Capítulo LXXXII - Conjuntivitis
ARESTO MOMENTUM
— CAPÍTULO LXXXII —
❝ C o n j u n t i v i t i s❞
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A la mañana siguiente, en el colegio se respiraba una tensión y una emoción que abarrotaban por completo el ambiente. Las clases se interrumpirían al mediodía para que todos los alumnos tuvieran tiempo para comer y bajar al cercado de los dragones, aunque la mayoría aún no sabía lo que iban a encontrar allí.
Harry se sentía extrañamente distante de todos cuantos lo rodeaban, ya le desearan suerte o se jactaran de él entre dientes al pasar por su lado. Se encontraba en tal estado de nerviosismo que le daba miedo perder la cabeza cuando lo pusieran frente al dragón, olvidándose por completo de toda la estrategia que habían estado ideando.
Durante la larga jornada que supusieron las clases que tuvieron por la mañana, Hermione se preguntó qué sentido tenía posponer aquella agonía hasta la tarde. Nadie era capaz de concentrarse, ni tan siquiera ella: durante las lecciones de Encantamientos y Herbología, las imágenes de los gigantescos dragones que había visto en el Bosque Prohibido eran todo cuanto podía ocupar su mente, y a medida que transcurría la clase de Historia de la Magia, la última que darían durante la mañana, su lugar empezaba a ocuparlo un miedo anticipatorio que clavaba sobre sí sus fauces afiladas.
Tanto Harry como ella se obligaron a comer durante el banquete del mediodía a pesar de la falta de apetito, intentando distraerse con las anécdotas que Seamus contaba sobre el Equipo Nacional Irlandés de Quidditch y aguantando las ganas que tenían de darse ánimos antes de enfrentarse a la primera prueba. Ambos contaban que tras la comida podrían repasar la estrategia y quedarse más tranquilos, pero mientras se encontraban tomando los postres los interrumpió la profesora McGonagall.
—Los campeones tenéis que bajar ya a los terrenos del colegio —les anunció con su posado serio habitual—. Tienes que prepararte para la primera prueba, Potter. Acompáñame.
Harry tuvo que hacer un gran esfuerzo para terminar el último trozo de manzana al horno que devoraba frente a las miradas de los presentes en la mesa de Gryffindor, y se levantó de la banqueta de madera notando como las piernas le temblaban frente a la expectativa. Todo resultaba tan repentino que los miedos a los que tanto había hecho frente parecían resurgir al verse tan sumamente vulnerable.
La profesora McGonagall, que parecía casi tan nerviosa como él, empezó la marcha hacia el vestíbulo tras hacerle una sencilla indicación con la cabeza, y Harry, antes de seguirla, intercambió una fugaz mirada con Hermione, en la que ambos se gritaron auxilio. Creían que se habrían preparado lo suficiente para la llegada de aquel momento, y lo cierto era que no lo estaban en absoluto.
—No te dejes dominar por el pánico —le aconsejó ella, sintiéndose intimidada por las miradas del resto de compañeros y resguardándose para sus adentros todo aquello cuanto quería decirle—. Conserva la cabeza serena.
—¡Buena suerte, Harry! —le deseó Seamus, bastante más animado que ella.
—¡Todo irá bien! —aseguró Dean con una gran sonrisa.
Harry asintió con el aliento entrecortado, haciendo de tripas corazón, y rápidamente fue tras los pasos de la profesora McGonagall, intentando aparentar estar lo más entero posible mientras salía del Gran Comedor.
Hermione no fue capaz de terminar su postre, quedándose abatida frente a la imagen desoladora de Harry yendo de cabeza hacia el peligro. Si bien habían practicado tanto como habían podido y estaba convencida de que el muchacho podría desenvolverse con maestría, como muchas otras veces había demostrado saber hacerlo, tenía una espinita clavada en la boca del estómago que no dejaba de torturarla. Necesitaba abrazarle. Necesitaba desearle suerte. Necesitaba que él confiara en sí mismo tanto como ella lo hacía.
Al terminar el gran banquete, los prefectos de cada casa colocaron a sus alumnos en filas, tal y como lo hubieron hecho los profesores la noche de la llegada de los colegios de Durmstrang y Beauxbatons. Mientras todos se agrupaban, en mitad del incesante barullo, Ron se acercó a Hermione frotándose las manos con inquietud y con el rostro tallado en una mueca de profunda seriedad.
—¿Estás bien? —le preguntó en un susurro, viéndola tan abstraída.
Hermione le sonrió nerviosamente, ajustándose la bufanda en el cuello por cuarta vez consecutiva.
—Estoy atacada —admitió sin pensarlo demasiado—. Supongo que igual que tú.
Ron bajó la cabeza y escondió las manos en los bolsillos de su túnica, admitiendo con su silencio que Hermione tenía razón. Ella, enternecida con su reacción, le rodeó la espalda con un brazo, y él la correspondió con ternura.
Cuando la marabunta de alumnos empezó a moverse, ambos bajaron por la escalinata de la entrada sin deshacer el agarre que los unía, sintiéndose acompañados. La brisa era fría y el cielo estaba empañado de nubes grisáceas que parecían referir a un mal presagio. Anduvieron juntos a través de los terrenos de Hogwarts por el sendero trazado que bordeaba el bosque y les conducía hasta el cercado de los dragones, y al aproximarse al grupo de árboles detrás del que habría debido ser claramente visible, Hermione vio que habían levantado una tienda que lo ocultaba a la vista.
—¿Crees que estarán allí? —le preguntó a su amigo, señalando discretamente hacia la tienda—. Harry, Cedric... y los demás campeones.
Ron aguzó la vista frunciendo los ojos.
—Supongo que sí.
Hermione se mordió suavemente el labio inferior mientras pensaba en cómo podría escabullirse hasta allí. Tenía claro que haría todo lo que pudiera para ver a sus dos amigos antes de la prueba, pero sabía que necesitaría ayuda para conseguirlo.
—Ron, tienes que hacerme un favor —le susurró a medida que se acercaban al cercado—. Necesito que distraigas a los prefectos para poder llegar hasta la tienda.
—¿Y cómo voy a hacer eso?
—¡Vamos! ¡Fred y George son tus hermanos! Algo se te tiene que ocurrir. ¡Lo llevas en la sangre!
El muchacho la miró resignado, conociéndose a la legua su testarudez, y acabó cediendo ante ella al revisarse los bolsillos de su túnica en un intento desesperado por encontrar algo que le pudiera servir. De ellos sacó un par de gusanos silbantes, un sobre de polvos para eructar y una pequeña caja en la que guardaba una bomba fétida.
—Esto podría servir —sonrió él, abriendo el último artículo—. ¿Estás preparada?
Hermione asintió con la cabeza, cubriéndose la boca y la nariz con la bufanda, y se alejó unos pocos metros de él, fijando su atención en el camino que tomaría entre los árboles. Un instante después, notó una pequeña explosión a sus espaldas, precedida por los gritos de confusión de sus compañeros y una densa capa de humo marrón que cada vez se hacía más y más grande. Sin tiempo que perder, echó a correr entre la arboleda y llegó de una pieza hasta la tienda, ocultándose tras una de las lonas exteriores y oyendo en la lejanía cómo los prefectos reñían al alumnado por lo que acababa de pasar.
Una vez el alboroto hubo cesado y el resto de integrantes del castillo hubieron pasado hasta el cercado, Hermione se detuvo en intentar escuchar alguna cosa a través de la lona, pero apenas podían advertirse las respiraciones agitadas de los que supuso que serían los campeones del Torneo. Aproximó su rostro a la tela para intentar discernir algo a través del tejido, pero solo veía las sombras emborronadas de los presentes, sin acabar de saber a ciencia cierta cuál era cuál.
Una de las figuras, la que le pareció la más esbelta desde su escasa visibilidad, daba vueltas en círculo por el interior de la tienda sin un rumbo definido. Cuando su paseillo le llevó hasta el lado en el que Hermione se encontraba, la muchacha pudo oír cómo silbaba suavemente una melodía que le resultó conocida, y sonrió al darse cuenta de quién era.
—¡Psst! ¡Cedric! —lo llamó lo más bajo que pudo—. ¿Eres tú?
El muchacho se detuvo al instante, acercándose cautelosamente hasta la lona que los separaba, y se colocó junto a una pequeña abertura en la tela a través de la que se dirigió a ella.
—¿Hermione? —preguntó, manteniendo la voz baja e intentando disimular frente al resto de campeones.
—Sí. Quería veros a Harry y a ti antes de la prueba —señaló ella, aliviada—. ¿Cómo te sientes?
—Estoy eufórico.
—¿De verdad?
—Claro. Todo saldrá bien. La clave es la concentración —exclamó, intentando restarle importancia al asunto—. Después... solo se tratará de derrotar a un dragón. ¿Qué tan difícil podría ser?
Hermione se cubrió la boca con las manos, sofocando una risa inocente. La perseverancia de Cedric, a pesar de los años que llevaban siendo amigos, todavía era capaz de sorprenderla.
—¿Has podido planear alguna estrategia? —ansió saber una vez recuperó la seriedad.
—Sí —asintió él—. Aunque no pretendo destriparte la sorpresa.
—Dame alguna pista, por lo menos.
El muchacho suspiró, y sus ojos brillaron con anticipación.
—Será a lo muggle, Hermione.
—¿Eso no es demasiado arriesgado, tratándose de un enfrentamiento con dragones?
—Puede —sonrió él—. Pero después de lo que has hecho por mí, qué menos que dedicarte a ti y a tus orígenes esta primera prueba.
—Oh, Cedric...
Completamente conmovida por su revelación, Hermione se dejó llevar y atravesó la lona por su abertura, adentrándose en la tienda y fundiéndose en un gran abrazo con él. Ninguno de los dos pensó que importase demasiado que el resto de campeones estuvieran presentes, pero no contaron con el sonido del flash y el destello de luz que cayó sobre ellos, captando su emotivo momento en común.
—¡Ah! Qué... conmovedor —murmuró Rita Skeeter con una gran sonrisa de suficiencia iluminando su rostro ovalado—. Si las cosas no salieran bien hoy, seríais una buena portada.
Al apartarse de Cedric, Hermione se descubrió frente al resto de los presentes. Fleur Delacour estaba sentada en un rincón, sobre un pequeño taburete de madera, y no parecía ni remotamente tan segura como de costumbre, viéndose pálida y sudorosa: desde su posición, se limitó a mirarla con extrañeza, ladeando la cabeza, como preguntándose qué demonios hacía ella aquí. El aspecto de Viktor era aún más hosco de lo habitual, y Hermione supuso que aquella era la forma en la que debía manifestar su nerviosismo, pero al encontrarse con la mirada su gesto se relajó notablemente, evidenciándose sorprendido. Harry fue el único en reaccionar, posicionándose entre la reportera y sus dos amigos con intención de que no se tomaran más fotografías.
Cedric, visiblemente enfadado, fulminó a Rita Skeeter con la mirada, apretando los puños. Estaba más que dispuesto a cantarle las cuarenta, completamente furioso por su desfachatez, pero antes de que pudiera abrir la boca, Viktor se le adelantó dando un paso al frente y volviendo a tomar su gesto amenazante.
—Usted no pinta nada aquí. Esta tienda es parra los campeones —exclamó con toda seguridad, y de nuevo, se volvió discretamente hacia Hermione—, y parra los amigos.
Todo el mundo se quedó callado. No era habitual oír a Viktor Krum, un muchacho de aspecto intimidante y habitualmente encerrado en su propia coraza, por lo que el acontecimiento resultaba inusual. Hermione tuvo que contenerse para no dedicarle una enorme sonrisa de gratitud, y Rita Skeeter, lejos de sentirse ofendida, admiró al muchacho con coquetería, como si su enfrentamiento le hubiera gustado.
—No importa... —suspiró cargadamente, dando una vuelta de campana—. Ya tenemos lo que queríamos.
Tanto ella como el fotógrafo que la seguía salieron de la tienda con la misma rapidez con la que hubieron entrado. Sabiendo entonces que el peligro había pasado y sintiéndose bastante más relajados, Harry y Hermione se dieron un largo abrazo, aquel que les había quedado pendiente y que les colmó de la valentía necesaria como para afrontar lo que les venía.
—¿Estás bien? —le preguntó ella, separándose de él unos instantes después.
Harry trató de dedicarle una sonrisa, aunque a los músculos de la cara les costó bastante esfuerzo, como si hubieran olvidado cómo se sonreía.
—Lo estaré cuando toda esta pesadilla haya terminado.
—Lo principal es que lo hagas lo mejor que puedas —murmuró ella, tomándole de la mano con suavidad—. Habrá magos preparados para intervenir si la situación se desborda.
—Es arriesgado —se añadió Cedric, poniéndoles a ambos una mano en el hombro—, pero todo saldrá bien.
En ese momento, Dumbledore prorrumpió en la pequeña estancia, seguido por Karkarov, Madame Maxime, Ludo Bagman y Barty Crouch, y se plantó justo en mitad de la tienda con los brazos extendidos y una encantadora sonrisa de marfil.
—Buenos días, campeones. Acercaos, por favor —les indicó, formando un corrillo a su alrededor—. Tras la larga espera, por fin ha llegado el gran momento. Un momento que solo vosotros cuatro...
Dumbledore se detuvo al reconocer en su recuento a Hermione tras las figuras de Harry y Cedric, ocultándose desastrosamente y dedicándole una mueca de visible incomodidad.
—¿Qué hace aquí, Srta. Granger?
—Perdón —titubeó ella, sintiéndose el blanco de todas las miradas y temiendo que su presencia allí enfadara a los miembros del jurado—. Ya me iba.
El director asintió con la cabeza y le sonrió, disipando su temor, y Hermione estrechó fugazmente las manos de sus dos amigos por debajo de sus túnicas antes de marcharse hasta el cercado, esperando que Ron le hubiera guardado asiento.
Aún dentro de la tienda, de pie en medio de los pálidos campeones, Bagman se frotó las manos y sonrió satisfecho. Se parecía un poco a esas figuras infladas de los dibujos animados, habiéndose puesto su antigua túnica de las Avispas de Wimbourne.
—Bueno... ¡es hora de poneros al corriente! —declaró con alegría, enseñándoles la bolsa roja de seda que traía consigo—. Los espectadores ya os esperan en el cercado, así que cuanto antes empecemos, mejor. Os ofreceré esta bolsa a cada uno de vosotros para que saquéis la miniatura de aquello con lo que os va a tocar enfrentaros. Hay diferentes... variedades, ya lo veréis. Y tengo que deciros algo más... ah, sí... ¡vuestro objetivo es coger el huevo de oro!
Harry miró a su alrededor con cierta anticipación. Cedric hizo un gesto de asentimiento para indicar que había comprendido las palabras de Bagman. Fleur y Viktor, por el contrario, no reaccionaron en absoluto: ella mantuvo una mueca fría y distante y aparentemente calculada al milímetro, mientras que él no fingió ni asombro ni terror, quedándose impertérrito y resignado. Harry se dio cuenta de que, al igual que él y con toda probabilidad, el resto de los campeones conocía el contenido de la prueba.
Inmerso en su propia fantasía y sin prestar demasiada atención a sus gestos, Bagman abrió la bolsa de seda y se la ofreció a la muchacha francesa.
—Las damas primero.
Fleur metió una mano temblorosa en la bolsa y sacó una miniatura perfecta de un dragón: el galés verde. Colgado alrededor del cuello, podía distinguirse el número «dos». La bolsa pasó hasta Cedric, que repitió las indicaciones de Bagman y sacó el hocicorto sueco de color azul con el número «tres». Krum fue el siguiente en probar suerte, sacando el bola de fuego chino. Alrededor del cuello tenía el número «uno». Sabiendo lo que le quedaba, Harry metió la mano en la bolsa de seda y extrajo el colacuerno húngaro con el número «cuatro», y al mirar la miniatura, ésta desplegó las alas y le enseñó sus minúsculos colmillos
—¡Bueno, pues ahí lo tenéis! Habéis sacado cada uno el dragón con el que os tocará enfrentaros, y el número es el del orden en que saldréis a batallar —sonrió Bagman, satisfecho con el sorteo—. Sr. Krum, es el primero. Tendrá que salir al cercado cuando oiga un silbato, ¿de acuerdo?
El muchacho asintió con la cabeza, curvando sus cejas gruesas y negras con gesto desafiante. Los profesores, que debían actuar como miembros del tribunal, salieron de la tienda, y los campeones volvieron a pasearse en su interior esperando el momento indicado. Se oía alrededor el barullo incesante que formaban cientos y cientos de personas, hablando emocionadas, riendo y bromeando, y Harry se sintió separado de aquella multitud como si perteneciera a una realidad completamente diferente.
De repente se escuchó, procedente de no se sabía dónde, el sonido de un silbato. Viktor, que se había mantenido derecho frente a la obertura principal de la tienda, salió sin vacilar ni mirar atrás. Unos segundos después oyeron el bramido del gentío, señal de que acababa de entrar en el cercado y se hallaba ya frente a la versión real de su miniatura.
Desde los palcos que rodeaban el gran recinto, la figura robusta del chico búlgaro empequeñecía notablemente, tanto por la distancia entre él y las gradas como por el considerable tamaño del oponente, un bola de fuego chino enfurecido y amenazante que, a pesar de encontrarse atado por unos grilletes que le rodeaban el cuello y una larga cadena atada a un gran pico situado en el centro del cercado, avanzaba hacia él clavando sus garras en el pavimento de tierra. Lejos de mostrarse acobardado, Viktor desenfundó su varita con una rapidez asombrosa y empezó a correr, casi tan veloz como cuando montaba en escoba, ocultándose tras algunas rocas para evitar que el aliento de fuego del dragón lo alcanzara. Desde su arriesgada posición iba lanzándole hechizos que colisionaban contra su piel escamosa, estallando como fuegos artificiales que parecían no tener efecto, hasta que la puntería del muchacho logró acertar en el ojo izquierdo de la bestia, con un conjuro que Hermione, desde las gradas, logró escuchar.
—¡Conjuntivitis!
El bola de fuego chino empezó a emitir un sonido agudo y estridente mientras sacudía la cabeza, víctima de un dolor insoportable, y Viktor, sabiendo que aquel era el momento idóneo, echó a correr casi sin aliento hasta el huevo de oro que se encontraba a espaldas de la gran bestia. Esquivó ágilmente sus largas y puntiagudas extremidades y se abalanzó sobre el objetivo, cayendo rodado al suelo con el huevo en brazos. Al levantarse con la túnica cubierta de tierra fue aclamado por la multitud, que aplaudía y vitoreaba su nombre.
El recibimiento a Fleur Delacour tras la marcha del campeón búlgaro fue algo más frío y contenido, aunque la muchacha tampoco pareció demasiado afectada por el hecho: se la evidenciaba nerviosa, como era lógico. En cuanto el galés verde se encontró frente a frente con ella en el cercado, la chica empezó a trazar una serie de conjuros en el aire con movimientos serpenteantes y elegantes, haciendo entrar al dragón en una especie de trance. En cuanto hubo conseguido adormecerlo, se atrevió a acercarse a pasos cautelosos hasta el huevo, pero la bestia volvió a despertarse de un ronquido y le lanzó una bocanada de fuego con la que le quemó la falda. A pesar de que Fleur tuvo que detenerse para apagarlo lanzando un chorro de agua desde la punta de su varita, gracias a su aventajada cercanía consiguió llegar hasta el huevo de oro antes de que el galés verde la alcanzara a ella, superando así la primera prueba.
Las gradas estallaron en un grito conjunto de fervor en cuanto Cedric apareció en el cercado. Su presencia resultaba muy distinta a la de los dos concursantes anteriores: el muchacho parecía complacido con la ovación con la que le habían recibido, sonriéndole a la multitud, y se mantenía erguido en su postura de triunfo.
Hermione, acercándose tanto como pudo a la barandilla de las gradas para verle mejor, se dio cuenta que le había dicho la verdad: en cuanto el hocicorto sueco se hizo presente en el espacio, Cedric no hizo ademán de desenfundar su varita. Se quedó tan quieto como pudo, viendo cómo la bestia se acercaba hasta él con poderosas zancadas, y en cuanto se encontraron a pocos metros de distancia, el muchacho se colocó el dedo índice y el pulgar sobre los labios y emitió un silbido que inundó el recinto.
El dragón se estremeció, desconcertado por su sonido, y el público desde las gradas empezó a mirar en todas direcciones, esperando que algo fuera a suceder. Ron y Hermione, que se mantenían tan atentos a cualquier atisbo de movimiento como los demás, se sobresaltaron al sentir un suave aleteo pasar por encima de sus cabezas. Al levantar la vista, ambos se dieron cuenta que un precioso jobberknoll de color azul celeste, batiendo sus pequeñas alas, sobrevolaba el lugar en busca de su dueño. Era Asgar.
Cedric, aprovechando que el dragón se distraía con la visión del diminuto pájaro volando hacia ellos, echó a correr en la dirección opuesta, obteniendo cierta ventaja. Sus pisadas eran tan ruidosas que parecían intencionadas, y Hermione se dio cuenta que así era: el hocicorto sueco se volvió de nuevo hacia él y empezó a perseguirle. El muchacho corría tanto como podía, resiguiendo los márgenes del cercado tras las rocas que se erigían firmes en el pavimento mientras evitaba que el fuego del dragón lo alcanzara, apartándose en el momento oportuno. Asgar, por su lado, hacía su pequeña pero gran contribución picoteando los ojos y la piel de la gran bestia, intentando detenerla de abrir su inmensa boca.
La multitud gritaba y ahogaba gemidos como si fueran uno solo cada vez que Cedric se encontraba al borde de resultar herido, y solo unos pocos se dieron cuenta de cuál era verdaderamente su estrategia: la robusta cadena a la que estaba sujeto el hocicorto sueco se estaba quedando encallada entre varios picos de piedra, acortándose cada vez más, y era algo que el muchacho comprobaba cada cierto tiempo girando la cabeza mientras corría.
Con el aliento agitado y sabiendo que había llegado el momento oportuno tras una larga carrera, Cedric corrió un trecho más hasta el centro del cercado y se detuvo junto al inmenso poste de hierro, esperando que el dragón llegara hasta él mientras le hacía gestos burlones. Evidenciándose furioso al verle allí, la gran bestia hizo que de sus fosas nasales saliera un denso humo gris en una profunda exhalación de ira contenida, y en cuanto creyó que podría llegar hasta el muchacho para acabar con él de una vez por todas, desplegó sus enormes alas y se dispuso a alzar el vuelo para caer en picado sobre sí en una última estocada. Sin embargo, la cadena lo retuvo antes que pudiera alzarse del suelo, manteniéndolo inmóvil en aquella posición sin dejarle avanzar un solo paso más y sin que sus llamaradas llegaran a alcanzarle.
Contemplando a su oponente con una gran sensación de triunfo, Cedric volvió a erguirse y alzó su mano en el aire, esperando que Asgar se posara sobre ella con sus diminutas garras. El público estalló en aplausos y vítores desmesurados en cuanto esto sucedió, y la ovación se acrecentó aún más a medida que lo veían avanzar hasta el huevo dorado caminando con soltura, sabiéndose vencedor. Para cuando lo tocó con las manos, las gradas clamaban su nombre con una fuerza desmedida, y Hermione pensó que, hasta el momento, aquella había sido la prueba más memorable de todas.
El Hufflepuff se retiró del gran cercado con su premio en mano, siendo despedido por el clamor del público, y unos minutos después su puesto lo ocupó Harry, que parecía el más nervioso de los cuatro. Su llegada fue recibida por un aplauso que resquebrajó el aire invernal como si fuera una copa de cristal fino, y el muchacho lo vio todo ante sus ojos como si se tratara de un sueño de colores muy vivos.
Al otro lado del cercado había aparecido el colacuerno húngaro, agachado sobre la nidada con las alas medio desplegadas y mirándolo con sus malévolos ojos amarillos, como un lagarto monstruoso cubierto de escamas negras que sacudía la cola llena de pinchos y abría surcos de casi un metro en el duro suelo de tierra. La multitud gritaba muchísimo frente a la expectación, pero Harry ni sabía ni le preocupaba si eran gritos de apoyo o de burla: era el momento de concentrarse, entera y absolutamente, en lo que constituía su única posibilidad.
—¡Accio Saeta de Fuego! —gritó en dirección a los cielos, empuñando su varita y trazando un arco en el aire.
Aguardó, confiado y rogando con todo su ser que funcionase, y le pareció verlo todo a través de una extraña barrera transparente y reluciente, como una calima que hacía que el cercado y los cientos de rostros que había a su alrededor flotaran de forma extraña. Y entonces, oyó algo atravesando el aire tras él. Se volvió y vio la Saeta de Fuego volar hacia allí por el borde del bosque, descender hasta el cercado y detenerse en el aire, justo a su lado, esperando que subiera en ella. Sin tiempo que perder, pasó una pierna por encima del palo de la escoba y dio una patada en el suelo para elevarse.
Al sentir el azote del aire en la cara, convirtiendo los rostros de los espectadores en puntas de alfiler de color carne y viendo cómo el colacuerno se encogía hasta adquirir el tamaño de un perro, comprendió que allí abajo no había dejado únicamente la tierra, sino también el miedo.
Miró la nidada, y vio el huevo de oro brillando bien protegido entre las patas delanteras del dragón. Inundando sus pulmones de todo el coraje que fue capaz, decidió descender en picado, mientras el dragón lo seguía con la cabeza. Harry sabía perfectamente qué pretendía hacer su oponente, y justo a tiempo frenó su descenso en seco y volvió a elevarse en el aire. Llegó un chorro de fuego justo al lugar en que se habría encontrado si no hubiera dado un viraje en el último instante.
—¡Cielo santo, menuda manera de volar! —vociferó Bagman desde la grada, entre los gritos de la multitud—. ¿Ha visto eso, Sr. Krum?
Harry volvió a elevarse en círculos. El colacuerno seguía siempre su recorrido, girando la cabeza sobre su largo cuello y plegando y desplegando las alas sin apartar del muchacho sus terribles ojos amarillos, y no parecía dispuesto a moverse del sitio: tenía demasiado afán por proteger el huevo. Así pues, Harry tendría que persuadirlo a que lo hiciera, o de lo contrario nunca podría apoderarse de él.
Empezó a volar, primero por un lado y luego por el otro, no demasiado cerca para evitar que la bestia echara fuego por la boca pero arriesgándose todo lo necesario para asegurarse de que no le quitara los ojos de encima. Al remontar un poco el vuelo, la cabeza del dragón se alzó con él, alargando el cuello al máximo y sin dejar de balancearse como una serpiente ante el encantador. Harry se elevó un par de metros más, y el dragón soltó un bramido de exasperación: el muchacho era como una mosca para él, y ansiaba aplastarla con todas sus fuerzas. Volvió a azotar con la cola, pero el chico estaba demasiado alto como para siquiera alcanzarlo. Abriendo sus fauces, el colacuerno echó una bocanada de fuego que él consiguió esquivar.
—¡Vamos, ven a atraparme! —lo retó Harry en tono burlón, virando sobre él para provocarlo—. ¡Levántate, vamos!
La enorme bestia se alzó al fin sobre sus patas traseras y extendió sus correosas alas negras, y Harry se lanzó en picado. Antes que el dragón comprendiera lo que Harry estaba haciendo ni dónde se había metido, éste iba hacia el suelo a toda velocidad, hacia el huevo por fin desprotegido. Soltó las manos de la Saeta de Fuego, manteniéndose equilibrado sobre ella, y cogió el huevo de oro.
Escapó acelerando al máximo y remontando sobre las gradas, y voló sobre ellas con el ruido de la multitud retumbándole en los tímpanos. Vio a los cuidadores de los dragones apresurándose para reducir al colacuerno, y a la profesora McGonagall, el profesor Moody y Hagrid, que iban a toda prisa a su encuentro desde la puerta del cercado y le hacían señas para que se acercara. Aún desde la distancia distinguía claramente sus sonrisas. Aterrizó con suavidad al llegar hasta ellos, con una felicidad que no había sentido desde hacía semanas.
—¡Lo has conseguido, Harry! —lo recibió Hagrid con voz ronca—. ¡Lo has conseguido! ¡Y eso que te ha tocado el colacuerno, y ya sabes lo que dijo Charlie sobre que...!
—Gracias, Hagrid —lo cortó el muchacho para evitar que siguiera metiendo la pata al revelarle a todo el mundo que había visto los dragones antes de lo debido.
El profesor Moody también parecía encantado, y su ojo mágico no paraba de dar vueltas.
—Lo mejor. Sencillo y bien ejecutado, Potter.
—Muy bien, Potter —lo felicitó la profesora McGonagall—. Ahora, ve a la tienda de primeros auxilios, por favor.
Harry, con una sensación de victoria infinita, salió del cercado aún jadeando y vio a la entrada de una tienda contigua a la suya a Madame Pomfrey, que parecía preocupada y exasperada.
—¡Dragones! —exclamó en tono de indignación, tirando de Harry hacia el interior de la modesta estancia—. ¡A quién se le habrá ocurrido semejante barbaridad!
La tienda estaba dividida en pequeños cubículos que se encontraban ocupados por el resto de los campeones. A través de la tela, Harry distinguió la elegante sombra de Fleur Delacour, que no parecía seriamente herida, por lo menos a juzgar por el hecho de que estaba sentada; Viktor Krum se encontraba en el compartimento contiguo dando vueltas en círculos, mostrándose inquieto, y Cedric era el único al que Harry pudo ver al encontrarlo sentado en el centro de la pequeña sala, esperando que Madame Pomfrey terminara de examinarle.
—El año pasado dementores, este año dragones... —murmuró ella entre dientes—. ¿Qué traerán al colegio el año que viene?
—¡Vamos, Madame Pomfrey! —exclamó Cedric con ojos brillantes, dedicándole a Harry una sonrisa traviesa—. ¡Pero si ha sido muy divertido!
—¡El peligro nunca es divertido, y sus consecuencias lo son menos! —suspiró ella, buscándole cualquier tipo de rasguño o herida que pudiera tener en una última ojeada—. Por esta vez has tenido suerte, hijo. ¡Pero no te acostumbres!
Con una gran carcajada iluminando su rostro cubierto de sudor y tierra, Harry se acercó hasta Cedric, y en cuanto éste se levantó, ambos se dieron un gran abrazo con el que celebrar sus particulares victorias, aún cargados de adrenalina. Al separarse, se dieron cuenta que tres personas habían entrado en la tienda, y no tuvieron tiempo a reaccionar: tanto Susan como Hermione se abalanzaron sobre ellos.
—¡Harry, has estado genial! ¡Alucinante, de verdad! —exclamó la pelirroja con voz chillona, incapaz de contener su alegría—. Y tú, Cedric... ¡tú me has hecho sufrir muchísimo!
—Es cierto. Tu estrategia ha sido aterradora... pero impecable y fascinante —se unió la castaña sin atreverse a soltarles aún—. Y la de Harry... no puedo expresar cuánto me alegro que haya funcionado la idea de la escoba.
—Yo también, Hermione —sonrió el muchacho, con las gafas empañadas por su aliento entrecortado por la emoción.
—¡Vamos, basta de sentimentalismos! —se burló Cedric—. Estamos vivos, ¿verdad? ¡Pues eso es lo que cuenta!
Los cuatro fueron separándose lentamente, y fue entonces cuando Harry vio que Ron les admiraba desde la entrada de la tienda con una sonrisa radiante que iluminaba su rostro repleto de pecas anaranjadas.
—Harry... —murmuró el pelirrojo—. Reconozco que hay que estar muy loco para meter el nombre en el cáliz de fuego.
Harry se quedó callado, sintiendo como sus palabras le caían como un cubo de agua fría. Fue como si las últimas semanas no hubieran existido, como si viera a su amigo por primera vez después de haber sido elegido campeón.
—¿Ya lo entiendes? —suspiró él—. Cuánto has tardado.
—No soy el único que lo ha pensado —se excusó Ron, metiendo las manos en los bolsillos de sus pantalones de pana y clavando nerviosamente la punta de su zapato en la tierra—. Todos lo decían... a tus espaldas.
—Eso no me importa. Sólo me importaba lo que tú pensaras.
—Lo sé... yo...
Mientras Ron intentaba encontrar las palabras adecuadas, Cedric, Susan y Hermione estaban entre ellos, paseando la mirada de uno a otro. Harry se dio cuenta de que el muchacho estaba tratando de disculparse, y comprendió que no necesitaba oír excusas: estaba cansado de escudarse tras el orgullo.
—Está bien, Ron. Olvídalo.
—No —replicó él, atreviéndose a mirarlo de nuevo—. Yo no debería haber...
—¡Olvídalo! —insistió él—. Lo importante es que estás aquí ahora.
Ron le sonrió nerviosamente, como si no acabara de creerse lo que había oído, y Harry le devolvió la sonrisa, despejando cualquier atisbo de duda. Sin poder evitarlo, ambos acortaron la distancia que los separaba y se fundieron en un gran abrazo ante el que Susan, de pronto, se echó a llorar.
—¡No hay por qué ponerse así! —exclamó Cedric, arropándola junto a Hermione.
—¡Sois tan tontos los dos! —sollozó la muchacha pelirroja, desconsolada—. ¡Que ni se os ocurra volver a enfadaros nunca más!
Mientras los tres muchachos se reían con ternura ante la reacción inocente de Susan, Hermione admiró sus rostros pausadamente, pasando de uno a otro, y se sintió enormemente inundada de complacencia por verse junto a todos ellos de nuevo, unidos como uno solo e imparables frente a la adversidad.
Aquella noche, ella no fue la única que quiso celebrar el triunfo de Harry en la primera prueba: los jueces habían otorgado la mayor puntuación a Cedric, y Harry había quedado segundo, seguido por Viktor Krum en el tercer puesto y Fleur Delacour en último lugar. El hecho de que Gryffindor tuviera entre sus filas a uno de los mejores campeones era motivo de celebración, y así lo supieron Harry, Ron y Hermione cuando entraron en la sala común de Gryffindor al llegar de la prueba.
Todos sus compañeros de casa prorrumpieron una vez más en gritos y vítores, y había montones de pasteles y de botellas grandes de zumo de calabaza y cerveza de mantequilla en cada mesa. Lee Jordan había encendido algunas bengalas fabulosas del doctor Filibuster, que no necesitaban fuego porque prendían con la humedad, así que el aire estaba cargado de chispas y estrellitas, y Dean Thomas, que era muy bueno en dibujo, había colgado unos estandartes nuevos impresionantes, la mayoría de los cuales representaban a Harry volando en torno a la cabeza del colacuerno con su Saeta de Fuego.
Los tres se sirvieron comida en sus respectivos platos con un hambre voraz, como si no hubieran comido durante las últimas semanas, y ninguno podía concebir tanta felicidad: se habían juntado de nuevo y la primera prueba había pasado, quedándoles la segunda aún muy lejana.
—¡Demonios! ¡Cómo pesa! —bufó Lee cogiendo el huevo de oro y sopesándolo en una mano con el permiso de Harry—. ¡Vamos, ábrelo! ¡Tenemos que ver lo que hay dentro!
—¡Sí, vamos! —se unieron Fred y George, llamando la atención de los presentes—. ¡Ábrelo, Harry!
Lee le devolvió el huevo al muchacho, que hundió las uñas en la ranura y apalancó para abrirlo, percatándose que estaba hueco y completamente vacío. Pero en cuanto logró abrirlo, el más horrible de los sonidos, una especie de lamento chirriante y estrepitoso, llenó la sala común, ante el que los presentes se cubrieron los oídos con las manos.
—¡Ciérralo! —gritó Ron, que había dejado caer los hojaldres rellenos de salchicha de su plato.
Hermione se levantó inmediatamente de su asiento y ayudó a Harry a cerrar el caparazón dorado, cesando aquel horrible chirrido.
—¿Qué ha sido eso? —preguntó Seamus, observando el huevo con mueca de terror—. Sonaba como una banshee. ¡Quizá te hacen burlar a una de ellas en la segunda prueba!
—¡Ha sido como si estuvieran torturando a alguien! —opinó Neville, que se había puesto muy blanco—. ¡Vas a tener que enfrentarte a la maldición Cruciatus!
—No seas absurdo, Neville. Eso es ilegal —observó George—. Nunca utilizarían una maldición contra los campeones.
—Yo creo que se parecía más bien a Percy cantando... —aseguró Fred—. A lo mejor tendrás que atacarlo cuando esté en la ducha, Harry.
Hubo una risotada general que destensó el ambiente, y en seguida los integrantes de la casa de los leones volvieron a enfrascarse en la celebración, incluido Harry: el muchacho decidió volver a dejar el huevo a un lado y se concentró en disfrutar, hecho que Hermione entendió a la perfección. Ya era hora de dejarse de preocupaciones y volver a respirar, a pesar de que aún les faltaran una segunda y tercera prueba.
Era casi la una de la madrugada cuando por fin los muchachos subieron a sus dormitorios, extasiados de alegría. Hermione se despidió de sus amigos, se adentró en su habitación compartida, se envolvió en su pijama de franela y se dejó arropar por el calor de las cobijas, sabiendo que aquella noche no habría preocupación que pudiera perturbar su descanso.
Al cerrar los ojos y permitir que las imágenes de aquel día plagado de emociones volvieran a inundar su mente, sintió una agradable sensación de triunfo recorriéndole las venas, y pensó que Hagrid tenía algo de razón: a fin de cuentas, los dragones no estaban tan mal.
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