, desde su asiento, la admiraba con suma atención, viéndola ir de un lado a otro sin terminar de decidirse. Le era imposible apartar la vista de ella ni un solo segundo, sintiendo cómo se apoderaban de su corazón unos intensos latidos que hacían retumbar con fuerza su pecho y le entrecortaban dulcemente la respiración. Era una sensación que aún resultaba muy desconocida para él, pero ante la que se sentía irremediablemente rendido.

Cuando se dio cuenta que Hermione volvía, juntó sus manos temblorosas por debajo de la mesa, fuera del alcance de la vista, e intentó apaciguarse tanto como pudo.

—Creo que este te encantará. Es la biografía de Uric el Excéntrico, un mago que vivió en la Edad Media —le explicó ella, sentándose de nuevo frente a él y mostrándole la portada del gran libro—. Dormía en una habitación con, por lo menos, cincuenta augureys domesticados. Durante un invierno particularmente húmedo, el gemido de las aves terminó por convencerle de que se había muerto y convertido en fantasma. ¡Intentó tantas veces atravesar las paredes de la casa sin ningún éxito que aún no entiendo cómo no se dio cuenta de que seguía vivo!

Hermione soltó una carcajada discreta, intentando no alzar demasiado la voz, y Viktor trató de hacer un gran esfuerzo por imitar su gesto, pero no pudo. Se encontraba demasiado absorto contemplándola y sintiendo unos nervios que, en aquella ocasión, le consumían por dentro. Ella, que ya conocía bien sus reacciones, se extrañó al verle tan ausente.

—¿Estás bien?

Sintiéndose profundamente cohibido por sus propias emociones, el muchacho bajó la vista hacia sus manos.

—Sí, trranquila —fue capaz de responderle con la mayor serenidad—. Solo estoy un poco nerrvioso.

Hermione se apoyó sobre la mesa con los brazos cruzados, inclinándose ligeramente hacia él.

—¿Por qué? ¿Qué pasa?

Armándose de valor, Viktor se atrevió a volver a mirarla con sus ojos negros.

Herrmy, yo... hoy he venido porrque querría verrte.

—¿A mi?

Él se aclaró la garganta antes de proceder, evidenciándose inquieto, y este gesto que enterneció a la muchacha. En cierta manera, era divertido ver en esa tesitura a alguien como él, siempre tan firme, decidido y enfrentado al miedo.

—Sí —murmuró él—. Verrás... hace unos días, Karrkarrov nos puso al corriente sobrre el baile de Navidad.

—Oh... —suspiró ella, haciéndose a la idea de lo que ocurriría a continuación—. A nosotros también nos lo comentaron hace poco. Es emocionante, ¿verdad?

—La verrdad es que sí —asintió él, dedicándole una sonrisa—. Hoy he venido porrque... querría decirrte que lo he estado pensando mucho, y que finalmente me he decidido por hacerrlo... así que...

Con los modales de un caballero, Viktor se levantó de su asiento, con la espalda recta y el pecho en alto, y le ofreció su mano con una elegancia desmedida, haciendo un esfuerzo sobrehumano por mantenerla firme mientras le hacía su proposición.

Hermy-oh-nee... ¿quierres ser mi parreja en el baile de Navidad?

Ella, aún adecuada en su asiento, le devolvía una mirada repleta de admiración, sabiendo que se lo estaba pidiendo de corazón. Se imaginó el tiempo que lo habría estado pensando, las veces en las que habría ensayado su forma de decírselo y lo mucho que le habría costado atreverse a dar el paso. Frente a sí, veía a un muchacho que estaba dispuesto a darlo todo por ella, y aunque sabía que ella no iba a poder corresponder todo lo que él sentía y le demostraba, pensó que al menos le debía esa oportunidad con creces.

Finalmente, Hermione posó su mano sobre la de él y la estrechó con ternura.

—Sí, Viktor. Estaré encantada de ir contigo al baile.

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