Capítulo LXXXI - Offero
ARESTO MOMENTUM
— CAPÍTULO LXXXI —
❝ O f f e r o❞
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Al levantarse el domingo por la mañana, Hermione prestó tan poca atención al vestirse que tardó un rato en darse cuenta de que estaba intentando meter un pie en el sombrero en vez de hacerlo en el calcetín. Había aguantado despierta hasta tan tarde, dándole vueltas a lo sucedido la noche anterior, que apenas había podido conciliar el sueño.
Cuando por fin se hubo vestido, acertando con todas las prendas, salió aprisa a buscar a Harry, y se lo encontró con Susan en la mesa de Gryffindor del Gran Comedor. Al igual que ella, sus amigos se sentían demasiado intranquilos para comer, por lo que se forzaron a beberse sus respectivos zumos de calabaza mientras pensaban cómo podrían someter al dragón durante la primera prueba. Como no se les ocurrió nada, fueron a la biblioteca, donde cogieron cualquier libro que vieran sobre dragones y formaron una alta pila sobre una de las mesas del fondo.
—«Embrujos para cortarles las uñas»... «Cómo curar la podredumbre de las escamas»... —suspiró Susan, dejando caer el libro sobre la mesa—. Esto no nos sirve. Es para chiflados como Hagrid que lo que quieren es cuidarlos...
—«Es extremadamente difícil matar a un dragón debido a la antigua magia que imbuye su gruesa piel, que nada excepto los encantamientos más fuertes puede penetrar...» —leyó Harry, con un ánimo muy parecido al de su compañera—. Pues sí que pinta bien la cosa...
Hermione había traído consigo un buen número de libros de hechizos, tratando de encontrar alguna alternativa.
—Bueno, están los encantamientos permutadores... pero, ¿para qué servirían? A menos que le cambiaras los colmillos por gominolas, haciéndolo menos peligroso... —divagaba ella en voz alta—. Si el problema es penetrar la piel del dragón, lo mejor sería transformarlo, pero siendo una bestia tan grande, dudo incluso que la profesora McGonagall fuera capaz de ello... ¿y si se encantara uno mismo? Tal vez para adquirir más poderes. Claro que no son hechizos sencillos, y no los hemos practicado en clase...
Harry dejó caer su libro sobre la mesa, exasperado.
—No puedo más —sentenció, notando una especie de zumbido en los oídos que no le dejaba concentrarse—. Esta prueba acabará conmigo antes de empezar.
Susan, viéndole tan susceptible, se acercó a él y le posó la mano sobre el hombro.
—Tranquilo, Harry —le susurró con dulzura—. ¿Qué te parece si damos un paseo por el Lago? Seguro que un poco de aire fresco te sentará bien.
A pesar de lo abatido que se sentía, el muchacho asintió tímidamente con la cabeza.
—Sí... quizá sea lo mejor.
—¿Tú qué dices, Hermione?
La muchacha, al otro lado de la mesa y rodeada por una buena pila de libros, les miró con indecisión. Si bien la sugerencia de airearse no le parecía una mala idea, sabía que sacrificarla con tal de seguir investigando hasta estar cerca de la solución era lo más sensato.
—Me quedaré, si no os importa. Me gustaría repasar estos ejemplares, a ver si encuentro alguna cosa que nos pueda servir.
A pesar de lo dispuesto que se encontraba por marcharse cuanto antes, Harry se quedó quieto junto a la mesa, observándola con una gratitud infinita.
—Gracias, Hermione —le dijo con tono apenado—. Ojalá algún día pueda devolverte todo lo que estás haciendo por mí.
Ella sonrió con ternura.
—No te preocupes, Harry. No hay nada que agradecer —murmuró—. Nos vemos a la hora de la comida, ¿de acuerdo?
Harry y Susan asintieron con una sonrisa y se despidieron de ella, abandonando la biblioteca. Tras su marcha, el lugar prácticamente quedó desierto: según Hermione creía, sólo Madame Pince y ella debían estar presentes en el espacio, y aquella serenidad tan enriquecedora le permitió concentrarse completamente en el libro de hechizos que sujetaba entre sus manos.
Se encontraba tan absorta repasando los conjuros de cada página que, un rato después, no se dio cuenta de que Viktor había entrado en la gran estancia. El muchacho, divisándola a lo lejos, titubeó un poco ante la sacudida de su propio corazón, y se ocultó entre las voluptuosas estanterías de la Sección Contemporánea para tomar una profunda bocanada de aire y pensar acerca de lo que le diría una vez se acercara a ella. Madame Pince, viéndole perfectamente desde su escritorio, negó con la cabeza y volvió a sumirse en su lectura, no queriendo saber nada acerca de amoríos adolescentes.
Una vez se sintió lo suficientemente confiado, Viktor salió de su escondite y se acercó hasta la mesa que Hermione ocupaba. Ella estaba tan enfrascada en sus propios quehaceres que apenas se dio cuenta de la llegada del muchacho, por lo que él tuvo que carraspear un par de veces para llamar su atención.
—Sé que hoy hay sitio de sobrra —exclamó el muchacho con voz sosegada—, perro he pensado que no te molestarría que me sentarra contigo.
Hermione sonrió discretamente, dejando su rostro al descubierto al apartar el tomo que sujetaba.
—Claro que no me molestas, Viktor. Toma asiento, por favor —le ofreció, apuntando al sillón que le quedaba de frente, y el muchacho, acomodándose en él, dejó a la vista el libro que había traído consigo, el que ella reconoció al instante—. Veo que te están gustando las aventuras del Rey Arturo.
Satisfecho, Viktor admiró la colorida solapa.
—La verrdad es que sí —admitió con una sonrisa discreta—. Según leía, he ido buscando a los caballerros de la Mesa Redonda porr los cuadrros del castillo. Encontrré a Sirr Lancelot y Sirr Perrcivale en el quinto piso, perro se molestarron conmigo.
—¿Por qué? —preguntó ella con curiosidad, dejando su propio libro sobre la mesa—. ¿Qué les dijiste?
—Les prregunté por Morrgana le Fay, parra saberr si ella también vaga porr los cuadrros.
—¡Morgana es la hermanastra del Rey Arturo! Era también la enemiga mortal de Merlín, y por ende, de los caballeros —exclamó la muchacha, soltando una sonora carcajada que Madame Pince reprendió desde su asiento con una mirada fría y aterradora—. ¿Cómo se te ocurrió preguntarles por ella?
—Según el librro, erra una brruja de grran poderr. Dominaba las Arrtes Oscurras —le explicó él en un tono más bajo—. Me parrece un perrsonaje fascinante, de habilidades asombrrosas.
Hermione se sintió entusiasmada con su respuesta. A pesar de su ferviente interés por la lectura y su empeño en compartirla, sus amigos nunca le habían hecho demasiado caso. Ron se negaba en rotundo a leer más de lo estrictamente necesario; Susan se distraía con demasiada facilidad como para poder concentrarse en lo que leía; Harry solía aburrirse si las historias que le recomendaba no eran de acción, y Cedric, quizás el más entregado de los cuatro, siempre estaba demasiado ocupado como para darse el placer de sentarse a leer un libro. Quizá por ello, el hecho de que Viktor se hubiera entregado a su mismo interés con tanta pasión y facilidad fue algo que la dejó fascinada.
—¿Sabes? —le susurró ella—. Creo que alguna vez he visto a Morgana vagando por los descansillos de la planta baja.
Los ojos negros de Viktor brillaron con un sutil fulgor de esperanza.
—¿Me ayudarrías a buscarrla?
A pesar de que su propuesta resultó tan inesperada como ocurrente, Hermione suspiró, pensando en toda la faena que tenía por delante.
—Me encantaría, Viktor... pero tengo mucho trabajo.
Con curiosidad, el muchacho se inclinó ligeramente sobre la mesa, fijándose en las solapas de los libros que estaban apilados alrededor de ella.
—¿En qué estás trrabajando?
Hermione se quedó callada durante unos instantes en los que su mente discurrió a una velocidad asombrosa. A pesar de que le hubiera gustado advertirle sobre los dragones de la primera prueba, pensó que era mejor mantenerse callada. Viktor le parecía un buen chico, educado y gentil, pero no podía olvidar el hecho de que era el campeón de Durmstrang y el rival de Harry en la competición. Además, a pesar de su buena impresión sobre él, apenas le conocía, por lo que hacerle partícipe de su información privilegiada podría malinterpretarse como un intento de favorecer a los campeones del colegio de Hogwarts.
—Estaba... estaba investigando acerca de los elfos domésticos —le comentó ella, logrando sonar creíble al sacar de su bolsillo una chapa con la insignia de la P.E.D.D.O.—. He creado una plataforma para defender sus derechos.
Viktor tomó la insignia y admiró con curiosidad sus variados colores.
—Me parrece una idea genial, Herrmy-oh-nee —murmuró él—. ¿Podrría afiliarrme a la orrganización?
Hermione no se había esperado recibir una respuesta como aquella. Sin poder evitarlo, sonrió abiertamente en cuanto logró salir de su propio asombro.
—¿Te gustaría?
Convencido, el muchacho se puso la insignia en la solapa de su chaqueta.
—¡Ya lo crreo!
Completamente agradecida y motivada por su gesto, Hermione empezó a contarle a Viktor todas las ideas que había estado recopilando para la plataforma y se detuvo en explicar cada detalle al milímetro. Se sentía tan confortablemente acogida por su atención que la pila de libros, los encantamientos y los dragones se quedaron a un lado, opacados por la gratificante sensación de sentirse escuchada y comprendida.
***
El lunes por la mañana, ninguno se hacía aún a la idea de que quedara tan poco para enfrentar la primera prueba del Torneo de los Tres Magos. Las horas transcurrían tan velozmente que parecía que alguien hubiera manipulado los relojes para que fueran a doble velocidad, y la angustia que les producía el hecho de no haber encontrado una forma de burlar al dragón se volvía cada vez más sofocante.
No fue hasta finalizar el desayuno de aquel mismo día que Hermione cayó en cuenta de que, habiéndose inmiscuido tanto en el asunto, habían olvidado hacer algo imprescindible, y se sintió completamente decepcionada consigo misma.
—¡Cedric! —espetó ella mientras salían cargados con sus bolsas hacia la primera clase, entreviendo al muchacho entre el gentío—. ¡No le hemos dicho nada sobre la prueba!
Susan torció el gesto, como si aún habiéndolo oído le costara procesar la información, y Harry se cubrió el rostro con las manos, fustigándose interiormente por no haber sido capaz de darse cuenta antes de aquel singular detalle. Hermione, viendo que Cedric, acompañado por algunos compañeros, salía del castillo, se apresuró en ir tras él esquivando a los alumnos que se cruzaban en su camino. Tenía que decírselo cuanto antes.
Al salir al exterior, se dio cuenta de que el muchacho ya había cruzado el puente cubierto. Gritó tan alto como pudo su nombre para intentar que se detuviera, pero el murmullo de la marabunta impedía que él pudiera oírla. Había coincidido que los de sexto curso marchaban hacia los invernaderos junto a los de primero, que se apresuraban en llegar a tiempo a la clase de Vuelo. Sabiendo que de aquella forma no lo conseguiría, Hermione desenfundó discretamente la varita y apuntó a lo lejos, siendo precisa y delicada con su gesto.
—Diffindo —susurró en un hilo de voz.
A Cedric se le rasgó la mochila. Los libros, las plumas y los rollos de pergamino que llevaba se esparcieron por el suelo, y varios frascos de tinta se rompieron.
—No os molestéis —dijo el muchacho a sus amigos cuando se inclinaron para ayudarlo a recoger—. Decidle a la profesora Sprout que no tardaré.
Aquello era justo lo que Hermione había pretendido. Satisfecha de sí misma, se guardó la varita en la túnica, esperó a que la marabunta de alumnos se hubiera dispersado y se apresuró en ir hasta él cuando prácticamente se habían quedado solos.
—Hola, Hermione —la saludó él al reconocerla, recogiendo un ejemplar de Guía de la transformación, nivel superior salpicado de tinta—. Se me acaba de descoser la mochila... a pesar de ser nueva.
Decidida, la muchacha volvió a desenfundar su varita y apuntó directamente sobre ella.
—Reparo —murmuró, arreglando el descosido al instante, y seguidamente apuntó sobre el material que Cedric había traído consigo—. Offero.
La tinta de los frascos volvió a encerrarse en su interior, dejando los libros y el suelo del puente impolutos. Las plumas volvieron a peinarse y a recogerse en un mismo ramillete, y los rollos de pergamino se enrollaron de nuevo, atándose con una pequeña cuerda.
—¿Has sido tú? Bueno, al menos ha sido original —rió Cedric, volviendo a colocarlo todo ordenadamente dentro de su mochila y levantándose del suelo con ella—. ¿Todo bien, Hermione?
—Con mucha faena... pero sí, todo bien —respondió ella sin mucho ánimo—. ¿Qué hay de ti? ¿Por qué no viniste con nosotros el sábado a Hogsmeade?
—Lo siento. Me hubiera gustado venir —admitió él con semblante derrotado, rascándose la nuca—. No lo sé... no estoy muy centrado.
Hermione tragó saliva. Se le ocurrió que quizá el muchacho ya habría averiguado por su cuenta el contenido de la primera prueba, y que por ello se encontraba tan desalentado.
—¿Qué ocurre? —preguntó con sutileza—. ¿Es por el Torneo?
—Ese sería un motivo de peso, sí. Me temo que es bastante más estúpido que eso —admitió él, mirándola con pesar—. Supongo que os tendría que haber dicho en su momento que Helen y yo nos hemos separado.
La muchacha, de entre todas las posibilidades que hubiera podido barajar, no se había esperado oír aquella noticia. Se quedó petrificada unos instantes, sin saber muy bien qué hacer o qué decir, hasta que fue capaz de salir de su propio asombro y puso una mueca de desilusión.
—¿Lo dices en serio? No tenía ni idea... —murmuró ella, apoyando una mano sobre su hombro derecho a modo de consuelo—. Lo siento muchísimo. ¿Cómo lo llevas?
—No te preocupes. Estoy bien —sonrió él pesarosamente—. De hecho, fui yo el que decidió que esto era lo mejor para los dos.
—No lo entiendo... siempre os había visto muy felices juntos.
—Y lo fuimos. Helen es una bruja maravillosa y se merece lo mejor —suspiró el muchacho, y se tomó unos segundos de más para reflexionar si era o no sensato decir lo que vino a continuación—. Por eso creí que debía estar con alguien que estuviese enamorado de ella.
Hermione entrecerró los ojos, dejándose llevar por las imágenes de su propia mente. Todos los recuerdos que atesoraba de ambos muchachos eran parecidos: solían tener una actitud tierna y protectora entre sí, y en ocasiones apasionada. Cedric y Helen siempre habían hecho gala de su amor desde que les hubieron conocido, comportándose como dos perfectos enamorados, por lo que la revelación del muchacho resultó extraña e insólita para ella.
—Vaya... —suspiró, intentando hacerse a la idea de lo que le había dicho era cierto—. Pensaba que tú eras esa persona.
—Eso creí durante un tiempo, hasta que me di cuenta de lo que es estar enamorado de verdad.
De nuevo, la muchacha se vio arrastrada por la confusión.
—Me sorprende saberlo... pero me alegro mucho por ti —sentenció ella con algo más de entusiasmo, queriendo obviar las malas noticias—. Entonces, ¿por eso estás tan descentrado?
—Sí... sé que suena ridículo.
—¡No lo es! Es una suerte que eso te ocurra. ¿Has pensado en decírselo a esa persona?
—Supongo que sí... pero es complicado. Demasiado, en realidad.
Sus palabras ensancharon la sonrisa inocente de Hermione, aunque el motivo quedó para único entendimiento de ella. Le resultaba imposible no pensar en Snape, en lo descabellado que era que ella se hubiera enamorado de él, en lo insólito que sería si él la correspondiera, en lo inaudito y extraordinario que resultaría que estuvieran juntos algún día. Sin embargo, nada de todo aquello impedía que le quisiera, y de hecho, no hacía sino potenciarlo. Era un sueño maravilloso y fascinante, capaz de alumbrar hasta los días más oscuros y de opacar la tristeza más profunda.
—Siempre es complicado... pero vale la pena.
Cedric la admiró en silencio, resiguiendo tímidamente sus facciones con el aliento tembloroso. Pensó en lo harto que estaba de escudarse bajo el amparo del compungimiento, sintiéndose culpable y negándose a sí mismo unos sentimientos que eran más que evidentes y que habían hecho raíces en su corazón. Pensó que quizás ella tenía razón, que arriesgarse siempre implicaba encontrarse más cerca de la victoria que no haciéndolo, así que tomó aire y llenó sus pulmones de toda la valentía que fue capaz de reunir para expresarse.
—Hermione... tendría que haber hablado de esto contigo antes, pero parece que nunca se presente el momento, ¿sabes? —exclamó él, intentando encontrar las palabras adecuadas—. Creo que es importante que te lo diga...
A pesar de que ella permanecía atenta a sus palabras, su atención disminuyó al escuchar tras de sí un golpeteo constante que le resultaba conocido. Se volvió discretamente hacia la entrada del castillo y vio que el profesor Moody se acercaba a ellos, cojeando a cada paso.
Sabiendo que les quedaba muy poco tiempo, y temiendo que el hombre descubriera que conocían de antemano el contenido la primera prueba, Hermione tomó con rapidez un trozo de pergamino que llevaba en uno de los bolsillos de su túnica y escribió con la varita sobre su superficie, con letra apresurada pero elegante, para que su amigo supiera de la existencia de los dragones y estuviera preparado. Rápidamente, lo dobló y se lo entregó a Cedric, que la miraba intrigado.
—¿Hermione? —balbuceó—. ¿Qué se supone que...?
—Léetelo. Es importante.
Sin acabar de comprender muy bien a qué se debía su arrebato, el muchacho obedeció y se guardó el trozo de pergamino en uno de los bolsillos, justo a tiempo para ocultarlo de Moody cuando éste los alcanzó.
—Diggory —exclamó el hombre con voz agrietada—. Diría que llegas tarde a Herbología, ¿no es así?
—Sí, señor —asintió él, y se volvió de nuevo hacia su compañera—. Nos veremos luego, Hermione.
El muchacho abandonó el puente cubierto con la mochila intacta y colgada sobre la espalda, cruzando la huerta por el camino de tierra. Hermione se quedó viéndole marchar, preguntándose interiormente qué habría querido decirle, hasta que Moody rió a su lado.
—Eso ha estado muy bien, Granger.
Sin entender muy bien a qué se refería, la muchacha se giró hacia él, encontrándose con su rostro magullado.
—Yo también llego tarde a Alquimia, profesor. Si me disculpa...
—No te preocupes. Yo responderé ante el profesor Fernsby —la detuvo él—. Acompáñame al despacho, por favor.
Hermione lo siguió, sin saber muy bien lo que iba a suceder. Tanta amabilidad por parte de él resultaba extraña y chocante, y empezó a temer el fatal desenlace de aquella conversación, imaginándose una serie de posibles escenarios. ¿Moody era conocedor del contenido de su nota? ¿Sabría que ellos sabían de qué iría la primera prueba? ¿Y si se empeñaba en saber cómo se habían enterado de lo de los dragones? ¿Iría a ver a Dumbledore para descubrir a Hagrid?
Después de interminable y tortuoso paseo hasta el segundo piso en el que sus propias ideas no dejaron de torturarla, Hermione entró en el despacho después de Moody, que cerró la puerta tras ellos, se volvió y fijó en ella los dos ojos, el mágico y el normal.
—Siéntate —le indicó, señalando uno de los sillones.
Hermione obedeció, acomodándose sobre él y dejando su bolsa a un lado, y desde su posición se animó a pasear la mirada por el despacho con tal de distraerse. Ya había estado allí cuando pertenecía a dos de sus anteriores titulares, reconociendo el espacio. Cuando lo ocupaba el profesor Lockhart, las paredes estaban forradas con fotos de él mismo que sonreían y guiñaban el ojo. En los tiempos del profesor Lupin, lo más fácil era encontrarse un espécimen de alguna nueva y fascinante criatura tenebrosa que hubiera conseguido para estudiarla en clase. Sin embargo, en aquel momento el despacho se encontraba abarrotado de extraños objetos que, según ella supuso, Moody debía de haber empleado en sus tiempos de auror.
En el escritorio había algo que parecía una peonza grande de cristal, algo rajada. Hermione enseguida se dio cuenta de que era un chivatoscopio, porque ya había visto a Fred y George con alguno. En un rincón, sobre una mesilla, una especie de antena de televisión de color dorado emitía un ligero zumbido. En la pared, delante de ella, había colgado algo que parecía un espejo pero que sorprendentemente no reflejaba el despacho: por su superficie se movían unas figuras sombrías, ninguna de las cuales estaba claramente enfocada ni definida.
—Veo que les has echado un ojo a mis detectores de tenebrismo.
—¿Qué es eso? —preguntó Hermione, señalando la aparatosa antena dorada.
—Es un sensor de ocultamiento. Vibra cuando detecta ocultamientos o mentiras —explicó Moody—. No lo puedo usar aquí, claro, porque hay demasiadas interferencias: por todas partes hay estudiantes que mienten para justificar por qué no han hecho los deberes. No para de zumbar desde que entré en el castillo.
Hermione rió discretamente ante su comentario. Supuso que Harry y Ron habrían hecho vibrar el sensor en más de una ocasión durante lo que llevaban de curso.
—Tuve que desconectar el chivatoscopio porque no dejaba de pitar. Es ultrasensible: funciona en un radio de kilómetro y medio —prosiguió Moody, algo más animado ante la reacción de la chica—. Naturalmente, también puede captar cosas más serias que las chiquilladas.
—¿Y para qué sirve el espejo?
—Ése es mi reflector de enemigos. ¿No los ves, tratando de esconderse? No estoy en verdadero peligro mientras no se les distingue el blanco de los ojos. Entonces es cuando abro el baúl.
Dejó escapar una risa breve y estridente, al tiempo que señalaba el baúl que había bajo la ventana. Tenía siete cerraduras en fila, haciéndolo parecer inexpugnable. Hermione se preguntó qué habría dentro, hasta que la siguiente pregunta de Moody la sacó de su ensimismamiento.
—De forma que averiguásteis lo de los dragones, ¿eh?
Viendo la velocidad a la que se movía el ojo falso del profesor, Hermione tragó saliva. Quizás era mejor idea tratar el asunto con sinceridad y de un modo natural, ya que parecía no existir escapatoria frente a Moody y su ojo mágico.
—¿Cómo lo sabe? —preguntó ella, intentando mantenerse lo más serena posible.
—La trampa es un componente tradicional en el Torneo de los Tres Magos.
—Yo no lo llamaría trampa. Ha sido, más bien... una especie de casualidad.
—No pretendía acusarte, muchacha. Desde el primer momento le he estado diciendo a Dumbledore que él puede jugar todo lo limpiamente que quiera, pero que ni Karkarov ni Maxime harán lo mismo. Les habrán contado a sus campeones todo lo que hayan podido averiguar. Quieren ganar, quieren derrotar a Dumbledore: les gustaría demostrar que no es más que un hombre.
Moody repitió su risa estridente, y su ojo mágico giró tan aprisa que Hermione se mareó de sólo mirarlo.
—Bien... ¿tienes ya alguna idea de cómo podría Harry burlar al dragón?
Algo decepcionada, ella suspiró.
—No, señor.
—Bueno, yo no te voy a decir cómo hacerlo. No quiero tener favoritismos. Sólo te daré unos consejos generales.
Antes de que el hombre prosiguiera, Hermione se inclinó hacia delante y le fulminó con la mirada, intentando comprender el verdadero motivo de aquella conversación.
—Si no es indiscreción, profesor —se pronunció ella—, ¿por qué a mí?
Como si tratara de parecer cercano, el hombre imitó su gesto.
—Porque Harry ahora mismo está demasiado cegado por el miedo —explicó con convicción—. Tú, en cambio, eres la voz de su razón, el ancla que lo mantiene a orillas de la cordura.
—¿Qué sugiere, entonces?
—Mi primer consejo es: aprovecha tu punto fuerte.
Volviendo a recostarse sobre la espalda del sillón, la muchacha se rascó la barbilla, pensativa.
—Harry es excelente en varias asignaturas, y posee muchísimas aptitudes... sólo que la pereza le puede más que la sed de conocimiento —dijo ella, pensando en voz alta—. Si hay algo que lo fascina sobremanera y a lo que se dedica en cuerpo y alma es el Quidditch.
—Bien —gruñó Moody, mirándola intensamente con su ojo mágico, que en aquel momento se mantenía quieto—. Me han dicho que vuela estupendamente.
—Le han informado bien —asintió ella—. De todas formas, no creo que esté permitido que traiga su escoba a la prueba. Sólo les permiten llevar la varita.
—Mi segundo consejo general es —la interrumpió Moody—: emplea un encantamiento sencillo para conseguir lo que necesitas.
Hermione permaneció callada, y sus ojos se movían de un lado a otro, al fugaz ritmo de sus pensamientos. Lo que mejor se le daba a Harry era volar. Su habilidad le permitiría esquivar al dragón por el aire. Para eso, necesitaría su Saeta de Fuego. Y, para hacerse con ella, un hechizo simple bastaría.
—El encantamiento convocador.
—¡Eso es! —clamó Moody en tono victorioso—. ¡Brillante, Granger!
A pesar de que su revelación supusiera una posibilidad muy lógica y a la vez esperanzadora, el hecho de que el profesor les estuviera favoreciendo seguía inquietándola. Había algo en Moody, quizá su actitud temeraria y paranoide, que le impedía a Hermione tomarse sus intenciones con naturalidad, creyendo que se escondería algo detrás.
—Pero, profesor... hay algo que no comprendo —murmuró ella, no muy convencida.— ¿Por qué trata de ayudarle?
—Porque Diggory a vuestra edad podía convertir un silbato en un reloj que cantaba la hora. La Srta. Delacour tiene de princesita de cuento lo que yo. En cuanto a Krum, tendrá el cerebro lleno de serrín, pero no Karkarov. Todos tienen una estrategia, y sus habilidades están al nivel de la primera prueba —sentenció él con voz profunda, sonando lo suficientemente convincente—. Además, es lo justo, ¿no te parece? Ahora todos los campeones vuelven a encontrarse en pie de igualdad. Todos conocen la prueba y están listos para enfrentarla.
No fue hasta la hora de la comida que Hermione volvió a reencontrarse con Harry. Estaba tan eufórica y se sentía tan emocionada por haber encontrado una solución al problema de los dragones que apenas había podido atender debidamente a sus clases durante toda la mañana. Cuando llegó al Gran Comedor después de Estudios Muggles, no pudo esperar un solo segundo para comunicarle la noticia.
—¿El encantamiento convocador? —repitió Harry enfurruñando la nariz mientras comía algunas verduras asadas, habiendo recuperado un poco el apetito—. Ese encantamiento está en el temario de este año, ¿no?
—¡Me consuela saber que al menos has abierto algún libro durante este curso! —bufó Hermione—. Sí, forma parte del Libro reglamentario de hechizos, curso 4º, pero tendré que enseñarte a conjurarlo.
—¿A qué estamos esperando?
—Es la hora de la comida, Harry.
—¡Y la prueba es mañana por la tarde, Hermione!
La muchacha tuvo que otorgarle toda la razón. Despidiéndose de sus compañeros de Gryffindor, salieron del Gran Comedor y buscaron un aula libre en la que Harry puso todo su empeño en atraer objetos. Al principio, estaba tan nervioso que nada se movía tras pronunciar el hechizo. Cuando logró tranquilizarse y supo focalizar en lo que estaba haciendo, seguía costándole trabajo: a mitad del recorrido, los libros y las plumas con las que estaban practicando perdían fuerza y terminaban cayendo al suelo como piedras.
—Concéntrate, Harry, concéntrate...
—Eso intento —se quejó él—. Pero, por alguna razón, se me aparece de repente en la cabeza un dragón enorme y repugnante...
Harry quería faltar a la clase de Adivinación para seguir practicando, pero Hermione rehusó de plano perderse Aritmancia, y de nada le valdría ensayar solo, de forma que tuvo que soportar la clase de la profesora Trelawney, que se pasó la mitad de la lección diciendo que la posición de Marte en aquel momento con respecto a Saturno anunciaba que la gente nacida en julio se hallaba en serio peligro de sufrir una muerte repentina y violenta. Se pasó el resto de la clase intentando atraer con la varita pequeños objetos por debajo de la mesa. Logró que una mosca se le posara en la mano, pero no estuvo seguro de que se debiera al encantamiento convocador.
Se reencontró con Hermione a la hora de la cena, y ambos se obligaron a comer algo después de la última clase. Poniéndose la capa invisible para que no los vieran los profesores, volvieron al aula vacía y siguieron practicando hasta pasadas las doce. Se habrían quedado más, pero apareció Peeves, que empezó a arrojar sillas de un lado a otro del aula. Harry y Hermione salieron a toda prisa antes de que el ruido atrajera a Filch, y regresaron a la sala común de Gryffindor, que afortunadamente estaba ya vacía.
A las dos en punto de la madrugada, Harry se hallaba junto a la chimenea rodeado de montones de cosas: libros, plumas, varias sillas volcadas, un juego viejo de gobstones, y Crookshanks, hecho un ovillo junto a sí. Sólo en la última hora le había cogido el truco al encantamiento.
—Eso está mejor, Harry —aprobó Hermione, exhausta pero muy satisfecha del resultado—. Has mejorado mucho.
—Bueno, ahora ya sabes qué debes hacer la próxima vez que no sea capaz de aprender un encantamiento —exclamó él con una sonrisa, pasándole a la chica un diccionario de runas para repetir el encantamiento—: amenazarme con un dragón.
Hermione soltó una carcajada y volvió a ponerse en posición, alzando el libro para que Harry apuntara sobre él.
—¡Accio diccionario!
El pesado volumen se escapó de las manos de ella, atravesó la sala y llegó hasta donde Harry pudo atraparlo.
—¡Creo que esto ya lo dominas!
—Espero que funcione mañana —repuso él, secándose el sudor de la frente—. La Saeta de Fuego estará mucho más lejos que todas estas cosas: estará en el castillo, y yo, en los terrenos.
—No importa. Siempre y cuando te concentres de verdad, la Saeta irá hasta ti —declaró Hermione con firmeza—. Ahora, será mejor que nos vayamos a dormir... lo necesitarás.
Entre ambos recogieron el espacio en el que habían estado practicando, dejando cada cosa en su sitio, y subieron juntos por la escalera de caracol hasta su cima, donde se despidieron con un abrazo al encontrarse sus dormitorios en lados opuestos. Cada uno se puso el pijama y se dejó arropar por el calor de las cobijas de la cama, cayendo dormidos casi al instante de lo exhaustos que se encontraban.
Habían puesto tanto empeño aquella noche en aprender el encantamiento que se habían olvidado del miedo.
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